Eduardo Sacheri, autor de 'El funcionamiento general del mundo' (Alfaguara). Foto: Alejandra López

Eduardo Sacheri, autor de 'El funcionamiento general del mundo' (Alfaguara). Foto: Alejandra López

Letras

Eduardo Sacheri: “Convertir Argentina en una democracia fue una tarea titánica”

El narrador regresa a la novela con ‘El funcionamiento general del mundo’, una historia de adolescentes con el fútbol y la dictadura de su país como telón de fondo

19 febrero, 2022 01:47

Su profesión como docente en un instituto de secundaria potencia el interés de Eduardo Sacheri (Castelar, Buenos Aires, 1967) por la comunicación entre generaciones. El funcionamiento general del mundo (Alfaguara) se nos presenta como una road novel en la que Federico, un padre frágil y recién divorciado, debe explicar a sus hijos el motivo de recorrer 2.530 kilómetros hasta el límite de Argentina con Chile en lugar de acudir a las Cataratas del Iguazú, tal y como estaba planeado.

La muerte de Marta Muzopappa, profesora de Artes Plásticas y entrenadora del equipo de fútbol en el que jugó Federico durante su etapa en el colegio Arturo del Manso, es el detonante de un viaje en el que las heridas abiertas se manifiestan en primer plano, si bien podría ser una estupenda oportunidad para empezar a cerrarlas. La relación con sus hijos, el gamberro e ingenuo Joel, y Candela, perspicaz y algo insolente, centra la trama que recrea la actualidad, un trayecto en coche donde Sacheri despliega su destreza característica para los diálogos.

Las broncas entre Federico y los adolescentes son de una naturalidad casi insólita. La capacidad para la observación y la escucha de Sacheri cristaliza en las interrupciones (inherentes a un diálogo real) que inserta con maestría en multitud de pasajes. Al mismo tiempo, obvia todo lo superfluo de un intercambio comunicacional: aquello que aparece en la mayoría de las novelas, pero rara vez se dice en una conversación al uso.

En la que podría ser su incursión narrativa más psicológica, transitan las situaciones más cómicas y también las más amargas, aunque siempre hay un poso de ternura que planea sobre cada secuencia. “Hay novelas más exteriores o más interiores”, explica Sacheri, y en El funcionamiento general del mundo “hay un equilibrio mayor entre el argumento del presente y el del pasado”.
Como ya hiciera en El secreto de sus ojos, adaptada con éxito al cine por Juan José Campanella y donde él mismo intervino en el guion, el autor vuelve sobre la fórmula que incorpora dos tramas a la narración en dos contextos temporales bien distintos. El regreso a la infancia y la adolescencia en esta novela no es más que un vector literario para contar, de nuevo, una gran historia.
Pregunta. Una vez más decide insertar una historia dentro de otra. ¿De dónde nace cada una y por qué decide fusionarlas?
Respuesta. Lo mismo que en El secreto de sus ojos, la historia principal en la que yo pensé fue la del pasado: unos adolescentes de 1983 viviendo el muy complejo año final de la dictadura. El transcurso del tiempo modifica nuestra perspectiva y cuando decidimos narrarnos, también. Una cosa es lo que recordamos y otra lo que recordamos cuando lo convertimos en un relato. Cuando este padre, Federico, se ve obligado a explicar ese pasado enterrado en ese viaje de locos, reorganiza el recuerdo y estructura la memoria de este modo. La novela podía haber transcurrido solo en el pasado, pero me gustaba que estas dos generaciones vieran la vida de un modo tan diferente.

Memoria enterrada

P. Hay un posicionamiento firme por la recuperación de la memoria.
R. Esos adolescentes de la novela no tienen ni idea de qué fue la dictadura, lo mismo que mis alumnos no saben de lo que les hablo en Historia. En su libro Historia del siglo XX, Eric Hobsbawm dice que la civilización occidental pierde desde el siglo anterior esta costumbre de contarse el pasado de generación en generación, y cada una empieza a vivir como si estuviera fundando el mundo. La recuperación de la democracia, la Guerra de las Malvinas o la cotidianeidad de ese mundo es, para Joel y Candela, como si les hablaran de otro planeta. Pero también me gustaba esa recíproca ignorancia, porque tampoco Federico tiene mucha idea de cómo es el mundo de sus hijos. Sucede a veces. Como profesor, uno se ve obligado a estar mínimamente atento a la evolución del mundo adolescente.
P. Por momentos se tiene la sensación de que los niños son incluso más maduros que los padres.
R. Es que en mi época había cosas que uno aceptaba porque sí. La adolescencia de Federico corresponde a una expresión muy de allí: “Como cayó, quedó”. Asumíamos que los silencios tenían propiedades terapéuticas. Creíamos que callarlo era un modo de cicatrizarlo, más que de curarlo. Afortunadamente, las nuevas generaciones cuestionan y revisan su entorno más que la nuestra.
P. A propósito, los silencios cobran un protagonismo especial a lo largo de toda la novela, en la medida en que complementan los diálogos.
R. Uno de los enormes desafíos en la construcción de una ficción es el diálogo. Por tanto, es uno de los principales riesgos. Si tuviera que hablar a alguien que está deseando escribir ficción, le alertaría sobre la importancia de los diálogos. Y los silencios son una parte imprescindible.
P. ¿No son “demasiado” creíbles, comparados con lo que estamos acostumbrados a leer?

"Los seres humanos pensamos y sentimos con complejidad, pero no hablamos así"

R. Siento que es algo importante no sólo para la literatura, sino también para el cine. El diálogo está obligado a ser verosímil. Los seres humanos pensamos y sentimos con complejidad, pero no hablamos así. Si nosotros intentamos trasladar al diálogo una complejidad que le es ajena, bien por la longitud o por la abstracción, nos equivocamos.
P. En contra de la idea retrógrada sobre los jóvenes que no entienden nada, ¿hay una defensa de la adolescencia como una etapa de inocencia, pero no de ignorancia?
R. Diría que en la adolescencia incluso hay una mayor indefensión. En esa etapa somos personas en formación y nos falta lo más abstracto del lenguaje como para dar sentido a lo que vivimos y pensamos. Como adolescentes, sentimos con una hondura y una flexibilidad enormes, pero todavía nos falta crecer un poco para poder acomodar ciertas ideas en nuestros universos semánticos, y así no nos duelan tanto.
P. Además, en un pasaje se dice que “la adolescencia fue un tiempo oscuro”. ¿Hay una desmitificación de la infancia en el sentido de “paraíso perdido”? En el caso de Federico, en modo alguno lo fue.
R. Trato de alejarme de esa mirada pobremente nostálgica que a veces se ejerce sobre la niñez. Probablemente haya unos recuerdos muy luminosos, pero también hay dolores muy profundos y cicatrices definitivas.
P. Rescata la exigencia de los estudios y la presión familiar propia de aquella época. ¿Cree que ahora ha cambiado con respecto a esos años? ¿Cómo se conjuga la formación académica con la vida de un adolescente?
R. Siento que ahora tienen fronteras temporales más amplias para tomar decisiones. Entiendo el planteamiento de tomarse una pausa, pero el riesgo es que esa pausa se convierta en una laguna definitiva. Con todo, si tengo que escoger entre mi generación y la de los adolescentes actuales, me parecen más sabios ahora. Soy partidario de esa demora y esa calma.

Pugna por el lenguaje

P. El funcionamiento general del mundo tiene mucho de monólogo interior. Federico constantemente se cuestiona por las expresiones y las palabras que debe utilizar para dirigirse a sus hijos. ¿Es una parte de su personalidad que cede al personaje?
R. Lo planteo como si Federico estuviera en un aula de instituto, y yo tengo asumido que no puedo dirigirme a mis alumnos como cuando empecé hace 25 años. Es un desafío muy interesante. No creo que un profesor tenga que mimetizarse con sus alumnos, pero sí soy partidario del diálogo y la atención, la diferencia de opiniones… En definitiva, la comunicación es crucial para cualquier relación, pero aún más para llevarlo a cabo con alguien de otra generación.
P. En realidad, es permanente esa obstinación por encontrar el vocablo preciso. ¿Por qué pretendía reflejar esa pugna que mantenemos con el lenguaje? Por cierto, ¿cree que es algo privativo del círculo cultural ligado a las humanidades?
R. Creo que nos ocupa más a los de este gremio, sí. Aunque también a los psicólogos, por ejemplo. Estaría bien que, en general, estuviéramos atentos a esto, porque la forma que tenemos de decir es condicionante. En una época tan cruzada, donde hay tanto mensaje dando vueltas, no tomamos dimensión de la fijeza de la palabra escrita. Lo asumimos como la ligereza de la oralidad y no es así. Quien lee otorga a lo que lee una entidad mayor que lo que escucha.
P. ¿Hay una intención deliberada de reivindicar esto o aflora de un modo espontáneo?
R. La voluntad es transferir a mis personajes una preocupación existencial propia. Siempre estoy atento a eso, no solo cuando escribo.

La dictadura argentina

P. 1983 es un año crucial en la novela, muy paradigmático de la historia reciente de Argentina, con el eco de la Guerra de las Malvinas resonando. ¿Pretendía también recrear una época? ¿Un contexto puede determinar el carácter de una generación?
R. Por supuesto. Hay un margen de individualidad que nos acompaña, pero la experiencia compartida condiciona. 1983 en Argentina es más el final de la dictadura que el principio de la democracia. No por las fechas, sino por la inercia sentimental y relacional que la dictadura tuvo. En mi país hacemos una relación demasiado directa sobre los hechos y la realidad es que fue una tarea titánica convertir Argentina en un país democrático. La sociedad necesitó adaptarse porque la dictadura no nació de pronto en un país sano, sino que durante años se palpaba el deseo de violencia y su legitimación. Después de muchos años de conductas autoritarias, la dictadura es la exhibición de esa monstruosidad. Más tarde, la sensación de 1983 era la de clausurar un mundo.
P. ¿Y cómo conecta ese marco sociopolítico con una historia adolescente?

"Podían gritarte o maltratarte y a nadie se le atrevía cuestionar que pudiera ser ilegítimo"

R. Porque estaba en nuestras vidas y no nos dábamos cuenta. No entendíamos por qué en la escuela pasaba aquello. Podían gritarte o maltratarte y a nadie se le atrevía cuestionar que pudiera ser ilegítimo. Antes no nos lo preguntábamos y más tarde el adulto no podía responder ante ello. Verlos enmudecer en su confesión y su perplejidad era inquietante. Quería hablar de aquella sociedad violenta desde la pequeñez de una escuela.
P. ¿“El mundo cabe en un grano de arena”, como decía el poeta William Blake? Es fácil estar de acuerdo con Campanella cuando asegura que su narrativa tiende a transformar lo cotidiano en universal.
R. Tal vez sea lo que nos ha unido. Su cine es tal y como dices. En mi caso, no pretendo ser universal, es solo mi manera de ver el mundo. Somos seres minúsculos habitados por lo rutinario con ínfulas de entender algo que lo excede y con mínimas ventanas de conexión con lo trascendente. Siento que somos seres que trafican con lo trascendente desde su existencia minúscula. Me gusta pensar que esa profesora y esos chicos se interrogan por el funcionamiento general del mundo desde las pequeñas herramientas que poseen: un torneo de fútbol y una profesora que se aviene a ayudarlos. Me interesaba el contraste entre ese título ampuloso y exagerado con la historia sencilla que se cuenta dentro.

El fútbol, una salvación

P. El fútbol es una vía de escape a la presión familiar para Federico. ¿Le interesa ese debate acerca de la reputación del fútbol como un deporte deshumanizado por las leyes del capitalismo, o cree que es algo para tomarse de un modo más liviano?
R. A veces cometemos el error de juzgar el todo por la parte. Es cierto que lo más evidente del fútbol actual es el fútbol-negocio, pero el fútbol también es un padre pateando la pelota con su hija en una plaza y un grupo de treintañeros que se reúnen para jugar al fútbol sala y se lastiman. Los juegos colectivos y populares tienen una puerta muy fértil para ser analizadas desde la literatura y otras disciplinas. Desde lo personal, recuerdo que en esa escuela reglada y autoritaria, llena de preceptos y prohibiciones, fue una de las experiencias más terapéuticas. En esa jungla de adolescentes enormemente crueles o trágicamente invisibles, mi herramienta fue el fútbol.
P. ¿Qué tiene Eduardo Sacheri de ese padre tan singular y frágil que es Federico?
R. No nos parecemos tanto en el plano familiar, que en la novela presenta un caso bastante oscuro, pero en esa experiencia adolescente durante la etapa de ese colegio multitudinario, hay mucho de mí. Para empezar, yo también era portero. Son cosas que se transfieren a mi literatura, no como algo voluntario, sino como algo inevitable.
P. Por último, utiliza el argot argentino sin reparos en la novela. Desde luego, no tendría por qué tenerlos, pero es evidente que hay una voluntad. ¿Cree que eso podría disuadir a algún lector?
R. Nuestros argots regionales son potenciales disuasores del lector español. En mi caso, sería un falseamiento incorrecto hacer otra cosa. Solo se me ocurren novelas argentinas porque necesito entender el mundo en el que vivo. En todo caso, a lo que puedo aspirar es que, si lo hago de un modo suficientemente genuino, le sirva a un lector español para pensar en su propia realidad. Es un escollo que, eventualmente, necesitamos superar. A mí me encanta leer a escritores españoles y hay cosas que no entiendo, pero es mi desafío lector. No obstante, tengo la sensación de que los latinoamericanos somos más flexibles a la hora de enfrentar ese escollo que los lectores españoles. No en vano, ustedes fueron el centro del imperio. Desde las colonias aceptamos que los que tenemos que adaptarnos somos nosotros. Al lector español le cuesta aceptar cómo esos otros españoles trasladan ese idioma que es el suyo, pero no lo es.