Representaciones e historicidades sobre la Pampa del Tamarugal: descripciones relacionales de un paisaje persistente (Tarapacá, Norte de Chile), de Francisca Urrutia Lorenzini, Mauricio Uribe Rodríguez y Vicente González Munita,

 Revista TEFROS, Vol. 21, 1, artículos originales, enero-junio 2023: 10-37. En línea: enero de 2023. ISSN 1669-726X

 

Cita recomendada:

Urrutia Lorenzini, F., Uribe Rodríguez, M. y V. González Munita, Representaciones e historicidades sobre la Pampa del Tamarugal: descripciones relacionales de un paisaje persistente (Tarapacá, Norte de Chile),

 Revista TEFROS, Vol. 21, 1, artículos originales, enero-junio 2023: 10-37.

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Representaciones e historicidades sobre la Pampa del Tamarugal: Descripciones Relacionales de un Paisaje Persistente

(Tarapacá, Norte de Chile)

 

Representations and historicities of Pampa del Tamarugal: relational descriptions of a persistent landscape

(Tarapacá, Northern Chile)

 

Representações e historicidades sobre o pampa do Tamarugal: Descrições relacionais de uma paisagem persistente

 (Tarapacá, norte do Chile)

 

Francisca Urrutia Lorenzini

Universidad de Tarapacá, Arica, Chile

 Contacto: solinaria@gmail.com - ORCID: https://orcid.org/0000-0002-4153-8400

 

Mauricio Uribe Rodríguez

 Universidad de Chile, Santiago, Chile

Contacto: mur@uchile.cl – ORCID: https://orcid.org/0000-0002-6158-2433

 

Vicente González Munita

Universidad de Chile, Santiago, Chile

Contacto: vgmunita@gmail.com – ORCID: https://orcid.org/0000-0001-7828-8276

 

Fecha de presentación: 4 de mayo de 2022

Fecha de aceptación: 7 de octubre de 2022

 

Resumen

Este artículo pretende ensamblar registros arqueológicos, etnográficos y etnohistóricos en sintonía con explicaciones andinas que se despliegan en torno a paisajes del Desierto de Atacama, tomando como referencia al sitio arqueológico Iluga Túmulos que fue utilizado hasta tiempos recientes en plena Pampa del Tamarugal. De este modo, se busca relevar y desentrañar la aparente contradicción entre atributos de aridez y fertilidad, de desierto deshumanizado y paisaje vivo que de forma simultánea caracterizan este lugar. Porque, justamente, esto tensiona nuestra propia teoría social y crítica cultural, obligándonos a explorar conceptos apropiados que nos permitan entender espacialidades locales y temporalidades múltiples, en permanente reacomodo al incorporar dominios e ideas frecuentemente invisibilizadas y/o subalternizadas desde su exterioridad. Esta heterogeneidad y variabilidad de mundos los exponemos a partir de tres ejes relacionales. Primero, arqueológicamente, damos cuenta de la imbricación de prácticas tecnológicas y convenciones simbólicas en Iluga Túmulos (montículos ceremoniales, ganadería, agricultura), los que desafían los imaginarios pretéritos de socialidad y relacionalidad de nuestros propios equipamientos analíticos. Segundo, etnohistóricamente, contextualizamos los atributos de sequedad y asperezas de un desierto inhóspito a partir de las narrativas maestras desde la Colonia tardía hasta la Guerra del Pacífico y las gestas de Chilenización. Tercero, etnográficamente, confrontamos la sabiduría del entorno y la creatividad propia de las poblaciones andinas, sin desconocer el deterioro de los ambientes silvícolas y agrícolas en la pampa, reflexionando sobre paradojas y desafíos en las comunidades andinas contemporáneas. Proponemos este ejercicio con el fin de contribuir a proyectos colectivos capaces de trascender las fracturas históricas, los esencialismos identitarios y los conflictos bio-políticos que imponen la disposición neoliberal actual sobre este territorio y sus poblaciones.

Palabras clave: Memorias Andinas; Etnografías; Pampa Iluga; Agricultura del Desierto de Atacama.

Abstract

This research aims at assembling archeological, ethnographic and ethnohistoric registers in harmony with the Andean explanations on the Atacama desert landscapes. As reference, it takes Iluga Túmulus archeological site that has been used until recently in Pampa del Tamarugal.  In this way, we aim at enhancing and unravelling the apparent contradiction among the attributes of aridity and fertility, of dehumanised desert and live landscape that simultaneously characterise this place. Precisely this tensions our own social and cultural, critical theory, thus obliging us to explore appropriate concepts that allows our understanding of local spatialities and multiple temporalities, in a permanent readjustment when incorporating dominions and frequently invisibilised   and/or subalternised from its exteriority. This heterogeneity and variability of worlds are exposed from three relational axes. Firstly, we archaeologically give an account of the Iluga Túmulos overlapping of technological practices and symbolic conventions (ceremonial heaps, livestock farming and agriculture) that challenge the imaginaries of sociality and relationality of our own analytical equipment. Secondly, we ethnohistorically contextualise the attributes of dryness and roughness of an inhospitable desert in the master narratives from late colonial time until the War of the Pacific and the Chileanisation feats. Thirdly, we ethnographically confront the environmental wisdom and the creativity proper to the Andean populations. This is done considering the deterioration of the forestry and agriculture environments on the Pampas, and reflecting on the paradoxes and challenges in the contemporary Andean communities. We propose this exercise with the purpose of contributing to collective projects able to transcend the historical fractures, the identity essentialisms and the bio-political conflicts that impose today’s neoliberal order on this territory and its populations.

Keywords: Andean Memories; ethnographies; Pampa Iluga; Agriculture of the Atacama Desert.

 

Resumo

Este artigo tem como objetivo reunir registros arqueológicos, etnográficos e etno-históricos, em sintonia com explicações andinas que se desdobram em torno das paisagens do Deserto do Atacama, tendo como referência o sítio arqueológico de Iluga Túmulos, que foi utilizado até recentemente em pleno pampa do Tamarugal. Desta forma, procura revelar e desvendar a aparente contradição entre os atributos de aridez e fertilidade, de deserto desumanizado e paisagem viva que simultaneamente caracterizam este lugar. Isto justamente tensiona nossa própria teoria social e crítica cultural, obrigando-nos a explorar conceitos apropriados que nos permitam entender espacialidades locais e temporalidades múltiplas, em permanente rearranjo ao incorporar domínios e ideias frequentemente invisibilizados e/ou subalternizados de sua exterioridade. Expomos essa heterogeneidade e variabilidade de mundos a partir de três eixos relacionais. Primeiro, arqueologicamente, apresentamos a imbricação de práticas tecnológicas e convenções simbólicas em Iluga Tumulus (montes cerimoniais, pecuária, agricultura), que desafiam os imaginários passados ​​de sociabilidade e relacionalidade de nossos próprios equipamentos analíticos. Em segundo lugar, etno-historicamente, contextualizamos os atributos de secura e aspereza de um deserto inóspito a partir das narrativas mestras do final da Colônia à Guerra do Pacífico e os feitos da chileanização. Terceiro, etnograficamente, confrontamos a sabedoria do meio ambiente e a criatividade própria das populações andinas, sem ignorar a deterioração dos ambientes florestais e agrícolas nos pampas, refletindo sobre paradoxos e desafios nas comunidades andinas contemporâneas. Propomos este exercício para contribuir com projetos coletivos capazes de transcender fraturas históricas, essencialismos identitários e conflitos biopolíticos que a atual disposição neoliberal impõe a este território e suas populações.

Palavras-chave: Memórias Andinas, Etnografias, Pampa Iluga, Agricultura do Deserto do Atacama

 

Introducción

 

En pleno Desierto de Atacama, la Pampa del Tamarugal es alimentada, en sentido norte-sur, por conos de deyección de las quebradas de Tiliviche y Quillagua. Específicamente, Pampa Iluga es la sección correspondiente al delta de las cuencas arreicas de Aroma, Tarapacá y Quipisca (ver Fig. 1). La voz pampa proviene de un vocablo aymara-quechua, incorporado tempranamente al habla hispana surandina que remite a “campo o tierra que está fuera del pueblo (…) llano, camino” (Bertonio, 2011 [1612], p. 423). En efecto, esta enorme pampa fue consignada en tiempos coloniales como Valle de Tarapacá (Urbina y Uribe, 2016), reconociendo un complejo de naturalezas-culturas particular (sensu Latour, 2007); el que conectaba profundas trayectorias de costa, pampa, quebradas y sectores de cordillera a partir de entramados rastreables hasta poblaciones arcaicas (Agüero y Uribe, 2015).

 

Figura 1: Mapa la región de Tarapacá, quebradas y cumbres principales. En rojo, se marca el polígono del sitio Iluga Túmulos (Elaborado por Roberto Izaurieta, 2021).

 

Nuestras preguntas se enmarcan en el estudio de un sitio monumental en Pampa Iluga emplazado en la región de Tarapacá, norte de Chile, donde emergen cientos de túmulos ceremoniales rodeados de campos de cultivo, evidenciando diversas tecnologías, estéticas, políticas y poéticas desde aproximadamente 1.000 a.C., los que fueron reutilizados hasta tiempos recientes (Uribe et al., 2020). Tanto estos hallazgos arqueológicos, como documentos de archivo y relatos etnográficos se presentan en tanto soportes diferentes para expresar la memoria agraria y social del Desierto de Atacama; interpelando al pasado colonial, minero salitrero y las narrativas de la Guerra del Pacífico, o aludiendo a la fertilidad de la pampa, los viajes a pie y en mula por los antiguos caminos troperos, junto con las múltiples expresiones andinas que siguen conmemorándose.

Empero, este lugar pareciera haber sido olvidado en las memorias burocráticas nacionales y locales; omisión que también se condice con silencios involuntarios o estructurados tanto en las escrituras científicas como de difusión. La imagen del desierto árido y zona estéril, generada desde prácticas colonizadas de poder y saber, contrasta con las percepciones de abundancia entre comuneros andinos y las huellas profundas de actividades agrícolas allí desarrolladas. Ergo, nuestro trabajo pretende abordar la multiplicidad de soportes documentales en torno a la pampa y su larga historia cultural, confrontando memorias e identificaciones en tanto procesos dialógicos y políticos que permitan tensionar diversas formas de historicidad y enunciación para un mismo lugar en el tiempo.

Así pues, la experiencia etnográfica se pretende como tejido capaz de urdir simetrías con performatividades y narrativas que han sido subordinadas y subalternizadas, propiciando la continua circulación del conocimiento para que sea fértil y movilizador. Ello, combinando ensamblados arqueológicos y abordajes etnohistóricos que dialoguen con las explicaciones y vivencias propias de las gentes andinas. De este modo, nuestro objetivo es cuestionar la manera en que se ha contado la pampa, desentrañando la amnesia/ceguera en torno a Pampa Iluga y la invisibilización del sitio Iluga Túmulos. Se trata de buscar una vía de entendimiento para superar esa contradicción entre historias académicas e historicidades andinas, permitiéndonos resolver tensiones atávicas y tomar precauciones frente a conflictos contemporáneos que aún se suscitan entre comunidades e investigaciones.

En suma, nos interesa dialogar en función de quién cuenta y cómo se cuenta, considerando contextos históricos, contemporáneos y locales. Sin olvidar que el modo etnográfico revela aspectos representacionales y vivenciales encarnados en tiempos y espacios diferentes, constituyendo una manera provisional de ordenamiento para relacionar entidades y acontecimientos múltiples. Por lo tanto, trazar relaciones a partir de la escritura etnográfica, no sólo consiste en la rutina para dar cuenta de las epistemes y prácticas de otredad, sino como recursión analítica para hacer explícita la propia teoría social en tanto manera para darnos a conocer a otros.

 

Paisajes materiales e inmateriales de Iluga

Durante el período Formativo (a partir del 900 a.C.), el litoral ostentaba un rol gravitante en los espacios habitacionales y desarrollos agrícolas de la pampa; no sólo debido a la densa circulación de productos y grupos costeros en los asentamientos del interior, sino también involucrando aspectos identitarios y cosmovisiones que aunaban tradiciones diversas en torno a un espacio configurado en común (Uribe et al., op cit.). Asimismo, estudios recientes muestran cómo a partir del período Intermedio Tardío (900-1450 d.C.) los campos de cultivo en la pampa fueron fertilizados con guano de aves marinas (Santana-Sagredo et al., 2021); mientras que el énfasis ocupacional se orientó hacia las quebradas altas, donde la interacción con poblaciones altiplánicas se volvió notoria (Uribe, 2006). Esta situación coincide con la intensificación del maíz como producto básico y esencial, implicando manejos colectivos y accesos diferenciales a los yacimientos de guano en el litoral; lo que generó probablemente nuevos focos de poder y reordenamientos sociales en torno a los paisajes entramados de costa, pampa, quebrada y puna.

Teniendo al sitio Iluga Túmulos como centro, al norte destaca cerro Unita como un cerro isla en la gran inmensidad de la pampa; su estampa es realzada por geoglifos dispuestos en sus caras oeste y sur, muy probablemente construidos a partir de tiempos formativos (Briones, Núñez y Standen, 2005; Núñez, 1976). La figura del emblemático Gigante de Tarapacá o Tunupa mira hacia el oeste; mientras que hacia el sur se observa una serie de líneas rectas y semiparalelas, las que llegan a distinguirse desde el sector central de túmulos, a unos pocos kilómetros de distancia.

Al oriente, aparece en primer plano una serranía en dirección norte-sur denominada Cerrito Moreno; más atrás, en segundo plano se dispone en el horizonte la silueta de la precordillera andina, asomándose algunos picos cordilleranos en un tercer plano lejano. De norte a sur, las cumbres precordilleranas que destacan corresponden a Mamuta, Guaychane, Tolompa, Iguana, Tata Jachura y Chilcane. De estos cerros se descuelgan respectivamente las quebradas de Miñi-Miñe, Nama, Camiña, Soga, Chiapa y Sotoca. La imponente quebrada de Tarapacá es alimentada por una serie de quebradas menores, siendo sus afluentes principales Ocharaza (Chusmiza) por el norte y Poroma por el sur que desembocan justo en el punto donde se dividen las partes alta y baja de Tarapacá (ver Fig. 1).

Hacia el oeste, la pampa es flanqueada por la Cordillera de la Costa, donde cerro Esmeralda en Huantajaya constituye su mayor altura, visible desde el suroeste del sitio. En su cima, durante tiempos incaicos, se realizó una ofrenda humana o capacocha fuera del macizo andino (Checura, 1977). Asimismo, un tramo del camino incaico atraviesa Pampa Iluga, conectando el pueblo de Tarapacá con cerro Unita y el sitio Iluga Túmulos, así como con otros ramales hacia Huantajaya y la costa, o bien hacia valles y quebradas.

Este sitio se asocia a miles de hectáreas de campos de cultivo y sistemas de irrigación localizados en torno a los conos de deyección que nutren a Pampa Iluga. Específicamente, Iluga Túmulos constituye un complejo arqueológico que integra tanto arquitecturas como rasgos múltiples y continuos dispuestos en 72 ha, donde se contabilizan 124 túmulos, 101 recintos (estructuras de barro y depresiones con desechos domésticos), áreas de congregación y actividades diversas distribuidas en medio de acondicionamientos agrícolas que presentan agrupamientos específicos (García et al., 2022; Uribe et al., op cit.). Hacia el sureste del sitio, una explanada con gran cantidad de morteros y dos monolitos refieren a un espacio público central. Un lecho seco delimita el sitio por el sur, constituyendo un hito acuático dentro del paisaje plano (ver Fig. 2). El cerro Unita al norte, lugar del geoglifo Gigante de Tarapacá, es otro hito que, visto a distancia, parece un túmulo más, probablemente referente de los montículos del sitio.

 


Figura 2: Modelo 3D del sitio arqueológico, túmulos y acondicionamientos agrícolas (Elaborado por Roberto Izaurieta, 2021).

 

Los túmulos alcanzan alturas entre 0,5 y 2,5m desde la superficie actual. Sin embargo, mediciones geofísicas dan cuenta de una proyección de hasta 1,5m bajo el suelo, al menos. Se trata de montículos construidos de tierra mezclada con gran densidad de restos vegetales y desechos reubicados y depositados a modo de ofrendas, correspondientes a materiales de períodos distintos. La distribución espacial permite reconocer dos conjuntos principales, conjuntos menores y túmulos aislados. Dentro de los primeros, el conjunto Central está compuesto por 108 túmulos ubicados en el sector sur adyacente al cauce; el conjunto Norte se compone de trece túmulos, siendo más pequeños y menos visibles que los anteriores. En ambos casos, los túmulos aparecen dispuestos en semicírculo abierto al sur, a modo de anfiteatros, circundando y conteniendo actividades en sus espacios interiores. Mientras que en el conjunto Norte predomina el material del período Formativo, en el conjunto Central abundan materiales de todos los períodos, sobre todo del Intermedio Tardío y Tardío (Uribe et al., op cit.).

La evaluación arquitectónica sugiere funciones de carácter habitacional, público y productivo (Palacios, Vidal y Pellegrino, 2022). La diversidad de acondicionamientos representados da cuenta de la implementación de múltiples tecnologías de cultivo (García et al., op cit.). La cartografía evidencia que un tercio de los túmulos se ubican dentro de las áreas agrícolas; efectivamente, 55,26 ha cuentan con acondicionamientos agrícolas preservados, por lo que se confirma una integración total de ambos rasgos (Ver Fig. 3). Complementariamente, 50 fechados radiocarbónicos demuestran una ocupación continua desde el período Formativo hasta las épocas Colonial y Republicana, entre los 2063+-24 y 50+-20 años AP (García et al., op cit.; Mendez-Quiros, Santana-Sagredo y Uribe, 2022).


Figura 3: Vistas del sitio arqueológico Iluga Túmulos (Elaboración FONDECYT 1181829). A) Túmulos del conjunto Central y acondicionamientos tipo Eras; B) Túmulo y cerro nevado Tata Jachura al fondo a la izquierda. C) Detalle de materiales del túmulo y cerro Unita al fondo; D) Canal principal y túmulos del conjunto Norte al fondo; E) y F) Acondicionamientos agrícolas y de riego; G) Estructura circular de barro, probable estanque (diámetro 60m)

 

Frente a lo anterior, ciertamente, llama la atención que el sitio Iluga Túmulos parezca haber sido olvidado entre las comunidades contemporáneas, del mismo modo que quedara archivado en las indagaciones arqueológicas hasta ahora. Si bien no se alude explícitamente en cuanto a usos y significados tanto sagrados como ceremoniales de este lugar, condición que sí trasunta cerro Unita, la gravitación de la pampa aún encarna historias agrícolas ancestrales como que seguían sembrándose como tierras temporales hasta mediados del siglo XX.

 

Al frente de Caserones, había un bosque petrificado. Cada vez que bajaba el agua quedaban a la vista los troncos petrificados, se veían hasta jarritos con harina de algarrobo, como si los hubieran dejado ahí colgadito, así nomás, sus herramientas se veían, todas las cositas que habían ocupado. Más abajo, estaba el cementerio, justo al frente de Caserones. Ahí, cualquier huaqueo; nosotros no le dábamos interés. Los arrieros sacaban cosas buenas, herramientas y ponchos sanitos sacaban (…) Al Gigante de Tarapacá nosotros le decimos El Rey, Tunupa también le dicen. Al sur del Rey, mi abuelo decía que el trigo salía como dedo gordo y los zapallos eran gigantes (Narciso Relo, comunicación personal, Huarasiña 2019).

 

En Pampa Iluga hay muchas cosas antiguas, de los antepasados indígenas. En una parte se ve corralón con piso de piedra, sería como trilla para hacer; muchas antigüedades hay. Antes, se cultivaba mucho en toda la pampa (…) nos dábamos cuenta que había greda, cántaros, cosas dejadas; pero no parábamos a mirar. En burro cruzábamos por la pampa, desde Iluga hasta Huara. Íbamos concentrados en los animalitos, que los corderos estuvieran juntos, no mirábamos mucho para abajo (Osvaldo Fuentes, comunicación personal, Huara 2018).

 

La gente antigua vivía en Caserones, en la ladera del frente tenían su cementerio. Al frente de Caserones, tirando para Challacollo Tarapaqueño, en dirección para El Rey, dicen que hay campanas de oro enterradas; por ahí también dicen que se encontró una máscara de oro. Más para allá hay otra aldea gentilar (…) Este río de Tarapacá desemboca de toda la cordillera, de Chusmiza, Coscaya, Poroma. Tierra de gentiles, dicen (Diego Gómez, comunicación personal, Huarasiña 2019).

 

La concentración de monumentos y superposición de paisajes en Iluga Túmulos se extiende desde inicios del período Formativo hasta momentos coloniales y republicanos, generando un entramado histórico complejo con más de 2000 años de ocupación continua (Uribe et al., op cit.). Las investigaciones arqueológicas en curso proponen pensar este palimpsesto productivo y ceremonial desde las formas andinas de memoria y relacionalidad. Bajo esta perspectiva, los vestigios diversos de riego y cultivo encarnan modos de vinculación entre distintas poblaciones que no se alinearon con una sola entidad política ni necesariamente centralizada. Estos distintos grupos humanos o ayllus fueron conformándose a la par de dinámicas respectivas con el entorno socionatural o sallqa y las entidades ancestrales o wakas, cuya interrelación fluida constituye la base de la socialidad andina.

Complementariamente, la ubicación y disposición de túmulos y restos humanos entre los campos de cultivo y las redes de riego no es azarosa; sino que su distribución agrupada, en semicírculo o de forma aislada, con canales que salen, entran o se encuentran bajo ellos, señalan formas de gestión del agua, tanto simbólica como funcionales para potenciar su fertilidad agrícola. En este paisaje, por lo tanto, los ancestros entendidos como familiares directos y míticos, han mantenido un rol fundamental hasta la actualidad, teniendo efectos materiales e inmateriales en la agricultura andina y en la crianza de la vida en general. A partir de su figura se entraman ayllu y sallqa en tanto colectivos de naturaleza y sociedad diferentes con sus propios modos relacionales que, sin embargo, se constituyen mutuamente en el tejido con sus wakas. Entonces, la imbricación de prácticas tecnológicas y afinidades simbólicas en Iluga Túmulos (montículos ceremoniales, agricultura, ganadería) no tienen como eje la vida aldeana; en cambio, se articulan en el ensamblaje de espacios productivos y devocionales que destacan por el uso reiterativo/persistente a través del tiempo, conforme dinámicas jerárquicas e igualitarias intercaladas, en un paisaje fértil y vivo.

 

Etnohistorias de fertilidad y aridez del Tamarugal

Así como los registros arqueológicos dan cuenta de la abundancia de la Pampa del Tamarugal, dicha visión es confirmada por los primeros cronistas que llegaron al territorio. Quienes remitían una suerte de etnografía en nombre del Rey para pregonar las bondades del Nuevo Mundo, describiendo con asombro un paisaje vivido y fomentado que resultaba inusitado para la mirada hispana. Entre “llanos y arenales” se levantaban “los ricos valles de Tarapacá”, gracias al guano que obtenían “los indios para sembrar sus maizales y mantenimientos” (Cieza de León, 2005 [1553], p. 205). Este “valle fértil de bastimento” (de Vivar, 1966 [1558], p. 8) se alimentaba de los ríos procedentes de la sierra y cordillera nevada que atraviesan toda la pampa. De tales escurrimientos, “los naturales tienen abiertas muchas acequias de donde riegan sus sementeras” que producían algodón, maíz, coca, ají, algarrobos y otros frutos; mientras que alrededor todo es “estéril y despoblado y de grandes arenales” (ibid., p. 9). Además, esta zona permitía conectar el altiplano y la costa a partir de rutas que antecedían a los castellanos y siguieron utilizadas por los arrieros en la Colonia.

En términos administrativos, la incorporación de este territorio comenzó con la dependencia de Tarapacá a la Audiencia de Lima en 1542, ratificada en 1573. El Tenientazgo de Tarapacá, inserto dentro del Corregimiento de Arica que estaba anexado a la ciudad de Arequipa, comprendía los Repartimientos de Tarapacá y Pica. Dicha división permaneció hasta el año 1767, cuando la reestructuración borbona la separó de Arica, nombrándola Provincia de Tarapacá, bajo la tutela directa de la Intendencia de Arequipa.

En términos eclesiásticos, la organización giró en torno a los curatos de Tarapacá, Camiña y Pica. La zona Chipaya formaba parte del Curato de Camiña, el segundo en importancia después del Curato de Tarapacá. La parroquia de Chiapa abarcaba los asentamientos de la quebrada homónima y de Sotoca, además de las markas altiplánicas de Isluga y Cariquima. Tempranamente, los caciques de Tarapacá y Chiapa ratificaron antiguos amojonamientos con la autoridad hispana del repartimiento para deslindar los territorios en que vivían las poblaciones sujetas a cada uno, siendo el de Tarapacá la figura preeminente y el de Chiapa la “segunda persona” (Odone, 1994). La Parroquia de Sibaya comprendía las localidades del valle de Cato e inicialmente estuvo adscrita al Curato de Tarapacá. Hacia el siglo XVII fue adquiriendo cierta categoría dentro del escenario administrativo religioso tarapaqueño y a principios del siglo XVIII se convirtió en Curato de Sibaya, ostentando una posición más relevante que el de Pica (Díaz e Ilaja, 2003).

Desde 1540 y a lo largo del siglo XVI, el corregimiento fue organizado a través de repartimientos entregados a encomenderos. Lucas Martínez de Vegazo obtuvo encomiendas de indios en Arequipa, Ilo, Azapa, Arica y Tarapacá. Esta última era la más numerosa y comprendía alrededor de 900 indios tributarios acomunados en torno a sus respectivas autoridades indígenas. Incluía los valles de Caviesa (actual Camiña), Tarapacá (parte baja y franja costera) y Cato (parte alta de Tarapacá), junto con la zona de Chipaya (Chiapa, Sotoca y altiplano), más 30 pescadores que residían en Arica y que al parecer conformaban el mismo ayllu (Hidalgo, 1986; Larraín, 1975; Odone, op. cit.).

Por otro lado, la encomienda de Pica constaba de 200 indios tributarios en 1540 (160 en 1557) y fue cambiando de mano en mano hasta que en 1558 la obtuvo Martínez de Vegazo. Ello, resultó provechoso para el encomendero, pues pudo unificar su dominio sobre territorio tarapaqueño y concentrarlo en favor de la explotación minera en Huantajaya. Según los burócratas hispanos, también fue beneficioso para los indios de Pica y Tarapacá, quienes pertenecían a una sola nación y hablaban la misma lengua (Odone, op cit.). Tras el cese de los trabajos en la mina, ocurrido a fines del siglo XVI, comenzó el auge agrario de esta zona que introdujo vides, olivos y frutales para su comercialización en Potosí, siendo aguardiente y ají los productos principales.

Este florecimiento se sustentó en la construcción de socavones o pozos, primero en Matilla y luego en Pica, los que tomaban el agua de la capa freática y estaban unidos por un canal subterráneo que emanaba hacia la superficie desde un reservorio o cocha para irrigar los campos. En estos oasis habrían existido dos turnos para el aprovechamiento del agua: la mita de vertientes superficiales para indígenas y la mita de socavones para hispanos exclusivamente; generando para las comunidades pérdidas de terrenos a manos de españoles que aumentaban sus haciendas, así como conflictos con el agua (Figueroa, 2001). Este apogeo agrícola duró todo el transcurso del siglo XVII, hasta que se redescubrió Huantajaya en 1680, cuando la producción se centró en el forraje para los animales que iban y venían de la mina.

Hemos mencionado que Tarapacá fue descrito como “tierra fértil y abundante comida”, asimismo asiento de “muy ricas minas” labradas por el Inca (Lozano Machuca, 1992 [1581], pp. 32-33). Al respecto, se indicaba que la presencia incaica significó la puesta en marcha de tecnologías con la intención de aumentar la productividad agrícola; situación que quisieron emular algunos españoles del siglo XVI para posibilitar asentamientos hispanos permanentes y brindar el abastecimiento requerido que redundase en una mayor explotación minera, constituyendo ésta el verdadero interés del programa colonial español. En esa misma línea, a fines del siglo XVIII, O’Brien propuso su proyecto para el fomento de Huantajaya mediante la ampliación de los campos en Pampa Iluga:  

               

(…) según las señas, y esperiencia que se tiene, ha sido fertilissimo, no pudiendo dudarse de lo que es y                 que lo volverá á ser siempre que se le introdusga agua que lo riegue. Se ven en este Territorio muchas, y              dilatadas chacras, en las que permanecen los rastrojos del trigo, y maiz, que produjeron” (O’Brien, 765; en Hidalgo, 2009, p. 36).

 

Casi un siglo más tarde, Billinghurst da cuenta de igual fertilidad cuando “las aguas de la quebrada de Tarapacá son abundantes”, llegando a regar Iluga que es un “lugar apto para toda especie de cultivo” (Billinghurst, 1886, p. 44). Los innumerables pozos abiertos en los oasis de la Pampa del Tamarugal confirmarían que ésta “tiene un verdadero mar subterráneo” (ibid., p. 36). Los tamarugos, árboles que le dieron el nombre a esta zona, también encarnaron dicha abundancia y fueron alicientes en la promesa de fertilidad renovada que se anunciaba desde O’Brien en adelante. Éstos, junto con los algarrobos, eran una fuente central de las economías sociales y simbólicas de las comunidades. Tal como atestiguan los cronistas, sus frutos y madera fueron utilizados por las comunidades desde tiempos prehispánicos, a la vez que permitían una comprensión del territorio en función de circulaciones y límites asociados a estos bosques (Gallardo y Odone, 2019). Asimismo, el plantar árboles fue una práctica común que también se entramaba con el culto a los ancestros; en la medida que la voz mallqi aludía tanto a “planta para trasplantar” (Bertonio, op cit., p. 405) como a momias de los antepasados fundadores de linajes (Herrera y Ali, 2009). Los bosques frondosos de antaño fueron disminuyendo rápidamente debido a la tala indiscriminada para su uso como carbón. Estas “minas de leña” fueron aprovechadas por las comunidades para vender a los ingenios mineros, así como después a las salitreras y los puertos de la costa (Billinghurst, op cit.).

Luego, la documentación colonial, sobre todo para el siglo XVIII, muestra el empobrecimiento de las poblaciones locales en beneficio de españoles y criollos, junto con dar cuenta de la coexistencia de propiedades colectivas e individuales de tierras y aguas indígenas hasta fines de siglo XIX (Figueroa, op cit.). Entrado el siglo XX, debido a la densidad de población asentada en la costa, se expropiaron terrenos y acequias para la canalización de agua desde Quisma hacia Iquique, cuestión que no estuvo exenta de conflictos (Castro, 2006). Así, los imaginarios de la Pampa del Tamarugal como tierra fecunda se supeditaron primero a la riqueza de las minas de plata y luego al salitre (Hidalgo, op cit.). De tal forma que los proyectos hídricos para irrigarla y aumentar su producción agrícola se generaron en pos del desarrollo extractivo y no pasaron más allá del papel; en parte, por el costo oneroso que significaban dichos planes, aunque ésta continuó siendo cultivada por las comunidades.

La profusión de descripciones se sequedad y asperezas propias de un desierto inhóspito se convino con relatos de la Guerra del Pacífico (1879-1884), donde combatieron ejércitos enemigos en un clima implacable. No obstante, a comienzos del siglo XX, cuando la pampa se caracterizaba generalmente por su aridez, Iluga destacaba como “un sembrío pequeño” que “pertenece a individuos de la antigua población indíjena” (Risopatrón, 1924, p. 422). En consecuencia, la Pampa del Tamarugal ha sido contada en el transcurso de los siglos en función de narrativas maestras (económicas y políticas) definidas por las élites, cuyas visiones convergen en las gestas de chilenización.

 

La Región de Tarapacá, árida por excelencia (...) Su territorio, escenario de gestas heroicas que nos cubrieron de gloria y consolidaron nuestra soberanía, ha sido testigo de numerosos hechos que han marcado su historia (...) La explotación del salitre, a principios de siglo, constituyó el motor del desarrollo del país; la Guerra del Pacífico contribuyó a aumentar su territorio y afianzar aún más su prosperidad (Gastón Frez Arancibia, Brigadier General, Intendente Regional de Tarapacá. En Instituto Geográfico Militar, 1985, p. 11).

 

Se trata de visiones hegemónicas que han desestimado la sabiduría del entorno y la creatividad cultural propias de las poblaciones andinas, racionalizando territorios y recursos en favor de los engranajes extractivos. No es que se hayan desconocido los potenciales agrarios y forestales de la pampa, sino que éstos no alcanzaron a ser lo suficientemente gravitantes para los programas mineros hispanos y criollos. Bajo esas lógicas, se ha ido consignando el deterioro progresivo de ambientes silvícolas y campos de cultivos, promoviendo el despoblamiento paulatino de las quebradas, la liberación de la pampa, así como la dispersión y neutralización de las comunidades locales. Con todo, las comunidades siguen sosteniendo la fertilidad de la pampa en sus memorias y vivencias contemporáneas, aunque todavía sin poder construir proyectos colectivos mayores debido a las fracturas históricas, los esencialismos identitarios y los conflictos biopolíticos que imponen la condición neoliberal actual.

 

Memorias etnográficas agrícolas y salitreras

De acuerdo con los registros colectados, se confirman los antecedentes etnográficos y etnohistóricos sobre el uso y manejo de tierras estacionales o temporales en Pampa Iluga (Larraín, op cit.; Núñez, 1974). Estas tierras temporales se despliegan aguas abajo de Huarasiña, hacia los sectores agrícolas Challacollo de Macaya, Challacollo Tarapaqueño, Caserones, Gallinazo y Pampa Isluga o Iluga; los que cayeron progresivamente en desuso a partir de 1970 (ver Fig. 4). Esta década estuvo precedida por seis años muy secos a los que después les siguieron dos años (aprox. 1971 a 1975) de bajadas de río que destruyeron muchas chacras. “Antes el agua bajaba continua desde enero, febrero hasta septiembre, a lo menos; a fines de los setenta el río se cortó y se terminaron los cultivos temporales” (Diego Gómez, comunicación personal, Huarasiña 2019). Además, se tiene la percepción que la sequía se ha ido acentuando paulatinamente, así como las actividades mineras y la presencia de insumos químicos en la agricultura han ido deteriorando la calidad de aguas y suelos.


Figura 4: Mapa de tierras estacionales según registros etnográficos. En rojo, perímetro del sitio arqueológico (Elaborado por Roberto Izaurieta, 2021).

 

También, se señala que las tierras temporales en la pampa eran sembradas por comuneros de otras localidades; tanto de las partes altas de Tarapacá (Pachica, Laonzana, Mocha, Limaxiña, Sibaya), como de las quebradas de Chiapa (Jaiña, Illaya, Chiapa) y Sotoca (Sipiza, Sotoca). Las familias natales de Huarasiña tenían sus propias parcelas agrícolas en los alrededores del pueblo de Tarapacá. La “gente de arriba” arrendaba las tierras estacionales mediante un pago al comité vecinal o bien entregando parte de la cosecha, según mecanismos de reciprocidad pactados al inicio de cada ciclo. Se producía trigo destinado especialmente a los intercambios económicos, “el oro y la plata de esos tiempos” (Narciso Relo, comunicación personal, Huarasiña 2019); junto con maíz, tomate, zapallo, habas, incluso el cultivo de frutales y ají, principalmente para el consumo familiar.

Entre fines de diciembre y enero, los agricultores de las quebradas altas bajaban a realizar faenas comunitarias para habilitar anualmente tomas de agua, estanques y canales. “Debajo de Caserones se hacía la bocatoma y se la tiraba por un canal para Gallinazo (…) cada año se reconstruía por mit’a o turno que le dicen y entre todos reparábamos las acequias; sembrábamos por ayni, la siembra tradicional” (Narciso Relo, comunicación personal, Huarasiña 2019). La siembra en las tierras temporales se efectuaba entre enero y febrero cuando comenzaba a bajar el agua; mientras que en agosto comenzaba el período de cosecha. Cabe notar que en las partes altas el ciclo del maíz se lleva a cabo desde septiembre y octubre en tanto momentos de siembra, hasta abril y mayo que es el tiempo de cosecha; por eso la alusión a las parcelas agrícolas en la pampa como tierras temporales que permitían ciclos complementarios y cultivos diversificados.

 

En Caserones, abajo, había muchos sembríos de zapallo. En sector Gallinazo hay una cruz, es protectora y portada del territorio del pueblo; antes se hacía costumbre para bendecir y cuidar las chacras (…) Hace más de 30 años que no se siembran las tierras temporales. Antes, ya en agosto estábamos comiendo choclo, cuando todavía no empezaba la siembra en las quebradas. Pampa Iluga es un sector agrícola que produce de todo (Diego Gómez, comunicación personal, Huarasiña 2019).

 

(…) se cultivaba hasta los setenta por los indígenas de la quebrada de Tarapacá, y de Chiapa y Sotoca. En ese tiempo había casi puro camino tropero. Eran huertos para mantenerse. Se sembraba zapallos, ¡qué ricos eran!. Se utilizaban las aguas sobrantes de Tarapacá, la canalizaban y con eso regaban. Al fondo del pueblo de Huarasiña, hay una vertiente y con esa se alimentaba a través de un canal, así nomás. Se trabajaba en el día y en la noche se regaba. Había trigo en las eras y zapallos en la vera de las melgas. Nosotros con mi señora que es de Jaiña arrendábamos, teníamos mayormente trigo, tipo huerto (…) En esta parte había grandes siembras de trigo, por eso sobresalió a principios del siglo XX como zona agrícola antes que (pueblo de) Tarapacá. Para la oficina salitrera se hizo un centro de forraje aquí, fue una zona forrajera típica (Osvaldo Fuentes, comunicación personal, Pampa Iluga 2019).

 

Al respecto, la larga y densa historia agraria de Pampa Iluga también se coliga con espacios ganaderos y se aluden en tanto zona forrajera, al menos durante la época salitrera y su subsecuente crisis. En este período se sembraba alfalfa en chacras especialmente destinadas al ganado y se aprovechaban colectivamente los restos de la cosecha (trilla) para el consumo de las tropas. Hoy, la presencia de corderos, llamos, mulas y vacunos, además de otros animales domésticos en valles bajos y pampa es patente; pero son reiterativos los comentarios de cómo fue todavía mucho más en décadas anteriores. Los rebaños se criaban en la parte alta de la quebrada, siendo el pueblo de Sibaya el que resalta por su orientación ganadera histórica; durante la Colonia primero mulas y luego vacunos, lo que hasta hoy se combina con actividades agrícolas y trasiegos constantes (Díaz e Ilaja, op cit.).

Actualmente, el pueblo de Huara constituye la capital y el centro administrativo de la comuna homónima que reúne a todas las comunidades andinas diseminadas en este vasto territorio, revestido de historiografías ligadas al pasado minero, salitrero y la guerra. El poblado surgió alrededor de 1880, cuando personas de distintos lugares construyeron sus rancheríos adosados a la línea ferroviaria (Aguirre y Díaz, 2009). El Cantón de Huara agrupó a las oficinas más valiosas de la pampa y el asentamiento se fue transformando en un núcleo poblacional que acogió a trabajadores y servicios diversos, desplegando funcionarios estatales y creando un espacio floreciente para el comercio local. Además, articuló una serie de vínculos y redes sociales con las quebradas que abastecían de alimento y forraje a los enclaves salitreros; ocasionalmente, algunos comuneros se emplearon como patizorros o peones temporales para capitalizar y luego realizar adelantos en sus hogares, animales y/o chacras (González, 2002).

Los habitantes de Huara se componían mayoritariamente de mano de obra forastera proveniente de la zona central de Chile, del sur de Perú, Bolivia y noroeste de Argentina, más algunos europeos en busca de fortuna; siendo el puerto de Pisagua la residencia lujosa de los empresarios y dueños de oficinas salitreras a fines del siglo XIX. Los arrieros llegaban a los tambos donde alimentaban a sus mulas o llamas en corrales y expendían sus productos traídos desde el interior a los locales de calle Prat, o bien a los ambulantes de la Estación (Aguirre y Díaz, op cit.). Tras los enfrentamientos bélicos, donde los lugares de las batallas han sido copiosamente registrados como monumentos nacionales, sobrevinieron chilenizaciones sucesivas en el territorio y violencias tanto materiales como simbólicas; cuyas retóricas hegemónicas intentaban conciliar los nacionalismos superpuestos con la opulencia del salitre y la explotación de millares de obreros que trabajaban en condiciones miserables, a la par de la deforestación de los bosques de tamarugos y algarrobos (González, op cit.).

En la década de 1930, finalizando el ciclo salitrero, Huara se consolidó en concordancia al proyecto chilenizador (Aguirre y Díaz, op cit.). La guerra se evocaba como victoria de la modernidad civilizatoria (McEvoy, 2015), instaurando una identidad y memoria en contraposición a sus vecinos peruanos y bolivianos, al mismo tiempo que la región se sumía en una dramática crisis económica y la línea ferroviaria quedaba en desuso. Así, fueron proliferando los imaginarios oficiales de la pampa como tierra árida y estéril, ensartados a la idea de un desierto deshabitado y desolador (Espinoza, 1897; Risopatrón, op cit.). En 1962 se comenzó a construir la carretera Panamericana junto con grandes inversiones estatales en la zona (p.ej., Puerto Libre de Arica y Reforestación de la Pampa del Tamarugal). Esto generó un punto de inflexión que marca una importante reorientación del pueblo, dirigiéndose hacia la carretera y reencontrándose con la pampa (Aguirre y Díaz, op cit.). No obstante, entre los comuneros andinos este paisaje sigue recordándose con atributos de fertilidad y abundancia, describiéndolo como una extensa cuenca subterránea de agua dulce.

 

Toda esta pampa era zona agrícola, primero, antes que las quebradas. Cuando llegaron las oficinas salitreras, la Pampa del Tamarugal quedó pelada; después se reforestó en los años sesenta. Por la guerra se decía que ésta era tierra virgen. Antes, los algarrobales iban desde la Tirana hasta Zapiga. En ese tiempo era común el pan de tres harinas compuesto por trigo, maíz y algarrobo. En Zapiga se descubrió el salitre por la gente de los pueblos del interior; también hay en Zapiga un río subterráneo (Osvaldo Torres comunicación personal, Pampa Iluga 2019).

 

Antes, se hacían chacras en Dolores y había mucho durazno; la humedad al tiro hacía brotar las plantas. Porque bajo la pampa hay napas fósiles, como una mar subterránea de agua hay. Pero el nivel freático ha ido bajando notorio, es que las mineras han sacado mucha agua y ya no sabe llover como antes (Narciso Relo comunicación personal, Huarasiña 2019).

 

De este modo, en Huara las identificaciones indígenas se cruzan y entremezclan con identificaciones pampinas y luchas obreras que evocan el auge y la caída del ciclo salitrero; conectadas con batallas militares y epopeyas nacionales impulsadas por el proyecto chilenizador de las escuelas normales (González, op cit.). Se recubre la herencia peruana y se releva la presencia de ciertos capitalistas europeos (franceses, ingleses, ex-yugoslavos) que se instalaron en los valles bajos por ese entonces (haciendas Tiliviche, Tana, Huarasiña). Mientras, los poblados del interior y precordillera van entretejiendo esas narrativas nacionales y memorias locales con la historia profunda de las andinidades.

 

Narrativas actuales de giros y retornos

Hoy, hombres y mujeres andinas saben cartografiar su territorio a modo de anillos concéntricos que comienzan en el pueblo y van entrelazando diferentes sectores cada vez más distantes, de acuerdo con las prácticas y los caminos de la memoria asociados a cada uno de ellos (Abercrombie, 2006). En estos territorios ancestrales conviven distintos tiempos y lugares, cuyos límites se vuelven tan fluidos como cambiantes y donde las fronteras no se entienden como distinciones excluyentes, sino como espacios de gran interacción y diversidad. De este modo, las cruces van hilvanando la memoria del paisaje señoreado por cerros tutelares, urdiendo el espacio social de los grupos que es continuamente trazado a partir de la experiencia social y el ceremonial cosmopolítico que sustenta el orden andino de las cosas (Arnold, Jiménez y Yapita, 1998; Molinié, 1997; Urrutia, 2021). El paisaje ensambla recorridos múltiples, tanto performativos como narrativos, conectando a una determinada comunidad con su pasado que es presente y que está en constante transformación (Canessa, 2014; Castro, 2009).

Igualmente, cabe mencionar que el calendario ceremonial y productivo de las comunidades movilizó, así como hoy, importantes flujos económicos asociados a tránsitos e interconexiones entre distintos espacios sociales y tiempos rituales. Las fiestas patronales de San Lorenzo de Tarapacá y la Virgen de La Tirana son las más reconocidas a nivel regional e incluso cuentan con renombre a nivel nacional (Díaz, 2011). Más aún, durante la crisis del salitre, las celebraciones del Lolo y de la Chinita sostuvieron gran parte de la circulación de bienes y productos en los pueblos andinos. En esos momentos, las haciendas de los valles bajos sortearon lo mejor que pudieron la alicaída economía regional; la gran mayoría de los extranjeros terminó migrando hacia las ciudades y algunos se emparentaron con familias tarapaqueñas acomodadas. Así pues, entre las décadas de 1920 y 1950, período que aún se recuerda como de gran pobreza y desamparo, también se rememora como una etapa en que las tradiciones ancestrales y las prácticas locales mantuvieron firmemente el tejido social, impulsando por sí solas varios adelantos en las comunidades andinas. Como, por ejemplo, fue la construcción de caminos a pala y picota por los propios comuneros para conectar sus respectivos pueblos con las primeras rutas vehiculares que reemplazaron a la línea ferroviaria (Urrutia, op cit.). Esto brinda una pincelada colorida sobre la vitalidad de las socialidades andinas, tanto en lenguajes tecnológicos y políticos como en prácticas económicas y culturales.

Actualmente, la mayoría de los miembros de estas comunidades indígenas residen en las ciudades, aunque viajan con bastante regularidad a sus pueblos de origen para hacerse cargo de su casa, sus animales y tierras. Aunque vive menos gente de manera estable en los pueblos, las fiestas patronales constituyen hitos cruciales cuando todos se acomunan en torno a la celebración de sus costumbres y la conmemoración de sus identificaciones comunitarias. También se filtra una vieja tensión entre locales “netos” y afuerinos “radicados” (Urrutia, 2011). Esta última categoría alude básicamente a familias de las markas del altiplano chileno (Cariquima e Isluga) con vínculos ancestrales en estas tierras; como sucede con la gente de Cariquima asentada en Sibaya y Chusmiza, o como en el caso de Pachica donde se instalaron los Mamani de Mauque, correspondiente a una estancia de Isluga que colinda con Cariquima.

Dentro de esa población residente también se contemplan bolivianos y bolivianas que vienen a trabajar como peones agrícolas a las quebradas; provienen de distintas localidades, principalmente del Departamento de Oruro. Muchos de ellos pasan un par de temporadas y retornan a sus pueblos altiplánicos. Algunos han ido quedándose, pues logran arrendar chacras y van trenzando reciprocidades cada vez más densas con la comunidad; unos pocos se han emparentado con familias del lugar y son socios en las respectivas organizaciones territoriales (junta de vecinos, comunidad indígena, comité agua potable, etc.). Los pukina tienen una connotada presencia en la comuna y se distinguen de sus compatriotas aymara que son nombrados como bolivianos a secas.

Consecuentemente, la comunidad local corresponde a ensamblados heterogéneos y cambiantes, pero que se anclan en un paisaje determinado a partir de relaciones significativas con las entidades y personas que lo pueblan. En general, las identificaciones étnicas (aymaras, quechuas, pukinas), se constituyeron a la par que las distinciones nacionales (bolivianos, chilenos, peruanos) y coexisten con diferencias locales (familias natales, familias radicadas). Más que categorías taxativas, estos apelativos son señas de procesos dinámicos y tensiones sociales que se gestan al interior de cualquier colectividad, de acuerdo con particularidades propias que son reactualizadas a partir de trayectorias diversas, tanto históricas y políticas como familiares y personales.

Los programas coloniales hispanos redundaron en la incorporación de territorios y poblaciones andinas de acuerdo con epistemes y alteridades subordinadas a las retóricas imperiales europeas (Menaker, 2019). En Latinoamérica, los regímenes de alteridad que encarnan los pueblos indígenas se fraguaron al mismo tiempo en que se fungían los relatos nacionales respectivos (López Caballero, 2017). Así, Tarapacá se fue reconfigurando al compás de identificaciones indígenas traspuestas e imaginarios disputados. Obviamente, las narrativas oficiales fueron escritas por los “vencedores” desde su propia lógica hegemónica y universalista, es decir, la historia del progreso y desarrollo de la cultura hispana/criolla en el nuevo continente. En el período republicano, dicha historia es desplazada hacia ópticas modernizadoras desde discursos y representaciones de lo nacional que pregonaron los intelectuales del siglo decimonónico. Se habla de procesos de extracción de materias primas, control de la mano de obra, de ganancias económicas, avances tecnológicos, disputas por el territorio, guerras entre naciones, inversión extranjera y un largo etcétera. Frente a estas memorias estatales, obliterando paisajes y gentes, es que la memoria andina aparece como restos no digeridos de una “otra” historia andina, heterogénea y de tiempos discontinuos (Rivera Cusicanqui, 2018).

La comprensión de la pampa como paisaje potente, fértil y criador no cancela de antemano la posibilidad de otras comprensiones y representaciones de este espacio. Que el paisaje sea pensado como un conjunto relacional que está “vivo”, supone la idea de habitar mundos variados sin pretender obliterar sus diferencias y a la vez siendo conscientes de las relaciones entabladas. Las diversas perspectivas y posicionamientos no pueden ser reducidos a una mera fusión o mezcla, sino que refiere a la articulación constante de agenciamientos particulares. Los pueblos andinos enfrentan luchas y procesos de defensa contra empresas y proyectos estatales extractivistas, así como encaran el desafío de reproducir sus propios modos relacionales y formas sociales para construir proyectos colectivos mayores. El cultivar andinidades bajo la lógica neoliberal se trata de un trabajo arduo, lo mismo que narrarlas y habitarlas fuera de los cánones del pensamiento moderno. Por lo mismo, la escritura etnográfica debe ser capaz de comunicar el entrelazamiento de mundos diferentes y confrontar la propia teoría social.

 

Palabras finales

La Pampa del Tamarugal no es un objeto geográfico pasivo, en cambio, constituye un paisaje vivido y transitado que se despliega como lienzo de memoria, siendo performativamente narrado, políticamente cargado y profundamente afectivo. Constituye un palimpsesto de relaciones y agencias habitadas por ancestros que dan orden al mundo, cuyas fuerzas incontrolables van moldeando fortunas y desventuras. Entonces, se vuelve forzoso ir más allá de los registros escritos y considerar los relatos locales no como una mera alegoría, sino como el sentido histórico otorgado al pasado por las comunidades, junto a sus epistemes y ontologías duraderas en el presente. Aquello desafía el antropocentrismo ensortijado en las categorías abstractas y las narrativas históricas modernas fijadas en sucesiones lineales.

Las investigaciones sobre la milenaria historia ocupacional de esta región propician una comprensión abigarrada en torno a la producción y el mantenimiento tanto de lugares persistentes como de memorias disputadas, puesto que involucran enfrentamientos para determinar el significado y la autoridad de las cosas a lo largo del tiempo y espacio. Así pues, nos interesó dar cuenta de las interacciones y controversias que devienen recursivamente cuando lógicas diferentes se ponen en contacto, a la vez que recubren una serie de intereses encontrados y fluctuantes. Nuestra intención es alejarnos de concepciones basadas en sujetos esenciales y propiedades estables/estabilizadoras, a favor de ensamblados múltiples que traslapan procesos materiales, históricos y culturales. Es decir, mostrar cómo contextos particulares de subjetividad son simultáneamente vivenciados, identificados y manifestados tanto en el paisaje como en las memorias.

Debemos tener claro, eso sí, que se trata de perspectivas permanentemente parciales y fracturadas, así como también ambivalentes. El desafío está en aprender a trabajar con y en la contradicción, haciendo de la polaridad un tejido intermedio que sea simultáneamente una zona de contacto y fricción. Pues, en realidad, lo que llamamos mundo andino constituye una constelación de varios escenarios y horizontes que recombinan tiempos prehispánicos, coloniales y contemporáneos a la vez (Rivera Cusicanqui, op cit.). Por eso, es preciso atrevernos a construir paradigmas alternos que reviertan el divorcio entre hacer y pensar como jerarquías amparadas en la colonialidad del poder y saber, tomando en serio cosmopolíticas (Stengers, 2014) y ecosofías (Herrera y Ali, op cit.) andinas que reconozcan sus propias capacidades históricas y esquemas de significado.

Según el pensamiento andino, fuerzas y entidades existen sólo a partir de los vínculos particulares que van siendo trazados. Desde la cosmopolítica y ecosofías, los cuerpos y paisajes se hacen visibles en momentos y lugares específicos a través de las demandas y las relaciones que se nos exigen o se ejercen sobre nosotros. Por ello, parafraseando, es plausible sugerir que sus prácticas e imaginarios apuntan a la noción de “dividualidad” y las relaciones de reciprocidad concomitantes, ya que tanto cuerpos como personas son formas relacionales (Strathern, 2004, pp. 38-54). Nuestra corporeidad se deshace y se divide, pero también se sustenta en los vínculos que mantenemos con otros, donde las relaciones distinguen y unen al unísono. En oposición a la lógica moderna inmunitas con su ficción de individualidad (Esposito, 2003), el pensamiento andino nos revela el papel que desempeña la división/diversidad como constante radical en la vida social, tensionando muchas de nuestras categorías analíticas (p.ej., dicotomías individuo y sociedad, naturaleza y cultura, interioridad y exterioridad).

La “cosmovivencia andina” (Yampara Huarachi, 2011) entiende la vida como diferencia pura y potencia virtual del devenir, donde fuerzas y entidades se actualizan parcialmente en una realidad determinada que contiene a su vez el poder del cambio. Mientras que el equipamiento analítico de la modernidad occidental despliega ilusiones binarias y maniqueas en torno a lo real, la reciprocidad andina abreva un ideal relacional y una ética de socialidad que conecta la multiplicidad de agenciamientos a partir de flujos y distinciones en permanente reactualización. En relación con esa vida que se afirma como singularidad y variación a través y más allá de las distribuciones jerárquicas que inscriben y producen biopolíticamente lo humano (Foucault, 2007), los grupos andinos nos ayudan a pensar modos alternativos de socialidad y cultura que puedan subvertir la gramática moderna y neoliberal.

 

Agradecimientos

Este trabajo forma parte de los Proyectos FONDECYT 1181829 y 1221166. Agradecemos al equipo de investigación por las experiencias y reflexiones conjuntas; en especial a Roberto Izaurieta y Magdalena Gracía por su ayuda gráfica. También, a las comunidades tarapaqueñas por sus pacientes y afectuosas enseñanzas en torno a memorias y vivencias ancestrales. Particularmente, a Diego Gómez, Osvaldo Fuentes y Narciso Relo que nos ayudaron a apreciar el registro arqueológico de acuerdo con las prácticas agrícolas tradicionales. Por último, pero igualmente importante, agradecemos a los evaluadores del manuscrito por la agudeza de sus aportes y comentarios.

 

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