Bogotá. AFP. Zenaida y Roberto, dos de los siete hijos de una familia de curtidos campesinos del noreste de Colombia, se reunieron esta semana en Bogotá después de 18 años separados y en bandos enemigos: él como soldado profesional y ella como guerrillera de las FARC.
Su historia muestra la dramática forma cómo hijos de humildes labriegos, obligados a combatir de uno u otro lado, pagan la costosa factura de la guerra interna que vive Colombia, con más de 200.000 muertos en cuatro décadas, se recordó.
“Yo daba a mi familia por muerta, pensaba que los habían matado los paramilitares (grupos de extrema derecha)”, afirma Zenaida, que a comienzos de enero huyó de un campamento junto a un secuestrado por el cual las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) pedían $2,3 millones.
“No quise seguir más, me daba mucha lástima la forma como se trata a los secuestrados”, dice la mujer que bajo el nombre de Miriam , pasó más de la mitad de sus 35 años en las filas de las FARC, mientras camina junto a su hermano Roberto, diez años menor.
“Yo no supe que era mi hermana cuando la vi por televisión entregándose, después comenzaron a llamarme familiares”, señala el joven, que perdió una pierna por una mina antipersona.
Los dos hermanos recuperan ahora el tiempo perdido, en una vivienda del centro de Bogotá, celosamente resguardados.
Su separación comenzó en 1990, cuando los guerrilleros llegaron al rancho de la familia. “Le dijeron a mi papá que tenía que contribuir con un hijo para la revolución, yo era la mayor y me llevaron”, recuerda Zenaida.
En esa época las FARC intentaban un segundo proceso de paz, en medio del exterminio –a manos de paramilitares– de más de 3.000 militantes de la Unión Patriótica, un partido creado por los rebeldes en un intento de integrarse a la política sin armas.
“Durante algún tiempo, los hermanitos hablábamos de que se había ido para la guerrilla, le perdimos la pista y creímos que había muerto”, recordó Roberto.
Zenaida entrenó ocho meses junto a otros jóvenes, la mayoría apenas sabía leer y escribir y poco de política, salvo que los militares eran sus enemigos.
“Combatíamos con carabinas M-1, unas armas viejas, pesadas”, luego tuvo fusiles AK-47 y FAL, con los que recorrió, en varios frentes, el pie de monte de la cordillera de los Andes, de cara a los llanos orientales que comparten Colombia y Venezuela y la selva amazónica que une con Brasil, Perú y Ecuador.
Fue combatiente, escolta, enfermera y radio-operadora. Estuvo bajo el mando de Jorge Briceño El Mono Jojoy, jefe militar de las FARC, guerrilla que –según el Gobierno–, está diezmada.