DIY

He intentado vivir un mes SIN PLÁSTICO y esta es mi experiencia

Hartos de sentirnos culpables cada vez que oímos hablar de la gigantesca isla de basura del Pacífico, nos hemos planteado un reto: vivir sin plástico durante un mes y contar nuestra experiencia
Gonzalo Machado

Puede que fuera la amenaza de la gigantesca isla de basura que habita el Pacífico, el cambio de año o el hecho de que acabemos de tener un bebé y nos preocupe su futuro en la Tierra; la cuestión es que mi pareja y yo decidimos plantearnos un reto: vivir sin plástico durante 2019. Ahora que se cumple un mes desde que comenzamos a intentarlo, aquí va nuestra experiencia. PRIMERA SEMANA
Las salidas navideñas y los tuppers de mis suegros –hechos, claro, de plástico– nos han permitido ir tirando sin prácticamente cocinar. Vamos gastando lo que tenemos en casa, poniendo especial atención a lo que venía envuelto en plástico, pues somos conscientes de que no podremos volver a comprarlo. Nuestra basura se llena de envases de pasta, nachos y tortillas de trigo ecológicos –eso no les impide, por lo visto, venderse en bolsitas que nunca se biodegradarán–, frutos rojos congelados, queso –de una pequeña productora cercana, pero también envuelto en el temido polímero–, dentífrico…

Vivimos en el campo, así que, con las sobras orgánicas, decidimos hacer algo que llevábamos demasiado tiempo posponiendo: compost. Nos estudiamos a fondo el completo Manual para el compostaje individual lanzado por la Diputación Foral de Guipúzcoa. Parece sencillo: solo nos falta la compostera.

Cuando hablamos con una amiga que realiza este proceso desde hace años para que nos asesore sobre cuál comprar, nos dice que la hagamos nosotros mismos. Tiene sentido: al fin y al cabo, se trata de no producir más basura. No obstante, tenemos un bebé de ocho meses, un perro, tres gatos y dos trabajos: no encontramos el tiempo para fabricar el artilugio por sencillo que sea. Al final de la semana, cavamos un agujero en la tierra y echamos nuestras sobras orgánicas ahí. Desenlace: se las come el perro.

© iStock

SEGUNDA SEMANA
Nos vamos quedando sin víveres, así que mi marido se acerca a por pan y huevos. Sin embargo, vuelve sin ellos: no recordaba que ambos –a pesar de estar comprados en comercios locales y de que su procedencia sea el mismo pueblo que habitamos– vienen envueltos en plástico. Además, se le olvidan las bolsas reutilizables, así que tampoco tendría cómo llevárselos. "Lo más difícil de este reto es acordarse de él", me dice al volver a casa.

Este pequeño revés, que nos deja con hambre, tiene un valioso efecto inesperado: nos ponemos a investigar y nos damos cuenta de que los huevos que solemos comprar no proceden de la granja que creíamos –una pequeña y ecológica, que se encuentra cerca de casa–, sino de una gigantesca en la que las gallinas no parecen ni la mitad de felices –y esto, a nosotros, que no comemos carne, nos importa–.

Localizamos a nuestros productores, les preguntamos dónde podemos comprar sus huevos et voilà: nos cuentan que los venden en una panadería artesanal que nos gusta mucho, pero a la que no vamos todo lo que quisiéramos porque no nos pilla de camino. Decidimos implementarla en nuestra ruta de compras, y descubrimos con gusto que sus panes vienen envueltos en plástico biodegradable. Algo es algo.

Jara Varela

TERCERA SEMANA
Mi marido necesita un abrigo, así que vamos a un centro comercial. El mero hecho de comprar un abrigo en lugar de adquirir uno de segunda mano ya va bastante en contra del reto que nos hemos propuesto: al fin y al cabo, materiales como el poliéster, presente en gran parte de la ropa que llevamos puesta, es de la familia de los plásticos. Y eso sin contar con que lo más favorable para el planeta (y para Marie Kondo) sería que dejáramos de comprar cosas. Sin embargo, pese a ser conscientes de toda esta problemática, nos hacemos con la prenda, la pagamos, y ya que estamos, compramos unos tiradores para un cajón.

Cuando, al hacerlo, vamos a decir que no queremos bolsa, nos damos cuenta de que nos han envuelto los propios tiradores en plástico, lo cual nos enseña una lección: disminuir nuestro consumo de este material nos exige tanto estar siempre alerta como anticiparnos. Es más, no llevamos una botella propia, así que, cuando tenemos sed, adquirimos una de agua –y todos sabemos de qué está hech–. Mi marido, además, compra unas galletas para picar algo, y aunque vienen en cartón, dentro traen un clasificador de plástico.

housebeautiful.com

Por otra parte, ya no podemos posponerlo más: debemos ir a la compra. Lo intentamos en una tienda que se vende como “ecológica” y que distribuye a granel… pero descubrimos que los productos que ofrece vienen en bolsas transparentes –y, además, no ofrecen apenas variedad–. Suponemos, sin embargo, que es lo que ocurre en todos estos comercios: compran al por mayor y nosotros, al comprar al por menor, evitamos el plástico que recubriría cada una de las porciones individuales.

Seguimos buscando y descubrimos, con placer, que el nuevo supermercado de una gran cadena situado cerca de casa ofrece una gran gama de alimentos a granel. Aunque nuestra idea es acudir al mercado en busca de estos productos –algo que nunca acabamos haciendo, porque nos pilla francamente lejos y abre solo durante la mañana, cuando ambos trabajamos–, pensamos que está bien para una urgencia. Eso sí, para llevártelo a casa te ofrecen bolsas de papel pero con un trozo de plástico transparente en medio –para ver el contenido–. Decidimos que la próxima vez preguntaremos si podemos llevar nuestras propias bolsas, cosa que también cuestionamos en el stand de sushi: ¿podríamos adquirir las piezas de la bandeja en nuestro propio tupper? Nadie sabe la respuesta, y nos dicen que quien manda no está.

© Ana Alonso para PEZ

Al final, hacemos una compra bastante pequeña, en la que, para evitar el plástico, compramos, por ejemplo, el yogur y las especias en cristal –con el consecuente aumento de precio–. No solemos comprar comida precocinada más allá de los nachos y las tortillas de trigo que ya mencionamos, pero decidimos que las cocinaremos en casa. Eso sí, nos quedamos sin probar algunos productos de la sección de “sabores del mundo” debido a su packaging.

Tampoco podemos adquirir papel de horno: no es exactamente plástico, pero no resulta reciclable por haber sido tratado con ácido sulfúrico. Lo aprendemos en el blog Hacia otro consumo, aunque donde realmente damos respuesta a la mayoría de nuestras preguntas sobre reciclaje es en Reciclario, una web tan sencilla e informativa como "culpabilizadora". Consultándola, nos damos cuenta de que ya vamos ocho meses tarde en algo que nos prometimos hacer cuando nació nuestro hijo: usar pañales reutilizables. No obstante, entre obligaciones y nuevas responsabilidades, y abrumados por la cantidad de oferta –no conseguíamos aclararnos sobre cuál elegir–, lo fuimos dejando… Nos prometemos no hacerlo mucho más, y añadimos a la construcción de una compostera, una cita online con las expertas de Green Baby, que ofrecen asesoramiento personal sobre el tema a través de videollamada.

CUARTA SEMANA
Nos vamos de viaje, y ya en el avión –cuyo uso es también más que cuestionable– nos damos cuenta de la enorme cantidad de plásticos de un solo uso que se manejan en entornos de este tipo. A pesar de que la UE ha dispuesto que en 2021 dejen de venderse sus ejemplos más flagrantes –vajillas, bastoncillos del oído, pajitas–, ¿qué hay de los plásticos que envuelven los bocadillos y cada una de las amenities de un hotel, por ejemplo?

¿Y en casa? ¿Qué haremos nosotros cuando se nos acabe el gel? Nos ponemos a investigar, y nos damos cuenta de que Patri y Fer, de Vivir sin Plástico, ofrecen un montón de alternativas en su blog. Lo único que echo en falta es que hablen de desmaquillantes, pero en la web de venta de productos "alternativos" Sin Plástico encontramos una loción en cristal… eso sí, por un precio prácticamente prohibitivo; casi mejor hacerlo tú mismo. Nos viene a la cabeza la frase de un amigo al que le contamos el reto: "¿Por qué seguís empeñados en complicaros la vida...?"

© Heritage Madrid Hotel

La visión de tanto plástico sobre el que no tenemos ningún control nos desanima un poco; al fin y al cabo, la tónica generalizada consiste en poner el acento en el consumidor cuando es la industria la que más deshechos plásticos genera. Hace falta repensar el modelo por completo, cambiar materiales, implantar nuevas plantas de reciclado, incluso enseñar a los usuarios a reciclar mejor –¿cuántos sabemos que el papel plastificado de la carnicería va al contenedor azul? ¿O que los tuppers, las macetas de plástico o las cajas de cd van al contenedor gris o al punto limpio y no al amarillo...?–.

Durante el viaje, fracasamos varias veces en nuestro empeño de evitar plásticos: los paquetes de lentillas que llevamos vienen en este material, así como los blísters de las pastillas contra la alergia y los sándwiches que compramos en el aeropuerto. Al final, entendemos que, a menos que nos vayamos a vivir a una cueva –o nos salgamos de la cadena de consumo, que al final parece que resulta casi lo mismo–, es imposible prescindir por completo del plástico (y no digamos ya del menos obvio, que se utiliza, por ejemplo, en algunas chapas de metal para evitar que se escapen líquidos de las botellas de cristal).

Eso sí, estamos decididos a hacer todo lo que esté en nuestra mano para evitarlo y reducir nuestra huella en el planeta dejando de comprarlo –para lo que hace falta llevar encima siempre bolsas reutilizables y botellas rellenables, así como cambiar ciertos hábitos de compra– y, en general, evitando adquirir, hasta donde nos resulte posible, cualquier cosa que implique utilización de energía en su creación, que también es contaminante. Al fin y al cabo, todo aquello que compremos nuevo –y a veces, lo que ni siquiera llegamos a comprar– no hace más que alimentar aquella isla de basura de la que hablábamos al principio, esa sobre la que esperamos que nuestro hijo nunca tenga que vivir.

GONZALO MACHADO