Dentro de 20 años... en Villar del Olmo

Madrid

Los autobuses tienen un algo que me encanta. O eso es lo que parece. Ya salgan de Conde de Casal o de Avenida de América -como en este caso-, yo me siento cómodamente en sus asientos acolchados, me preparo mi mojito y, con las gafas de sol puestas, voy a alguno de los maravillosos pueblos de la orografía madrileña. Vale, no. Esto es mentira. Pero bueno, dejadme soñar. Lo que sí puedo asegurar es que, una vez el autobús llega a su destino, ya puedo tomarme un buen mojito y conocer secretos del pueblo que piso. Hoy el pueblo a visitar es Villar del Olmo. ¿Os venís? 

Siete de la mañana. ¡Leñe! Cada vez amanezco más pronto. A las 8 y media tengo que estar en el intercambiador de Avenida de América para coger el bus que me lleve directa a Villar del Olmo. Además quiero comprarme un bocadillo de lomo para llevar a Villar. El autobús 261 pasa a las 9 de la mañana y no vuelve a pasar otro que llegue a Villar hasta la una de la tarde. Bocadillo de lomo en mano inicio el recorrido por una carretera que, bueno, era más curva que recta. En Nuevo Baztán se bajan todos los viajeros y yo me mantengo para sorpresa del conductor. "¿Vas al Villar?". "Sí". Las curvas se acentúan, pierdo la cobertura y, tras hora y media de viaje, por fin, llego a Villar del Olmo.

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Nada extraño. Una Plaza Mayor, el Ayuntamiento, algunas casas cercanas, una en venta en plena plaza por 60.000 euros negociables y algunos arbolitos que, menos mal, me regalan una sombra maravillosa para paliar el calor veraniego. No muy lejos un colegio y, dentro de este colegio, un secreto muy especial; una chapa se esconde en el suelo del patio y, dentro de ella, se puede encontrar un poco de todo: periódicos, revistas, fotos, notas, recuerdos, escritos... No puedo leerlo porque no se va a abrir hasta dentro de 20 años. Cristina López, que es profe de este cole y, a la vez, su secretaría, me cuenta un poco en qué consiste esta cápsula del tiempo.

El pueblo tiene un río. Se llama Vega. Aunque esto no lo sé hasta pasadas unas horas, en un principio solo soy consciente de que se llama Arroyo. Así me lo hace saber un vecino de la zona. "¿Que cómo se llama? Pues Arroyo. Cómo va a llamarse. El Arroyo del Villar". Poco después veo el nombre en una chapa cercana al riachuelo y soy consciente de que, bueno, se llama Vega pero más bien allí no se llama. El arroyo baña el pueblo, cuando lleva agua, claro. Baña también unas pistas de frontón y de tenis y otras de fútbol donde, en verano, se realizan multitud de actividades. Una piscina municipal, la más antigua de la zona este de la comarca, permite que los veraneantes se refresquen durante el día. Hoy solo hay niños en ella. Durante la noche de verano las actividades se amplían. La alcaldesa Lucilda sabe que la zona es muy querida en verano y además aplaude a los vecinos por su inquietud y sus ganas de colaborar. "Todas las actividades las realizan los vecinos de foma altruista". Rutas nocturnas, paseos en bici, torneos y fiestas ibicencas decoran un programa que se ampliará en septiembre. "Es ese el mes en el que nosotros tenemos las fiestas grandes patronales".

En septiembre vuelvo entonces, pero ahora me voy al bus, corriendo además. Voy, de nuevo, casi sola. Me acompaña una chica más que lee a Bécquer. Yo me vuelvo a Madrid comiéndome el otro trozo de bocadillo de lomo que aún me sobra. La carretera aparece de nuevo con unas curvas dignas de infarto o vértigo y, a mis espaldas, despido un bonito valle que me ha dejado enamorada. Vuelvo a perder cobertura pero sigo ganando ganas de conocer más pueblos.