viernes, 30 de septiembre de 2016

El crimen de Mazarete


ESTEBAN [GONZALO], José, El Crimen de Mazarete. Historia (y consecuencias) de un error judicial, Madrid, Ed. Reino de Cordelia, 62, 2016, 174 pp. [ISBN: 978-84-15973-74-4].
Nuestro querido amigo y paisano Pepe Esteban ha escrito un libro verdaderamente interesante, que en los momentos que vivimos viene al pelo, porque recuerda uno de los hechos más calamitosos y nefastos de cuántos han ocurrido en la tierra de Guadalajara. Nada menos que dar a conocer, con los suficientes años de distancia -ya va para ciento quince años, puesto que el suceso tuvo lugar en 1902-, uno de los errores judiciales más comentados, no sólo en España, acerca de un supuesto crimen cometido en el pueblo de Mazarete y las consecuencias posteriores que tanto proceso como su resolución tuvieron.
El hecho fue que, el día 24 de noviembre de año mencionado, un par de camineros que emprendían camino hacia su tajo en la carretera de Alcolea del Pinar a Tarragona, por la mañana temprano, a eso de las siete, todavía de noche, se toparon con el cadáver de un tal Guillermo García, alías “el Aceitero”, de Mantiel (aunque a todos los de Mantiel se les conoce por el pseudogentilicio de “aceiteros”), que, al parecer hacía muerto de un disparo en el pecho.
Este es el verdadero leiv notiv de lo acaecido. Después, todo serían palabras y más palabras, suspicacias, falacias y la falta de humildad a la hora de reconocer los propios errores. De modo que, entre unas y otras cosas, la justicia, (o mejor dicho, los jueces), terminaron por condenar a la máxima pena, morir en el garrote vil, a dos vecinos del pueblo probadamente inocentes. La maquinaria de la (in)justicia había puesto en marcha su andadura y ya no era posible frenar su inercia, de manera que las cosas se enredaron de tal forma que muchos expertos en medina legal y forense, así como destacadas personalidades republicanas como don Melquiades Álvarez y don Gumersindo de Azcárate, lograron, después de ímprobos esfuerzos, llamar la atención sobre el caso, que se había juzgado sin ninguna objetividad, en cuya labor contaron con la eficaz ayuda de los medios de comunicación social -la prensa- del momento, El Globo, El Imparcial, El Diario Universal
Pepe Esteban, escritor y periodista, sigue la pista de los hechos que se produjeron, desde las primeras pesquisas hasta la resolución judicial y sus posteriores resultados, reconstruyendo milimétricamente los sucesos, uno tras otro, demostrando la falta de justicia de la Justicia y su arbitrariedad, ante la que los acusados se encontraban totalmente indefensos, puesto que se trataba de la palabra de dos pobres gañanes, palurdos y rurales, contra la superioridad de los representantes de la Justicia, amparados en su toga.
A los largo de las primeras páginas del libro (7 a 10), el autor nos deleita con una especie de novela policiaca, o más bien si se quiere, sobre lo que pudieran haber sido sus prolegómenos: Un verano dedicado en profundidad a escribir un ensayo acerca del conocido escritor siciliano Leonardo Sciascia, del que tanto le llamó la atención “su obsesión por la justicia” y acaso también “su obsesión por la historia”, además de por su sencillez literaria a la hora de explicar los asuntos aparentemente más complicados, ya que Sciascia, según Pepe Esteban, “pertenece a esa clase de escritores que aspiran a decir lo más con lo menos; a provocar el mayor número de significados y matices con el menor número de palabras”.
Todo comenzó una mañana de domingo, en la que recorriendo los tenderetes y puestos de la Cuesta de Moyano, el librero Berchi, que estaba al tanto de sus tendencias y obsesiones librescas, le ofreció un interesante ejemplar titulado Dos penas de muerte. Exposición a las Cortes dirigida por don Tomás Maestre y Pérez. Catedrático de Medicina legal y Toxicología de la Universidad de Madrid. Madrid, 1905, que podría haber escrito el citado Sciascia y que le dejó absolutamente extasiado, aunque, en realidad, se trataba del libro que iba buscando; así que, ya desde la segunda página, le picó la curiosidad: Los inocentes condenados, sorpresa que fue in crescendo con la aparición entre sus páginas de diversos artículos periodísticos sobre el particular, escritos por algunas personas de fuste como don Gumersindo de Azcárate, don José Canalejas y don Jacinto Octavio Picón, entre otros y, para colmo, el crimen había tenido lugar en la provincia de Guadalajara, concretamente en Mazarete, nada más y nada menos que el feudo de don Calixto Rodríguez, propietario de la U.R.E. (Unión Resinera Española) y Senador del Reino, quien, como tantos otros, protegía a los condenados, a quienes consideraba incapaces de cometer un crimen de tamaña categoría…
Se trata, en fin, de una historia sencilla, otra más, de las muchas que la España negra e insólita del momento producía y callaba. Así es que, a casi un kilómetro de la venta conocida por Venta Alegre, yendo al trabajo dos peones camineros se encontraron con el cuerpo de un muerto, por lo que uno de ellos regresó al pueblo y dio parte al juez municipal, -cuyo nombre era Juan García Moreno-, quien, por cierto, ese día se había levantado con el “pantalón a cuadros” lo que equivalía a tanto como presagiar hechos inesperados que supondrían malas noticias, según comentó después.
El juzgado se presentó en el lugar donde yacía el cadáver a la una de la tarde con el fin de proceder a su identificación y posterior levantamiento,  ordenando el reconocimiento del lugar. El muerto resultó ser Guillermo García, como ya vimos más arriba, natural de Mantiel, quien con un carro de mulas se ganaba el sustento con la reventa de aceite y la compra de recoba. El juez municipal, por su propia cuenta y sin enmendarse a los santos, pensó que se trataba de una muerte por agresión y se puso en contacto con el Juzgado de Instrucción de Molina, que instruyó diligencias contra varios vecinos del pueblo.
También acudió el cabo de puesto de la Guardia Civil de Maranchón, que elevó su informe al Juzgado molinés, en el que señalaba que “Los hechos pueden ser motivo de causa criminal”, según quedó reflejado en su escrito en el que, debajo, constaba la fecha y la correspondiente firma, aunque -“saliéndose de sus atribuciones”-, a la vuelta de la hoja oficial, escribió la siguiente denuncia: “Los hechos han tenido lugar en casa del juez municipal de esta localidad”, lo cual no dejaba de constituir una tremenda acusación y una grave denuncia, según se preguntaron los angustiados defensores.
Esa fue la clave del nefasto “error judicial” al decir de don Melquiades Álvarez, fundador del Partido Reformista, que llevó el recurso de casación ante el Tribunal Supremo.
No obstante, lo que tanto entonces como ahora llamó la atención, fue que tras la mencionada denuncia anónima, el Juzgado Instructor de Molina dictase un auto declarando el procesamiento de catorce hombres de Mazarete, que fueron traslados, en carro o andando, a la cárcel molinesa,  de los que ninguno resultó ser Juan García Moreno y su hijo Eusebio.
Y aquí es donde Pepe Esteban comienza a utilizar el método sciaciano “consistente en levantar las piezas ocultas de la historia: una especie de reportaje retrospectivo: indaga hacia el pasado, revisa los archivos judiciales, las fuentes de la historia (testimonios orales y escritos) y de ahí, se ha dicho, esa especie de estilo notarial, que elude el gusto y el placer por la palabra, el huir de la literatura propiamente dicha y hasta su empeño en desliteraturizar sus historias”.
Todo lo demás es el relato de los hechos acaecidos y su forma de sopesarlos los representantes judiciales, la lucha de poderes, entre ellos mismos y pisoteando la palabra del hombre rústico. El poderío de una clase prepotente, sobre la desgracia del débil, que siempre tuvo las de perder.



Finalmente, quisiera ofrecer al lector breve noticia acerca de otro libro que, sobre el mismo tema, ha visto la luz recientemente. Se trata del escrito por Tomás Gismera Velasco, Mazarete: el error judicial (col. Guadalajara, crónica parda), Amazon 2016, [2013, 1ª. ed.], 61 páginas, [ISBN: 10: 1530521483 y 13: 978-1530521487], cuyos capítulos -brevísimos- son los siguientes: Un cadáver en la madrugada, El Juez de Mazarete, Vedijas el Codicioso, Si la han hecho que la paguen, La Revisión, Motín de intelectuales y ¿Justicia? 

“El día 24 del actual de noviembre de 1902 fue descubierto en la carretera de Sigüenza a Molina el cadáver de un hombre que representaba unos 30 años, y que tenía una herida de arma de fuego en el pecho.
Había sido visto en numerosos sitios la tarde anterior, la última vez que se le vio con vida, en la posada de Mazarete (Guadalajara)”.


José Ramón López de los Mozos

sábado, 24 de septiembre de 2016

BUDIA en la Edad Moderna


GARCÍA LÓPEZ, Aurelio, Budia en la Edad Moderna (Siglos XVI al XIX), Guadalajara, Editores del Henares (col. Temas de Guadalajara, 10), 2015, 167 pp. [ISBN.: 978-84-606-5989-1].

Comienza el libro que comentamos con unas pinceladas acerca de la historiografía alcarreña, entre la que encuentran algunas obras referentes a Budia que, aunque no muy antiguas, no por eso son menos importantes, puesto que los datos más abundantes datan de finales del siglo XIX. Así una entonces meritoria referencia a dicha villa escrita por don Andrés Falcón y Parto, la Memoria histórica-descriptiva de Budia, de 1888,  reeditada con numerosas ampliaciones por el Dr. Herrera Casado en 1991, con el nuevo título de Budia, breve noticia de su historia. Poco después, don Juan Catalina García López escribiría los Aumentos a las Relaciones Topográficas (Tomo I) mandadas recoger por el rey Felipe II; maravilloso trabajo que aportó, y aún sigue aportando, numerosos datos de interés para un conocimiento exhaustivo de dicha población. En 1907, el médico don Severino Domínguez Alonso publicó unos Datos para el estudio médico-topográfico de la Villa de Budia de gran interés, cuya edición facsimilar, llevada a cabo en 2015 por el Ayuntamiento de la localidad con autorización de la Biblioteca Nacional de España, comentamos en estas mismas páginas.

Hasta aquí lo que podríamos considerar como la primera fase, dedicada a estudios y trabajos, sin olvidarnos de la ermita y la imagen de la Virgen del Peral de Dulzura, sobre la que, indica García López, existe una hoja “volandera” de 32 cm. titulada Gozos a Nuestra Señora del Peral: que se venera en la villa de Budia, Diócesis de Sigüenza, que editó el impresor Víctor Berdós i Feliú -entre 1875 y 1900?-, en su imprenta de Barcelona (C/. Molás, 31) y que hemos podido consultar de la Biblioteca Nacional de España (VE / 1445 / 441).

Posteriormente surgirían nuevos trabajos, como la brevísima Historia de Budia de Miguel Rodríguez Gutiérrez (MI-RO-GU), que únicamente contiene una transcripción de las ya citadas II Relaciones Topográficas de Felipe y unas notas sobre arte (con un total de 36 páginas), al que siguieron otras publicaciones llevadas a cabo, sobre todo, por Antonio Herrera Casado y Juan José Bermejo Millano: Budia, corazón de la Alcarria (2005), El convento carmelita de Budia. Memoria y esperanza (2010), así como el trabajo, esta vez en solitario, del mencionado Bermejo Millano, Budia en la prensa (2012).
Como podrá apreciar el lector, el presente libro da a conocer algunos aspectos nuevos o al menos poco estudiados hasta el momento, como el trabajo del cuero, la celebración de una feria, la actividad apícola, etc., de donde posiblemente procedan los pseudogentilicios de “mieleros”, dado que los vecinos de Budia fueron los mayores productores de miel de toda la Alcarria, y “curtidores”, por los que todavía hoy se conoce a los budienses o budieros.
Apartado, el anterior, que sirve de pórtico a la historia de Budia propiamente dicha y que da principio con unas breves consideraciones acerca de la Edad Media, a pesar de la inexistencia de documentos que precisen su origen con exactitud, por lo que se hace difícil establecer el momento en que se inició como lugar habitado, aunque lo más probable es que se trate del siglo XI ya que, tras la conquista de Atienza por Alfonso VI (1085), Budia pasó a formar parte de su Tierra, dentro del sexmo de Durón, y su territorio repoblado por cristianos procedentes de la zona norte peninsular.
Al partir del siglo XII es cuando comienza a haber documentos escritos, concretos, sobre Budia, por lo que se sabe que la Orden de Santiago tenía algunas posesiones, pero realmente no se tienen datos fidedignos hasta el año 1388 -fecha en que se le hizo donación de la dehesa denominada El Peral, lugar entonces despoblado debido a la peste negra sufrida- momento en el que pertenecía al Común de Villa de Atienza y en el que permanecerá hasta, al menos, 1413. En relación con este tema, García López transcribe dos documentos: 1402. 31 de mayo. Atienza. Traslado de la carta de donación otorgada por la villa de Atienza a favor del lugar de Budia de una dehesa titulada El Peral y 1431. Confirmación de la donación por la villa de Atienza a favor del lugar de Budia de una dehesa titulada El Peral.
Seguidamente pasa a analizar los restos de la iglesia románica del antiguo despoblado de El Peral (que en este caso creemos fuera de lugar), para tratar de la integración de Budia al Común y Tierra de Jadraque (dentro del sexmo de Durón), en el que permaneció hasta el siglo XV en que pasó a convertirse en un lugar de señorío tutelado por varias familias. Primero por Gómez Carrillo, -al poco, en 1434, se hizo Villa-, pasando después a manos de Alonso Carrillo de Acuña, donde permaneció por poco tiempo hasta que, tras realizar una serie de permutas, llegó a ser una de las propiedades más queridas por el cardenal Pedro González de Mendoza, y posteriormente, al condado del Cid, del cual eran dueños y señores los marqueses del Cenete, hasta que con el tiempo pasó a la Casa del Infantado en la que se mantuvo hasta la abolición de los señoríos, en el siglo XIX.

Hasta aquí, lo que podríamos considerar como la primera parte, o parte introductoria del libro, con la que entramos en la Edad Moderna, momento, como hemos visto, en que Budia permanece en poder de la familia Mendoza. Esta parte contiene un carácter netamente social y en ella se ofrecen numerosos datos sobre el ya mencionado señorío mendocino, que tenía poder, otorgado por el rey, para nombrar Alcalde Mayor y proporcionar a la villa una Administración Municipal justa a través del concejo y sus componentes, una de cuyas mitades correspondía al estamento noble (hidalgos) y, la otra, al estado general (pecheros), encargados de custodiar los denominados bienes de propios comunales, es decir, las propias Casas de Ayuntamiento y archivo, la cárcel, la correduría o peso real, además del matadero y la carnicería, los mesones, la pescadería y demás tiendas. También se ocupaba del pósito, los hornos, las tabernas, la fragua y los molinos aceiteros y harineros, junto con el batán. En lo que respecta a la higiene y a la salud pública era de su competencia cuidar de las pozas de la basura y, finalmente, tenía a su cargo los montes y su aprovechamiento.

Un apartado interesante es el dedicado a la demografía, puesto que no conviene olvidar que, a comienzos del siglo XVI, Budia se había convertido en la población más importante del sexmo de Durón gracias a su notable crecimiento económico, de modo que en 1528 contaba con 238 vecinos, llegando a más de 500 a finales del mismo siglo, por lo que fue la tercera población de la antigua provincia de Guadalajara, solo superada por Guadalajara (con 1372 vecinos) y Sigüenza (con 910), aunque durante el siglo siguiente, el XVII, lo habitaban 364, que se redujeron a 202 en 1712. Gracias al desarrollo de las tenerías, la población de Budia alcanzó los 1700 habitantes (almas) (1752), finalizando el siglo XVIII con 523 vecinos, o lo que es lo mismo, 2197 habitantes -según el coeficiente de conversión de 4,21 habitantes por vecino-, disminuyendo nuevamente con la Guerra de la Independencia.
Las clases sociales estaban representadas por los hidalgos, entre los que destacaban algunos hombres dedicados a las letras, las armas y la administración pública, como las familias Romo y Sáez, además de por el estamento eclesiástico, que llegó a dar algunos obispos: Juan Ruiz Colmenero, obispo de Nueva Galicia desde 1647 hasta 1663; Víctor Damián Sáez, obispo de Tortosa en 1823; Bernardo Antonio Calderón y Lázaro, nombrado obispo de Osma en 1753; Juan José García Álvaro, obispo de Coria fallecido en 1783, y Gabino II Catalina del Amo, obispo de Calahorra y Santo Domingo de la Calzada en 1875.
La actividad económica se centraba fundamentalmente en la agricultura y la ganadería, junto a las que destacaba una floreciente actividad apícola, ya que contaba casi con cinco mil colmenas según el Catastro de Ensenada (1752). También eran muy pujantes las industrias textiles, concretamente la de fabricación de paños, así como las tenerías y otros aspectos de menor importancia, como la confección de sayales por los carmelitas, los pequeños comercios y la arriería y la celebración de un mercado semanal con feria.

Quizá el apartado más amplio es el que dedicado a la religiosidad popular, cuyo centro neurálgico era la iglesia parroquial de San Pedro Apóstol, además de en algunos oratorios privados, en los que se solían celebrar votos y fiestas y eran numerosas las memorias, capellanías y obras pías, además de tener a su cargo las dotaciones económicas para el sostenimiento de un hospital para pobres, becas para  estudiantes y dotación de huérfanas, que se completaban con las ayudas del pósito fundado por Pablo Sáez Durón. Existieron así mismo numerosas hermandades y cofradías, diez al menos, y también fueron numerosas las ermitas que se edificaron, siete, más un calvario. Contaba con un convento carmelita, dedicado a la Inmaculada Concepción, de notable e interesante construcción, al igual que sucedía con su arquitectura civil consistente, en gran parte, en numerosas casas solariegas, algunas de las cuales han llegado hasta nuestros días.

Finaliza el trabajo con una amplia bibliografía dividida en dos partes: en primer lugar por el material de archivo -documentos- recabado en el Diocesano de Sigüenza, el Histórico de Protocolos de Madrid, el Histórico Provincial de Guadalajara, el Municipal de Budia, el General de Simancas, el Histórico Nacional, el Parroquial de Budia, el de la Nobleza Española de Toledo y el de la Real Chancillería de Valladolid y, en segundo lugar, por los libros consultados para la realización del texto.
Resumiendo, un libro ameno, de fácil lectura que ayudará a muchos budieros a conocer su propio pueblo, como así sería deseable, y que viene a recordar numerosos datos vistos en otros libros semejantes debidos a la misma autoría que el presente.


José Ramón López de los Mozos    

sábado, 17 de septiembre de 2016

Un catálogo sobre Pradillo

PRADILLO, Pedro José (dir. y coord.), Mi tierra, mis paisajes. Pinturas de Regino Pradillo, Guadalajara, Patronato Municipal de Cultura del Ayuntamiento de Guadalajara, 2016, 48 pp. [Catálogo la Exposición celebrada en el Museo Francisco Sobrino, de Guadalajara, de los días 3 de junio a 17 de septiembre de 2016]. [I.S.B.N.: 978-84-87874-75-8].

Una vez más el Ayuntamiento de Guadalajara, a través de su Patronato Municipal de Cultura, ha acertado plenamente ofreciendo al público, en el Museo Francisco Sobrino (de los días 3 de junio al 17 de septiembre), una parte representativa de la obra al óleo de uno de sus pintores más acreditados de Guadalajara: Regino Pradillo. Con tal motivo se ha procedido a la edición de un sencillo catálogo, de 48 páginas, de gran interés por la autoría de los textos que incluye, así como por su eficaz contribución al mejor conocimiento de la obra de este insigne artista alcarreño, a pesar de todo, todavía escasamente conocido por la mayoría de sus propios paisanos.

Regino Pradillo (Guadalajara, 1925-1991) fue, indiscutiblemente el pintor más conocido de la segunda mitad del siglo XX, solo comparable, en cuanto a su reconocimiento internacional, a otros artistas, también alcarreños, tan afamados y de la calidad y prestigio de Antonio y José Ortiz Echagüe, José de Creeft y del propio Francisco Sobrino Ochoa.

Por eso, esta exposición, compuesta por veinte lienzos, constituye el mejor homenaje que podría hacerse a un artista, que es el la divulgación de su obra, coincidiendo con el veinticinco aniversario de su fallecimiento. Se trata de representaciones telúricas de los campos y de las tierras con todos sus accidentes, de la provincia que le vio nacer hace ya más de noventa años.

Las obras que se presentan en esta exposición han sido seleccionadas por los hijos del artista y ofrecen una serie de variaciones paisajísticas, precisamente aquellas que tanto llamaron la atención en sus años de esplendor y por las que recibió tan reconocidos galardones.
Son paisajes en los que se reproduce la naturaleza de la tierra, que se va perfilando paulatinamente con su característico trazo fino sobre esos otros trazos fuertes y desgarrados, cargados de color, que vemos ir cambiando según cambian las horas y, especialmente los años.
Tierras duras estas de la Alcarria que se definen con colores atractivos, llamativos, atrevidos, y que, como hemos dicho, con el paso del tiempo, se van diluyendo como la vida misma.
Es la tierra que el artista lleva en su alma y en su pensamiento, la tierra en la que nació y la tierra que después lo acogió: cálida, húmeda y oscura con un nuevo útero maternal. Paisajes que huyen de lo establecido, de aquellas otras pinturas academicistas con las que aprendió a “cocinar” y de las que supo huir en el momento oportuno, cuando el cuerpo y el alma se lo pedían.

El espectador compara las obras, generalmente apaisadas, puesto que así lo requiere el paisaje representado, y observa los colores que reparte muchas veces, casi siempre, mediante la espátula, y señala el viejo camino, el cielo duro o azulado, las tierras aun amarillas tras la recogida del pan, los trazos que representan olivos en la distancia, ciertas manchas verde y añil que parecen señalar el cauce casi seco del riachuelo que humedece cuanto toca a su paso y da señales de vida.

Pero el espectador no se para en esto y quiere más, y analiza los trazos gruesos, los brochazos dados con soltura, sin miedo, sobre los que después trabajará el artista para dar vida y sentido a su obra, a la Obra poética, o sea, de creación, puesto que no otra cosa significa poiesis.

Paisajes que, en muchas ocasiones, podrían compararse con obras absolutamente abstractas, cargadas de materia, de la tierra misma que plasma en sus óleos y que, siguiendo lo tradicionalmente establecido, se dan la mano con el más atractivo informalismo.

Una exposición que se complementa con la del mismo autor en el Palacio de la Cotilla, donde podrán contemplarse obras academicistas de sus primeras andaduras pictóricas, y en la que junto a óleos, se exponen algunos carboncillos de temática muy diferente.

El catálogo, a pesar de su brevedad, ofrece una amplia panorámica de la obra de Pradillo, a través de numerosos textos debidos a Luis Alarcos Llorach, catedrático de Filosofía del Liceo Español de París, “Regino Pradillo, una persona excelente, un director amigo, un esposo y un padre entrañable, un artista exigente y cercano” (no es la longitud más correcta para un título, pero sí son las coordenadas de un ser querido y admirado, como añade el propio Alarcos); Antonio Herrera Casado, Cronista Provincial de Guadalajara, “Memoria de Regino Pradillo”; Pedro José Pradillo y Esteban, “Regino Pradillo-Francisco Sobrino. Yuxtaposición en París, 1968-1988”; Myriam, Roxanna y Juan Gonzalo Pradillo Guijarro, “Tierras: Movimiento infinito”, y el conjunto fotográfico que conforma “Mi tierra, mis paisajes. Pinturas de Regino Pradillo”, catálogo a color en el que se recogen diecinueve obras del artista, que, sin duda, servirán para ofrecer al interesado una idea cabal del modo de pintar de Pradillo y, especialmente,  de su forma de ver y comprender el paisaje de su tierra.

Finaliza el catálogo con un currículo (1960-1984) de becas, premios y distinciones, a destacar de entre la interminable lista de galardones, medallas y distinciones que recibió a lo largo de su vida, así como una serie de museos y colecciones en las que se conservan obras suyas.


José Ramón López de los Mozos   

sábado, 10 de septiembre de 2016

Tamajón en la Edad Moderna


LA COLECCIÓN “TEMAS DE GUADALAJARA”
I
Hasta el momento, esta interesante colección consta de once libros que tratan acerca de los más variados aspectos histórico-culturales de algunos pueblos de Guadalajara: Trillo (2), Tamajón, Escariche, Sacedón, Pareja, Henche, Trillo, Budia y Fuentenovilla, además de los dedicados al monasterio de Óvila y al Cardenal Mendoza.
Desde estas mismas páginas ya reseñamos alguno de ellos: Óvila, setenta y cinco años después (de su exilio), escrito por José Miguel Merino de Cáceres (vol. 1), la Suma de la vida del Cardenal Mendoza, de Francisco de Medina y Mendoza (vol. 8) y Religiosidad popular en Escariche durante la Edad Moderna (vol. 4).

Ahora veremos el resto de los títulos editados, cuyo autor, excepto el antes mencionado autor de Óvila, es también Aurelio García López.

Se trata del número 3, Tamajón en la Edad Moderna (Siglos XVI a XIX), Guadalajara, Editores del Henares, 2014, 232 págs. [ISBN 978-84-617-1006-5].
En líneas generales es una obra sencilla, en la que se va desgranando la evolución histórica de dicha villa desde la Edad Media, es decir, de cuando pasa de ser de realengo a pertenecer al señorío de la familia Mendoza, donde también se analiza el privilegio de 1259 por el que se concedía permiso para celebrar un mercado semanal, así como la exención de Portazgo en 1289, y a ofrecer multitud de datos acerca del aprovechamiento de pastos en la Tierra de Ayllón, sin olvidar la forma de vida de la comunidad judía establecida allí gracias al desarrollo de la actividad ganadera y el auge comercial, aunque, en realidad, sea muy poco lo que se conoce de ella puesto que los datos existentes, de 1464, se refieren al pago que los judíos de Tamajón realizaban junto a los de Uceda y que serían poco más del centenar, siempre bajo la protección de los Mendoza, de modo que también se ignora el número de los que salieron en el momento de la expulsión decretada por los Reyes Católicos en 1942, del mismo modo que se desconoce la ubicación de la judería y de la sinagoga.
La Edad Moderna se estudia a través del concejo, su composición y los miembros que lo componían; la demografía -Tamajón contaba con 868 vecinos, según el censo de pecheros que mandó realizar Carlos I en 1528, con lo que superaba a Guadalajara que entonces contaba con 737- y las clases sociales, puesto que en 1591 había censados 819 vecinos en calidad de pecheros, dos hidalgos y dieciséis clérigos, lo que llama la atención en el caso de los últimos. En general, la mayor parte de los pecheros se dedicaba a agricultura, la ganadería y el comercio (debido al alto número de arrieros y mercaderes).
De las familias hidalgas residentes en Tamajón durante el siglo XVI conocemos algo gracias a los pleitos conservados en la Real Chancillería de Valladolid. Una de las familias que entabla un pleito contra el concejo con el fin de que éste le reconozca su título (1548) era la de Martín Zuri de Uribarri. En 1559, serían Juan y Pedro Lozano quienes mantendrían otro pleito por iguales motivos y, en 1603, los hermanos Agustín y Pedro de la Torre Albarado, ya que la condición de hidalguía les ofrecía múltiples ventajas fiscales y privilegios, entre ellos la exención de impuestos.
Al parecer todas estas familias hidalgas -Zuri, Uribarri, Lezcano, Torre, Albarado, Montúfar- provenían del País Vasco y Navarra.
Siglos después y como alternativa a la explotación de la tierra, la actividad ganadera y la extracción de piedra, surge la fabricación de vidrio, cuya primera fábrica se instala en el Navajo -en 1827- por parte del francés Charles Cadot, tras solicitar el correspondiente permiso al Ayuntamiento y recibir el fabricante la debida autorización, por lo que se firmaba entre ambos un contrato de arrendamiento por tiempo ilimitado: “por todo el tiempo que durare el establecimiento”.
El terreno ocupado abarcaba tres fanegas por las que pagaba 550 reales al año. Para su instalación llegaron oficiales y trabajadores de vidrio procedentes de la fábrica de Aranjuez, que deberían permanecer en Tamajón por espacio de año y medio y percibir un salario de mil reales mensuales.
El caso es que terminada la obra -no había transcurrido medio año- Cadot vendió la fábrica, ya operativa, a Rafael Garreta junto con las posesiones de arenisca de La Mierla y Sacedoncillo, por la cantidad de 50.000 reales. Dicho Garreta modernizó las instalaciones fabriles y adquirió los terrenos donde estaba asentada, aunque según indica la Guía Mercantil de España de 1829 ya no estaba en funcionamiento. Al morir Garreta en 1833 la actividad industrial fue continuada por su viuda, quien también era propietaria de la fábrica de cristales de La Granja, pero debió permanecer clausurada algunos años por prohibición estatal, ya que el Gobierno concedía licencia para un periodo determinado, por lo que en 1855 su arriendo salió a subasta funcionando hasta 1863 año en que deja de mencionarse en la Estadística Administrativa de la Contribución Industrial y de Comercio.
Fue una de las veintiocho fábricas de vidrio existentes en España en esa fecha. Los herederos de Garreta se desentendieron de la fábrica que en 1865 era una ruina.
Otro aspecto que no pasa desapercibido es el que se refiere al arte, centrado en parte en sus canteros y tallistas, como queda de manifiesto en su trazado urbanístico, consistente en tres calles rectas atravesadas por otras tres, posiblemente siguiendo el modelo que se empleó en la construcción de Santa Fe, en 1491, tal vez trasladado a Tamajón por el Adelantado de Cazorla, señor de la villa.
Una estructura más renacentista que medieval, donde edificaron casas como las del Ayuntamiento y el pósito, realizadas entre 1560 y 1562 por el cantero cántabro Pedro Gil Ribero, en la primera de las cuales se añadieron los escudos de los condes de Mélito, señores de la villa. Una importante obra de reforma se llevó a cabo en la casa de la capellanía de Montúfar, en la calle Nueva,  por el cantero, también cántabro, Pedro de Palacios, vecino de Arbancón.
Entre la arquitectura religiosa en cantería destaca la ermita de la Soledad, cuya traza recuerda la capilla de los antes mencionados Montúfar. En cuanto a la ermita de la Virgen de los Enebrales actual sabemos que se construyó en 1612 por Juan de Razola (el mismo cantero que sacó la piedra necesaria para el convento de San Francisco de Guadalajara). Pero, indudablemente, el edificio religioso más importante de Tamajón es su iglesia parroquial, de la que poco se sabe hasta la segunda mitad del siglo XVII, en que el atrio porticado estaba sufriendo algunas modificaciones llevadas a cabo por los canteros de Meruelo, Lorenzo del Campo y Francisco Vélez de Pedrero, quien ya había trabajado antes junto a Lorenzo del Campo en las iglesias de Albares, El Vado y Matarrubia.
En cuanto a la religiosidad popular, el libro se Aurelio García se centra en las memorias, capellanías y obras pías, además de en el elevado número de cofradías, ocho en total: del Santísimo Sacramento, de la Vera Cruz, del Santísimo Rosario, de San Nicolás, San Sebastián, Nuestra Señora de la Asunción y de los Esclavos del Dulce Nombre de Jesús, además, por supuesto, del culto a Nuestra Señora de los Enebrales y las ermitas. Capítulo aparte merece la historia y evolución del convento franciscano de la Inmaculada Concepción, mandado construir por María de Mendoza, cuya vida concluyó con la exclaustración de los franciscanos en 1835. Se conserva el inventario de sus bienes.
Después vendría el proceso desamortizador con su salida a subasta los días 8 y 16 de junio de 1844, en que no hubo postor. Junto al convento también se propuso la venta de su huerta, tasada en 4.000 reales, que fue adquirida en 4.100 reales por Manuel Fernández Ollero, vecino de Torrebeleña.
Finaliza este libro, que es el número 3 de la colección “Temas de Guadalajara”, con una serie de apéndices y la correspondiente bibliografía. Un libro sencillo, cómodo de leer, interesante por su contenido -ampliamente documentado- y que, seguro, gustará a las personas amantes de la Historia, el Arte y la Etnología de Guadalajara.


José Ramón López de los Mozos