Octavio Augusto, el peor enemigo de Cleopatra

Octavio, el vencedor de la batalla de Actium, sería el principal artífice de la leyenda negra que nos ha llegado de Cleopatra. En Egipto subsistiría una versión distinta.

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Virgilio lee la Eneida a Augusto y Octavia, de Jean-Joseph Taillasson

Virgilio lee la Eneida a Augusto y Octavia, de Jean-Joseph Taillasson

En el año 44 a. C. Cicerón, político y orador republicano, escribió a su amigo Aticus: “Odio a la reina”. Tal afirmación, nacida de la polémica estancia de Cleopatra en la capital romana invitada por César, iba a ser premonitoria. La animadversión hacia la soberana extranjera obedecía sobre todo a una estrategia política. Los feroces ataques se realizaron como una denuncia por el acercamiento peligroso, primero de César y luego de Antonio, a las conductas reales, que los republicanos despreciaban y que amenazaban ahora con instalarse en Roma. El culto egipcio dado a los monarcas era una de ellas, y la influencia ejercida por la reina generó gran desconfianza. Pero, críticas aparte, la elaboración del mito de Cleopatra corrió en realidad a cargo del flamante vencedor de Actium.

Convertido desde el año 27 a. C. en el emperador Augusto, Octavio hizo de Cleopatra el centro de una cuidadosa propaganda política cuyo fin último era legitimar su nuevo régimen. Roma se volcó a partir de entonces en forjar una leyenda negra en torno a la reina egipcia que no hizo sino avivarse con los siglos. La encumbraron como la mayor amenaza para el estado, no solo por sus ambiciones políticas, sino también por atentar contra los valores romanos más arraigados. Un fatale monstrum, en palabras del poeta Horacio, que se movía entre lo real y lo fantástico. Las descripciones la tachan de manipuladora, libertina o traidora frente a velados elogios por su inteligencia y coraje. Las versiones sobre su vida son numerosas. Y es que, como el arqueólogo Michel Chauveau ha señalado, su existencia aún no había llegado a su fin y el mito ya la había devorado.

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El paradigma del vicio

TERCEROS

El recién estrenado imperio necesitó dotarse de un marco ideológico que legitimase el gran giro tomado por el Estado. Para su elaboración, Augusto se rodeó de un grupo de excepcionales escritores e ideólogos puestos a su servicio. A partir de este momento Cleopatra se convirtió en protagonista de una serie de composiciones, verdaderas joyas de la lírica y de la épica latina, en las que los acontecimientos son contemplados y manipulados desde el prisma triunfalista. De hecho, el mito de fundación del Imperio arrancaba de la propia victoria de Actium. Transformada en una batalla entre dioses romanos y egipcios, Augusto se escondía tras el valiente Apolo, que venía al rescate de la flota, mientras a Cleopatra se le reservaba el acto cobarde de abandonar a los suyos. El gran Virgilio (70-19 a. C.) manejó brillantemente todos los elementos alegóricos en su Eneida, en la que relataba los orígenes de Roma: “La reina […] llama a sus huestes con un sistro egipcio y no mira, la triste, dos culebras que a sus espaldas le anuncian la muerte”.

Cleopatra se convirtió en protagonista de una serie de composiciones en las que los acontecimientos son contemplados y manipulados desde el prisma triunfalista.

La muerte de Cleopatra fue justificada y celebrada como la de un enemigo de Roma . En un sistema patriarcal como era el romano, existió un rechazo absoluto a la condición femenina de la gobernante. Las durísimas palabras de Horacio (65-8 a. C.), uno de los primeros portavoces de la nueva era, arremeten contra “una reina insensata, colmada de una loca ambición y embriagada por un éxito insolente”, que “tramaba la ruina del Capitolio y la destrucción del Imperio”. Pero, como la grandeza del vencedor se mide también por la altura de su rival, el poeta alababa igualmente la nobleza mostrada por Cleopatra en sus últimos momentos: darse un fin digno absorbiendo el letal veneno de los áspides. Su decisión tenía por objeto evitar la humillación de ser llevada a Roma y expuesta en el desfile triunfal de Octavio.

La figura de Cleopatra adoptó rápidamente una dimensión simbólica como paradigma contrario a las virtudes y a la moral romana. Llamada “la egipcia”, adjetivo usado en un sentido peyorativo, encarnaba todos los vicios que se tenían por procedentes de Oriente. Se la asoció con el consumo desmesurado de vino, omnipresente en los principales actos, frente a la moderación romana. Su belleza se equiparó a su lujuria y promiscuidad sexual, hasta quedar ridiculizada en la versión de la reina-prostituta ejecutada por Propercio (45-15 a. C.). Sus compañeros de aventuras corrieron mejor suerte. Para evitar reabrir las heridas de la guerra civil, César y Antonio se convirtieron en víctimas de sus engaños –“Ella, que hizo de Antonio el enemigo de su patria por la corrupción de sus encantos amorosos”–, liberándoles en gran parte de la responsabilidad de sus actos. La base del mito de Cleopatra empezaba a tomar forma.

Pero si Augusto hizo un buen uso propagandístico de la derrota de la reina y de sus escarceos amorosos, su interés por la historia del territorio recién anexionado no iba mucho más allá. Ordenó la destrucción de las estatuas de Cleopatra y Marco Antonio, y es conocida la indiferencia mostrada en su viaje a Egipto cuando visitó la tumba de Alejandro Magno. El biógrafo Suetonio (s. II d. C.) cuenta la anécdota de que, tras rendir honores al gobernante macedonio, se negó a visitar al resto de los faraones ptolomeos diciendo: “Yo he venido a ver a un rey, no a muertos”. Siendo pieza clave del Imperio por su papel como granero de Roma, el emperador quiso perpetuar su conquista egipcia haciendo transportar a Roma numerosos monumentos para exponerlos en lugares públicos. Es paradójico que quien fuera el artífice y beneficiario de la fascinación por una Cleopatra recreada provocase involuntariamente el desencadenamiento, muchos siglos más tarde, del fenómeno mundial de la egiptomanía.

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TERCEROS

Cruce de versiones

El personaje de la reina continuó despertando la imaginación de sucesivos autores latinos. Los distintos relatos configuraron una imagen novelesca de la soberana, muy del gusto romano pero en nada fiel a las costumbres egipcias, que se ganó la adhesión de una amplia audiencia. Se rellenaron poco a poco los detalles sobre los diferentes episodios de su vida, recreando una puesta en escena dominada por el lujo y los excesos que habría de inspirar a las superproducciones hollywoodienses. Desde la Cleopatra del poeta Lucano (s. I d. C.), que “ha maquillado sin medida su belleza maléfica”, hasta la de Dión Casio (s. III d. C.), “insaciable de amores y riquezas”, todas ellas tenían más que ver con una Helena de Troya causante de una guerra que con la última reina de Egipto. Es únicamente al abandonar el ámbito romano y occidental cuando nos encontramos con una cara de la reina menos seductora, pero más amable y admirativa. La tradición medieval árabe desarrollada en Egipto desde el siglo VII presentó a Cleopatra como erudita, filósofa y constructora, una reputada matemática y alquimista que escribió distintos tratados de cosmética y medicina.

Los distintos relatos configuraron una imagen novelesca de Cleopatra muy del gusto romano pero en nada fiel a las costumbres egipcias.

Sin embargo, la realidad no debió de admitir tantos extremos. Probablemente a los egipcios poco les importaban –o, más bien, poco conocían– las andanzas de su reina. Aunque contaban con un nuevo faraón en la persona del emperador romano, siguieron manteniendo sus cultos tradicionales, incluido el otorgado a las soberanas ptolemaicas. Plutarco, en el siglo II d. C., que se jacta de contar con fuentes fehacientes, nos dice que Archibios, un amigo egipcio de Cleopatra, pagó la friolera de 2.000 talentos para que Augusto no destruyese las estatuas de la reina. Estas, como lo habían sido en vida, seguían constituyendo objetos de culto en calidad de representación de la diosa Isis. La interpretación más reciente de esta cita parece no dejar ninguna duda de que fue el propio clero egipcio el que aportó ese dinero para perpetuar su memoria. Y parece que se consiguió. La imagen de la reina que César ordenase levantar en el templo de Venus, construido en el privilegiado espacio del Foro romano, siguió en pie al menos hasta el siglo II d. C. Doscientos años más tarde aún existía otra con similar función en el templo egipcio de Philae, último reducto del paganismo en época cristiana. En una de sus paredes se ha hallado un grafito grabado por Petesenufe, escriba del Libro de Isis, que vivió en el año 373 d. C. En él dice: “Yo revestí la figura de Cleopatra con oro”, haciendo referencia a la estatua de madera venerada en la capilla. Para muchos autores, nuestra Cleopatra.

Este artículo se publicó en el número 487 de la revista Historia y Vida. Si tienes algo que aportar, escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.

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