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10th September 2015 Cuento "Manzanita" de Julio Garmendia

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En este cuento “Manzanita”, se manifiesta un conflicto el cual se ilustró en una frutería, allí sólo
existía la Manzanita criolla, entonces el frutero decidió vender Manzanas del Norte, a la llegada de
éstas, la Manzanita se sintió disminuida, se puso a llorar viendo que las otras manzanas eran
grandes, brillantes, olorosas y muy rojas; y venían envueltas en papel de seda y finas cajas; la gente
empezó a comprar sólo las Manzanas Norteñas las pedían desde uno y hasta más kilos.

Ella al ver eso se sintió desalentada, abochornada porque a ella la cargaban en burro y las echaban
en un rincón en el suelo. Sus vecinas frutas la veían y no comentaban nada, hablaban otros temas;
al acabarse las manzanas norteñas el frutero pedía más cajas esto terminó de deprimir a Manzanita,
no empezó a conversar con las demás frutas, al hablar con el Coco, éste se sintió ofendido pero
luego comprendió a la Manzanita, sin embargo la Lechosa fue muy comprensiva con ella, desde el
primer momento e igual que el Aguacate; en este momento muchas frutas empezaron a discutir pero
entre discusión y discusión todos estuvieron al lado de la Manzanita, excepto el Tomate y los
Cambures Manzanos, ya que se consideraban familiares de las Manzanas Norteñas.

La observación no puede apartarse de un análisis sociológico, pues Garmendia nos da una reflexión
reconociendo la condición humana y la muerte como parte de la vida. Pasa por sentimientos como la
ironía, realismo, humor, ternura entre otras.

En el escrito existe una búsqueda de la identidad venezolana, entrelazando realismo fantástico esos
rasgos ilusorios recreando una realidad matizada, valorando los elementos nacionales
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socioculturales que conforman patrimonio de las tierras venezolanas en este caso la naturaleza, sus
frutos, resaltando sus aromas, textura, entre otras características.

Sin apartarse, del contexto vivido por el escritor para ese momento, pues llega de estar mucho
tiempo fuera de Venezuela, eso significó redescubrir y valorar su tierra, lo autóctono, tradiciones,
costumbres en una palabra su cultura. Esa búsqueda de la identidad, sus raíces en un momento que
se realiza la globalización en el mundo, experimentando el imperialismo motivado por intereses
comerciales, y Venezuela en ese momento buscaba definirse política y culturalmente.

Por otro lado incita a la reflexión sobre la igualdad, pues por encima de las clases sociales, la raza
que pertenezcas, credos, profesión u oficio que profeses, anteponer la valoración vana, estirada,
dejando a un lado la desestimación del primer mundo, preciando su lugar de origen cualquiera que
este sea, aprendiendo a reconocer y valorar nuestro patrimonio socio-cultural, como legado de
nuestros antepasados y, en consecuencia, ícono de identidad nacional.

Julio Garmendia en mi opinión, proporciona el arte literario, sostenido en la cosmovisión que por
medio de los actos comunicativos, aborda los hechos sociales, manifestando una extraordinaria
didáctica, dando explicaciones a los fenómenos que se suscitan en la realidad, que involucran a
seres humanos, socialmente organizados, evidenciadas por medio de elementos fantásticos, que
sobre la realidad palpable, difícil de ser evadida, muestra al lector como una visión crítica,
humorística y en ocasiones, satírica de las vivencias de un colectivo en particular.
MANZANITA
Cuando llegaron las grandes, olorosas y sonrosadas manzanas del Norte, la Manzanita criolla se sintió perdida.
—¿Qué voy a hacer yo ahora –se lamentaba–, ahora que han llegado esas manzanas extranjeras tan bonitas y
perfumadas? ¿Quién va a quererme a mí? ¿Quién va a querer llevarme, ni sembrarme, ni cuidarme, ni comerme ni
siquiera en dulce?
La Manzanita se sintió perdida, y se puso a cavilar en un rincón. La gente entraba y salía de la frutería. Manzanita
les oía decir:
—¡Qué preciosidad de manzanas! Déme una.

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—Déme dos.
—Déme tres.
Una viejecita miraba con codicia a las brillantes y coloreadas norteñas; suspiró y dijo:
—Medio kilo de manzanitas criollas, marchante; ¡que no sean demasiado agrias, ni demasiado duras, ni demasiado
fruncidas!
La Manzanita se sintió avergonzada, y empezó a ponerse coloradita por un lado, cosa que rara vez le sucedía.
Y las manzanas del Norte iban saliendo de sus cajas, donde estaban rodeadas de fina paja, recostadas sobre
aserrín, coquetonamente envueltas en el más suave papel de seda. Habían sido traídas en avión desde muy lejos,
y todavía parecían un poco aturdidas del viaje, lo que las hacía aún más apetitosas y encantadoras.
—A mí me traen en sacos, en burro, y después me echan en un rincón en el suelo pelado… –cavilaba Manzanita,
con lágrimas en los ojos, rumiando su amargura.
Estaba cada vez más preocupada. Aunque a nadie había dicho palabra de sus tribulaciones, las otras frutas, sus
vecinas, veían claramente lo que le pasaba; pero tampoco decían nada, por discreción. Hablaban del calor que
hacía; de la lluvia y el sol; de los pájaros, los insectos y la tierra; o bien cambiaban reflexiones acerca de las gentes
que entraban o salían de la frutería, en tanto que la pobre Manzanita se mordía los labios y se tragaba sus lágrimas
en silencio.
Ya las norteñas se acababan, se agotaban; ya el frutero traía nuevas cajas repletas, con mil remilgos y cuidados,
como si fueran tesoros que se echaba sobre los hombros. La Manzanita no pudo aguantarse más.
—Señor Coco… –llamó en voz baja, dirigiéndose a uno de sus más próximos vecinos, un señor Coco de la Costa,
que estaba allí envuelto en su verde corteza.
—Usted que es tan duro, señor Coco –repitió Manzanita con voz entrecortada y llorosa–; que a nada le teme; que
se cae desde lo alto de los brazos de su mamá, y en vez de ponerse a llorar, son las piedras las que lloran si usted
les cae encima…
Esto ofendió un tanto al buen señor Coco, el cual creyó necesario hacer una aclaratoria, poniendo las cosas en su
puesto.

—Es cierto que soy duro –explicó–, pero eso no quiere decir que no tenga corazón. Es mi exterior, que es así. Por
dentro soy blando, tierno y suave como una capita de algodón.
—Es lo que yo digo, señor don Coco –se apresuró a conceder la Manzanita–. Yo sé que su agua es saladita como
las lágrimas, y que eso viene de su gran corazón que usted tiene.
—Así es –asintió el buen Coco, satisfecho–. ¿Y qué quería usted decirme, amiga Manzanita? ¡Estoy para servirle!
—Ya usted se habrá fijado –dijo la Manzanita, conteniendo a duras penas sus sollozos– en lo que está pasando
aquí en la frutería. Esas del Norte, ¡esas intrusas! ocupan la atención de todo el mundo, y todos las encuentran
muy de su gusto, señor Coco, ¡señor Coooooooco!… –y la pobre Manzanita rompió a llorar a lágrima viva.
El Coco no hallaba qué hacer ni qué decirle a Manzanita. Viendo esto otra vecina, se acercó pausadamente para
tratar de consolarla.
—¡Ay, señora Lechosa! –gimió Manzanita echándole los brazos al cuello–. ¡Qué desgracia la mía!

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—Cálmate, Manzanita, cálmate –le decía maternalmente la Lechosa (que era una señora Lechosa bastante
madura y corpulenta).
Volviéndose hacia otro de los vecinos, con los ojos húmedos –tan blanda así era–, preguntó la Lechosa:
—¿Qué me dice usted de esto, señor Aguacate? ¿No comparte el dolor de Manzanita? ¡Usted, que parece una
lágrima verde a punto de caer!
—¡Ay, cómo no, señora Lechosa! –se apresuró a decir el Aguacate, rodando ladeado hasta los pies de Manzanita–.
Mi piel puede ser dura y seca, pero por dentro me derrito como mantequilla.
En esto se desprendió un Cambur de uno de los racimos que colgaban del techo, y fue a caerle encima a la
Guanábana. Pero la Guanábana no se irritó ni protestó, ni siquiera pareció darse cuenta de lo sucedido; es tan
buena ella, que hasta las mismas espinas que la protegen por fuera, son tiernas a tal punto que un bebé puede
aplastarlas con la yema de su dedito. Pero la Naranja también había acudido a consolar a Manzanita, y se puso
amarilla de rabia –amarilla como un limón.
—Esos Cambures… –dijo desdeñosamente–. Siempre cayéndole a una encima.
—¿Qué se habrá creído la Naranja? –refunfuñó el Cambur–. Nada más que porque es redonda y amarilla, ya se
cree el Sol.
La Naranja se puso aún más encendida, como fuego.
—Nosotros somos tan amarillos como ustedes –le gritó un contrahecho Topocho pintón.
—Yo también soy amarillita –murmuró la Pomarrosa dentro de una cesta.
—Sí, sí, amarilla –rieron los Nísperos–, pero hueles demasiado, te echaste encima todo el perfume.
—No les hagas caso, Pomarrosa –le dijo al oído la Parcha–. Ésos parecen papas; están envidiosos de tu color, y
porque no huelen tanto como tú.
La Parcha Granadina, la señora Badea, había llorado también, y tenía la redonda cara más lisa y lustrosa que de
costumbre.
—Oiga, señora Parcha –le dijeron unos Mamones–, ¿por qué no le pide prestada su pelusilla al Durazno, y se la
unta en la cara para que no se vea tan lustrosa?
—Pues a mí –dijo de repente, cuando menos se esperaba, un grueso señor Mamey–, a mí no me importa lo que le
pase a Manzanita. Al fin y al cabo, esas son cosas de ella, un pleito de familia entre Manzanas. No hay que
ocuparse más de esa llorona. ¡Mocosa!
Estas palabras del Mamey causaron un momentáneo desconcierto.
Mirándose las frutas unas a otras, con aire perplejo. Fue el eminente señor Coco quien, reponiéndose el primero de
la sorpresa, tomó al fin la palabra.
—No, amigo Mamey –dijo sosegadamente el Coco–; yo creo que sí tenemos que ayudarla. Oiga usted, amigo –
añadió bajando significativamente la voz y echando una rápida ojeada alrededor–, no sabemos lo que puede
suceder mañana; ¿qué sé yo?, ¿qué sabe usted? ¡Un día de éstos pueden comenzar a llegar también Cocos del
Norte, Lechosas del Norte, Aguacates del Norte, Guanábanas del Norte, Mamones, Mangos, Tunas, Guayabas,
Nísperos, Parchas, Mameyes del Norte! Sí, señor, óigalo bien, señor Mamey: ¡Mameyes del Norte! ¿Y qué será
entonces de nosotros? ¿De usted y de mí? ¿Y de nosotros todos?… ¡Nos quedaremos chiquiticos, frunciditos,
encogiditos y apartaditos, como le pasa hoy a Manzanita!
El rechoncho Mamey no palideció por esto; para sus adentros, se puso aún más amarillo, aunque siguió siendo
marrón por fuera. Las ideas expuestas por el Coco, a las claras denotaban su elevación nada común.
En los cocales, en efecto, se mueve él a grande altura sobre el nivel del suelo; por esto se supone –o supone él–
que ya desde muy lejos ve venir los acontecimientos, los peligros, y es por eso el más llamado a hablar en nombre
de las frutas tropicales. Pero esta elevada posición del Coco, sin embargo, también suscita envidias y
resentimientos… El ventrudo Tomate, por ejemplo, se puso rojo como un… ¡tomate!
—Yo no les tengo miedo a los Tomates del Norte –dijo, inflamado y brillante–. ¿Qué me dicen con eso? Ellos no
pueden ser más colorados que yo. Además, yo no puedo ponerme contra las Manzanas del Norte, porque
nosotros, los de la familia Tomate, tenemos un cierto parentesco con ellas. Mi abuelita me contaba que en algunos
países nos llaman a nosotros “manzanas de oro”; de modo, pues, que…
—También yo –dijo uno de los Cambures, cortándole la palabra al Tomate–, también yo tengo cierto grado de
parentesco con esas extranjeras, por el lado materno, como bien puede verse por mi segundo apellido, pues, como
saben, soy el Cambur Manzano.
Unos muchachos que venían de la escuela entraron ruidosamente en la frutería y empezaron a comprar manzanas
–¡manzanas del Norte, por supuesto!–. Las acariciaban, las sopesaban, las olían, hasta les daban algún beso o
mordisco allí mismo, ante los mismos ojos de Manzanita, como si dijéramos en sus propias barbas. La Manzanita,
que se había quedado distraída y pensativa oyendo lo que decían las frutas, como si todo se hubiera arreglado con
sólo palabras, volvió a gimotear perdidamente, acordándose otra vez de sus pesares. Entonces se le acercó la Piña
y se puso a acariciarla y a mimarla. Pero cada vez que doña Piña le hacía un mimo en la mejilla, Manzanita se
escurría un poco hacia atrás, diciendo:

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—¡Ay, señora Piña! ¡Ay! ¡Ay!


Pero la Piña no pensaba que esto pudiera ser a causa de las escamas y las sierritas punzantes que la adornan por
todos lados, sino que era a causa de la pena que seguía afligiendo a Manzanita, y que a cada instante se le hacía
más viva y aguda; y continuaba acariciándola y mimándola. Mientras más ayes lanzaba la pobre Manzanita, más y
mejor la acariciaba y la estrechaba entre sus brazos la buena señora Piña, haciéndola gritar más todavía.
Hasta que unas dulces Parchitas se apiadaron de ella y empezaron a decir, para distraer la atención de la Piña:
—Señora Piña… Señora Piña… Oiga lo que dicen los Mangos.
—Pues, ¿qué dicen? –interrogó la Piña, volviéndose.
—Que usted y que es agria…
Esto reavivó inesperadamente el dolor de Manzanita.
—¡Agria la Piña! ¡Ay! –exclamó fuera de sí–. Pues ¿qué no dirán de mí? Y más ahora que han venido ésas, y que
todos andan con la boca abierta de lo buenas y sazonadas que son!
—No, nosotros no hemos dicho nada de usted, misia Piña –explicaban los Mangos–. Nosotros somos frutas que
venimos de gran árbol, y no nos ocupamos de frutas que viven pegadas al suelo.
—¡De gran árbol! –rió la Piña con sarcasmo–. Pero no estamos hablando de eso, sino de gusto y sabor. ¿Y quién
más dulce que yo, cuando quiero serlo? Y no olviden ustedes ¡pegajosos! –añadió levantando la voz– que están
tratando con una dama de mucho copete; ¿o es que no lo saben?

El Mango soltó la risa.


—Porque lleva un moño de hojas duras en la cabeza –dijo–, ya se cree dama de gran copete.
—Yo tengo algo que es más, mucho más que copete –se oyó–. ¡Tengo corona!
Todos se volvieron, mirando a la Granada, que llevaba una corona, una verdadera y auténtica corona real, esto era
innegable.
—¡Sí! –repitió orgullosamente la Granada–. Llevo una corona de seis picos; por consiguiente, soy la reina de las
frutas…
—¿Tú? –gruñó en seguida el Membrillo, como de costumbre tieso y reseco–. ¡Tú, que apenas estás madura y no
encuentras quien te lleve, te entreabres ya sola y empiezas a pelarle los dientes a todo el que pasa, a ver si te
cogen! ¡Dientona!
La Granada enrojeció mucho al oír tales palabrotas.
La señora Patilla venía acercándose hacía rato, arrastrándose como un morrocoy. Ahora llegaba, e intervino para
decir, aunque algo tardíamente:
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—Las frutas pegadas al suelo, como han dicho antes esos caballeritos Mangos, y yo en particular, que por mi
tamaño y otras cosas puedo considerarme también reina de las frutas…
—¡Ay, Patilla! –susurró la Piña.
—¡La Patilla se cree reina! ¡La Patilla se cree reina! –rieron dentro de un canasto unas niñitas muy traviesas, y que
tenían fama de loquillas, las Guayabas.
Ni siquiera reparó en ellas la bonachona y plácida Patilla; pero la Tuna, erizada de pelillos y aguijoncitos, parecía
pronta a defenderse y zaherir, a pesar de que nadie estaba metiéndose con ella.

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La frutería estaba ya cerrada hacía rato, y todavía hablaban las frutas (como si exhalaran su aroma, cada una el
suyo). La Manzanita no durmió en toda la noche. Hasta la madrugada no pudo cerrar los ojos. De modo que, al
amanecer del día siguiente, cuando volvieron a abrir la frutería, dormía aún, y soñaba… Estaba muerta. La
Manzanita criolla se había muerto de pena y de vergüenza de verse tan chiquita, tan verdecita, tan fruncidita, tan
acidita y tan durita. ¡Pobre Manzanita! Y a pesar de todo, tenía buen corazón, sí, tenía su corazón jugoso, tierno,
perfumado, ella también, y la prueba es que para hacer dulce era muy buena.
Esto era lo que ahora decían todos alrededor de ella, y la lloraban y la compadecían, la llevaban sobre sus
hombros y le ponían flores encima.
La llevaban a enterrar. Pero la que más lloraba en el entierro de Manzanita, la que más triste iba, era la misma
Manzanita, que se tenía mucha compasión y se daba una gran lástima. El cortejo pasaba por la falda del cerro, y
estaban presentes las frutas más importantes y representativas, todas las grandes frutas. Sólo la señora Patilla,
entre éstas, no había podido llegar hasta allí; varias veces lo intentó, pero se vino rodando hasta el pie de la cuesta
una y otra vez; allí se quedó al fin, inmóvil, sudorosa, echando la colorada lengua hacia afuera. El lento cortejo
subía por la ladera; los pájaros piaban tristemente, siguiéndolo de rama en rama; murmuraban las hojas, alguna se
desprendía y venía a posarse en tierra.
La neblina cubría la faz del sol.
Cuando la echaron al hoyo, cerca de un arroyuelo, hubo un formidable estremecimiento. “Seguramente disparan el
cañón por mí, o se hunde el cerro” –pensó Manzanita envanecida. Llevó luego la palabra el joven Durazno, amigo
de infancia y compañero de juegos de Manzanita, y todos comenzaron en seguida a echarle tierra encima…
Manzanita se enderezaba, pataleaba, se empinaba en la punta de los pies; se sacudía la tierra como una gallinita
en un basurero. Pero la tierra seguía cayendo a paletadas, y al fin Manzanita quedó tapada.
Cuando ya estaba enterrada, y todos se habían ido cuesta abajo, hacia la frutería otra vez, llegó por entre la tierra
oscura y recién removida un gusano, y le dijo al oído a Manzanita:
—¿De qué te moriste, Manzanita, tú tan dura?

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—De dolor, señor Gusano, viendo llegar a esas ricas Manzanas del Norte, y que nadie más sentía gusto por mí –
contestó ella–. Ni a los niños, ni a los pajaritos, ni a nadie le gustaba ya, ¿para qué iba a seguir viviendo?
—Mira, Manzanita –le dijo otra vez al oído el gusano–, te voy a dar un consejo. Mejor es que no te mueras todavía.
Oye lo que te voy a decir: esas lindas manzanas fácilmente perecen aquí, yo lo sé, y te lo digo porque soy tu viejo
amigo y porque somos los dos de aquí del cerro.
La Manzanita vio una lumbre de esperanza en aquello que le decía el gusano.
—¿Y crees tú que se van a morir de verdad esas bichas? –preguntó con los ojos brillantes.
—De seguro que sí, Manzanita. Es el calor lo que las daña –explicó el gusano, con aire entendido y científico.
Entonces Manzanita comenzó a escarbar con fuerza la tierra que le habían echado encima, se salió afuera y se
vino rodando cerro abajo hasta la frutería otra vez.
Acababan de alzar ruidosamente la reja de hierro que servía de puerta a la frutería (fue éste el estampido que oyó
en sueños Manzanita), y todas las frutas lanzaron exclamaciones y gritos de sorpresa al ver entrar tan fresca y ágil
a Manzanita.
—Pero, ¿cómo es eso, Manzanita? –le preguntaban todas a la vez–. ¿No te dejamos esta mañana muerta y
enterrada?
—¡Ah, sí! ¡Dispensen! –dijo Manzanita, olorosa todavía a tierra–. Pero es que he venido a ver una cosa, una sola
cosa no más, y después me voy otra vez; si no es nada, me vuelvo a ir a enterrarme yo misma. Ustedes no tienen
que volver a llevarme, ni acompañarme, ni volver a subir el cerro, ni echarme otra vez la tierra encima. ¡Muchas
gracias! Yo misma me la echo… ¡Un momento!
Y Manzanita se hizo aún más pequeña de lo que era en realidad, al ver que ya el frutero abría las cajas. Estaba
más fruncida que nunca, de miedo y esperanza a la vez, viendo aparecer los rollos de paja y de papel de seda en
que venían envueltas las norteñas… Y empezaron a salir manzanas manchadas, o con puntos hundidos y
abollados, o ya próximas a descomponerse… Y el frutero estaba consternado; se ponía las manos en la cabeza y
hablaba para sí mismo, jurando y maldiciendo; y Manzanita iba al mismo tiempo recobrando ánimos. Al fin ya no
pudo contenerse más, y corrió por toda la frutería llevando la noticia. Tropezó con la Lechosa, se montó en la
Patilla, dispersó a los Mamones, empujó al Tomate, se hincó en la Piña, resbaló entre los Mangos, le dio un golpe
al Mamey y un apretón a la mano de los Plátanos; diciendo entusiasmada:

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—¡Están dañadas! ¡En un solo día de gran calor se dañan todas!


Y Manzanita reía; reía y bailaba en un solo pie.
Entretanto, el afligido frutero iba echando en una cesta sus manzanas inservibles, e iba metiendo en la nevera las
que todavía estaban sanas, no fueran a perderse también, con el gran calor que hacía. Subida sobre el montón de
Cocos, Manzanita se puso a mirar a través del cristal de la nevera; tenía los ojos todavía hinchados y enrojecidos
por el llanto.
Miraba a las rosadas y opulentas Manzanas instaladas ahora dentro del frío esplendor de la nevera –entre Uvas y
Peras–, como reinas y princesas en el interior de su palacio.
—¡Aquí no pueden estar sino en nevera, y seguro que en su tierra no son nadie! –les dijo, mirándolas de soslayo.
Pero ya Manzanita estaba consolada, y en el fondo de su corazón, ya les estaba perdonando su belleza y su
atractivo. Su ira se aplacó inesperadamente… y, en lo secreto y profundo de sí misma, un súbito vuelco se
produjo…
—Después de todo –dijo al cabo de un momento, bajándose del montón de Cocos y echando otra mirada a la cesta
de las manzanas desechadas–, son frutas como yo, hijas de la tierra y el sol, buscadas por los niños y los
pájaros… ¡Perecederas frutas, como yo!
La naricilla estaba todavía lustrosa; la voz, ronca y quebrada por los sollozos. Pero lanzó un largo y hondo suspiro
de pena apaciguada… Y como por encanto desaparecieron las huellas de la amargura y el rencor; y se hizo
presente aquella pizca de dulzura y de frutal delicia que la Naturaleza misma también puso en la sensible pulpa de
que hizo a Manzanita, el día en que la hizo… Y la alegría, la maravillosa alegría de Manzanita, estalló, de pronto,
incontenible y desbordante, al sentirse, nuevamente, entrelazada, y en paz, como entre hermanas, con todas las
demás frutas del trópico y del mundo…
Y la maravillosa alegría cundió por todos lados; se comunicó a todas las frutas; sus fantásticos colores refulgían,
bajo el rayo del sol que las tocaba; se juntaban o se separaban sus formas, con capricho; confundíanse sus aromas
en la tibieza del aire tropical.
Materialmente fulguraban las Naranjas, como soles echados en montón; bailaban los Cambures, jubilantes; el
Aguacate daba traspiés, su cuello largo y retorcido impedíale moverse acompasadamente; la Patilla sonaba a
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hueco, y se deslenguaba; Nísperos y Chirimoyas y Frutas de Pan saltaban fuera de las cestas y los sacos; los
mismísimos señores Cocos Secos se echaron a rodar por aquí y por allá, con sordo ruido, exhibiendo al sol sus
largos y duros pelos; y los Mamones, así como las Guayabas y las pequeñas Ciruelas fragantes y coloradas –
¡cuándo no!–, aprovecharon también la confusión para ponerse a corretear por el suelo, como ratones,
persiguiéndose y jugando, deslizándose entre las Piñas, escondiéndose entre las Lechosas, las Parchas o las
Guanábanas. El frutero se afanaba, recogiendo aquí, atajando allá, sin saber qué pensar ni qué hacer ante aquel
desbarajuste inusitado… A través del cristal de la nevera, Manzanita se sonreía con las norteñas. El rechoncho
Mamey le dio un beso en la frente. El maduro Tomate le echó el brazo. ¡Y hasta las avispas y abejas que
merodeaban por allí en busca de dulzores, bailaron frenéticamente unas con otras!

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