La Vega, un recóndito paraíso del Oriente Atioqueño.

















No hay salida o evento sin que yo no haga algún drama, eso es fijo; sin embargo, al parecer mis amigas han aprendido a hacerlos también. Antes de irnos, por mi retraso para llegar al punto de encuentro y no responder sus mensajes rápido, Alejandra me estaba haciendo un pequeño show dramático y, aunque no dio el nivel, logró su cometido.  

Emprendimos nuestro rumbo pasado el mediodía, con un sol ardiente, música de cantina que prometía borrachera y, por supuesto, un poco de hidratación para nuestras gargantas sedientas.

Por plena autopista Medellín – Bogotá y al final del paso por los municipios de Marinilla, Santuario y Cocorná, se encuentra la famosa entrada  al Alto de la Piñuela. Es una especie de vía para municipalidades como San Francisco y, obviamente, para nuestro destino: La Vega.

Al llegar al Alto de la Piñuela empieza uno a sentir ese calorcito delicioso de los casi 26 grados centígrados  que hace añorar un poco de playa, piscina o, mejor aún, un charco de esos fríos y puros que abundan por estas tierras.

Este alto fue nuestra primera parada, y bueno, ya era justo. Entramos a una de las tantas tiendas que se veían, donde conocimos a Don Uriel, un hombre canoso y bajito, quien nos dejó el baño gratis, sirvió tres aguardientes y nos contó de la cirugía de ojos que había tenido recientemente.

¡Qué personaje Don Uriel! Tanto así, que Erika –en su prenda- elogió al individuo por sus “hermosas y divinas gafas”.  Aún lo recuerdo y me río: “Don Uriel, qué gafas tan espectaculares, divinas Don Uriel”. Quizá sacarle una sonrisa era nuestro agradecimiento por su amabilidad, pa’ qué más.

Después de dos horas y poquito, llegamos a un terreno que suelen nombrar como el Planchón de La Vega en pleno Cañón de Santo Domingo, límite entre Cocorná y El Carmen de Viboral. Es la unión de algunas casitas, una tienda y dos pequeñas cantinas al mejor estilo de la vereda. Ahí se deben dejar todos los carros y, si se llega en chiva o escalera, este es el punto final del recorrido; desde aquí se emprende el paso por un camino de herradura, no sin antes cruzar el puente colgante que, aunque esté un poco viejo y acabado, es hermoso. Al atravesarlo se logra observar el agua cristalina bajar de las montañas, aquel manantial entre verde y azul, puro y precioso. También, al final de este, una virgen muy bien cuidada, que es el punto de encuentro perfecto para los pobladores y turistas.



Piedras, arboles, mucha fauna y el sonido del agua: la perfección que lleva a cada una de las casas que comprenden la vereda. Por fortuna la nuestra estaba cerca, pues fueron tan solo ocho minutos de camino. Al llegar no lo pensamos dos veces para dejar las  maletas y de inmediato bajar al río. Es que a eso íbamos, no podíamos hacerlo esperar.

Disfrutamos del agua fría que nos ofrece el río Santo Domingo, hablamos de todo un poco, Maria me decía ‘mamón’ por mi tomadera de fotos y, como dato curioso -y muy importante-, en La Vega no hay señal de celular, así que se nos obligó a estar desconectados de los aparatos tecnológicos y, por más cliché que se lea, conectarnos con nuestros amigos y con la naturaleza. Eso hace más especial el viaje.


En la noche se escucha el cauce arrullador, los grillos en melodía y, como si fuese poco, mirar al cielo es un deleite. En la oscuridad de la montaña solo se ven estrellas, una al lado de la otra, sin que pueda cabe más. Es que solo imagínense estar en un planetario, pero en la vida real ¡Así tal cual es! Vimos estrellas fugaces y  hablamos de la valentía de las personas para trabajar en la noche –porque en La Vega algunos campesinos lo hacen-. Mejor dicho, hablamos mucha mierda, fue maravilloso.

Y si eso es la noche, no se alcanzan a imaginar la mañana. Uno abre los ojos pensando que está lloviendo, pero es el río que suena y suena, los pájaros anunciando un nuevo amanecer y el olor a campo ¡Es magnífico!

El regreso es el mismo: caminar unos 8 minutos –o depende dónde estén ubicados-, cruzar el puente, abordar el carro en el Planchón de La Vega, pasar por el Alto de la Piñuela, tomar la autopista Medellín – Bogotá y regresar a casa. Es fácil y, desde que se esté bien acompañado, es un viaje ameno.

El transporte público se puede conseguir en El Carmen de Viboral o en la Autopista Medellín - Bogotá, en diferentes horarios dependiendo cada flota. Si no se tiene dónde llegar, en La Vega hay muchas moradas para turistas, que ofrecen una dormida cómoda, la manera de hacer comida o, también, comprarla. Normalmente, los precios del hospedaje se acercan a los $10.000 por persona; sin embargo, existe la posibilidad de acceder a una "cabaña" entera para un combo de amigos. También, venden almuerzos deliciosos: sopa y seco. Arrocito, tajadas, huevo y, obviamente, su buen plato de sancocho, por tan solo $8.000 ¡Genial! ¿No? Así que no tienen excusas para dejar de visitar este paraíso. 



Todos deberían conocer este sitio, es complemente mágico. Sus habitantes lo inundan a uno de felicidad con esas sonrisas nobles e inocentes. Su vida es plenamente diferente a la nuestra. Trabajan y cuidan la tierra, viven de ello. Su transporte son las mulas o caballos y, sus domingos o sábados de fiesta se resumen en un par de tragos en el Planchón de La Vega. Viajan al pueblo muy poco, tienen su propia escuelita. Sonríen porque sí y porque no. Trabajan al sol y al agua, porque así se criaron y eso se les enseñó. Para ellos no hay excusas. Eso es un poco de lo que son los campesinos de La Vega, quienes cumplen el rol de guardianes  de los manantiales y los verdes de las montañas. Aman su vida, se les nota a leguas. Aman su tierra, la viven y la sienten, sería imposible no enamorarse con semejante paraíso.



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