Última localidad en el oeste mendocino antes de pasar a Chile. Cumplió 59 años. Tuvo gran actividad hace décadas, hoy lo habitan 10 familias en forma permanente.

La sección «Por los barrios» llegó al territorio de frontera, donde sienta reales la villa de Las Cuevas, el pueblo que surgió en la primera presidencia de Juan Domingo Perón y que ya cumplió 59 años de existencia.

La vida de esta localidad ha sido azarosa, cambiante y con los años frustrante. Hacia 1950, el entonces presidente Perón y su esposa, Eva Duarte, llegaron hasta el lugar.

Varias fuentes señalan que la primera dama se impresionó por la ausencia de servicios y la penuria de los habitantes de entonces, especialmente los ferroviarios. Rápidamente se dieron las instrucciones y se aportaron los fondos para que comenzara la construcción de un pueblo que reflejara «la entrada a un gran país».

Ese fue el encargo que el propio líder le hizo al arquitecto Alejandro Bustillo, el proyectista del enclave. Hubo demoras, inconvenientes, pero la obra se terminó y el 20 de febrero de 1953 se inauguró con la presencia Perón y su par chileno, Carlos Ibáñez del Campo.

El hombre que tuvo a su cargo acelerar los trabajos e impedir que decayera el ritmo de obra fue Agustín Del Giusti, por entonces jefe de la zona Cuyo de la Dirección Nacional de Arquitectura. En la ejecución del pueblo llegaron a trabajar en forma simultánea cerca de 2.000 obreros, entre argentinos, chilenos, bolivianos, yugoslavos (la mayoría picapedreros) e italianos.

Güido Borsoi (78, italiano de Venecia) estuvo en la obra con 18 años, como ayudante de carpintero de su padre, Juan, un subcontratista encargado de colocar las puertas y las ventanas de la villa. «Llegué a Mendoza el 27 de marzo de 1951, y dos meses después, mi papá me llevó derechito a trabajar en la cordillera. Fue un impacto, venía de la primavera italiana.

Permanecí hasta final de 1953. Cuando voy de vacaciones y paso por allí siento tristeza, porque era un lugar maravilloso», dice en claro castellano. Otro que aportó su esfuerzo fue Fernando Grajales, ya fallecido. Muy joven se conchabó en la construcción y se entusiasmó tanto con la montaña, que su vida se ligó estrechamente al Aconcagua.

La flamante población recibió el nombre de su virtual madrina, Eva Perón, denominación que, obviamente, desapareció luego de 1955. Evita no vio terminada la obra al fallecer en julio de 1952.

Dotada de todas las comodidades, la villa tenía policlínico, hostería, estación de servicio (el ACA con los años), correo, proveeduría, Gendarmería, policía, aduana y migraciones. Por expresa disposición de Eva, el centro médico, por ejemplo, disponía del mejor instrumental. También había una sala de cine y la escuela, donde se instruían los niños del lugar, contaba con biblioteca.

El gran estímulo para el fomento del poblado era la estación de trenes, el paso por esa latitud del Tren Trasandino con su movimiento de cargas, y la radicación de las familias ferroviarias. Con el cese del transporte ferroviario internacional, que había empezado a correr a principios del siglo XX, el pueblo empezó a decaer. Las duras cuestiones climáticas fueron en contra de su mantenimiento. Un alud que cayó del cerro Tolosa (5.400 m) fue un gran revés porque causó muertes y la destrucción de parte de las edificaciones de 1953.

Con el paso del tiempo, se produjeron más duros golpes, especialmente por los incendios de la hostería, la aduana y otros inmuebles. Un año el ACA decidió cerrar la estación de servicios. La falta de mantenimiento de los edificios por parte de los sucesivos gobiernos hizo que Las Cuevas desembocara en el lamentable deterioro actual. Además, y en rápida descripción, la velocidad de cruce del poblado por parte de ciertos vehículos particulares, camiones y ómnibus es, en ocasiones, demencial; no hay baños públicos y la plaza pública pide a gritos un arreglo aunque sea provisorio.

Los que sobreviven

Desde hace muchos años se menciona a Las Cuevas como un pueblo fantasma. Se fueron reparticiones, familias y solo permanecen oficinas de organismos que prestan servicios esenciales, como Edemsa, Gendarmería, los encargados del peaje y la Dirección Nacional de Vialidad (DNV). La vistosa Ermita de Don Orione, luce en eses ambiente de montaña.

Los pocos pobladores son los que hacen frente con su empeño a la adversidad y a la falta de políticas de estímulo de un pueblo de frontera, «la entrada a un país», como decía el general.

Son comerciantes que han tomado en concesión algunos edificios que se salvaron de la destrucción, los mantienen y allí atienden al viajero. José «Lito» Calabrese (58) administra, con su esposa Sara, el restaurante «Portal de Las Cuevas». «Vine de la ciudad a probar con la gastronomía». Su negocio ocupa el viejo y emblemático local del ACA. «Lo tengo por 6 años; es aceptable el rendimiento que obtengo”, afirmó.

Enfrente está la chocolatería de Gladys Araya (54), una luchadora más del lugar. Pudo haberse ido tras la muerte, prematura, de su esposo, el escalador Eduardo Frascali, un pionero del Club Andinista Mendoza. «El contacto con la naturaleza hace que valga la pena vivir aquí”, sostiene Gladys. Seguirá peleando la residencia con sus dulces y su devoción por la fauna y la flora lugareñas.

El más joven de los concesionarios es Néstor Kalusa (30). Tiene un alojamiento para quienes practican actividades de montaña. Antes fue mozo y ahora es el titular del emprendimiento. «Tengo por este punto de la geografía un sentimiento de pertenencia y de nacionalismo; es duro a veces estar aquí, pero seguiremos». Su idea es armar un pequeño museo, con elementos de la zona, como parte de una cremallera, faroles de señales, trozos de mampostería y hasta restos de un avión carguero que se estrelló contra el Tolosa.

También brindó su testimonio Fabián Videla (51). Él no es de Las Cuevas, pero hace 28 años que viaja a la frontera al comando de un ómnibus de la empresa Uspallata, llevando y trayendo a los escasos habitantes, a trabajadores y a paseantes. Afirma lo que es parte de lo relatado. «Este lugar está abandonado; rescató a los concesionarios que mantienen cada uno de los edificios asignados; sin ellos el sitio sería peor».

Miguel Títiro: Los Andes

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