Amazonas 1857 un rastro sobre las cenizas

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N. R. GONZÁLEZ MAZZORANA

AMAZONAS 1857: UN RASTRO SOBRE LAS CENIZAS


DEDICADO A MIS HIJAS: NICIA-MARIA AUXILIADORA GABRIELA JOSE MARIA ISABEL Y, ANA-MARIA ALEJANDRA A HAPPY.

MI AGRADECIMIENTO A: Tomás Mariño Blanco, por la inspiración Ricardo López, por sus aportes literarios Luis Enrique Silva, por su colaboración

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PREFACIO

oce años después de haberse publicado la obra “El Orinoco y su Duende” de DGabriel Lara (1986), fue publicada la primera edición de esta novela titulada “Amazonas 1857, Un rastro Sobre las Cenizas”. La había terminado de escribir hacía dos años y aún no había leído “El Orinoco y su Duende.” Cuando el libro llegó a mis manos, lamentablemente el autor ya había fallecido. De su lectura me quedó la complacencia por la sensible prosa de fantasía moderada, tal como el mismo autor la calificó, pues en ella reflejaba su gran admiración y amor por la tierra amazonense y sus habitantes, así como sus ansias de propagar las bellezas del paisaje y las singulares características culturales de Amazonas. En merecimiento a este autor, me propuse elogiar el contenido profético del Epílogo de su obra, pues ciertamente en la actualidad podemos evidenciar a través de las obras de Ramón Iribertegui, de Miguel Guape, de Verney Frontado, de Placido Barrios, de Pastor Santaella, de Víctor Clarín y otros no menos calificados autores, que el esclarecido Gabriel Lara no se equivocó en su apreciación sobre el futuro de la literatura amazonense cuando escribió: “Los viejos seguirán contando sus historias, a las generaciones nuevas, etapas de sus vidas de jóvenes; anécdotas ocurridas hacían veinte o treinta años a todo lo largo y ancho del Orinoco y de sus ríos tributarios, como: el Río Negro, el Atabapo y el Casiquiare; aventuras vividas por ellos mismos o por sus padres y sus abuelos y de los que iban descendiendo por generaciones” (…) Hablarán de la “pusana”, el poderoso filtro de amor, confeccionado por las hembras indígenas, para atrapar en las redes del deseo al macho mocetón, que despertará en ellas el ímpetu animal de su naturaleza. Del “camajay”, para ser administrado al inquieto aventurero o al ávido comerciante que se adentrara en sus dominios, en pos de la fortuna fácil que brindaban la sarrapia y el caucho y de donde muy pocos regresarían, porque sus destinos estarían ligados para siempre al de las hembras seductoras, que se valían de ellos, hasta que otro infeliz posaba su planta en el lugar.

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Del peligroso “curare”, que paraliza los nervios, con solo herirse con la punta del dardo envenenado de la cerbatana o la punta de una flecha impregnada de tan peligrosa infusión. (…) Se recordarán las huestes de piratas que cruzaban las fronteras de Brasil y Colombia, para regresar en sus canoas llenos de indios venezolanos, para esclavizarlos, para enriquecerse con ellos a costa de su sudor, de sus lágrimas, de su dolor, de su sangre y hasta de sus vidas. Una vez sumergidos en la vorágine de la selva, en busca del codiciado pendare, el balatá, la sarrapia y las fibras, jamás lograrían salir con vida, porque la sombra del monte los poseería; tarde o temprano los mataría de calentura, acogida por el paludismo. Allí morirían entre castañar de dientes y del color de los barrancos del Orinoco y sus ayes se los tragaría la selva. (…) Al citar estos fragmentos del Epílogo del libro de Gabriel Lara, a manera de prólogo en esta segunda edición ampliada y mejorada, lo hago como reconocimiento a su sensibilidad profética y como homenaje póstumo a su memoria. N. R. González Mazzorana Julio del 2008

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CAPITULO I EL FESTÍN DE LOS CAIMANES

acia el este del Orinoco medio, dos hombres se desplazaban en zigzagueante Hcarrera, uno tras otro. Corrían tan encorvados que parecían un par de cuadrúpedos. Se abrían paso entre altos pajonales, atravesaban morichales y cruzaban montículos de piedras constantemente presionados por el silbido de proyectiles de grueso calibre. Afortunadamente para ellos, las balas rozaban o chocaban contra las piedras, o se incrustaban en los fofos troncos de las palmeras de moriche. Hacía horas que venían huyendo, luego de que una banda armada había emboscado la caravana donde venían desde Caicara del Orinoco. El destacamento enviado por el gobierno llevaba encomiendas y un lote de armas, que debían ser entregados al gobernador de la flamante Provincia de Amazonas, antes de que éste pasara los raudales de Atures. Los asaltantes habían matado a los caballos con los cuales el destacamento pudo haber escapado de la emboscada, tras convencerse que era inútil ofrecer resistencia, pues la banda de insurrectos los superaba ampliamente en número. Era una de las muchas mesnadas que se habían formado como secuela de última guerra civil que azotó al país y al presente vivían del saqueo y del pillaje. Los bandidos se habían adueñado de las armas y ahora venían persiguiendo a los dos hombres, con la intención de apoderarse de la encomienda y pertrechos que aún quedaban en posesión de los fugitivos. Uno de ellos, teniente de la Plaza de Ciudad Bolívar, había quedado rezagado de su compañero a causa del sobrepeso que llevaba a cuesta, pues cargaba con el equipaje y las armas de otro compañero que había sido abatido. Los dos hacían esfuerzos sobrehumanos para alejarse y escapar de sus tenaces perseguidores. El teniente, jadeando y sudando copiosamente, se esforzaba por mantener la distancia de su compañero; estaba a punto de soltar el fusil y la mochila que llevaba demás; pero ocurrió algo repentinamente que lo despojó de toda su carga al mismo tiempo que lo succionó desde el suelo hacia el abismo…

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Ya no le quedaban sino jirones al uniforme del compañero del teniente, el sargento primero Nicasio Téllez, y de sus armas solo conservaba un cuchillo de caza. Al no escuchar más disparos, sin dejar de correr, volvió la mirada hacia atrás, y no vio nada. Tanto el teniente como los perseguidores habían desaparecido como por arte de magia. Nicasio seguía corriendo aún por instinto, tan agotado que, cuando miró de nuevo hacia el frente, no pudo evadir el obstáculo. El topetazo lo derribó y quedó inerte, desparratado. Después de reponerse del golpetazo y recobrar la lucidez, Nicasio Téllez subió un terraplén y cautelosamente comenzó a escudriñar la sabana y los matorrales, luego buscó el rastro que había dejado su compañero, hasta que el sol se tornó anaranjado y se acercó a la lejana y difusa línea horizontal que acotaba a la sabana; fue entonces cuando encontró al teniente arrastrándose sobre el lodo arcilloso de un riachuelo, al fondo de un profundo acantilado. — ¿Qué le pasó mi teniente? ¿Se siente bien...? — preguntó Nicasio mientras se acercaba para auxiliarlo — ¡Ah caray, la verdad que no entiendo como pudimos escapar de esos salteadores! Dígame que pasó, mi teniente. — Primero ayúdame, que no puedo pararme, ya te voy a contar lo que pasó —. Al acercarse Nicasio, el teniente agregó sorprendido —: ¡Caracha vale! ¡Pero, qué tronco e’ chichón te hiciste! El sargento Téllez instintivamente se tocó la frente y palpó el hematoma producto del topetazo; sintió un agudo dolor. Luego tomó al teniente por el torso y lo alzó para llevarlo a rastras hasta un tronco caído, allí lo recostó. Luego, mientras se preparaba para curarle las heridas, el teniente le contó los detalles de los hechos: —…Definitivamente, me salvó el fusil, fíjate allá, arriba, cuando caí por se farallón, quedé colgando, enganchado con el correaje en aquel matorral que sobresale allí, con tal suerte que los truhanes no me vieron; pensarían que me había matado al caer y me había arrastrado la corriente del caño; sin embargo oí los gritos que daban los desgraciados cuando alborotaron un avispero de las que mientan chispitas, esas sí que pican fuerte, caray; me imagino como corrieron esos carajos. Justo entonces, se rompió la rama que me sostenía y me vine dando tumbos y trancazos, creo que me rompí el hueso de la canilla. — ¡Ah caramba! — Irrumpió Téllez — vamos a ver. De un jirón descubrió la pierna sangrante del teniente, pues su pantalón estaba casi desecho. Enseguida Téllez regresó al riachuelo para buscar agua y limpiar la herida. — ¿Y la botella de aguardiente? — preguntó el teniente. — Se quebró — respondió lacónicamente Téllez — mejor dicho: me la quebraron de un balazo… 5


— ¡Ah caray, compañero! Ahora sí que estamos salados — se lamentó el teniente. — No tan salados, porque aún estamos vivos — opinó el sargento mientras limpiaba las heridas —, pero sí cagados de bruja. Mira, aquí tienes otra herida y es de bala. — Cuando la sangre está caliente, uno no siente dolor — apuntó el teniente —, fíjate, tu no te habías percatado de ese chichón ni yo de esa otra herida. — Así son las cosas teniente — dijo el sargento al terminar de limpiar la herida en el costado y agregó —: Ahora viene lo bueno, vamos a entablillar la pierna y cicatrizarte eso. — ¿Con qué fuego? — irrumpió el teniente. No tenemos nada con qué prender. Mira, estoy seguro de que estamos muy alejados de cualquier fundo o caserío, lo único que tenemos más cerca es el Orinoco, así que vamos a caminar hacia el oeste hasta donde podamos… como hay luna clara, a lo mejor llegamos hasta la orilla, allí podemos encontrar a alguien. — ¡Vamos entonces! —dijo el sargento mientras le entregaba a su compañero un palo de alcornoque que había preparado como muleta. Con el otro brazo el teniente se apoyó del hombro de su compañero y comenzaron a caminar. — ¿Cómo está ese pié? — Perfecto, bueno, con ese jalón y la sobada que me diste quedó como si nada pasó. ¡Caramba, Nicasio, tu eres casi un médico! ¿Dónde aprendiste tanto? — Bueno, algo con mi abuelo, el que peleó al lado de Boves y después con el general Páez en la guerra libertadora. — Uhm… claro, muy bueno eso… Eso de tener héroes de la Patria en la familia, en estos tiempos ya no hay ocasión para los héroes... Los hombres se encaminaron hacia el gran círculo anaranjado que comenzaba a hundirse en lontananza, finalmente desapareció entre la humareda, el horizonte y la distancia de la inmensa sabana. La negra silueta de los caminantes, se esfumó al ocultarse el sol. Las bandadas de alcaravanes comenzaron a cruzar el cielo y las hordas de mosquitos se despidieron para darle paso a otras más terribles de zancudos silbones. Cuando oscureció ya estaban muy lejos del sitio desde donde habían partido. Era un hermoso panorama adornado con palmeras de moriches y coroba, con el fondo boscoso y más allá, cerros de roca negra matizados con

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arbustos y árboles milenarios. Si hubiesen vuelto atrás la mirada, habrían notado un par de ojos brillando entre las sombras de los matorrales… ••• El fuerte madero de proa de la piragua venía surcando las aguas, como un arado, chapoteando y separándolas para darle paso al casco. El cuartón de proa y la quilla formaban una especie de columna vertebral que soportaba el conjunto de la armazón de cuadernas y tablas del casco. La madera estaba teñida con pintura añeja y bien lavada de tanto andar. Esta rústica embarcación conocida también como falca, fabricada por carpinteros de ribera con antigua artesanía en algunos puertos orinoquenses, llevaba colocada en su centro una toldilla elaborada con palmas tejidas en forma de bóveda. Además, tenía un palo central para soportar una vela. La piragua venía remontando el río Orinoco impulsada por una maquinaria humana articulada con brazos de fuerte musculatura, de piel curtida y sudorosa que jalaban con barullos acompasados y continuos la gruesa soga tejida con fibra de chiqui-chique, cuyo extremo había atado a un árbol de la orilla un marinero, adelantándose en una pequeña curiara. El mismo marinero tomaba el otro cabo de la soga y, a la vez que avanzaba la falca, se adelantaba de nuevo para realizar la misma operación con la soga o espía y así, sucesivamente, de tramo en tramo avanzaba la piragua. Cuando soplaba fuerte el viento, se abrían al medio y desplegaban la vela, e hinchada ésta, la falca remontaba el río zigzagueando; de esta manera los navegantes de endurecidos brazos descansaban, evadían las amenazantes serpientes que asechaban al navegar por la orilla y también se libraban de los enjambres de furiosas avispas que atacaban las embarcaciones cuando tropezaban con los avisperos que colgaban de las frondosas riberas del soberano Orinoco. Se oía cada vez más fuerte el zumbido monótono de los raudales de Caribén. A medida que se acercaban, percibían con más fuerza el retumbo de las aguas enfurecidas hasta que finalmente se entremezcló con la algarabía de los marineros y soldados de fuertes y curtidos brazos que, con remos y palancas, impulsaban la piragua. En ese momento los hombres iniciaron una pertinaz lucha contra la corriente colocándose en sitios precisos de la falca para maniobrar con remos y palancas. En el trajín, la piragua avanzaba trabajosamente remontando la vigorosa corriente producida por la interposición de las grandes lajas de piel limosa entre las aguas, ocasionando el desnivel y los formidables chorros. En definitiva, después de batallar 7


tenazmente, utilizando la astucia, la pericia y la fuerza, los hombres vencieron a la fuerza natural. Contrastando con el resto, un hombre venía sentado en el banco central de la falca, vestido de lienzo, con guantes de ante, se protegía con un sombrero de paja y hojas frescas dentro del mismo y, además, un paraguas. Libreta en mano, iba tomando notas de interés general o leía un libro de su agrado. Se trataba del nuevo gobernador Francisco Michelena y Rojas. Para esa época era el primer explorador de Venezuela y había sido nombrado por el gobierno nacional gobernador de la Provincia, el 6 de julio de 1857, en sustitución de Francisco Echegarreta, quien había sido el primer gobernador de la recién constituida Provincia de Amazonas, y había renunciado a causa de una enfermedad. Michelena y Rojas venía desde la Capital, pero aún le faltaba recorrer un largo trayecto, Orinoco arriba, para llegar a su destino: San Fernando de Atabapo, la capital de la Provincia, donde tomaría posesión del cargo. Siguiendo la estela que dejaba la embarcación del gobernador, navegaba otra piragua, abordo de ella iba el teniente Arteaga con su pelotón. Mientras oteaba la orilla opuesta a la que navegaban, algo le llamó la atención; con premura buscó su catalejo y lo enfocó hacia una laja donde distinguió la silueta de dos hombres haciendo infatigables señales de auxilio. Enseguida ordenó al patrón de la falca dirigirse hacia la orilla, en pos de aquellos hombres. A una señal convenida, la piragua del gobernador se mantuvo a prudente distancia en previsión de alguna emboscada. — ¡Ojo e’ garza! — advirtió el teniente Arteaga con voz de mando a sus diez soldados vestidos desparejadamente, la mayoría con pantalón de kaki y franelilla, pocos con el uniforme azul de las milicias. Asimismo era variable las armas que portaban: unos, machetes, otros, trabucos o escopetas y pocos, fusiles. Pero todos conservaban el ingrato recuerdo de la emboscada que habían sufrido el día anterior, cuando ingenuamente se acercaron al auxilio de un indígena aparentemente solitario y, en el momento que arrimaban, fueron sorprendidos por una lluvia de flechas y plomo disparados por una banda formada por indios cuibas, por desertores de las revoluciones caciquescas y fugitivos de diferentes índoles, todos capitaneados por el coronel Sulpicio Celada. Celada seguía instrucciones de unos conspiradores, radicados en San Fernando de Atabapo, tenía el encargo de eliminar al gobernador antes de que tomara posesión del cargo. La refriega había durado alrededor de hora y media, murieron dos soldados de la escolta del gobernador, también cayó un marinero baré que tomó parte en el combate, no solo maniobrando el barco 8


con el uso diestro de la palanca usada para tal fin, sino que también dejó fuera de combate, utilizando la misma palanca, a tres de los asaltantes. Las descargas de los fusileros de Arteaga impactaron a cinco asaltantes que cayeron en la orilla; al oler la sangre, los caimanes comenzaron a acercarse. Mientras un grupo de bandoleros atacó por tierra; otro, compuesto exclusivamente por cuibas, lo hizo por el flanco del río movilizándose hábilmente en pequeñas curiaras; con esta estrategia intentaron abordar la piragua, pero una descarga de arcabuces y fusiles seguida del lanzamiento de un taco de dinamita que hizo Arteaga, acabó con las pretensiones de los asaltantes. Entretanto, los fusileros del coronel Celada, apostados en la orilla sobre un barranco, agazapados tras las rocas y troncos de árboles, continuaban disparando a discreción. La piragua del teniente Arteaga se alejó rápidamente de la orilla, mientras los fusileros de la piragua del gobernador la cubrían. Entre todos, mantuvieron a raya a los piratas del río, hasta que finalmente estuvieron fuera del alcance de las balas. Mientras las falcas se alejaban navegando hacia la orilla opuesta, abajo, en el barranco, varios cuerpos inertes flotaban en la orilla, empapándose de las linfas de la eternidad. De pronto, las aguas comenzaron a agitarse, después se tiñeron de rojo, revueltas y convulsionadas por el festín de los grandes caimanes, dueños del Orinoco. ••• El teniente y el sargento habían bajado desde la laja, desde allá habían visto arrimar la curiara con los hombres, pero cuando llegaron a la orilla solo encontraron la curiara. De pronto, salió la voz desde los árboles: — ¡Alto! ¿Quién vive? — gritó el teniente Arteaga. — ¡Soy el teniente Menesio Mirelles, de la Plaza de Angostura!... Traigo una encomienda para el gobernador… — ¡Anjá, bueno, manténganse quietos que allí vamos! Cuando vieron acercarse a ocho hombres apuntándoles con sendos fusiles y arcabuces tras otro que también los apuntaba con un revolver, ambos dejaron caer sus armas y alzaron sus brazos. El teniente Arteaga se les acercó cautelosamente y comprobó la identificación que ambos presentaron, afortunadamente la habían conservado aunque estaban bastante húmedas, pues dadas las circunstancias, les eran imprescindibles. Arteaga soltó una sonora carcajada de alivio y a la vez burlona que disipó la tensión acumulada; la risa contagió a todos los miembros del piquete. Por la facha que tenían Mirelles y Téllez, había motivo de carcajadas y burlas por parte de los soldados, pues 9


presentaban un aspecto de patéticos andrajosos, portaban más armas que ropas y más que restos de sus uniformes, solo parte de la ropa interior. El encuentro entre el gobernador y el teniente Mirelles ocurrió a las seis de la mañana del 24 de octubre de 1857, entre sorbos de café humeante en pocillos de peltre. El gobernador muy cordial, dio la bienvenida a un nuevo ayudante, de los que tanto necesitaba, de confianza, pues ya antes había leído la hoja de servicios del teniente Menesio Mirelles Yaniva que incluía una recomendación del coronel G. J. Ochoa y del gobernador de la Provincia de Guayana. Menesio había nacido el 20 de febrero de 1838 en Santo Domingo de Río Negro, Cantón de Río Negro. En el expediente también se mencionaban las acciones militares en las cuales había tomado parte y cómo había obtenido el grado de teniente. — La encomienda que usted trajo llegó tarde, teniente — dijo el gobernador—, pues nos alertaba, precisamente, sobre el ataque que tuvimos ayer, sin embargo, salimos victoriosos, gracias a Dios. De acuerdo a lo que me acaba de informar, es casi un milagro que se hayan salvado y que estén aquí usted y el sargento… Por cierto, tengo entendido que ese pueblo donde usted nació ya no existe ¿es verdad? El teniente percibió levemente las palabras del gobernador a consecuencia del sueño que le asediaba, a pesar de haber ingerido todo el contenido del pocillo de café negro. A duras penas logró decir: — Así es, señor, el caserío fue fundado en 1838 y ese mismo año fue abandonado a causa de una epidemia de paludismo… Bueno, yo estoy a sus órdenes señor gobernador, para trabajar duro por mi tierra, contimás ahora, que le han dado categoría de provincia, así que ahora, más que nunca debemos dedicarnos a luchar por la civilización de esta región. — ¡Así me gusta! Necesitamos gente joven y trabajadora como ustedes — expresó el gobernador y, al observar las heridas de su interlocutor, agregó —: Mire, joven, esas heridas le van a cicatrizar rápidamente si usa limón, tome mucho limón y únteselo. — Muchas gracias, señor — respondió el teniente —. Permítame manifestarle mi confianza en que su gobierno será de gran beneficio y prosperidad para la provincia, ya que usted es uno de los pocos mandatarios conocedores de esta región, me refiero a que, por desconocimiento de la situación, hemos tenido malos gobiernos. — Los malos gobiernos son peores que las pestes — dijo el gobernador reflexivamente y continuó expresando su preocupación por la explotación del indígena en manos de los llamados racionales y brasileros. También comentó que en su primer viaje al Amazonas como Visitador General, había preparado 10


varios informes sobre la realidad de los hechos ocurridos en el denominado anteriormente Distrito de Río Negro. — “Después de aquellos informes, y aun sin haber regresado a Venezuela de mi expedición exploradora al Amazonas, el gobierno de la República dio nueva organización al antiguo Distrito, erigiéndolo en Provincia. En consecuencia se nombró un gobernador acompañado de un pequeño tren de empleados subalternos, como Juez de Primera Instancia, Secretario del Gobernador, Comandante Militar, etc., todos con sueldo. Pero como en el cambio de nombre que se dio al territorio, de por sí, no es suficiente acierto para alcanzar las mejoras que se buscan, el gobernador ha ido como todos, a hacer el comercio y a especular de todos modos; el mal se agravó lejos de disminuirse”. «Por casualidad, acá tengo una copia del decreto que organiza la Provincia, léaselo cuando tenga un tiempito”. — Desde luego, señor, muchas gracias. —Y vaya preparándose para que asuma el empleo de delegado del gobierno en San Carlos o en Maroa, ya veremos. El teniente Mirelles espabiló al oír estas palabras, trató de levantarse del banco pero sintió una punzada en el costado causada por la herida. Su gesto adolorido fue advertido por el gobernador, quien se incorporó para auxiliarlo, y después de ayudarlo a reacomodarse, se concentró en sus libros y libretas. La última frase que pronunció el gobernador reconfortó tanto a Menesio como la brisa fresca y liviana que venía desde la proa de la falca, acompañada de un atomizado rocío mañanero. Se dispuso a leer el Decreto fechado el 28 de abril de 1856. “JOSÉ TADEO MONAGAS, Presidente Constitucional de la República etc., etc.” Leyó en voz inteligible para luego continuar susurrando: “En uso de las facultades concedidas…” continuó la lectura en silencio hasta que alzó la voz cuando leyó: Artículo Nueve: La Provincia de Amazonas se compone del territorio conocido con el nombre de Río Negro, cuyos límites con la de Guayana fijará el Poder Ejecutivo, sirviendo de punto de partida el Raudal de Atures y de término el río de las Amazonas. Su capital será San Fernando de Atabapo…” “Parágrafo Uno: El Poder Ejecutivo dará a la Provincia de Amazonas una organización especial, hasta que el incremento de su población, permita someterla al Régimen General de la República.” — Ver para creer — acotó el teniente —, ojalá que esto realmente contribuya a solventar la crítica situación. 11


Continuó leyendo con voz susurrante hasta finalizar el contenido del decreto. Luego continuó con otro del mismo Presidente Monagas, de fecha 2 de junio de 1857: “ARTÍCULO 1º: La Provincia de Amazonas se compone del territorio conocido con el nombre de Río Negro, cuyos límites con la Guayana son: Desde el Raudal de Atures, buscando el sur-este de la Sierra Parima en donde tienen su origen el Ventuari, tributario del Orinoco y el Avarichucha, tributario del río Parima, que es afluente del Amazonas; en los demás puntos los límites de esta Provincia son los que en esta parte de Guayana tenía la Capitanía General de Venezuela antes de la transformación política de 1810.” “ARTICULO 2º: El gobernador de dicha Provincia residirá en San Fernando de Atabapo, pudiendo residir temporalmente en cualquier punto de ella…” — Dadas las circunstancias, debería residenciarse en el istmo de Pimichín, que casi es paso obligado — comentó Menesio y continuó leyendo en silencio hasta terminar el articulado. Luego leyó otro decreto de fecha 15 de noviembre de 1856, adicional a lo anterior que establecía que “La administración de la justicia estará a cargo de un Juez Provincial y de los Jueces de Paz de las Misiones.” — ¡Ah caramba! — exclamó el teniente confundido entre los papeles —. Pasé por alto otro Decreto, y es de fecha 2 de junio del 56. Anjá, esto es con el gobernador: “ARTÍCULO 4º: Hará entender el gobernador a todos los funcionarios de la Provincia, y declarará por actos explícitos que los indios están bajo su especial protección por la ley, y que gozan de los mismos derechos que los demás venezolanos, sin que pueda haber distinción entre indígenas y no indígenas.” “ARTÍCULO 5º: Impedirá con todo rigor cualquier especie de vejación o engaño por parte de aquellos que, aparentando hacer un tráfico honesto, solo pretendan aprovecharse de la inocencia de los naturales.” — Esto es de muy buena intención, pero no es fácil aplicarlo—, comentó el teniente y continuó con la lectura de un reglamento fechado el 1º de julio 1857, para el régimen y administración de la provincia. “ARTÍCULO 2º: Cada Distrito se subdividirá en circuito de reducción y cada circuito comprenderá dos o mas misiones.”

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“ARTÍCULO 3º: El gobierno de la Provincia será ejercido por un gobernador civil y militar que residirá en el Cantón capital o en San Carlos, si lo creyere conveniente.” “ARTÍCULO 4º: Los indígenas gozarán de los mismos derechos y garantías que los ciudadanos de la República.” — ¡Por supuesto!— exclamó—, no debe haber discriminación. “ARTÍCULO 5º: Cesarán las Comisarías Subalternas, y las poblaciones quedarán mandadas por capitanes de su elección, cuyos nombramientos serán aprobados por el gobernador.” “ARTÍCULO 6º: El gobernador nombrará un individuo para regir el Cantón San Carlos, que se llamará delegado, el cual desempeña al mismo tiempo la Comandancia General de la Frontera.” “ARTÍCULO 7º: Se ordenará la reedificación del fuerte de San Felipe, reservándose el Poder Ejecutivo la asignación de la guarnición necesaria para este punto.” “ARTÍCULO 8º: Se establece una aduana en San Carlos, cuyo jefe se nombrará por el Poder Ejecutivo, a propuesta del gobernador.” Leyó rápidamente el artículo noveno con voz ininteligible y continuó con el siguiente: “ARTÍCULO 10º: Los indígenas no podrán se ocupados ni por particulares, ni por las autoridades de la Provincia, sin que se les indemnice racionalmente su trabajo, sobre lo cual velarán escrupulosamente estas últimas.” “ARTÍCULO 11º: Queda abolida la moneda ficticia de corotos.” — El papel aguanta todo — comentó Menesio, saltó un artículo y continuó: “ARTÍCULO 13º: El gobierno establecerá escuelas en los puntos más céntricos de cada Cantón.” “ARTÍCULO 15º: Habrá dos curatos en la provincia, situados en San Fernando de Atabapo y en San Carlos, con la dotación de 600 pesos anuales, que se encargarán de instruir gratuitamente a los indígenas en las nociones primarias, no pudiendo exigir ningún tipo de paga por su labor educativa.” “Parágrafo Único: En estos dos puntos no hay necesidad por este hecho del establecimiento de escuelas primarias.” “ARTÍCULO 17º: Se establece un correo con la capital, el cual funcionará una vez por mes.” — ¡Ojalá!— exclamó el crítico pero apurado lector y saltó dos artículos más. 13


“ARTÍCULO 19º: El gobernador y demás funcionarios respectivos cuidarán que no se celebren contratos onerosos con los indígenas, sin que por esta facultad intervengan más de lo necesario en los contratos, ni coarten la facultad de contratar.” — Uhm… No entiendo bien esto… Después le consultaré al gobernador. “ARTÍCULO 20º: Se condenan las deudas que los indígenas hayan contraído con la antigua Dirección y Comisaría General.” “ARTÍCULO 21º: Las deudas entre particulares se cancelan por muerte del deudor cuando éste falleciera en estado de insolvencia, y de ninguna manera serán responsables con sus personas los sucesores.” En este punto el teniente saltó dos artículos que consideró sin importancia. “ARTÍCULO 24º: Los traficantes de mercancías y otros objetos de comercio, pueden dar a éstos el precio que les convenga, siempre que estén en buen estado y que sea aceptado sin ninguna especie de coacción por los compradores.” — Por supuesto, no faltaba más — murmuró Menesio — Pero esto no lo entienden los especuladores de oficio. — Y saltó otro artículo más, ansioso de terminar. “ARTÍCULO 26º: El indígena que haya contraído alguna deuda obligando el pago de ésta su trabajo personal, no podrá exigírsele éste en un lugar extraño a su residencia…” “ARTÍCULO 27º: A ningún indígena, jefe de familia se le podrá separar de su mujer, ni quitarle sus hijos para el servicio doméstico, sin su consentimiento expresado ante el tribunal competente, el cual intervendrá precisamente en esta clase de contratos.” — ¡Uff! Por fin terminé — dijo Menesio respirando hondo —. Si todo dependiese de estos decretos, si se aplicaran al pie de la letra, no tendríamos problemas porque decreto es lo que sobra. Pero como dicen, del dicho al hecho, hay mucho trecho… Se arropó hasta el cuello con la gruesa frazada y seguidamente cayó en un profundo sueño.

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CAPÍTULO II MÁS ALLÁ DE LOS RAUDALES

os gritos de la tripulación y las órdenes del patrón de la piragua despertaron a LMenesio. Estaban arrimando a una laja rodeada de raudales y piedras; los marineros hacían esfuerzos, azuzados por el patrón, para controlar la embarcación que se estremecía entre los obstáculos naturales, piedras y aguas a raudales. Menesio abandonó su improvisado catre. Con abundante agua lavó su rostro y luego se secó con la misma cobija que lo había abrigado. Mas tarde, cuando ya la falca había alcanzado un remanso y pudo atracar, Menesio desembarcó con la ayuda de un marinero para estirar sus entumecidas piernas. Las dos piraguas habían arrimado a Vivoral, el primer puerto que debían tocar antes de llegar a Puerto Real, donde descargarían la mercancía de ambas embarcaciones para pasarlas vacías remontando las poderosas, turbulentas y peligrosas corrientes de aguas orinoquenses que conforman los raudales de Atures. — ¡Sargento Volastero! — vociferó el teniente Arteaga. — ¡Sí señó! Ya voy. — Vaya con un guía indio a traer al capitán con su gente, mientras más gente traiga es mejor, que hay mucha carga que transportar. El sargento segundo Tiburcio Volastero era un negro coriano de contextura muy fuerte, de carácter tan jovial que siempre andaba entre chistes y dicheros. Sus compañeros lo apodaban “el Mocho”, por faltarle dos dedos de la mano izquierda que los perdió en la única batalla, o mejor dicho, en la única escaramuza donde participó con una montonera en la sierra coriana, en época de guerra civil. Su tez y su carácter le favorecían para conservar su aspecto juvenil aparentando unos treinta años, pero su edad oscilaba entre los treinta y cinco y cuarenta años. Al recibir la orden del teniente, llamó a uno de los marineros indígenas y, animoso como siempre, le dijo: — ¡A pasitrote trancao, cuñao! Ambos partieron trotando hacia el pueblito de Atures por un camino ya trillado por pies descalzos. 15


••• — ¿Cómo se siente compañero? — preguntó el sargento Téllez, quien no veía a Menesio Mirelles desde que se habían separado, hacía tres días; cada uno viajaba ahora en diferente piragua. — Ya lo ves, mejorcito — respondió Menesio —, por lo menos me reuní con Morfeo un largo rato. — Caray ¿y quién es ese, compa? — dijo Téllez extrañado — si se puede saber. — ¡Guá! El dios del sueño… — ¡Umjú…! ¿Y qué te dijo el jefe? Cuéntame. — Si te digo que andamos viento en popa no me lo vas a creer. Ahora si vamos a tener la oportunidad que hemos estado esperando para salir de abajo y, por supuesto, de hacer algo por esta tierra también. Sí señor, porque este hombre con el que vamos a trabajar sí que sabe, compañero. Es lo que llaman un verdadero sabio y, no solo eso, también este señor se nota que tiene cojones para poner el orden y la autoridad que hace falta para mandar en estas regiones. ¡Es un gallo que pisa bien su patio! Imagínate, que va dispuesto a terminar con las atrocidades que se cometen contra los indios en esta comarca. Claro que está contando con nuestro respaldo incondicional, es menester. — ¡Umjú! Bueno, si usted lo dice, así será, yo estoy dispuesto a jugármela… Pero eso sí. Que se acuerde de uno después… — Mira, chico, yo estoy seguro que es un hombre serio y de palabra… — ¡Anjá! ¿Pero qué más te dijo?— irrumpió Téllez con cierto desespero — ¿Te ofreció un buen empleo acaso? — Sí, ¿como no? Me ofreció la Delegación de San Carlos o la de Maroa. — ¡Caracha vale! ¿Y donde quedan esos pueblos? — Esos poblados quedan muy lejos de aquí, en el Río Negro uno y el Guainía el otro. Pronto estaremos allá y conocerás todo… Estoy ansioso de llegar porque, como te he contado, allá está mi familia y tengo que encontrarlos, tengo que verlos… — ¡Epa! ¡Epae! Ustedes allá, saca-ronchas ¡A traer agua!— oyeron el grito lejano del teniente Arteaga. — Y ese pendejo ¿qué se cree? El retrechero ese — protestó en voz baja el sargento Téllez, creyendo que el teniente se dirigía a ellos, pero Menesio le aclaró que la orden era para otros. — Hablando de comida — añadió —, tengo tanta hambre que me comería una res entera… o un danto por lo menos.

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— Bueno, bueno — dijo Téllez, inquieto — ¿y qué será lo que te pasa con el echón de Arteaga? — Sin esperar respuesta agregó—: mira, no me gusta el chismorreo, pero, por lo se escucha por allí, tienes que tener cuidado con Arteaga, parece que le caíste pesado, además, esta que se muere de envidia por la manera que te trata el gobernador y quiere meterte una zancadilla. — ¡Ah caray! — exclamó Menesio imperturbable —, bueno, vamos a ver que pasa, yo no me voy a poner a temblar, si él quiere pelea, pelea va a tener. ¡Yo también tengo tabaco en la barriga! Hizo algunos aspavientos como ejercitando los brazos para el combate y luego calmado, agregó —: ¡Anda vale! No te quedes allí pasmado, apura la comida y me traes una buena ración de carapacho, arroz y plátano frito ¡Sancocho no! mi ración te la regalo. — ¡Como usted mande mi teniente! ¡Y aproveche para descansar ahora que está todo maltrecho! Téllez se dirigió hacia los fogones donde los hombres preparaban la cena con un par de grandes tortugas, varios morocotos, plátanos verdes y maduros, ñame, ocumo, ají dulce, batata, mapuey, yuca, arroz y mañoco.

Después de dos horas de haber partido, regresó el sargento Volastero acompañado del capitán indígena y su gente. Venían con el propósito de conducir las embarcaciones desde Vivoral a Puerto Real, remontando el raudo río. En Puerto Real harían el desembarco de toda la carga y la tripulación. Luego los indios se encargarían de subir las piraguas aguas arriba con una experiencia insólita, como solo ellos solían hacerlo. Mientras tanto, la mercancía y las herramientas serían transportadas desde allí por tierra, con caleteros, hasta Atures y después a Puerto Salvajito, el trayecto tenía una distancia de un poco más de una legua. Al día siguiente, muy temprano, el gobernador y su séquito tomaron el camino hacia el pueblecito de Atures, atravesando una hermosa sabana de finos pajonales. A mitad del camino, antes de cruzar el río Cataniapo, el mandatario detuvo a la columna de hombres que le seguía y, acatando su señal, los expedicionarios se acercaron a él. — Vamos a descansar un poco — les dijo —, y como para no perder la costumbre, voy a darme un buen baño. Se cambió de ropas furtivamente y se lanzó a las aguas cristalinas del hermoso caño con fondo de fina arena. La sombra de los altos árboles lo protegía del sol candente. La mayoría de su séquito se bañó aguas abajo y

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Menesio Mirelles pudo asearse un poco con la ayuda de Téllez, no sin soportar las burlas solapadas y chistes directos de sus compañeros. — Cómo está el agua Nicasio — preguntó Volastero. — Bien fría, como para pasar una resaca. — ¡A lavarse el trasero!— Gritó Tiburcio Volastero, soltando en seguida sonoras carcajadas. Se dirigía a los rezagados cargadores que estaban evitando el agua. — ¡Taginiyovo! ¡Nacancha! ¡Netocarena homere merra!— Ordenó el capitán guahibo a su gente, que estaba confusa ante el grito de Volastero. — ¿Y qué dice el capitán? — Preguntó el teniente Arteaga a un marinero. — Dice que caminen rápido, vengan todos, tráigame agua.

Al llegar al pueblecito de Atures, el gobernador dio instrucciones para reorganizar las actividades. Pagó con monedas, telas y herramientas a los indios; luego repartió azúcar y sal a los niños. El mandatario no salía de su asombro, al comprobar que los pequeños preferían lo salado al dulce. Al día siguiente, después de caminar hasta Puerto Salvajito y recargar ambas piraguas, continuaron el viaje por el Orinoco hasta el raudal de Maipures. Atracaron del lado arriba del río Tuparro, justo al ponerse el sol. En un sitio de grandes lajas negras y lisas, acampó la expedición para pernoctar. — Oye Menesio — dijo Téllez con aire de preocupación — ¿Será cierto que es malo para la salud eso de dormir sobre estas lajas? Dicen que el barón Humboldt dijo eso. — ¡No, hombre, qué va! Fíjate que los indios prefieren dormir sobre ellas; por supuesto, hay que tener en cuenta que no estén tan calientes, bueno, hasta el gobernador ha dormido sobre lajas. Al día siguiente, los indios de la comunidad del Tuparro, junto a los tripulantes de las piraguas, realizaron el trasbordo; pero solo los veteranos indios, maniobraron las embarcaciones para pasarlas a través de los raudales, valiéndose de palancas, canaletes y sogas de chiqui-chique. Mientras subían las embarcaciones remontando la corriente del río, la comitiva del gobernador seguida por los cargadores, se encaminó por tierra cubriendo una distancia de una y media legua, para salvar los raudales de Maipures. Fue un esfuerzo abrumador el que realizó el teniente Mirelles para subir la inmensa masa de granito negra, luego recorrer valles entrecortados por pequeñas colinas y quebradas hasta llegar a la sabana donde se encuentra el puerto de Maipures. Solo contó con su improvisada muleta y con Nicasio 18


Téllez, su inseparable amigo, dispuesto a ayudarlo cuando lo veía en aprietos. No por estas circunstancias dejaban de charlar: — ¡Caray! No había visto tantos mosquitos en mi vida —, comentó Menesio lamentándose de no haber comido a gusto el día anterior por culpa de la plaga — Y por supuesto no es veneno, de lo contrario ya estuviera bien muerto ¡nojose! ¡Me comí como cien bichitos de esos! — ¡Jmm…! Te digo una vaina — dijo Téllez —, por aquí hay que pasar como el viento, o como alma que lleva el diablo, en vez de uno comer, se lo comen los mosquitos a uno. Por cierto, apuesto que el gobernador no pudo comer nada, nada. — ¿Viste cómo se le ponen los brazos a los indios? — No, no me fijé— respondió Téllez, pero su curiosidad lo indujo a observar a uno de los nativos que caminaba cerca de ellos: eran nutridos puntitos negros que los mosquitos dejaban como marca, rojos después de picar y succionar y negros al secarse la sangre. Con el transcurso del tiempo, hombres como Téllez que venían de otros lugares del país, se acostumbrarían a esas picadas de mosquito y en los ratos de ocio, pedirían a sus mujeres nativas que les estrujasen los puntitos, adaptándose a la costumbre local de “reventar las picadas” produciéndoles un cosquilleo agradable y ensueñoso. Después de haber embarcado toda la mercancía y provisiones, el patrón, haciendo uso de su prerrogativa vociferó: — ¡Listos para salir! ¡A embarcarse! ¡Vamonooos! — ¡Acoyechi! ¡Acoyechi!— gritó un marinero repitiendo el llamado en lengua piaroa. En esos momentos Menesio interceptó al gobernador saludándolo militarmente: — Disculpe, ciudadano gobernador… — Dígame, joven ¿Qué se le ofrece? —Nada importante gobernador, tan solo quería agradecerle su hospitalidad, pero ya que me siento mejor, solicito su permiso para ir con los soldados en la otra falca, quiero decir… — ¡No, no! De ninguna manera — irrumpió el gobernador—, siga en mi piragua, que usted no está muy bien todavía que digamos, necesito que se recupere pronto, así que no se ponga disposionero. ¡Vamos, embárquese hombre! — Como usted diga, señor — obedeció Menesio. Una vez a bordo, el gobernante tocó el tema de nuevo:

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— Otra cosa, por supuesto que aquí no va a ir de patiquín, me servirá de ayudante con los apuntes que voy haciendo en el transcurso del viaje, es difícil encontrar gente que sepa leer y escribir. En el interior de la piragua, en una estufa de leña preparada al efecto, un empleado del gobernador emprendió la preparación del desayuno. Menesio disfrutó del olor de los alimentos en cocción y estaba persuadido que resarciría los inconvenientes de la comida del día anterior, causados por la cantidad de plaga. Ahora, en plena navegación en medio del río, no detectó ni un solo mosquito. — Esto si es una maravilla — dijo. — ¿A qué se refiere? — preguntó el gobernador. — Que aquí no se siente la plaga de mosquitos… — Por supuesto, la brisa no lo permite y así puede uno trabajar o leer con tranquilidad. Tanto viento que hace y sin embargo el Barón Humboldt dice que arriba de los raudales no hay viento jamás ¿Qué le parece? Menesio estaba buscando una respuesta cuando el cocinero los interrumpió: — Con su permiso, señor, el desayuno ya está servido. El teniente aprovechó la circunstancia para evitar la respuesta y propuso un nuevo tema. Con pocos movimientos se acercaron al tablón central de la piragua y se dispusieron a comer, al teniente se le hizo agua la boca con tan suculenta comida: chigüire frito, huevos de terecay secados al sol, plátanos verdes fritos, rodajas de dulce piña y café. Mientras comían, continuaron conversando. La sabiduría del magistrado y su determinación manifiesta por hacer justicia a los indígenas, provocaba gran admiración en Menesio, tanto así, que se olvidaba momentáneamente de sus dolores y su ansiosa preocupación de reencontrarse con su madre y sus hermanos. No los veía desde que su padre lo alejó de ellos. Siendo un niño de corta edad, los recuerdos que tenía de su familia eran muy vagos pero persistentes. Después del desayuno, los hombres continuaron conversando. El gobernador expuso sus preocupaciones por el comercio inescrupuloso y la explotación atroz que mantenían los “racionales” con los indios, no solo en Amazonas, sino en todas las regiones del país que había recorrido. “Para esta gente es todo humildad — dijo—, todo debilidad, ignorancia y falta de energía, no tiene valor ni para quejarse, sufre y calla como si obedeciera a una ley superior de la Naturaleza, como si fuese su religión.” — Bueno— dijo el teniente, tratando de argumentar a favor de su gente —, hay que entender que tienen una manera de vivir y que sus generaciones

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llevan a cuestas cuatrocientos años de humillación, pero llegará el día en que eso cambie, como dice el dicho: no hay mal que dure… — Cien, doscientos, trescientos años y ya ves que van por cuatrocientos años — irrumpió el gobernador enfáticamente — y todo sigue igual o peor. — Tal vez si se impulsara a esta gente, educándola, dándole ánimo y apoyo… — A eso vamos ¡eso es! — dijo entusiasmado el gobernante y continuó su disertación sobre la falta de acción de las autoridades cuando se les presentaba una denuncia. “En todo caso se revierte la situación y son los indios que son perseguidos por la autoridad” dijo concluyendo el tema. Al mediodía la brisa se aromatizaba con el olor del sabroso sancocho de bocón, con bastante ají dulce y verduras. Cuando estuvo listo, almorzaron acompañando la comida con casabe y mañoco, mientras comían, la piragua se desplazaba impulsada por la vela. Navegaban Orinoco arriba. A media tarde, cuando ya habían dejado atrás los ríos Sanariapo y Sipapo, al este; el Vichada, el Zama y el Mataveni, al oeste. Regiones estas donde se encontraban grupos de familias indígenas piaroa bajo la autoridad de capitanes de ellos mismos que reconocían al gobierno de Atabapo. Progresivamente, comenzó a oscurecerse el cielo, a encresparse las aguas, a soplar un fuerte viento y a llover torrencialmente. — ¡Chubasco a la vista! ¡Quiten esa vela, ligero! — gritó el patrón de la piragua, el práctico baniva Ceferino Daya. De inmediato, con preocupación dijo en su lengua: “¡Odzbarri pefusi!” Y el mocho Volastero reviró: — Háblame en español, Ceferino ¿qué carrizo dijiste? — ¡Que mal tiempo! — aseveró el patrón. El cielo se encapotó con una gama de tonos sombríos entre grises y negro. Las tupidas riberas arboladas desaparecieron bajo la espesa cortina de agua y la piragua se sintió pequeña y endeble a expensas del destino natural. — ¡A la orilla! ¡Allá está bien para atracar! — les ordenó Ceferino Daya a los bogadores, hablándoles también en lengua baniva: — ¡Anethoami wiya anetorsadoca! El fuerte chubasco se había impuesto sobre los navegantes, obligándoles a atracar en una pequeña ensenada para protegerse de la acción devastadora del fenómeno natural. Al tropezar la piragua con las ramas de un árbol sumergido, un marinero vio una serpiente y avisó alarmando a los demás. Enseguida el sargento Téllez apuntó su fusil hacia la mapanare que apoyándose en las ramas amenazaba con atacar, hostigada por el alboroto de los marineros. La bala la partió en dos y la puntería de Téllez provocó 21


ovaciones de la tripulación. El estampido también conmocionó a un caimán que reposaba en la orilla; molesto, el saurio batió la cola y descubrió su ubicación. Sonó otro disparo y al instante el enorme animal se batió provocando borbollones, luego aboyó sobre las linfas. Los marineros y soldados se dispusieron a recobrar la presa con gran alharaca, olvidándose temporalmente de la tempestad. Cuando amainó el chubasco, todo el paisaje se veía lavado y diáfano. Con el río calmado, el patrón dio la orden de soltar las amarras de la piragua donde viajaba el gobernador y navegaron hacia el medio del río; cuando estuvieron allí, en un tramo recto, pudieron otear la lejanía y se extrañaron que la otra falca no apareciera en el horizonte, pues antes del chubasco se mantenía a unos cien pasos atrás y debió salir simultáneamente. Comenzaron a preocuparse y entonces el gobernador dio órdenes de enviar a cuatro marineros en una curiara, río abajo en busca de la piragua. Mientras tanto su falca bajaba al garete. La comisión regresó pronto en compañía de la falca rezagada, donde viajaban los soldados y transportaban las mercancías y herramientas. Era de mayor envergadura que la otra, no obstante su tripulación se vio en la necesidad de atracar mucho antes porque el chubasco les llegó primero. Cuando las piraguas navegaban a la par, el sargento Téllez exhibió orgullosamente el enorme cuero de caimán, ofreciéndolo en venta. El gobernador hizo un ademán de desaprobación y dio la orden de adelantarse para recuperar el tiempo perdido. La expedición continuó el viaje navegando por el Orinoco sin novedades y Menesio Mirelles continuó con su trabajo de ayudante del gobernador. En el intervalo de la faena, observan como el majestuoso río Orinoco sobrelleva, como cualquiera de sus modestos súbditos mortales, su quehacer durante el transcurso del día: madruga con su apacible, brumosa y nublada tez espejina, tal como el despertar de un tesonero labrador que ha descansado un poco de su constante actividad. En tiempo mañanero, al despuntar el sol, el río vibra con el soplo de la brisa, crespos extensos y alegres conforman el semblante de su figura plana y risueña ofrece el paso a las embarcaciones subordinadas al disfrute de sus esplendores y magnificencia. A mediodía, el reposo lo convierte en un extenso espejo duplicante de la tórrida figura del disco solar y sus efímeros acompañantes: nubes, árboles, palmeras, lajas, pájaros y todo cuanto ser o cosa se halle presente en su reflectante recorrido. Es un ser imperturbable, disimula su ímpetu formidable y aún así, se hace temer y se ampara con su halo misterioso, porque la vista del ser humano ve, pero no descubre ni un ápice en sus grandes profundidades e

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incógnitas entrañas, refugio recóndito de los mitológicos Mawári y seres encantados. Al atardecer, vuelve a sonreír, con sus remolinos encrespados bajo los reflejos del poniente, formando un caleidoscopio de tonalidades que embelesan al espectador. En ocasiones, el Orinoco, Señor de los Ríos, comulga con su madre, la Naturaleza. Es el tiempo del chubasco, del aguacero, de la tempestad y de la tormenta. Es el tiempo cuando se confunde el cielo con la tierra y el río con las nubes. Cuando reina el elemento líquido entre los colosales dueños de la bóveda celeste, el inmenso Orinoco recibe majestuosamente, entre rayos y truenos, el alimento renovado de la madre Naturaleza: el agua. Finalmente, para completar el ciclo, llega el tiempo del misterioso y sereno dormitar del gigante, abrigado bajo el manto espeso verde de la selva. Y continuaban navegando. Agua, agua y más agua, hacia los lados, hacia atrás y hacia el frente hasta el infinito, extensiones, donde se confunde el agua de la tierra con el cielo. Había allí tan abrumaba cantidad de agua y, sin embargo, todavía hacía falta mas para lavar la sangre de los descendientes de Guaicaipuro, Mara, Terepaima y Guaicamacuto; y de Túsares, Wadena, Wasaha, Urema y Baraka; incluso la de ellos mismos, derramada en defensa de sus existencias. No había suficiente agua para lavar la afrenta cometida por los “racionales” contra los primigenios habitantes del país. Más allá, flanqueando las aguas, en la inmensidad ignota: la selva, tupida de árboles saturados de savia. Savia y más sabia para alimentar y robustecer al espíritu indio, malogrado, humillado y pisoteado tantas veces como cuantos árboles existen en aquella jungla enmarañada… ••• — Debemos reaprovisionarnos de alimentos —, dijo el gobernador y seguidamente ordenó a su sirviente —: dígale a Ceferino que arrimaremos en Nericuao. — ¡Sí señó, ya voy! — dijo el hombre y ágilmente se desplazó entre la carga y los remeros hasta la popa donde el patrón Ceferino timoneaba la piragua. Al cabo de poco tiempo, las dos falcas atracaron cerca de la boca del caño Nericuao, situada a un extremo de la gran laja del mismo nombre, en su cumbre se alzaba un caserío de indígenas hacendosos. El preboste del poblado personalmente realizó la transacción con el gobernador y luego de cerrar la negociación, los hombres de la expedición comenzaron a embarcar patos y 23


gallinas enjaulados en mapires, bultos de casabe, mapires de mañoco y cestas con pescado asado. También suficiente provisión de topochos, plátanos, yuca, auyama, ñame y mapuey; cambures y piñas, que transportaron en varios catumares. Menesio Mirelles no abandonó la falca, permaneció a bordo para evitar las molestias que le ocasionaban las heridas; no obstante, en cuanto se reinició el viaje se excusó con el gobernador. — ¡Caramba! No faltaba más — le contestó él, animoso — ya le dije que lo importante es que se recupere totalmente, porque el trabajo que le espera es bastante duro. — Espero estar preparado para ello, señor — repuso Mirelles y agregó: — quería referirle algo, señor, si me lo permite… — Adelante. — Mire, me ha sorprendido la abundancia de provisiones que le compró a los indios, porque tengo entendido que son gandules y que solo siembran y crían para ellos mismos, si acaso. — No es cierto — dijo el gobernador —. Ya ves como producen y ves lo bien que viven los indios, en abundancia cuando están solos, sin ningún “racional” en sus poblaciones…Y es que las razas de origen español y africana no pueden vivir al lado de la indígena sin oprimirla; en todas cuantas poblaciones estén mandadas por aquellos y viven algunos otros de los mismos, los indios carecen de lo necesario, lejos de tener sobrantes para comerciar o para vivir con abundancia… En la misma capital, en San Fernando, nada se encuentra sino con gran dificultad, y el indio para gozar de alguna comodidad, sustrayéndose de las exigencias de aquellos se van a los conucos, adonde verdaderamente viven con independencia y con goces. — Por supuesto que así se hace difícil mantener la armonía y el proceso de integración entre las razas — comentó el teniente. — Nuestro contacto, pues, perjudica a los naturales — continuó el gobernador —: y mientras no se resuelva ese problema de que puedan haber autoridades y otros, habitando poblaciones indígenas sin oprimirlas, sin vivir de su trabajo; el sistema que hoy se sigue será altamente perjudicial, ruinoso a la clase indígena que la va haciendo desaparecer insensiblemente. — Usted tiene toda la razón — dijo el teniente mientras se acomodaba en su asiento al sentir molestia por la herida —. Entiendo que lo que dicen por allí sobre la indolencia y demás menoscabos de los indios solo son pretextos para justificar su expoliación. — Ahora que comentamos esto y disculpe usted mi intromisión — dijo el gobernador —. Cuénteme cual es su apreciación personal sobre este asunto. 24


— Bien, resulta que siendo yo un niño, mi papá me llevó lejos de estas tierras a casa de mi abuela, ahora difunta, en Angostura. Allá recibí una educación diferente a la hubiese tenido aquí, o mejor dicho, que no hubiese tenido aquí, usted sabe, por falta de escuelas. A pesar de eso, me siento hoy día comprometido y fraternizado con la gente de mi raza. Sobre todo, tengo entre ceja y ceja tratar de revelar el enigma que existe con respecto al modo de proceder para enfrentar y solucionar el conflicto entre indios y “racionales”. Sabemos que existe un abismo de diferencias entre esos dos mundos y el uno no comprende al otro ni viceversa; contimás, no se vislumbra ni un ápice de entendimiento o comprensión por parte del racional hacia el indígena. Ojala algún día esto sucediera, aunque lo veo bien difícil principalmente por la falta de personas de buena voluntad y la falta de educadores y misioneros que se dediquen tesoneramente a sus labores. Es menester que se solventen estas necesidades para empezar, así como la persecución y exterminio de los marchantes, depresores y truchimanes que pululan en Rionegro, y en este asunto me comprometo, ciudadano, a lidiar contra ellos, siempre y cuando cuente con su aquiescencia. El gobernador asintió, notablemente complacido, luego continuó narrando las circunstancias de su anterior periplo por el Orinoco, enfatizando constantemente sobre el problema de la convivencia del criollo con el indígena. Finalmente terminó su disertación con la aseveración de que “el indio es la presa sobre la que se ceba la rapacidad de todos los especuladores, sin distinción alguna”. Ya comenzaba a cernirse la oscuridad de la noche sobre lo que había sido un refulgente día. Paulatinamente se formó un paisaje celeste de tonos rojiamarillos con nubarrones negruzcos arriba y, abajo, todo el colorido lo reflejaban las resplandecientes aguas orinoquenses, bordeadas por la silueta horizontal formada por millares de árboles, palmeras y follajes tupidos; refugio de gusarapos, serpientes, mamíferos, saurios, roedores, y aves. Todos en aparente armonía que encubría su incansable trajín de lucha por la supervivencia. Poco antes de consumarse la claridad, las falcas atracaron en la orilla. El patrón Ceferino Daya maniobró hábilmente para arrimar la piragua a la laja, cuidando de no chocar con las guijas que sobresalían de las aguas rojinegras del río Atabapo. Soldados y marineros desembarcaron y disfrutaron de su acostumbrada francachela, mas tarde se agruparon alrededor de una fogata para dichareachar, destacándose allí, la voz y los chistes del barbián Tiburcio Volastero, al que llamaban “El Mocho”.

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Menesio Mirelles tenía la intención de dormir a pierna suelta, así que después de disfrutar una opípara cena en compañía del gobernador y del teniente Arteaga, no esperó mucho para acostarse y acomodarse sobre la dura laja. Satisfecho de no sentir los fastidiosos y martirizantes zancudos, escuchaba desde lejos las dicharacherías de Tiburcio Volastero y Nicasio Téllez, que provocaban la batahola de los marineros y soldados. Cuando éstos callaron, llegó a sus oídos la sinfonía disonante de la orquesta compuesta por conjuntos de criaturas noctámbulas e invisibles, cuyo propósito era evitar el silencio absoluto antinatural. Con aquella serenata Menesio no tardó en conciliar el sueño. Cuando despertó a causa de un fuerte dolor intestinal, continuaban las criaturas invisibles cantando incesantemente en la oscuridad. Tanteo su talega y sacó una tusa que a la sazón guardaba para casos como este. El quinqué que colgaba en el techo de la falca se había apagado al consumirse el combustible, pero se dio cuenta que el soldado que montaba guardia caminaba hacia él, cuando estuvo cerca, el guardia le preguntó en voz baja si tenía alguna novedad. —No, no es nada, solo un retortijón — le contestó en el mismo tono —, voy a ver donde cago por allí. — Si quiere lo acompaño… por si acaso — sugirió el guardia. — ¡Zopenco! — le reprendió el teniente —. Esté solamente avizor. Entonces, Menesio caminó sigilosamente por la laja tratando de llegar a un sitio encubierto y alejado del grupo. En ese momento sintió la necesidad de ser nictálope para orientarse en la oscura noche y buscar un sitio apropiado para evacuar. Bajó el promontorio de la laja y encontró un claro entre el monte. Cuando estaba agazapado, sintió un rebato que le interrumpió la necesidad. Súbito, vio una llamarada que brotó entre el monte oscuro. Era un fuego amarillo como expulsado por la boca de un dragón desde las entrañas de la tierra que rasgó el velo de la noche… Pero ¿por qué no quema nada?... Pensó y del pensar pasó al pasmo, quedó estupefacto y yerto por un tiempo que jamás pudo determinar, con los pantalones calzados hasta las rodillas. Cuando al fin espabiló, trató de caminar pero sus piernas se trabaron y cayó de bruces. Apesadumbrado, regresó a su camada, tratando de reordenar su mente; sintió afasia y casi suelta un grito de angustia pero se contuvo. Se acurrucó como un niño y pasó el resto de la noche en vigilia, como un anacoreta, giraba de un lado a otro tratando de conciliar el sueño, pero, la angustia por la quisicosa ocurrida no se lo permitía, ni tampoco para colmo, la interminable serenata de los cantores selváticos invisibles, pues, si al principio le parecieron melodiosas, ahora las percibía como una alarma tenebrosa de cientos de miles de duendes guardianes feroces y celosos de los tesoros de la selva ocultos en 26


las tinieblas del misterio. Obviamente el guardia no había observado nada, dicen que así suceden estos hechos en la selva, a cada quien se le revela lo inevitable. Si Menesio Mirelles hubiese mirado hacia lo profundo de la selva, hacia un lado donde apareció el fuego, si hubiese visto la figura fantasmagórica, su angustia ahora no tendría límites y tal vez hubiese quedado turbado para siempre…

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CAPITULO III LOS CONDENADOS DE EL DESECHO

mitad del curso del río Casiquiare, remontando un afluente de su margen izquierda se encuentra el caserío “El Desecho”, levantado en una A excepcional calvicie de la tupida selva y con elevación suficiente para no inundarse en tiempos de invierno, como ocurre en casi todo el ámbito de la peniplanicie. El clima es húmedo y caluroso, aún en la casa principal del caserío. Allí, en el amplio corredor de la casa grande, Serapio Almao se mecía en su poltrona tallada a mano, traída desde su finca paterna, en Trujillo, su tierra natal. Abrió un sobre que acababa de recibir desde San Fernando de Atabapo. Leyó el contenido de la carta y antes de finalizar llamó al coronel Sulpicio Celada que estaba cerca de allí, bajo la sombra de un Yébaro, limpiando su arma predilecta: una espada de acero toledano. — ¡Compadre, venga acá un momento! Venga a oír esto. — Cuando Celada se presentó, Serapio agregó emocionado —: Nuestro amigo Isava se alzó con el coroto ¡jmm! Oiga esto, es el decreto que lanzó allá, en San Fernando: “Casimiro Isava, Gobernador, Jefe Superior Político de la Provincia de Amazonas, a sus habitantes. »Compatriotas. A los nueve días de malogrado el ilustre ciudadano y digno gobernador de esta Provincia, licenciado Francisco Echegarreta, ha sabido el heroico pueblo de San Fernando de Atabapo sacudir el férreo yugo que lo oprimía y reconquistar sus derechos, vilmente ultrajados, dejando bien sentado el honor nacional, ajado por la facción acaudillada por José I. Casañas, que arbitrariamente y por la fuerza de las armas se titulaba el gobernador de la Provincia. » Ciudadanos. En esta vez habéis probado más que suficiente vuestro patriotismo y decidido amor a la libertad reconquistando vuestros derechos y afianzando el honor nacional, rodeando a quién como primer magistrado de la Provincia tiene el honor de hablaros.

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» ¡Amazonenses! Todos los temores han desaparecido; los facciosos a la presencia del pueblo libre, que con paso firme avanza, se han sometido a la obediencia del Gobierno y serán juzgados por la Ley” — ¡Ah carajo! Mi compadre sí que sabe —, comentó entusiasmado don Serapio y continuó leyendo la proclama como si él mismo la estuviese transmitiendo al público, acompañando la lectura de gesticulaciones que mantenían boquiabierto al palurdo coronel Celada: “Habitantes de la Provincia. Mi misión no es otra que la de restablecer el orden y la tranquilidad pública, conservar los derechos del pueblo y prestar garantías en su vida y hacienda a todos los habitantes de la Provincia y castigar con mano fuerte al osado que pretendiese turbar la paz que se ha consolidado con vuestra enérgica cooperación, mientras S.E. el Poder Ejecutivo dispone lo que crea conveniente. » ¡Viva la libertad! ¡Viva el digno Jefe de la Nación Benemérito General José Tadeo Monagas!” El coronel Celada dio un taconazo al estilo prusiano y exclamó: — ¡Viva! ¡Viva el presidente! Don Serapio Almao lo miró despectivamente de pies a cabeza y murmuró: ¡Zopenco! — ¿Cómo dijo, compadre? — ¡Ah caray! nada, hombre… solo estoy leyendo, oiga: “Por su Señoría, firma Marcelino Cuicar, Secretario de Gobierno” —Este documento — indicó don Serapio, mientras guardaba la correspondencia —, está fechado el dos de agosto y hoy estamos a veinticinco. Por cierto, sépalo usted, natalicio del general en jefe Bartolomé Salóm. — Lo tendré en cuenta compa — admitió Celada. — ¡Ah, compadre! — dijo don Serapio después de una tensa pausa —, es bueno que vaya preparándose para viajar a San Fernando, porque el gobernador que nombró el gobierno nacional desde julio, ya sabe, se escapó de la emboscada que le tendieron los indios que usted contrató y está por llegar a San Fernando, así que vamos estar preparados para darle una ca-lu-ro-sa bienvenida y que se largue ¡carajo!... ¡Lo que vienen hacer es a echar vaina, no dejan trabajar a nadie, sino a los suyos! ¡Cómo va a progresar este país, si a toda iniciativa para trabajar le ponen problemas y estorbos! No hay derecho a eso, hombre. Don Serapio estaba sulfurado y Celada sabía que esa actitud de su jefe era espinosa para sus propios intereses, así que trató de apaciguarlo. — ¡Sí señor! Usted tiene toda la razón, compadre — dijo el coronel —, pero ese problemita lo vamos a resolver pronto, se lo aseguro… 29


—Así espero, no vaya a fallarme esta vez, compa. —No se preocupe, cálmese, cálmese que ya le traigo un trinquis — propuso Celada y diligentemente se dirigió a la cocina para ordenar el trago. Mientras don Serapio, satisfecho por la mansedumbre del coronel manifestó: — ¡Claro! Vamos a celebrar ¡ah caracha! Por don Casimiro… ese hombre es bregador incansable, siempre está metido en la candela, bueno, desde los tiempos de la Independencia. Esos son los hombres que hacen falta en este país ¡Sí señor! Cuando la sirvienta se presentó con la bandeja, Celada sirvió las bebidas, levantaron sus copas de cristal y las chocaron brindando al unísono: “¡Salud!” — ¡Por el nuevo gobierno! — exclamó don Serapio. — ¡Por el progreso de Amazonas! — propuso el coronel Celada. Ambos continuaron una grata conversación, mientras que, en el caserío las actividades se desarrollaban como todos los días. Después de almorzar, acomodándose cada quién como mejor podía, a falta de mesones, bajo la sombra de un gran caney, los peones entrecruzaban algunas palabras para luego retornar a sus respectivos trabajos, ya para fabricar panela, ya para aserrar madera para la construcción de falcas y casas del patrón, o ya sea para limpiar la maleza que crecía en los alrededores del caserío. Mientras tanto, las mujeres se encargaban de limpiar el menaje, preparar la comida, del aseo de las habitaciones y de lavar las ropas, todas bajo la dirección de doña Sabela Macuribana, concubina de don Serapio. La casa grande, como llamaban los peones al caserón de Serapio Almao, se situaba alejada a unos ciento veinte pasos de la vivienda más próxima, que era la del coronel Celada; después, alejadas del caño se ubicaban las casas de algunos peones con sus familias. Los solteros vivían en una barraca cerca de la orilla, frente al puerto. Desde el caserío se navegaba por el caño hasta su desembocadura al río Casiquiare, cubriendo la distancia de una milla y media; la boca del caño era tan estrecha que apenas se percibía desde la anchura del Casiquiare. La piragua cargada de fibra y mañoco venía subiendo el río por su margen izquierda, impulsada por dos filas de palanqueros. De pronto penetró entre la arboleda ribereña adentrándose por un angosto canal. El patrón y los bogadores conocían muy bien la ruta, pero dos de los palanqueros por poco se pierden al tratar de huir. Cuando la gran piragua estaba a punto de atracar en el puerto de El Desecho, se congregó allí toda la población para observar el evento que rompía temporalmente la tediosa rutina de vida del caserío; los niños y las

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mujeres se situaron detrás de los hombres. Sin embargo, algunos más curiosos buscaron cualquier parapeto, un árbol o sitio elevado para observar mejor. Serapio Almao, impecablemente vestido con traje de lino blanco, relustrosos botines y un sombrero de cogollo de ala ancha, recibió a Crispín Wulf con un fraterno abrazo. Wulf, un descendiente de turcos de aspecto rudo y de carácter tosco era el capitán de la piragua, además tenía a su cargo las operaciones de recolección de fibra, pucherí y zarzaparrilla, así como el control de los peones. —Traigo dos alzados, don Serapio — informó Wulf —son dos indios que trataron de picuriarse en la boca del caño, ya los castigué por mi cuenta, sin embargo, don Serapio, están a su disposición para que usted ordene que hacer con ellos. Me costó trabajo capturarlos ¡Caramba! Hasta tuve que lanzarme al agua para atrapar a esos bribones yo mismo. — ¡Bien hecho Crispín, bien hecho! ¡Jmm…! Bueno, ponlos en el botalón y entrégaselos al coronel. — ¡Como usted ordene, señor! — Bueno, bueno, vamos a darle comida y aguardiente a la gente que llegó — dijo don Serapio muy alegre y le ordenó a uno de sus sirvientes: — ¡Llámeme a doña Sabela, ligero! Un rato después llegó doña Sabela acompañada de un séquito de mujeres. Era una mujer de pequeña estatura, de aspecto adusto, talle robusto y carnes firmes de piel oscura. — Mire, mi doña, vamos a dar una fiestecita a los muchachos —propuso don Serapio — que se la han ganado y bien la merecen ¿no te parece? Doña Sabela asintió, dando su consentimiento; sin embargo advirtió a su marido su desacuerdo con esas fiestas que inducían a las tradicionales zacapelas entre los peones y abusos por parte de los caporales; después se retiró, dirigiéndose a la cocina, seguida de sus ayudantes. Todavía quedaban remembranzas de los hechos ocurridos durante una parranda que había ofrecido don Serapio hacía año y medio, en ausencia de la matrona Sabela. Uno de estos sucesos dejó como secuela una linda niña que dio a luz la hermana menor de doña Sabela, nueve meses después, a consecuencia de la borrachera de don Serapio, quien abusó de la actitud sumisa de su cuñada, colmando así sus ansias sicalípticas y deseos sibaritas. Aquella noche de luna, teniendo como tálamo las blancas playas de la laguna, la perversidad del patrón llevó a la náyade Coloma a iniciarse en un mundo traumatizante del sexo forzado para después vivir bajo el yugo de la sordidez y del secreto guardado, que le impedía juzgar con equidad cualquier acercamiento o relación alguna con personas del sexo opuesto. El entuerto le fue achacado a 31


un criollo mapuche a quien Serapio Almao tenía inquina, el chisme se expandió rápidamente por toda la comarca en boca de hablachenches y comadres. El hombre acusado del estupro, huyó hacia Brasil para salvar su vida, habiendo sido prevenido por un compañero de las malas intensiones de don Serapio. Por su parte, Coloma recibía de su hermana, incansables y severas reprensiones, para Sabela toda la culpa recaía sobre su hermana por safrisca y haberle coqueteado a su marido. Por otra parte la aconsejaba para que tratara de superar el trauma que le dejó la agresión y para que buscara oportunidades de rehacer su vida; después de todo, al contemplar el vástago doña Sabela se sentía satisfecha y orgullosa como tía por la eugenesia desarrollada en la criatura. Tanto así que le sugirió a Coloma bautizarla con el nombre de Engracia, y así se llamó la niña. De tanto rogar y hacerle muchas zalamerías a su hermana, Coloma logró finalmente a través de ésta, conseguir la aquiescencia de don Serapio para abandonar el caserío. Coloma se mudó con su hija a San Fernando de Atabapo, para vivir con su vieja abuela en una casita situada en los suburbios del poblado. Al cabo de año y medio, todavía quedaban rastros del gatuperio en El Desecho pero en San Fernando nadie hablaba de ese tema, para satisfacción de Coloma. ••• Los faroles, quinqués y antorchas encendidas, iluminaban tenuemente el lugar de la celebración. Los indios formaban un grupo y los “racionales” otro. Aquéllos apilados en bancos o bailando al son de las gaitas de carrizos, bebiendo grandes cantidades de grog, bebida que preparaban con ron, agua caliente y limón; si no había ron tomaban yaraque; los otros reunidos alrededor de un mesón, donde disponían de botellas de aguardiente y garrafones de treinta litros de cachaza. En otro mesón adornado con fino mantel, estaba don Serapio Almao, sentado en un sitio preferencial rodeado de sus allegados y capataces. Mientras éstos tomaban ron, don Serapio, el coronel y Wulf disfrutaban de brandy en copas de cristal. Los tres alternaban los tragos con bocanadas de aromático humo extraído de puros elaborados con tabaco Virginia. Llegado el momento, don Serapio se levantó para dar un recorrido. Se acercó a un grupo de guarichas que observaban y cuchicheaban tímidamente mientras esperaban el próximo baile. Exclamando piropos las acariciaba y nalgueaba lascivamente a cada una, provocándoles risitas serviciales. Después continuó dicharacheando entre los peones hasta llegar al sitio donde asaban un par de cochinos. Desplegó la hoja de su navaja, tasajeó un trozo de apetitosa carne y mientras la probaba dijo satisfecho: 32


— ¡Uhmm! Esto si está bien sabroso — y aún con la boca llena ordenó a la sirvienta que atendía el asado —: Mire mija, vaya y dígale a la doña que esto está casi listo, que mande a repartir la comida. — ¡Sí señó! Enseguida voy — dijo la joven india y echó a correr. Los indios tenían por costumbre no comer cuando tomaban aguardiente, en cambio, algunos criollos o “racionales” atenuaban el efecto del licor con la comida, así que, obviamente, los indios se embriagaban antes que los criollos. A todos se les aflojaba la lengua y los indios desinhibían sus amargos sentimientos. — ¡Jmm…! Yo voy a matar a ese capitán Wulf — murmuró Quiriaco Cruzguayare —. También voy a soplar a ese coronel maluco. — Ereyawaha… — le sugirió en lengua geral, el compañero de farra. — No, yo no me voy a picurear, yo no me voy de aquí. — Amauirande aso kisohi —reveló el compañero. — ¡Anjá! Entonces tú si te vas pasado mañana — repitió Cruzguayare y continuó murmurando. — ¡Ah, carrizo! ¡Qué va a ser coronel ese muérgano! — Los blancos son todos generales y coroneles — irrumpió el compañero hablando geral —, al jefe de nosotros solo le dicen capitán poblador. — ¡Nojose! Voy a soplar a Wulf, al tal Celada ese y a don Serapio también — sentenció Cruzguayare molesto y cabeceando por el efecto etílico. — ¡Tómate otro grog! — invitó el compañero. — ¡No! ¡Ya no quiero mas aguardiente, carrizo, nosotros bailando y tomando aquí, mientras nuestros compañeros están muriéndose allá, nojose! Cruzguayare se refería a que, no muy lejos de allí, en un claro del poblado, dos peones fuertemente atados por las manos, colgaban de un botalón, sin recibir agua ni alimentos; mientras sus paisanos continuaban tomando cachaza y bailaban, tratando de mantener el equilibrio hasta que perdían el conocimiento. Era la media noche cuando Crispín Wulf se levantó de la mesa, se apoderó de una verga y dando traspiés, se dirigió hacia los castigados. Momentos después, se oyeron gritos de dolor que ahogaron las gargantas de los celebrantes. Los músicos interrumpieron el son y las mujeres se abrazaron entre todas. Entonces, la voz tremebunda del coronel Celada se dejó escuchar en el tenso ambiente. — ¡Ah, caray! ¿Qué les pasa…? ¡A bailar todo el mundo! ¡Que siga la fiesta, carajo! ¡A tomar todos por cuenta del jefe! 33


Luego, con torpeza y necedad comenzó a sacudir a las mujeres con toscos movimientos, simulando bailar. Don Serapio, aprovechó el gatuperio para irse en busca de su mujer que nunca, por costumbre, lo acompañaba en ocasiones públicas como esa. Generalmente el trato entre ellos era distante, pero cuando se embriagaba, Serapio Almao se tornaba gurrumino, lascivo y sibarita. En cambio, Sulpicio Celada era un aberrado sexual y no tuvo, ni tenía mujer alguna por compañera, ni siquiera temporalmente, sino que, en ocasiones de fiestas y borracheras, se dedicaba a perseguir a alguna guaricha. Como un león al asecho de la manada, escogía la presa más fácil, corría detrás ella y la derribaba, tal como era la costumbre india; ese ritual amoroso le venía como anillo al dedo. Para él no había atracción por la belleza, sutileza ni bondad, solo sexo violento y rápido. Al amanecer, el espectáculo era deprimente: tanto los indios como los racionales que participaron en la fiesta, se encontraban, en su mayoría, tendidos sobre el suelo, durmiendo la resaca; allí no había diferencia alguna entre razas. Y los demás, que eran pocos, se mantenían sentados, cabeceándose, con un garrafón de aguardiente o la totuma con yaraque, balbuceando incoherentes discursos. Las mujeres comenzaron a arrastrar a sus hombres, mientras soltaban un cotorreo que fungía de inútil zurrapelo. La presencia de los amos del caserío había evitado las riñas y los sopapos, pero más tarde, cuando se habían ausentado don Serapio y doña Sabela, se presentó una zacapela que dejó como resultado varios ojos moreteados y dientes rotos. Doña Sabela permanecía aún en su chinchorro cuando don Serapio se levantó, como de costumbre, a las cinco de la madrugada. A juzgar por su aspecto de satisfacción, estaba ilusionado con que, tal vez, esa noche había engendrado el hijo que tanto ansiaba. Podría decirse que se sentía complacido con la vida que llevaba. Por un momento olvidó la severidad, para ordenarle al coronel que suspendiese el castigo y liberara a los condenados del botalón. En vano resultó su clemencia, pues uno de ellos ya había muerto. Este hecho lo incomodó pero consideró que no era una carga a su conciencia ya que su intención era evitar el maltrato de aquellos infelices. Poseía Serapio Almao el poder innato de sobreponerse a las contrariedades, aunado a la experiencia acumulada ya que, aún cuando contaba con solo treinta años, llevaba diez años dedicados al quehacer de la explotación de productos forestales y mineros, que le habían dado mucha utilidad; la posesión de las comodidades accesibles y posibles en sus instalaciones situadas en aquellos solitarios parajes de la inmensa selva casiquiareña y, la posesión de riquezas ocultas y bien protegidas. 34


Como sabía que la parranda continuaría, en razón del velorio del difunto, don Serapio se dispuso a practicar su pasatiempo favorito: podar las rosas de su jardín, abonar las plantas y eliminar las plagas. Estaba tan orgulloso de su jardín que, en conversaciones con sus allegados, no escatimaba explicaciones sobre las características de sus rosas, originarias y exóticas. El jardín estaba bien cercado con palo a pique y allí solo entraba, además de él, doña Sabela y un peón entrenado por el mismo don Serapio para trabajar en su jardín. Nadie más. ••• Varios días después de la parranda, a las seis de la mañana zarpó la piragua “Primavera” del coronel Celada con doce bogadores, tres soldados peones y un patrón. Iba cargada con sogas de chiqui-chique, chinchorros de cumare y de moriche, pieles, aceites y otros productos forestales que venderían en Ciudad Bolívar. También habían embarcado suficiente provisión de alimentos. Todos los vecinos se acercaron al puerto para despedir a los viajeros. Algunos niños recibieron la bendición y algunas frioleras de su padrino, el coronel Celada. Una hora antes, don Serapio había conversado con Celada acerca de las actividades que éste debería realizar en San Fernando de Atabapo. Le entregó una pesada bolsita de cuero y algunas correspondencias: — Démele un abrazo a Isava y que se porte bien — le dijo —, recuérdele que soy su amigo y compadre. Compa, ya le dije lo que tenía que hacer con el oro, tenga mucho cuidado al momento de pesarlo. Bueno coronel, no tengo mas encargo sino el deseo de que todo salga bien y que tenga buen viaje… ¡Ah! Déjeme preguntarle a doña Sabela si tiene alguna encomienda para su familia. — ¡Cómo no! compa; no se preocupe, que yo me encargo de todo. Cuando regresó don Serapio dijo: — No, Sabela no tiene ningún encargo. — Bueno, hasta pronto, compa — dijo Celada extendiendo los brazos. A tal gesto, don Serapio respondió semejantemente y se abrazaron, propinándose mutuamente, varias palmadas toscas sobre el hombro. Esa noche, don Serapio apuntó en su libreta: Hoy, 19 de septiembre de 1857, viajó el coronel Sulpicio Celada con destino a Angostura, transportando 10 toneladas de productos para su venta. 35


••• En la sala de una casita de bahareque y techo de palmas, Coloma se arreglaba la rodeta de su lacio y negrísimo pelo, frente a un viejo y opaco espejo. Lo hacía mientras descansaba de su tenaz trabajo al frente de la horma, donde tejía un hermoso chinchorro de cumare, arte que había aprendido con su abuela materna. En esos tiempos ya no pensaba en aquellos sucesos que ocurrieron en El Desecho, hacía ya un año y medio. A pesar de su juventud, pues no alcanzaba los diecisiete, se había convertido en una mujer de genio áspero, enigmática y reacia a las personas, motivos por los cuales aparentaba mayor edad, aunque, después del parto, mantenía intactas sus cualidades físicas; la esbeltez y gracia de su figura desprovistas de curvaturas a excepción de sus senos. A pesar de todo, mantenía su pequeño triangulo afectuoso entre su hija y su abuela. Dos generaciones unidas en la indigencia por la iniquidad del “racional” que había arrinconado a Coloma en ese mundillo tripersonal del cual solo salía para negociar sus tejidos, obteniendo como fruto de su trabajo, el sustento para la supervivencia del trío. Recordaba el consejo que le había dado su hermana Sabela allá, en el lejano y olvidado El Desecho: “La deshonra en la mujer no consiste en la pérdida de la virginidad, ni en sus muchas relaciones carnales, sino en su incapacidad o indolencia para el trabajo del conuco, o en su negligencia para hacer las faenas domésticas… Mientras más hombres te soliciten y te posean, mayor será tu prestigio y recomendación para tu persona, así que no tardarás en encontrar un buen marido, porque el indio, para casarse, busca, más bien, una mujer que tenga experiencia amorosa y le gusta vivir con mujer que ya sepa muy bien lo que es un hombre.” Pero ella no buscaba un indio sino un blanco o “racional. Pero… “¿Acaso el yaránabe tendrá los mismos gustos que el indio? ¿Quién me lo podrá decir?” se preguntaba con preocupación. Coloma luchaba constantemente contra el asedio de los hombres, algunos solo por interés sexual; otros con interés de hacer pareja marital; sin embargo, ella no concebía distinción entre esas propuestas, pues carecía de sindéresis y las proposiciones se le enmarañaban en el pensamiento, transformándose en imágenes sicalípticas; tanto así, que frecuentemente padecía de tabardillos por lo cual acostumbraba a bañarse a altas horas de la noche. Entonces, solo así, el frescor del agua lograba calmar y enfriar su cuerpo henchido de pasiones y deseos truncados y distorsionados. “No aguanto más, carrizo, mañana mismo me meto a vivir con un hombre” murmuró la náyade, mientras vertía con la totuma el agua fría que descendía

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sobre su piel morena. “Pero… ¿Cuál hombre?” se preguntó desconcertada. A pesar de que la ducha la reconfortó, no pudo conciliar el sueño.

Al canto de los gallos, aproximadamente a las cuatro de la madrugada, Coloma se levantó del chinchorro y se dispuso a colar café, antes del tiempo acostumbrado. — ¡Barajo! ¿No dormiste bien anoche mijitá? — preguntó la abuela al levantarse. — No abuelita, jmm… debe ser el café que me dio insomnio— contestó Coloma con su tristeza característica, ofreciéndole una totuma de café —. Tome su guarapito. — Ah, pero yo te veo muy vestida, mijá ¿vas a salir temprano? ¿Pa’donde tu vas, pues? — Yo tengo que hacer abuelita, mire, primero voy a buscar la ropa que tengo que lavar, después a comprar jabón y bueno, a negociar unos chinchorros a ver si salimos de esta vida de perro que llevamos… — ¡Santísima, mijitá! — irrumpió la abuela — no sigas hablando así. — Pero ¿como no voy a hablar así, abuelita? si todo el tiempo hemos estado mendingando un…— Se detuvo al oír los golpes sobre la puerta —. Voy a ver quien es, abuelita… ¿pero quién será ese que viene tan temprano? Se levantó del taburete, arreglándose el camisón y el pelo, luego quitó la tranca y abrió la puerta haciendo chirriar las mohinosas bisagras. — ¡Tío Quiriaco! ¿Eres tú?... ¿Ya tu llegaste? — saludó al estilo baré —. Pasa, tío, pasa. ¡Ah! abuelita, es mi tío Quiriaco que llegó. — Sí, ya llegué… Bendición mamá — dijo Quiriaco inclinándose ante su madre para recibir su bendición. — Bueno, tío, siéntese y tómese un guarapito — dijo Coloma mientras servía el café recolado en una totuma. — ¡Anjá! Por aquí les traje alguito, unos plátanos y danto asado. Y esto es para ti, Coloma que te manda doña Sabela — Quiriaco sacó un paquete de su bolsillo y se lo entregó. — Mire, tío ¿y cómo está esa gente por allá? Quiriaco les contó, parcamente, algunas anécdotas sobre los pocos acontecimientos que ocurrían en El Desecho, donde la rutina era abrumadora, a no ser por los hechos violentos ocurridos durante las faenas. En ese momento, fue interrumpido por los lloros de la niña de Coloma; ella fue al cuarto, la acurrucó en sus brazos y la llevó a la cocina. Quiriaco se acercó a ellas. 37


— ¡Carrizo; ese niño es puro blanco! — exclamó contento y orgulloso —. Si está grande ya, que Dios lo guarde. — No es varón, tío, es una niña. Cuídela un ratico, abuelita, mientras cocino algo. Desayunaron pescado y plátano frito con casabe y ají molido. Permanecieron en silencio mientras comían. Al terminar, Quiriaco se levantó de la mesa satisfecho y dijo. — Bueno, ya comí, ya me voy. — Barajo, Quiriaco ¿ya te vas? ¿Por qué no te quedas un ratico más? — le solicitó su madre. — ¡Jmm! es que ya saben como son los patrones, el coronel Celada y Wulf. Como que no pueden hacer nada si uno no está. Quiriaco, anda pa’allá; Quiriaco, anda pa’acá; eso es todo el tiempo. Ya deben estar echando peste si no me encuentran. Bueno, mejor me voy y vengo mañana. Después de marcharse Quiriaco, Coloma rompió las ataduras del paquetico, suspirando hondamente, con ansiedad; mientras su abuela la observaba impasible desde su chinchorro. El paquete contenía una bolsita con algunas monedas y una carta. Coloma guardó las monedas disimuladamente entre el sostén de sus senos y luego extendió el papel para leer la carta. Una de las pocas cosas buenas que había obtenido en el Casiquiare, era haber aprendido a leer y escribir junto a su hermana. — Oye, abuelita, Sabela le manda muchos saludos y le manda a decir que si la situación aquí en San Fernando, se pone mal por los alzamientos, que nos vayamos para El Desecho, que allá todo es más tranquilo y además estaremos con nuestros parientes… Estaba leyendo el final de la carta, cuando, de repente, escuchó un alboroto proveniente de la calle. Coloma se asomó a la ventana y vio a la gente encaminándose hacia el puerto apresuradamente; los niños gritaban alborozados y el alboroto asustó a la abuela y su bisnieta. — ¡Epa! ¿Qué está pasando? — preguntó Coloma a una mujer que pasó cerca — ¿pa’donde va la gente? — ¡Guá, mani! Que viene llegando la gente del gobierno, el propio gobernador. — ¡Santísima! — exclamó Coloma —. Abuelita, yo también voy a ver, me cuida a la niña un ratico, no se preocupe, abuelita. Yo regreso rapidito. — ¡Caracha, mija! pero usted sí que está bien rara hoy…— señaló la abuela —, ¡jmm! si casi no sale pa’ningún lado.

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CAPÍTULO IV LA GENTE DEL GOBIERNO

entamente se acercaron las dos piraguas a la orilla. Primero, arrimó la que Ltransportaba a los soldados y las herramientas; luego la otra donde viajaba el gobernador, su comitiva y las provisiones. Algunos de la tripulación de la piragua saltaron a tierra, para realizar conjuntamente con los de abordo las maniobras de arrime. El gobernador vestía ropas de lino, bufanda, botines de charol y sombrero de cogollo, ya no usaba guantes contra los mosquitos. Bajó por el planchón, precedido de los tenientes Arteaga y Mirelles; ambos oficiales vestían el uniforme azul del ejército venezolano: guerrera azul, quepis estilo inglés, borlas doradas, brillantes polainas de caballería y talabarte con espadas arqueadas. Los soldados se habían formado a lo largo de la orilla para recibir al mandatario. El pueblo lo vitoreó mientras desembarcaba. El teniente Mirelles se había adelantado para dirigirse al frente del pelotón y asumir el mando. — ¡Soldados a mi mando… atención… firmes! Con vista al ciudadano gobernador de la Provincia ¡Saludoo… ya! Una descarga de fusilería estremeció a la concurrencia. Seguidamente el gobernador saludó a las personalidades y autoridades interinas que habían ido a recibirlo, luego se dirigieron a la casa de gobierno, subiendo la leve pendiente de la ancha orilla del río. Instintivamente Coloma había oteado al teniente Mirelles; de repente, había recordado el drama que había experimentado durante la noche y sintió que toda la sangre le inundaba la cabeza dejándola alelada. De hecho, no había detallado otra persona, entre tantos recién llegados, sino al apuesto oficial de uniforme azul veteado, desembarcando gallardamente y ordenando a la tropa. Era de faz morena, con fuertes rasgos mestizos, de mediana estatura pero fornido, pero en ese momento estaba pálido y delgado a causa del accidente y las heridas; con aires de barbián, se ajustaba de vez en cuando el talabarte. Cuando Coloma oyó la voz de mando que emitió el teniente, se sobrecogió sintiendo que en su corazón comenzaba a albergarse un sentimiento que nunca 39


antes había concebido. Trató de acercarse para ver de cerca al oficial pero no pudo; sin embargo, se encontró con su primo Ceferino Daya. Se saludaron y Ceferino se comprometió a visitarlos, a ella y su abuela, esa noche. Luego Coloma corrió a su casa feliz, muy contenta. — ¡Abuelita, abuelita! — gritó eufórica al entrar a su casa —. Llegó el nuevo gobernador… y unos oficiales muy buen mozos. — Ah caray, pero muchacha, aquiétate, carrizo, no sé que te pasa hoy… ¡jmm! ¿Y cómo se llama ese nuevo gobernador que tú viste, ah? — Se llama… Miche…Mile… ya va, abuela. ¡Michelena y Rojas, eso es! — Contestó y apresuradamente entró al cuarto para mimar a su hija que jugaba con su muñeca de trapo sobre una estera extendida en la tierra apisonada. Mas tarde, ya con sus ímpetus calmados, Coloma salió de nuevo para hacer sus diligencias pendientes. Después del almuerzo, se fue al río a lavar ropa, ya no con la apatía con que lo hacía anteriormente, sino, alegre y entusiasmada. ••• Los actos del recibimiento del gobernador continuaron en la casa de gobierno, allí se realizó la transmisión de mando y luego se le ofreció un banquete a las nuevas autoridades, con la asistencia de los empresarios de la región; entre estos estaban el coronel Celada y su lugarteniente Wulf, que disimulando su inquina contra el nuevo mandatario, parecían dos pacatos comensales. Casimiro Isava, usurpaba el poder con el título que él mismo se había adjudicado de: gobernador, jefe superior político de la Provincia, después de provocar un motín y derrocar al gobernador, el juez Isidoro Casañas, quien había asumido accidentalmente el gobierno, tras la muerte de Echegarreta. Isava no estaba presente y, con displicencia, entregó la gobernación a través de su secretario Cuicar. Estaba consciente que no podrían negociar con el nuevo gobernante. Y para colmo, poco después el mismo Isava, Cuicar y Juliá fueron sometidos a juicio, por sus actuaciones contrarias a la ley, condenándolos el juez provincial a ser expulsados del territorio de la Provincia.

El gobernador y su comitiva resarcieron sus apetitos, mientras compartían afablemente con sus anfitriones. Menesio Mirelles compartía con los invitados, brindaba seguidamente con sus compañeros y con los recién conocidos, ganándose la fama de borracho por estar trasojado. Otros lo 40


calificaron de glotón, por comerse excesivas raciones de carapacho, huevos de terecay, plátanos, arroz y mañoco. — Ese tercio debe ser un indio renegado — le comentó Celada a Wulf en voz baja. — ¡Anjá! Es un zampatortas — afirmó Wulf —. Me cae más pesado que un mapire de plomo. — ¡Atención, señores y señoras! ¡Presten atención por favor!— se oyó la voz del teniente Arteaga sobre el murmureo de los comensales —. Su excelencia, el ciudadano gobernador de la Provincia, se dirigirá a la distinguida concurrencia. El gobernador inició su alocución anunciando la organización de la Provincia para el mejor servicio y bienestar de los indígenas, enfatizando que, ni él ni el comandante de armas, bajo ningún pretexto, pudiesen hacer el comercio. Acometería la tarea de simplificar la administración lo más posible, estableciendo, además de la gobernación, tres delegaciones en las partes en que se había dividido el territorio: San Fernando, Maroa y San Carlos. En lugar de las comisarías que antes existían en los pueblos, desempeñadas por racionales o no, se designarían simples capitanes indígenas por la libre elección del vecindario, devengarían un sueldo mensual de siete y medio pesos de plata, pero no podían ser agentes, en ningún caso, de ningún comerciante. También fijó el salario de un indio, a dos reales, o en equivalente de plata a los precios de Ciudad Bolívar; ninguno sería responsable por deudas de sus padres, si éstos no dejan bienes, el indio es libre de ir donde quiera. Nadie tendría derecho para tomar un indio a su servicio so pretexto de enseñarlo, ni menos sacarlo de la Provincia contra su voluntad; ningún indio iría a la cárcel por deudas; podía pedir lo que quisiera por los productos de su industria. Para la administración de la justicia determinó que los capitanes conocerían de la demanda hasta cierta suma; los delegados en otra mayor y la gobernación en cualquier cantidad. Para las causas criminales según su grado, el capitán lo participaría al delegado, y si éste lo juzgaba de gravedad, instruiría una sumaria o daba cuenta a la gobernación para que resolviera lo que debía hacerse. Instruida la sumaria, según el procedimiento en materia criminal, la gobernación conocería de ella, y si encontraba mérito, junto con el criminal, la remitiría al juez de primera instancia en San Fernando de Apure. Recalcó su decidida posición de implantar la justicia a todos por igual. Decretó el castigo a la adulteración de licores y estableció impuestos solamente en el expendio de aguardientes y a la entrada y salida de las embarcaciones de comercio, en que la mayor cantidad no excediera de veinte pesos. 41


Como dijo esto finalizando su alocución, arrancó nutridos y entusiásticos aplausos por parte de los comerciantes presentes, que posteriormente, abrumaron con lagoterías y felicitaciones al ínclito gobernador. Sin embargo, la actitud de los empresarios no era más que un acto de hipocresía, ya que les había causado preocupación y disgusto el resto de los anuncios del mandatario. — Ah, caray. Ahora, con este tercio, ya no se va poder trabajar tranquilo en esta Provincia — opinó Celada cuando regresaba con Wulf a la casa que tenía Serapio Almao en San Fernando. — No se preocupe jefe — dijo Wulf —, que a ese no le queda mucho tiempo, mejor dicho, no va a poder hacer nada de lo que dijo. Bueno, ya usted sabe lo que le espera, cuando… — ¡Shist! — hizo Celada interrumpiéndolo y añadió —: No mencione nada de eso hasta que llegue el momento. — Bueno, eso es aquí, entre nosotros. — Nada de eso, mire, aquí en San Fernando, las paredes y hasta los árboles tienen oídos. ••• Entre tanto, Menesio Mirelles se había reunido, después de los actos en la gobernación, con Nicasio Téllez, Tiburcio Volastero y Ceferino Daya, invitándolos a continuar la farra. — Ya que estamos de franquicia, por hoy, vamos a echarnos unos trinquis para seguir celebrando y conocer el pueblo. Los invitados se miraron entre sí, consultándose. — ¡A la orden, mi teniente! — respondieron al unísono, muy contentos. Los cuatro caminaron desde la plaza, en cuyo alrededor se situaban la casa con paredes de bahareque y techo de teja vana que fungía de iglesia; el convento también de bahareque pero con techo de palma; y la gobernación que era un rancho igualmente de bahareque y palmas. La situación mejoraba en las casas de los vecinos, construidas con los mismos materiales, aunque más cómodas, con árboles frutales en sus patios interiores. Salieron del centro dirigiéndose por una de las cuatro calles del contorno que se orientaba hacia la orilla del río Atabapo. La maleza estaba tan crecida alrededor del pueblo, que asemejaba a las demás partes del monte natural. Se instalaron en un caney a orillas del río a libar un garrafón de aguardiente. Desde allí se percibe un horizonte de agua y selva; a lo lejos se divisa el Guaviare, de aguas turbias con sarro, que no se liga con el Atabapo, 42


aunque se bifurca en éste, de aguas negras y limpias, pero ambos se entregan al poderoso Orinoco multicolor. Solo Ceferino disfrutaba el paisaje, permaneciendo ensimismado en su tristeza india, afligiéndose más en la medida que vaciaban el contenido de la garrafa. Al contrario Menesio, Nicasio y Tiburcio dicharacheaban y alternaban la conversación con otros que pasaban por allí. — Oye Ceferino, tengo que hablar contigo una cuestión — dijo Menesio cuando ya se habían consumido tres cuartas partes del garrafón —. Con su permiso compañeros, ya volvemos. Se levantaron y Menesio colocó su brazo sobre el hombro de Ceferino para darle confianza, mientras se alejaban del grupo. — Mira, Ceferino, necesito averiguar, como sea, con tus parientes o con tus viejos conocidos, donde se encuentra mi familia; necesito saber cual es su paradero. Es menester que los encuentre y creo que tú me puedes ayudar a encontrarlos. — Bueno, no sé, mi teniente, tenemos que buscar a esa gente. Pero como no, mi teniente, yo lo ayudo. Esta noche yo voy donde mi abuela y le pregunto. — Pero, podemos ir ahorita mismo, incontinenti. — Caramba, no se, no sería bueno ir así como estamos, medio jumos. ¡Ah!— señaló Ceferino — allí viene mi prima, que vive allá con mi abuela. Coloma regresaba del río con una gran cesta de ropa lavada sobre su cabeza caminando con perfecto equilibrio, sin sostenerla con sus manos. Los dos hombres se acercaron a ella y Ceferino le presentó su prima a Menesio. Coloma estaba asombrada por aquella casualidad de encontrarse con el hombre que había motivado sus ilusiones, pero a la vez avergonzada por el estado en que se encontraba, descalza, vestida con un camisón descocido y raído. Con aquel enorme bulto como sombrero. Sin embargo con su mano libre, pudo palpar la de Menesio, oír su voz, y eso le hizo olvidar su pesadumbre. A primera vista, a Menesio le pareció agradable, admiró su negra cabellera mojada, su piel lozana y limpia y se embelesó en los turgentes senos cuyos pezones transparentaba la tela mojada. Ante las osadas miradas del hombre, la muchacha se sintió turbada y comenzó a despedirse para continuar su camino, no sin antes confirmar con Ceferino, que la acompañara al baile al caer la noche. Menesio aprovechó para sumarse a la invitación. Los hombres regresaron al caney, mientras Coloma, por lo alegre que estaba, caminaba sin sentir el peso de la ropa. Al llegar a su casa, conversó con su abuela. — Abuelita, yo voy a ir pa’l baile esta noche, un ratico. 43


— ¡Jmm…! ¿Y quién te va a llevar? no puedes ir solita. — No abuela, no voy a ir sola, voy con Ceferino, que también llegó con la comitiva del gobernador, si usted lo viera con esa ropa que usa ahora, parece un general. Él va a venir a buscarme. — Ah, bueno… pero tenga cuidado con esa gente del gobierno — indicó la abuela y agregó rezongando —: caray, estos muchachos, siempre con sus guachafitas. Entretanto, Menesio manifestó sus intenciones al grupo. — ¡Basirruque! — exclamó Nicasio — Pues entonces yo también agarro camino, ya hablamos bastante, — ¡ah Tiburcio!— añadió —, vamos a ver si tenemos suerte con las guarichas. — ¡Nos vemos más tarde, en el baile! — propuso Menesio — Daya y yo vamos a hacer la diligencia que tenemos pendiente. ••• — ¡Aquí es! — señaló Ceferino — ésta es la casa de mi abuela. — Toca la puerta, entonces. Al abrirse la puerta con el chirrido característico de las herrumbrosas bisagras, apareció Coloma y su mirada se entrecruzó con la de Menesio, que estaba detrás de Ceferino. Se saludaron. — ¿Ya ustedes llegaron? — saludó Coloma al estilo baré y luego exclamó eufórica —: ¡Abuelita, es Ceferino y el señor que te nombré…! ¡Es él! Menesio no entendió la jerga de la muchacha, pero quedó impresionado por el cambio que observó en ella: Su negrísima cabellera, bien peinada; que destacaba su rostro redondo y ojos almendrados de color castaño, sus pómulos pronunciados y labios rellenos. Detalló hasta su fuerte cuello y su piel morena oscura hasta que emblanquecía al comienzo de la turgencia de sus senos. Vestía un camisón rojo con faralao blanco, muy sencillo. Esta vez, Coloma se sintió segura de sí misma y mantuvo la mirada altiva y provocadora, ante la de Menesio. — ¡Oiga, mi teniente! — dijo Ceferino espabilándolo —. Venga para que conozca a la abuelita. Después de saludar a la abuela, Menesio trató de abordarla para indagar sobre el destino de los familiares que andaba buscando, pero Ceferino intervino y le dijo en voz baja: — Mi teniente, espere que yo hablo después con ella, déjeme explicarle todo con calma porque sino se asusta y no dirá nada. 44


— Aweheta tihibini — preguntó la anciana. — Bawaharutei — contestó Ceferino en lengua baré. — Oye Ceferino ¿qué dice la doña, ah? — preguntó Menesio impaciente. — Ella me preguntó que de adonde yo venía y yo le dije: vengo de abajo (1) Coloma, entusiasmada y aprovechando el interés que denotó Menesio por la lengua baré, exclamó: ¡Wahawayaca! Pero luego se sintió apenada. Entonces Ceferino le aclaró al teniente que Coloma lo estaba invitando al baile. — ¡Caramba! Con mucho gusto, como se dice… vayaraya… — ¡Ay, así no es!... se dice wa-ha-wa-ya-ca — recalcó Coloma riéndose graciosamente, con más confianza. — Claro ¿cómo no? — dijo Menesio — si lo conciente la abuela iremos al baile. — Sí, si. Ella me dio permiso y me va a cuidar a la niña — afirmó Coloma, observando que Menesio se había sorprendido, aunque había disimulado el gesto —. Venga a verla señor Menesio. Corrió una cortina de corteza vegetal y entraron al cuarto. — Que niña tan preciosa… ¿y cómo se llama? — dijo Menesio intrigado. — Engracia. — Pero… ¿de veras, es tu hija? — Sí, claro. Yo soy su mamá — contestó Coloma dejando de hablar melodiosamente y adquiriendo momentáneamente la aspereza que había abandonado — ¿usted no lo cree? Lo que pasa es que su papá murió, al nacer ella. Ceferino actuó de nuevo vehementemente para romper el hielo: — Bueno, abuelita, mañana le traigo alguito de bastimento. Pero ahora será bueno comer algo. ¡Wanarinico! — dijo en su lengua. — ¿Qué dijiste? ¿Wanaqué? (1) Significa: de río abajo, subiendo la corriente. — Wanarinico, que tengo hambre. Mira Coloma ¿que tienes por allí? un cuajaito siquiera. Yo mismo lo caliento y sirvo para que no te ensucies. — Mira, primo, hay sancocho de bocón, mañoco y catara, pero… me figuro que el teniente no comerá eso, aquí con nosotros.

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— ¡Caramba! ¿Cómo que no? Si eso es lo que me gusta… contimás si usted lo ofrece Coloma. Durante la comida, Coloma se ocupó de atender a los invitados, a pesar de los ruegos de Ceferino y de Menesio para que se sentara con ellos. Aprovechaba cualquier ocasión para mirar solapadamente a Menesio, pero él se percató y la emplazó al cruzarse las miradas. Entonces, con un deseo proveniente de lo más intimo de su ser, ella decidió entregársele, en mente y cuerpo, completa, apacible y mansamente. ••• Los siguientes días trascurrieron bajo un ajetreo constante. El teniente Mirelles fue comisionado para buscar algunos indios a un pueblo cercano. Con éstos y los peones de algunas embarcaciones junto a los soldados, se reunieron unos cincuenta hombres, que serían destinados a las faenas que acometería el gobierno. Desmalezaron los alrededores del pueblo; construyeron corrales para recibir el ganado; reedificaron la iglesia, agregándole un campanario y arreglaron el altar; cercaron el patio de la misma reincorporándole el terreno que los vecinos le habían usurpado; restauraron el antiguo convento franciscano para usarlo como cuartel y parque, cercándolo también; repararon la casa de la gobernación y por último, reconstruyeron el cementerio. La paga de los trabajadores se hizo en plata y, por supuesto, la felicidad de éstos no tuvo límites, puesto que tal acción no había ocurrido nunca antes en Atabapo. El pueblo quedó reedificado y limpio. El gobernador supervisó los trabajos en compañía de los tenientes Arteaga y Mirelles y sus respectivos ayudantes, seguidos por algunos pobladores y la chiquillada del pueblo. Ante la perspectiva imponente de la hermosa llanura de muchas leguas al interior y frente a la gran extensión del río Atabapo, en la confluencia con el Guaviare, el gobernador disertó sobre los privilegios y el futuro de la zona. Sobre la favorable situación geográfica de San Fernando y también sobre los errores cometidos por el Barón de Humboldt, así como de las ventajas de la navegación a vapor para el desarrollo de las ciudades de la unión americana como San Luis en el Missouri, Cincinatti en el Ohio, Kentucky y Louiswille. — La navegación en buques de vapor, que ha hecho desarrollar los inmensos recursos de aquellas regiones, cuando se aplique a las nuestras, cuando nuestros ríos, como aquellos, se hallen cruzados en todos los sentidos por esas chimeneas; cuando tengamos brazos para descuajar nuestras selvas y entregarlas al cultivo; entonces, tales medios darán los mismos resultados que 46


admiramos en otras partes. Entonces nuestros productos irán en abundancia a las extremidades de la tierra y entonces, aquellas regiones pocos conocidas y a la vez desdeñadas, ocuparán su puesto entre las naciones ricas, felices y poderosas del mundo. «Para llegar a gozar de las ventajas de la navegación a vapor, antes que todo se necesita que haya capacidad suficiente en los ríos y de que éstos sean susceptibles de poderse formar en ellos poblaciones industriosas, con elementos necesarios para alimentar el tráfico. «La primera condición se encuentra sobradamente en Amazonas… En el Alto Orinoco, desde el raudal de Maipures hasta el de Guaharibos, comprendiendo sus tributarios, desde el Ventuari y los suyos, el Cunucunuma, Padamo, Ocamo, Mawaca, Gheta y muchos caños navegables igualmente. Por el Atabapo, todo hasta el Temi, adonde está Yavita, y cuando se abriese el canal, apenas de cuatro leguas, tan fácil de hacer, cuanto que no hay piedras y que todo el terreno está cruzado de manantiales y pequeñas vertientes, sería a toda la navegación de Río Negro hasta San Gabriel de las Cachueiras. Remontándole después hasta muy al interior de los dominios de la Nueva Granada; por el Guaviare, a más de trescientas millas arriba de los linderos con aquella y por el Inírida, doscientas millas hasta el raudal de Manuerico, límite con aquella misma nación. Por el Casiquiare, encadenando la navegación del Orinoco con la de Río Negro en un espacio de trescientas millas, sin contar sus grandes tributarios: el Siapa y el Pasimoni; y finalmente, en una porción de otros ríos más pequeños, pero navegables, como el Cataniapo, Tomo, Tuparro, Sipapo, Vichada, Mataveni, Bocón, Guasacavi, Atacavi, Aquio, Naquini, Yriapana, etc. Tal es el gran sistema de comunicaciones fluviales a vapor de lo cual vendrá a ser San Fernando de Atabapo su gran centro.» — Muy interesante, gobernador — apuntó Menesio —. Pero se necesitan varios años y mucho trabajo tesonero para civilizar y desarrollar a nuestros pueblos, así como también se necesitan gobiernos con buena administración y autoridad para acabar con los abusos contra el indígena; y desde luego, mantener un trato y comercio equilibrado entre éstos y los criollos. — Entusiasmado por la atención que le prestaba el gobernador, Menesio prosiguió —. Respecto a la primera condición que usted alude, la navegación a vapor y la capacidad de los ríos, no hay dudas que la tenemos sobradamente. Pero yo, francamente, no percibo un futuro exitoso en el propósito de formar poblaciones industriosas… a mi entender, la situación se presenta muy difícil. — ¡Jum! ¡Tá más difícil que agarrar una cotúa por el rabo! — dijo el Mocho Volastero y de inmediato intervino Arteaga. 47


— ¡Cállese y retírese sargento! — le amonestó —. Falta de respeto. Menesio no tuvo otra alternativa que apoyar al teniente Arteaga y el gobernador calmó los ánimos, restándole importancia a la impertinencia de Volastero y continuó con su disertación. — Bien, ya hemos visto como estos pueblos indígenas son laboriosos, pero el contacto con los traficantes, comerciantes espurios y malos gobernantes, trunca cualquier salida a la civilización. Sin esta conducta punible de esos racionales y de las autoridades, ¡Cuánto ganado no habría en el Orinoco y Río Negro, que serviría hoy o más tarde como base de alimentos a las inmigraciones que fuesen estableciéndose! De manera pues, que nuestro anhelo, es establecer unas autoridades que protejan y no opriman o dejen oprimir a los indígenas. La inmigración de otras provincias no tendría lugar, extranjera, menos; de modo que solo el indígena podría y debería suplir esa falta tan indispensable; pero mientras los tales racionales manden en sus poblaciones o vivan en ellas, no podrá lograrse nada... — Habrá que educar a la población — opinó Arteaga — es decir, a indígenas y racionales para que aprendan a convivir. — Sobremanera a los racionales— intervino Mirelles—, porque sin ellos tampoco es posible desarrollar estos propósitos, sin embargo, primero hay que acabar con los gandules, truhanes y especuladores, tanto nacionales como brasileros, que son una peste y el primer obstáculo para sus planes, gobernador. — No para mí, teniente, sino para el progreso del país. ••• Una mañana, arribó al puerto de San Fernando una piragua procedente de Ciudad Bolívar. Como de costumbre, ocasionó un jolgorio en el pueblo. Toda la mercancía se vendió rápidamente por primera vez en San Fernando, directamente a la población, sin la especulación de los intermediarios. Había telas de coleta, holandilla, liencillo, madapolán y crehuela; pañuelos de color; hachas azules, machetes, sal fósforos, azúcar, arroz, frijoles, sardinas en lata, carne del norte, tabaco criollo y de Virginia, y aguardiente. Todos los compradores estaban contentos y celebraban la acción del gobierno de Michelena y Rojas, al imponer justicia y orden. En justa retribución, las mujeres estaban regocijadas con sus cortes de telas y perfumes, los hombres muy satisfechos con sus herramientas y bastimentos. Solo los estafadores y el grupo de antiguos gobernantes estaban descontentos.

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A pesar de todo, la plata de los trabajadores, producto de sus trabajos en la refracción del pueblo, fue a parar al cofre de Serapio Almao, pues se trataba de la piragua “Primavera” de Celada. — Debemos actuar pronto, antes que el gobierno se afiance con este sistema — le comentó Celada a Wulf, notablemente preocupado —. No podemos perder más tiempo ni dinero. Nos iremos pasado mañana al Desecho a buscar refuerzos y pertrechos. — ¿Y no pasaremos diciembre aquí? — preguntó Wulf haciéndose el desentendido. — Ah, carrizo, ya le he dicho que nos iremos. Prepárate para zarpar de nuevo, que este negocio, así, aunque sea de contado, no nos conviene, casi quebramos por culpa de este nefasto gobierno. Además, no podemos faltar a la celebración del cumpleaños del compadre Serapio, que es el catorce. — ¡Qué vaina, hombre! Deberíamos proceder de una vez, que caray, ¿hasta cuando vamos a esperar, coronel? ••• Menesio Mirelles estrenó los artículos personales que había comprado en la piragua. Se acicaló cuidadosamente, se afeitó y delineó los bigotes que se le unían con las patillas al estilo del general José Francisco Bermúdez, se vistió con ropas de paisano y se empapó con agua de colonia. Llegó a casa de Coloma con regalos para ella, para la abuela y la niña. Habían trascurrido varios días que no se veían, pero Coloma lo recibió cariñosamente, sin reproches. — Ay, teniente, yo creía que se había olvidado de nosotras. — No, caramba, ¿cómo me voy a olvidar de ustedes? Lo que pasa es que el trabajo y las obligaciones no me dejaban un ratico libre, para venir. Pero ya estoy aquí y no provoca irse de tu casa tan acogedora. ¡Como nié! — replicó Coloma —. Qué lagoterías tan falsas dice usted. — ¿Qué dices? — preguntó Menesio riéndose — ¿dónde aprendiste esa palabra? — ¡Guá! ¿Quién sabe? — contestó con nostalgia —, por allí, recuerde que yo viví también con los racionales… con los yaránabes. Menesio recordó en ese momento a la niña blanca. — ¿Y tu hija, como está? ¿Viste lo que le traje? — ¡Ay, sí; qué lindo!, muchas gracias Mené, por esos regalos. Ven, vamos a dárselo. Coloma tomó la mano de Menesio y lo condujo al cuarto. 49


— ¿Y por qué me dices Mené? — Guá, chico, por cariño, ¿por qué mas va ser? Toma, dale tú mismo el regalo a mi abuelita. Un rayo resplandeció la comarca seguido de un trueno que sonó lejano. Luego, sucesivamente cayeron otros más cerca y más fuertes; después comenzó a llover a cántaros. — ¡Jiya! Nihisani noddomaca, jumena idúwari sá kineni ikuni — dijo la abuela desde su chinchorro. — Coló ¿qué dice tu abuela, ah? — ¡Ja, ja! Dime Coloma mejor. Ella dice que con mucho aguacero, tiene frío y va a dormir. Dice también que tú eres bueno. — ¡Jm…! que bien Coloma, mira, cuando tengamos tiempo, me vas a enseñar la lengua. — ¡Ay, bueno! — exclamó mostrándole la lengua con un gesto que estuvo entre la jocosidad y la coquetería. Ambos colmaron el ambiente de carcajadas, mientras el fogón, todavía encendido, calentaba la ahumada olla. — ¿Ya tu comiste Mené? — No, todavía y tengo mucha hambre. Ya va, te lo voy a decir en baré: wanarinico. Volvieron las risas y las miradas melosas. — Uhmm… qué sabroso debe estar ese ajicero — dijo Coloma y después de avivar el fuego, suavemente agregó —: yo me imaginé muchas cosas por que tú no venías, creí que… ¡Ay, nada, nada! — Sí, Coloma, cuéntame — le pidió Menesio — anda, cuéntame todo, no seas maluca, chica. — Bueno, te voy a contar, pero no te rías. — Cuéntame, pues. — Mira, Mené, desde que tú llegaste, me han ocurrido tantas cosas. Dígame, tamaña sorpresa me llevé cuando nos vimos con Ceferino en el puerto. Chico, que casualidad. Me dio pena que me vieras así. Después cuando viniste la primera vez a la casa ¡ay Santísima! Casi me desmayo. Después, bueno, después en el baile, me dio tanta vergüenza por que tu bailas tan bien y yo, ¡naiboa! — ¡Qué dices, chica! — le susurró Menesio, acariciándole la endrina cabellera —. Nada de eso, tú también bailaste divinamente. — Bueno, Mené, te digo esto porque yo estaba ilusionada creyendo que… que yo te gustaba, pero como no te había visto más después del baile, entendí que solo fue…

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— Mira, mi amor— irrumpió Menesio —, no pienses nada de eso, por que yo si te quiero y te deseo. Pero, además de los inconvenientes por el trabajo, también estaba esperando una oportunidad para explicarte algunas cosas que sucedieron aquel día de la fiesta. Esa noche estaba tan borracho, que ya no podía con mi alma… — Ay, pero lo disimulabas muy bien, porque yo no me di cuenta. Bueno — prosiguió Menesio —, pero después de la vomitada que hice… — ¡Aché! ¡Que asco!— exclamó Coloma, simulando sentir molestia. — Discúlpame, pero me sentí tan sucio y borracho que decidí traerte sana salva a tu casa, después que te rescaté de los zopencos que te estaban molestando. Te rescaté como el príncipe rescata a la princesa en los cuentos de hadas ¡caramba! ¿Qué más quieres? Repentinamente, un relámpago relumbró la noche lluviosa. Coloma, instintivamente abrazó a Menesio al mismo tiempo que el retumbo del trueno sacudió la casita, crispando a la vez el chinchorro de los enamorados. Entre relámpagos y truenos fueron consumiendo la energía que les había generado la mutua atracción, nacida del instinto de un alma anacoreta y otra aventurera. Al transcurrir el tiempo, la llama del fogón consumió la leña reduciéndola a cenizas y el sancocho que hervía en la fuliginosa olla mermó hasta evaporarse, sin que Coloma se diera cuenta. Fue el último aguacero de aquel mes de diciembre, y desde esa noche de tempestad, Menesio y Coloma formalizaron su unión conyugal. Como era la costumbre, Menesio se hizo cargo de la casa. Realizó reparaciones y ampliaciones, para estar mas a gusto y con mayor intimidad; asimismo contrató una cuadrilla para limpiar el patio que daba hacia el río, ofreciendo el panorama de unos atardeceres de radiante colorido. A Menesio le encantaba contemplarlos, especialmente, cuando invitaba a sus amigos a suculentas francachelas, con especialidades autóctonas en cada oportunidad: pescado asado, sardinata, bocón o payara; otras veces, carapacho de cabezón o terecay, danto asado, venado o lapa guisada; palometa frita, picure, báquiro, gallineta, paují o sancocho de boca chico, morocoto o lau-lau. Todo con acompañamiento de suficiente arroz, yuca, ñame, batata, plátanos verdes o maduros, mañoco, casabe y catara; ajicero, yucuta de ceje o manaca, túpiro y piguigüao, piña y cambur. Eran sus comidas preferidas que Coloma se esmeraba en preparar. En esas tertulias se lucía el Mocho Volastero con sus chistes y tocando el acordeón. Nicasio Téllez resaltaba con sus ocurrentes y alegres conversaciones y agitando las maracas. Menesio Mirelles se destacaba como buen anfitrión y tocando su bandola. Y Ceferino Daya, para no quedarse quidam, ayudaba a las 51


mujeres en la cocina y servía el aguardiente. Desde la casa de Coloma salían, en oportunidades, hacia uno de los frecuentes bailes que se celebraban en el pueblo. En una de esas ocasiones el Mocho conoció y se amancebó con una mujer gorda, simpática y laboriosa llamada Cristeta; era criolla y muy aficionada a la cocina y a la sazón preparaba la comida del gobernador. Cristeta, por supuesto, fue incorporada al grupo de amigos de Menesio. Llegó el día de Navidad y todos pasaron la noche de la víspera fiesteando, con cañonazos, abrazos y besos. Bailando y con las infaltables riñas y zacapelas, por efecto de mucho aguardiente, grog y cachaza. Repitieron la misma experiencia en la fiesta de fin de año.

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CAPITULO V EL MOTÍN DEL COMISARIO

l atardecer de un día de descanso, Menesio Mirelles regresaba de cacería a su Acasa, solo, cansado y distraído, con su escopeta al hombro. Solo había cazado una pava. De pronto, en un estrecho del camino, lo sorprendió una voz que venía desde el monte tupido. Al no distinguir de quién se trataba, se llevó la mano al cinto y empuñó su revólver Colt 45, cañón largo. — ¡Teniente, teniente! — oyó de nuevo — ¡Teniente Mirelles, venga, venga pa’acá! Menesio se acercó al bulto entre la maleza, intrigado y apuntándolo, hasta descubrir a un joven indio de rostro afectivo. — Dime, mijo ¿qué quieres tú? ¿Para qué me estas llamando, ah? — ¡Guá! Que mi papá le manda a decir que él sabe que pasó con los parientes de usted, porque él es pariente de la abuela de usted y Ceferino le dijo que usted quería saber dónde estaban. Menesio guardó el revolver, casi avergonzado por la precaución tomada. — Caramba, así es, me interesa hablar con tu papá. ¡Vamos! Llévame a su casa. — Vamos pues, por aquí queda la casa de nosotros — el muchacho indicó el camino y agregó —: yo iba pa’l cuartel a buscarlo a usted, pero me lo encontré en el camino. — ¡Palo de hombre, caray! — lo azuzó Menesio, sacudiéndole el pelo con la mano —. Andando pues. Caminaron durante más o menos media hora por un camino estrecho, flanqueado de arbustos y pajonales entre un rastrojo. Mientras andaban permanecieron en silencio, hasta llegar a un claro del rastrojo. Allí había una choza de palma solitaria, donde entraron. Los recibió un viejo indio que, después de saludar parcamente le ofreció a Menesio un taburete en forma de morrocoy, para que se sentara, mientras tanto, el muchacho salió de la choza. El viejo se acomodó en otro taburete similar y comenzó a liar un cigarro con tabaco y tabarí.

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A petición de Menesio, el viejo comenzó a relatar la historia. Fue interrumpido varias veces por las preguntas de Menesio que estaba ansioso. Finalmente el viejo, muy afligido, dijo: — Así que todos murieron, había candela por todas partes. Entonces los pocos que huimos llegamos al Mewadi, toditos los demás, los llevaron al Brasil a trabajar goma, a tu hermano Manresio lo llevaron y a tu hermana también la llevaron… — ¿Y cómo se llama ella? Ah, don. — No, de esa, no sé su nombre — prosiguió el viejo —. A todos los hombres y mujeres jóvenes los llevaron, pero a tu mamá y a tu hermanita le hicieron mucho daño y murieron, las mataron esos muérganos. Menesio sospechaba ya un desenlace fatal, pero se negaba a aceptarlo, hasta ese momento. Al recibir la infausta información que inundó su corazón de aflicción, admitió atribulado que su esperanza se desvanecía, para dar paso al odio y a la venganza. — ¿Pero, quienes fueron los asesinos? — preguntó reflejando esos sentimientos — ¿Acaso reconocieron a alguien? — ¡Anjá! — respondió el viejo pacientemente —. Bueno, un pariente que se picurió del sitio de esa gente, dijo que el jefe de los traficantes de llamaba Wul… o Gul, no sé cómo se dice, y el otro jefe era un tal Celada. — ¡Wulf! ¡Celada! — exclamó Menesio iracundo levantándose furioso — ¡muérganos, desgraciados, asesinos! — ¡Espérese! Va a dejar su cacería — dijo el viejo confundido, haciendo un gesto para calmarlo —. Aquella vez esa gente trabajaba con los brasileros, pero ahora están con otro patrón que es gente buena. — Me da lo mismo, nojose, ¡Wulf y Celada me las van a pagar! ¡Lo juro! Menesio se marcho con intemperancia, encaminándose hacia el poblado maldiciendo a cada zancada. El niño lo alcanzó a toda carrera para entregarle la pava, pero él se la obsequió. El niño regresó jubiloso, mientras él se aseguraba de poseer municiones para sus armas. En seguida reemprendió la marcha. — ¡Wulf y Celada!... ¡Malditos truhanes! En su ofuscada mente se repetían visiones entrecortadas de la historia que el viejo le acababa de contar: ¡Kawoodawaka…! ¡Corran, corran! ¡Ahí vienen los blancoos! ¡Yaranabes!... ¡Las viejas y los niños pa’l monte! ¡Cuidado con la candela!... Fuego y después…cenizas; niñas de doce y quince años violadas y asesinadas. ¡Humillación, deshonra y terror!... Una infinitud de visiones macabras, de figuras fantasmagóricas de los asesinos salvajes 54


desfilaron por su mente hasta embotarle la mente por completo. Así, completamente ofuscado llegó a la casa donde se hospedaba el coronel Celada y Crispín Wulf; cuando ya había oscurecido. — ¡Celada!... ¡Wulf!... ¡Salgan, salgan armados pa’que saldemos una cuenta! — vociferó furioso. Repitió el desafío, pero nadie respondió; Menesio gritó de nuevo desesperado e impaciente, pero siguió el pesado silencio. Entonces, violentando la puerta irrumpió en la casa. Con el arma en la diestra, miró hacia la izquierda del corredor, luego a la derecha. Todo estaba tranquilo y oscuro. De pronto, en el trastero ubicado en un rincón, un ruido impulsó a Menesio e instintivamente apuntó hacia allá y disparó dos veces. Un gato saltó por un boquete en el intervalo de los tiros al mismo tiempo que estalló el polvorín. Una poderosa explosión, seguida de otras dos, resonó en toda la comarca. Rápidamente el techo de palma ardió. Hacia el cielo se levantaban llamaradas, como una enorme fogata, iluminándolo y cubriéndolo a la vez de nubes de humo. Entretanto, en el cuartel, la tropa se conmocionó al escuchar las detonaciones y los jefes vociferaron órdenes. — ¡Aa las armaas! ¡Aaa las armas! — ordenó el teniente Arteaga —. ¡Sargento Téllez, vaya con sus hombres a la casa de gobierno! ¡Proteja al gobernador! ¡Sargento Volastero! ¡A la orden mi teniente! ¡Sígame con su gente! ¡Eeen marchaaa, ya! Las fogatas del patio quedaron abandonadas en un instante; los soldados habían corrido hacia la puerta del cuartel, después de recoger sus armas y municiones en el parque. Desde el portón, donde se habían agrupado para salir, un pelotón al mando de Téllez se dirigió a la casa de gobierno por la misma calle y otro con el teniente Arteaga al mando, se dirigió hacia donde se veía el resplandor del incendio. Por otro lado, los insurrectos Casimiro Isava, Marcelino Cuicar y el antiguo comisario general Juliá-García, al mando de una patulea armada, igualmente se dirigían a la casa de gobierno, con el propósito de capturar y someter al gobernador. — ¡Barajo el tiro! ¿Qué fue eso, ah? — exclamó Isava. — ¡La pifia! ¡Miren allá! — señaló el antiguo comisario — miren ese candelero allá. —Esa como que es la casa de don Serapio — dijo Cuicar— ¡caracha! Como que nos descubrieron, será mejor que nos regresemos. — ¡No, no! ¡Vamos pa’lante! — ordenó Isava con aplomo —. Eso hasta nos puede ayudar ¡no se dan cuenta que esas explosiones van a distraer a la 55


guarnición, carajo! Vamos, vamos a terminar con esto de una vez… ¡Al ataque! Los facciosos trataron de tomar la gobernación por la puerta principal y por el patio trasero. Al frente de la casa, los hombres de Isava ya habían dominado a la custodia, pero fueron sorprendidos por el pelotón del sargento Téllez cuando estaban por entrar, y se inició una fuerte balacera que los mantuvo a raya. Al mismo tiempo, Juliá-García había tratado de infiltrarse por la puerta trasera; el centinela pidió el santo y seña pero los asaltantes respondieron con una cerrada descarga de trabucos, abatiendo a los guardianes y se abrieron paso al interior del patio. En ese momento entró en acción la tropa del teniente Arteaga en refuerzo de las de Téllez que aún se batían por el control de la entrada principal. Rápidamente pusieron en fuga a los atacantes y entraron. La patulea del antiguo comisario fue acorralada por el pelotón de Arteaga. Viendo que su gente era diezmada, Juliá-García ordenó el repliegue. — ¡La picia, estamos cercados! Ya no podemos hacer nada ¡malaya sea! ¡Retirada, retirada! ¡Vámonos rápido, por el camino de Tití! Desesperadamente, comenzaron a retroceder hacia la puerta trasera del patio, parapetándose tras algunos árboles y muros, aunque seguían disparando para cubrir la retirada. Llegó el momento en que los envalentonados hombres del teniente Arteaga cayeron sobre los desmoronados insurrectos, capturando a los rezagados. El resto pudo escapar y se unió a la gente de Isava, que venía huyendo de Téllez y lograron huir amparados por la oscuridad. No obstante, las tropas del gobernador los persiguieron hasta la orilla del río. Allí los facciosos se habían apoderado de las curiaras y desaparecieron entre las sombras de la noche, sobre las linfas del Orinoco. Las ondas expansivas habían lanzado al teniente Mirelles hacia la calle, donde cayó de ancas, aturdido, semi inconsciente. Tenía una herida en la pierna y otra en la frente. Anonadada la mente, continuaba con su delirio febril, balbuceando incoherentemente palabras relacionadas con las razzias de Celada y Wulf en los poblados indígenas para capturar esclavos. El sargento Volastero le levantó el torso, sacó su pañuelo para limpiarle la sangre del rostro y con la ayuda de otro, lo retiró del vapor infernal que producía la palma ardiendo. — ¡Caray, mi teniente! Usted no sale de una… ¡jm! Esta vez casi lo agarra la pelona. Menesio continuaba delirando y el Mocho solo alcanzó a oír que decía: “¡Wulf! Fueron Wulf y Celada los asesinos de mi familia ¡fueron ellos! ¡Tengo que encontrarlos! ¡Voy acabar a esos desgraciados!” 56


El Mocho notó que Menesio estaba caliente, no solo por efecto del candelero, sino que estaba padeciendo de una convulsión interna y afiebrada. No había entendido lo que el teniente decía acerca de los dos hombres, pero tratando de calmarlo le propuso: — Estése tranquilo mi teniente, que ya agarraremos a esos carrizos ¡No se preocupe, caray! Ahora vamos a llevarlo pa’l cuartel a curarle esas heridas. Ya muchos vecinos se habían concentrado en el lugar de los hechos y trataban de sofocar al incendio. Lo lograron después de ardua labor, previniendo que la candela no se propagara hacia las casas vecinas. Al cabo de la media noche, no quedaba nada en el sitio sino el chisporroteo de los leños. Después, la humareda, las cenizas y el silencio de siempre. En el cuartel, continuaba el trajín. Allí llevaban a los heridos de la refriega, incluyendo algunos facinerosos. Uno de los pocos leales que había sido herido fue el sargento Téllez; aún así, no había perdido su buen carácter y dicharacheaba con sus compañeros, pero, cuando vio al teniente Mirelles tendido en una parihuela se impresionó creyéndolo muerto. — ¡Caray, mi jefe! Qué susto me dio — dijo cuando lo acercaron a Menesio —. Me informaron que usted prendió el candelero que nos alertó, sino, el cuento hubiera sido otro. Bueno, parece que nos salvaremos de ésta. Menesio le extendió la mano en señal de solidaridad pero permaneció en silencio. En esos momentos llegó Coloma y se dedicó a atender no solo a Menesio, sino a los demás heridos; lo hacía con igual esmero. También Cristeta y otras mujeres formaron un grupo de improvisadas enfermeras, para curar y vendar las heridas, dirigidas por Téllez, el único que conocía algo de enfermería. Allí pasaron el resto de la noche, preparando ungüentos, vendajes y limpiando la sangre de los hombres, derramada por las ambiciones del partido de los especuladores, truhanes y traficantes, cuyos cabecillas ya antes habían sido juzgados y sentenciados por el Juez Provincial, a ser expulsados del territorio de la Provincia. Ahora los mismos huían expulsados por la fuerza, no para abandonar la Provincia, sino para adentrarse río arriba, para remontar el Orinoco hasta la confluencia del Casiquiare, y desde allí, rumbo al Desecho, dejando tras sí, sus rastros sobre las cenizas.

Menesio mejoraba notable y rápidamente, gracias a las recomendaciones médicas del gobernador y la aplicación de remedios indígenas caseros que le suministraba Coloma, esmeradamente y con paciencia india, limpiando las heridas y quemaduras de su marido; mientras las demás mujeres hacían lo propio con el resto de los heridos. Debido a tal atención, el sargento Téllez y 57


los demás también se recuperaron pronto. Así que, después de haber transcurrido un mes desde el alzamiento; el teniente Mirelles recibió la orden del gobernador de trasladarse a Maroa con el empleo de Delegado de la Frontera Con entusiasmo y empeño, se dispuso a convocar a sus compañeros designados para acompañarle en la misión: el sargento primero Nicasio Téllez, el sargento segundo Tiburcio Volastero, cabo primero Canuto Mediavilla, cabo segundo Tarciso Mure, los cabos de banda Celedonio Yapuare y Evasio Yavapari, mas catorce soldados indígenas baniva y criollos, conformaban el pelotón “Túsares”, llamado así por Mirelles, en honor a Ramón Túsares, capitán maquiritare, que había fallecido recientemente, a consecuencia de las heridas sufridas en un viaje a la región del Esequibo. Los mismos soldados servirían de bogadores. El teniente Mirelles arengaba a sus hombres con entusiasmo patriótico fingido, ya que en el fondo, sus acciones eran motivadas por la sed de venganza y el odio. Solo encontraba una leve resistencia contra esos malvados sentimientos: era la motivación que le infundía el amor y encariñamiento por Coloma. Ella lo había conquistado con sus carantoñazas, con sus mimos y con su humildad, pero no definitivamente. Un día, le confesó a Ceferino Daya, sus sentimientos hacia Coloma. — Ah caray ¿no será que Coloma me echó pusana? — le preguntó bromeando. — Bueno, mi teniente, puede ser — respondió Ceferino pacientemente —. Si su mujé lo atiende bien y usted se siente bien con ella, está contento y le cuesta mucho separarse de ella: eso es pusana. — No, hombre, no me salgas con eso — protestó Menesio —. Yo me refiero a la pusana que preparan por aquí, de esa que tanto hablan. — Ah, bueno. Eso es que las mujeres preparan raíces y hojas, y se las dan al hombre para ponerlo en condiciones de poder dominarlo. Hay pusanas de todo tipo y para todo fin, fíjese: “el ojo e’ tonina” es para conquistar, ese lo usa el hombre mirando a la mujé por un huequito hecho en el ojo seco de una tonina. “Vaya y vuelva” es para eso mismo, si uno se va, se ve obligado a regresar a juro; la “garrapata” es para que uno no se despegue, siempre juntico a ella; la “del piapoco” es la que hace llorar si uno está lejos de la mujé y escucha el canto del piapoco, entonces, si tu estás triste y enguayabao te dicen ¿a ti como que te cantó el piapoco? — Así es la cosa, pero dime una vaina Daya ¿de verdad, tú has visto alguna vez a alguien en una situación de esas? ¿A alguien a quien hayan empusanado? 58


— Fíjese, mi teniente — respondió Ceferino seriamente —. Yo he visto a racional abandonado por india, llorando como un muchachito para que ella lo aceptara de nuevo; y otro racional que su mujer india le fue infiel con pariente, y él sabiéndolo todo, porque ella mismo le dijo; mire… el hombre lo que hacía era llorar y suplicarle que no lo hiciera más, porque él la quería mucho. — ¡Basirruque!... Habrá que buscar entonces una buena contra —señaló Menesio —, por si acaso, aunque yo no creo mucho en nigromancias. — Yo le puedo conseguir una, si usted quiere — le propuso Ceferino —, mire que pa’donde usted va, le va a ser falta. Menesio no puso atención a las palabras de Ceferino porque estaba distraído: “Con pusana o no, de cualquier manera tengo que renunciar a ella… ¡tengo que olvidarme de Coloma, caray!” Pensaba tratando de convencerse a sí mismo, porque la fuerza de su querencia le estaba frenando el ímpetu de la venganza; las ansias de correr tras los cazadores asesinos de familia, siguiendo el rastro que sobre las cenizas ellos dejaban. Le estaba disuadiendo las pretensiones de hacerse justicia en plena selva. Los preparativos se intensificaron a la víspera de la salida. El día estuvo trajinado por la actividad de los expedicionarios que solo terminó al ocultarse el sol. Temprana la noche comenzó el baile de despedida y como de costumbre, llovió el aguardiente. A la luz de los quinqués y faroles, con el tono de la bandola, el cuatro y el acordeón, se orquestó la fiesta en casa del Mocho Volastero.

A eso de las cuatro de la madrugada ya Menesio y Coloma estaban de pié. Coloma preparaba el café y el bastimento, Mientras Menesio se acicalaba frente a su opaco espejo de mano con la luz del farol. Luego alistó su talega y se vistió con su viejo y veteado uniforme; ya preparado extrajo su saboneta, articuló la tapa y observó la hora. — Oye mi amor, ya es tarde, son las cuatro y media. Dame mi cafecito que voy saliendo. — Yo no quiero que te vayas Mené — exclamó Coloma afligida y lo abrazó para susurrarle al oído —: yo sabía eso, ahora voy a quedarme solita otra vez… no te vayas a olvidar de mí, escríbeme cuando puedas… Yo quería decirte algo, pero será después, cuando vuelvas porque estás apurado… — Pero mujer, no seas misteriosa, deja la quisicosa para otro día y dime lo que vas a decirme ahora, anda, dime mientras me tomo el café.

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— ¡Gua, chico! ¡Que voy a tener un hijo tuyo! — Coloma le dio la espalda, apenada. — ¡Cómo! ¡Caray! — exclamó Menesio derramando un poco de café — Mi amor, ¿por qué no me lo dijiste antes? Ahora ¿cómo me voy a ir? Bueno, no importa, nos vamos todos. Menesio abrazó a Coloma por la espalda, ella se dio vuelta y él vio sus ojos lagrimosos y la besó. Deseó que ocurriera cualquier cosa para demorar su partida. Después Menesio acordó con ella que regresaría pronto a buscarla, tan pronto arreglara una casa en Maroa. En efecto, ese día no partió la expedición. El teniente Mirelles estuvo esperando en el puerto impávido, ensimismado ante la adversidad causada por la celebración y el aguardiente consumido en la fiesta de despedida. Tarde se presentaron Téllez, Volastero y Mure, pero en condiciones deprimentes, atolondrados por la resaca y el trasnocho. — ¡Mentecatos! ¡Gandules! ¡Hasta cuándo van a seguir con la guachafita y el bochinche!— los increpó el teniente, aparentemente enojado —. ¡Acaso creen que estamos aquí para hacer lo que nos da la gana, carajo! Un soplamocos a cada uno es lo que merecen, pero solo les daré un rapapolvo y usted, Téllez, que debería dar el ejemplo, ¡me acuartela a todo el pelotón hasta que salgamos! ¡Rápido, pues, incontinenti! — ¡Sí, señor! Enseguida nos vamos mi teniente. — ¡No, no! — refutó Mirelles —, vete tu solo y recoge a la gente. Volastero y Mure se quedan arreglando la piragua. Súbito, Mirelles se llevó la mano al talabarte y desenvainó el sable para golpearlo rabiosamente contra una laja; al golpe saltaron las chispas y también los hombres. Téllez salió trotando hacia el pueblo, soltando un retruécano y los otros brincaron a bordo de la piragua. Mirelles quedó en el lugar, al lado de su equipaje y envainó el sable, sonriendo con sorna. — Ah carrizo — reflexionó en voz baja—, la vida es una caja de sorpresas, pero con esta vaina no se que le diré al gobernador ¡caray, yo también necesito un trinquis! Caminaba marcando los pasos, tan ensimismado entre sus compromisos, que no percibió que casi se tropieza con el teniente Arteaga. — Teniente Mirelles; caray, yo le hacía rumbo a Maroa — dijo Arteaga irónicamente —, pero veo que va en sentido contrario ¡y a pié! ¿Cómo que perdió el barco y el rumbo? — Mire, teniente Arteaga — respondió Mirelles desafiante —. Yo no estoy para tabarras ahora y voy a echarme un trago ¡pero no se moleste en acompañarme y no joda tanto, hombre! 60


— ¡Ahh! ¡Pero bueno pues! — exclamó Arteaga, molesto y agresivo — La gente se alza por nada, nojose… deje el tupé conmigo, mire que usted no está n condiciones de envalentonarse ¡indio espurio! Si estás molesto porque te mandan a la Cochinchina, no te preocupes por tu guaricha, que yo te la cuidaré muy bien. — ¡Malsín! — gritó Menesio, furioso, el mismo tiempo que por segunda vez en la mañana desenvainaba la espada —. ¡Ese baldón te lo haré tragar! Ya Arteaga tenía su sable empuñado, cuando Mirelles se abalanzó sobre él. Embistieron los hombres una y otra vez colisionando sus armas, dando saltos laterales, atrás y adelante. Al chocar sus hojas aceradas se oían los chasquidos del metal, amenazando a cada empuje con penetrar en el cuerpo de cualquiera de los combatientes. Al cabo de cierto tiempo, Menesio ya había sentido en dos oportunidades el filo de la espada de Arteaga y se percató que iba perdiendo ventaja y fuerzas; así que, haciendo un esfuerzo extremo presionó a su ponente. Lo hizo retroceder y ese momento, Arteaga tropezó con una raíz, dio un traspié y cayó de ancas. Mirelles aprovecho la ocasión y dio un salto felino, para colocarle la punta de su sable en el cuello de Arteaga. — ¡No me mate, teniente, no me mate! — balbuceó asustado. Menesio reconoció que la caída había sido accidental y que había injusta ventaja. Le retiró el sable y le dijo: — ¡Párate y pelea cobarde! Solo quiero que no me sigas jodiendo, ni te metas con los míos. Te salvas ahora porque estamos en el mismo bando, pero ya sabes que no acepto baldones de nadie ¡oíste! ¡De nadie! ¡Ya, levántate y pelea, granuja! El teniente Arteaga recogió su espada simulando estar acabado, pero, con una rápida y sorpresiva maniobra, trató de sorprender a Mirelles, arrojándole una rama para distraerlo y lanzarle un estoconazo. Mirelles esquivó apenas la acometida pero la hoja le arrancó un jirón de la camisa. Recuperado de la acción aleve, Menesio lanzó estocadas seguidas sin que Arteaga pudiera pararlo, al contrario, Arteaga se vio forzado a retroceder hasta golpearse la espalda contra un árbol. Al mismo tiempo sintió la hoja fría del acero sobre su pecho. Se dio cuenta que la única salida que tenía era rendirse, estaba entre la espada y el árbol, pero no pudo tomar la decisión porque en ese momento se desplomó sin sentido. Mirelles se acuclilló y comprobó que su adversario estaba desmayado. Creía que estaba en un paraje solitario, que no había más personas allí, excepto ellos; pero en realidad no estaban solos. Agazapado entre la maleza, un testigo incógnito había presenciado la pelea y cuando Menesio se marchó, salió de su escondite y socorrió al desfallecido Arteaga. 61


Cuando Menesio llegó a la pulpería, que fungía también de cantina, comprobó que tenía el brazo izquierdo herido y sangraba copiosamente, del mismo modo sangraba por el costado derecho. El viejo y desteñido uniforme estaba hecho harapos. El cantinero amigo, lo recibió muy preocupado por su apariencia. — ¡Caracha, señor teniente! ¿Qué le pasó? ¿Cómo que se peleó con un tigre que quedó tan rasguñado? Sin responder, se sentó en un sitio cerca de la entrada. Al verlo llegar, el cabo Canuto Mediavilla, que estaba en una mesa del fondo dormitando la resaca se levantó a saludar al teniente con la botella de aguardiente en la mano. — A la orden mi teniente, listo para zarpar. — ¡Zopenco! Ya no vamos a salir hoy. Pero tú te me vas al cuartel ya, preséntate a Téllez. — En seguida mi teniente. — Y dame acá esa botella que allá está prohibido tomar. Menesio se empinó la botella y después de varios tragos la vació, mientras Canuto se alejaba trastabillando. — ¡Deme otra, don!— ordenó al cantinero. — En seguida, teniente, pero antes vamos a vendarle esas heridas, porque está perdiendo mucha sangre. Menesio, exhausto, recostó el respaldar de la silla contra la pared y esperó que el cantinero llegara con un aguamanil y algunas vendas. Como desinfectante el cantinero usó el mismo aguardiente que había pedido Menesio. Después de la cura, tomo de la botella y quedó inerte en la silla con las piernas estiradas, tal vez pensando que si no lo hubiera amparado la suerte, no tendría la oportunidad de ver a sus hijos. Se preguntaba si Arteaga lo hubiese perdonado en el caso de que hubiese salido triunfante; también si Arteaga tendría interés en Coloma y si ella le correspondería estando él ausente. Empinó la botella y la asentó fuerte sobre la mesa con media cantidad de líquido. ¿Por qué los pensamientos y las imágenes se desplazaban tan rápido por su mente y se desvanecían de la misma manera? ¿Acaso iría a morir allí borracho? ¿Sin poder ver a Coloma, a Cirenia, ni a sus hijos? ¿Sin haber podido encontrar a sus hermanos perdidos? ¿Estarían vivos o muertos? ¡Muertos! Muertos estaban su madre y su hermana menor. “¡Tengo que encontrar a los asesinos!… ¡Me vengaré!” pensó, y de varios tragos casi vacía la botella. Pero… ¿por qué sentía que estaba pegado a la silla? Menesio sudaba copiosamente humor frío y cuando intentó reunir fuerzas para

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levantarse y enfrentar todas las incógnitas que asechaban su ofuscado cerebro, cayó flácido al desnudo y húmedo suelo.

Cuando despertó, lo primero que vio fue el rostro fresco pero preocupado de Coloma. Terminaba de arreglarle un apósito en la herida del brazo, mientras le aconsejaba. — Pero Mené, hombre ¿por qué te pasan tantas cosas? ahora casi te mata ese muérgano, maluco de Arteaga. — ¡Caramba! — exclamó sorprendido — ¡Y cómo sabes eso, quien te lo dijo, ah? Sin esperar respuesta Menesio trató de levantarse. — ¡Ay, carrizo! Estoy como si me hubieran apaleado, pero tengo que ir a la gobernación para informar al gobernador. Hizo el esfuerzo pero Coloma lo contuvo, se dio cuenta que estaba semidesnudo y antes que reaccionara ella lo arropó de nuevo. — Aquiétate Mené, tranquilízate y descansa un poco que ya todo está aclarado, mira, Canuto y el Mocho te trajeron aquí y después hablaron con el gobernador. Ellos le contaron que tú habías tenido un encontronazo con ese tigre que aparece siempre en la Punta. Bueno, hasta el muérgano de Arteaga le aseguró eso al gobernador, todo lo que había dicho tu gente, además dijo que él te había quitado el tigre de encima, pero que se había escapado dejándole una herida a él también. También aclararon lo de la borrachera de la gente y el gobernador dijo que se irían cuando tú te repongas… Coloma siguió hablando, mientras Menesio recordaba el último trance que había pasado por su mente antes de perder el conocimiento. Entonces sintió un fuerte deseo de apegarse a la vida a través del contacto intimo con la mujer que le daría un hijo… una descendencia, una casta de auténticos amazonenses. Estaba persuadido de que no debía despreciar un instante de su vida, pues acababa de estar cerca del umbral de la muerte y mañana podía estar muy lejos. Así que, decididamente, con el brazo sano, aferró a Coloma y atrayéndola, silenció sus palabras con un beso apasionado. — Pero Mené, si tú estás herido, tienes que estar quieto — balbuceó cuando logró respirar, protestando débilmente. — Ni tanto, mi amor — susurró Menesio convincente —. Es solo un brazo y el costado, lo demás está todo bien, ven. Ella accedió coqueteando tímidamente. — Bueno, Mené, está bien, pero ten mucho cuidado para que no te vayas a lastimar. 63


CAPÍTULO VI MATIS, DAÑEROS Y SOPLADORES

os días después del primer intento, finalmente la expedición de Menesio DMirelles zarpó hacia Maroa. El pensamiento de Menesio aún se mantenía rumiando los momentos placenteros de los últimos días con Coloma, pero el dolor de la herida del brazo, el frío agradable originado por la brisa matutina del río Atabapo, mas los gritos del patrón y los acompasados golpes de los remos, le desvanecieron aquellos recuerdos. Una vez espabilado, espirando fuertemente exclamó: — ¡Por fin!... ¡Aquí vamos pues! ¡Rumbo a la frontera! Y navegaron, remontando el río hasta la caída del sol. Arrimaron en una playa para acampar. Menesio sacó de su talega un frasco de tinta, pluma y una libreta donde anotaría los acontecimientos más destacados de su actividad como delegado del gobierno en Maroa. Antes de que oscureciera anotó: Miércoles, 25 de febrero de 1858. Hoy, a las cinco en punto de la madrugada, zarpamos en una piragua y una curiara remolcada del puerto de San Fernando, sin novedad, con destino a Maroa. La expedición bajo mi mando debió salir antier, pero motivado a la celebración del primer centenario de la fundación del pueblo, la Villa de San Fernando, que fue fundada por don José Solano y Bote, segundo jefe de la Real Comisión de Límites, el 22 de febrero de 1758; la tripulación toda amaneció indispuesta debido al consumo excesivo de aguardiente ya que también celebraron la despedida del pelotón. Particularmente me considero responsable de este retardo, ya que no tomé las precauciones necesarias para evitar el descaro de la gente, aún cuando el mismo gobierno estaba aupando el jolgorio y todo el pueblo estaba muy entusiasmado; la otra causa fue por el altercado que tuve con Arteaga y sus consecuencias, que fueron de mi exclusiva responsabilidad. Por otra parte, se me presentó el dilema de traerme o 64


no a Coloma. Creo que hice bien en dejarla ya que, con el asunto que tengo pendiente con los asesinos de mi familia, no tengo paz ni ganas de otra cosa que no sea atrapar a esos bellacos. Por ese motivo, tampoco permití que me celebraran el cumpleaños el veinte, aunque solo Nicasio se acordó de eso. Hasta ahora hemos navegado sin inconvenientes, pero lástima que el baquiano Ceferino Daya no viene en esta expedición ya que, como es excelente practico y patrón, será el que guíe al gobernador en el viaje que hará el próximo mes para el Cunucunuma y Ríonegro por la ruta del Orinoco y el Casiquiare. El teniente Mirelles guardó la libreta, luego encendió el farol y se dispuso a bañarse en la orilla de la playa. Todos los hombres de la tripulación ya lo habían hecho. Era temporada de verano y la brisa soplaba agradablemente, la cacería era abundante y por consiguiente, también la comida. Cuando Menesio salió del agua y se vistió, la cena estaba servida. El río Atabapo no presenta muchos peligros debido a las características de sus aguas que están exentas de animales de gran tamaño como caimanes, y dañinos o peligrosos como las rayas; así que toda la tripulación de la piragua disfrutaba del ambiente y de un refrescante baño en las aguas negras pero cristalinas, cuando arrimaban a pasar la noche. Al atardecer del segundo día de viaje, divisaron una piragua que bajaba el río por la orilla opuesta. Tendría unos treinta pies de eslora y atrajo la atención del teniente Mirelles debido a sus características: toldo de lona con cenefa, pintada inusualmente y buenas bogas. — ¡Mapaguare, venga acá! — llamó al patrón. Mapaguare se movió desde la popa hasta el centro de la piragua entre enseres y las dos filas de bogas. — ¡A la orden, señor! — ¿Usted conoce ese barco? Caramba, pintado de blanco y rosado. ¿De quién es? Ah, Mapaguare. — Bueno, jefe, esa como que es la piragua de la Madama. — ¿Y quién es esa tal Madama? — Jefe, yo lo que se, es que su nombre es Carlota, pero le dicen Madama, es la viuda del general Cazaba. Ese señor tenía mucha plata y negocio, era muy rico el hombre, tenía grandes lanchas para negociar, pero era muy malo, muy maluco con los indios. Algunos dicen que los mismos indios lo mataron en el Pasimoni. — Ah, caray ¿y la Madama? — insistió Menesio. 65


— Ella siguió con el negocio haciendo viajes a Manaus y Ciudad Bolívar, va y viene, vendiendo cosas muy finas, ropa, perfume, tela fina, tabaco y aguardiente. También vende munición y escopetas. Esa doña es muy bonita pero dicen que mata a sus maridos, figúrese que ya lleva tres difuntos acuestas; dicen que para eso se vale de una bruja que anda con ella pa’arriba y pa’abajo; que es una india buenamoza pero también muy maluca. Cuentan que quedó trastornada desde que los cazadores de esclavos le mataron a su familia y ella se salvó de milagro… Por la mente del teniente Mirelles comenzaron a cruzarse suposiciones; se preguntaba si esa mujer estaba relacionada con su familia en el ataque que sufrió Kawoodawaka, si sabía algo sobre ellos… ¿acaso era por eso que andaba, como él, en busca de venganza? — ¿Usted conoció a la familia de esa mujer, de la india? Ah, Mapaguare. — Caramba, jefe, no, yo no le conocí ningún pariente. — ¿Y cómo se llama ella? — Tampoco, jefe, ni sé como se llama — dijo Mapaguare avergonzado y para resarcir sus negativas añadió —: mire, mi teniente, esa mujer será muy bonita pero es una alocada, una buscona que solo se acuesta con puro ricachón como… — Ya está bien — acotó Menesio y agregó —: Le preguntaba por que me interesa saber si ella sabe algo sobre esos que mataron a su familia. A propósito Mapaguare ¿cuánto falta para llegar a Baltasar? — ¡Guá! Ya falta poquito, mi teniente, antes de oscurecer estamos llegando, si Dios quiere. — Bueno, ya sabe que no quiero nada de aguardiente — enfatizó el teniente— hasta que lleguemos a Maroa ¿entendió? Dígale eso a la gente. — ¡Iduári! mi teniente. — ¿Cómo dijo? — Yo dije, sí, de acuerdo. Efectivamente, antes de ocultarse el astro rey totalmente, la piragua estaba atracando en el puerto de Baltasar, poblado que había sido fundado por el teniente Nicolás Guerrero, de la expedición de límites española, el 27 de septiembre de 1758. Contaba ahora con dieciocho casas y unos ciento cincuenta y seis habitantes. La mayoría de ellos se dirigió a la orilla del río a observar el arribo de la expedición, no solo por curiosidad sino también para romper la pasmosa monotonía que reinaba en el caserío. En un caney cerca del puerto, los soldados-marineros dispusieron las amarras para colgar sus chinchorros, mientras el teniente Mirelles y el

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sargento Téllez aceptaron la invitación del preboste a que colgaran en la gran casa comunal, en reconocimiento a sus jerarquías. A la luz del farol, el teniente, el sargento y el preboste mantuvieron una conversación amena acerca de los asuntos de la administración pública local, sobre la nueva forma de gobierno que se empeñarían de imponer para enfrentar los abusos de los criollos contra los indios y sobre las nuevas responsabilidades que tendría el capitán poblador. — ¡Ni en gobernador, ni yo — dijo el teniente enfáticamente al concluir una de sus intervenciones — vamos a permitir que se sigan cometiendo abusos de esa índole! — Y usted, don — dijo Téllez dirigiéndose al preboste — va a tener toda la autoridad de ahora en adelante; aquí ya no habrá más comisario. — Bueno, nosotros vamos a organizarnos como ustedes dicen — intervino el preboste con voz enérgica al tiempo que gesticulaba las manos —. Pero ustedes, los jefes tienen que ayudarnos, porque teniendo solo dos escopetas y poquita munición que compramos a la Madama, para defendernos de esos brasileros que vienen por allí buscando nuestro producto y nos pagan con cualquier cosa, los que ellos quieran, no lo que cuesta el producto; esos vienen del Inírida con carga de zarzaparrilla que les quitan a los indios allá, amenazándolos con que esas tierras son de ellos, los brasileros. Ah, igual pasa con un tal Celada; ese estando aquí hace poco, antes de Madama, pero él iba subiendo hacia el Guainía, bueno ese y un tal Crispín que anda con él nos robaron como quisieron. — ¡Umjú! Así que Celada y Wulf andan por aquí — asintió Menesio con la cabeza. — Si señó, ¿y usté conociendo a esos? — Sí, por desgracia, pero solo de nombre, espero que caigan en mis manos pronto para… — interrumpió la frase al percatarse de que estaba siendo indiscreto con respecto a sus intenciones y agregó —: para llevarlos ante la justicia. — Sí, señó, esos hombres son muy malos — afirmó el preboste —. Mire, dicen que también cazan a nuestros parientes por el río Hacha pa’vender a los esclavistas. — Hay que aplicar la ley de Monagas del 24 de marzo del 54, que condena la esclavitud. Sí, sargento, la ley está hecha, sin embargo aquí nos costará un ojo y parte del otro imponerla, pero bueno, para eso estamos aquí. — ¡Así es! — exclamó Téllez apoyando al teniente —. Vamos a poner orden aunque sea más difícil que agarrar una cotúa por el rabo, como dice el Mocho. 67


— Oye, Téllez, podemos caerles a esos vagabundos en el paso del istmo de Pimichin. Nosotros vamos a defender lo nuestro. No puede ser que los brasileros han tenido toda la libertad, para explotar recorrer y establecerse en este país como más le convenga; aquí se les recibe bien y hasta llegan a gobernar, en cambio para los venezolanos es lo contrario, todo es prohibición, restricciones, impuestos y entorpecimiento para el que quiera trabajar aquí, y allá en Brasil son maltratados. — Jmm, así es, eso si está muy malo — aseveró el preboste. — Caramba, yo estoy muy de acuerdo con ustedes — intervino Téllez bostezando —, pero ya es tarde y no hemos tratado el asunto de los nuevos reclutas. Ah, si, capitán — dijo el teniente y se levantó de su asiento —. Para lograr los objetivos que nos hemos propuesto, necesitamos que nos consiga algunos hombres para la milicia, necesito unos doce hombres para reforzar el pelotón. — Jmm, bueno no habiendo muchos hombres aquí… pero así, diez, se puede conseguir — dijo el preboste mostrando los dedos de las manos, luego, agregó riéndose —: lo que hay es bastante mujer ¡je, je! La carcajada del futuro capitán poblador contagió al teniente y al sargento. Riéndose se despidieron. Al día siguiente, desde muy temprano, comenzó a reunirse la comunidad con las autoridades en la casa comunal. Se iniciaron los actos con el nombramiento del preboste como capitán poblador de Baltasar, en sustitución del comisario criollo, que casualmente desapareció del poblado desde que Celada llegó. El capitán dijo que se había unido a su banda. En vista de eso el delegado Mirelles, le dejó la resolución por escrito. El delegado tomo la decisión de nombrar al capitán poblador sin necesidad de elección como lo ordenaba el decreto, pues la asamblea lo aclamó por ser el líder nato de la comunidad. Posteriormente juramentó a ocho nuevos reclutas, que engrosaron las filas de la milicia. El capitán poblador había ordenado buscar a diez voluntarios, pero solo se ofrecieron ocho, entre los que se contaban cinco jóvenes rondando los diecisiete años y tres que andaban ya por los cuarenta años de edad. Por el momento sumaban veintidós los miembros del pelotón “Túsares” El teniente Mirelles dijo unas breves palabras a la concurrencia, explicando sobremanera las nuevas leyes que habían de cumplirse bajo la administración del capitán poblador. Finalmente arengó a los nuevos reclutas. Después de los actos todos se dirigieron al puerto, para despedir a la expedición. Algunas madres lloraban por la partida de sus hijos.

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— Pero si ellos van allí na’mas — las consolaba el capitán poblador pacientemente —, pa’ Maroa que está cerquita. Entretanto iba despidiendo a los milicianos que partían. — ¡Hasta pronto amigos! ¡Adiós! — gritó el teniente desde la piragua y la gente, tanto la de abordo como la de tierra, agitaba los brazos. Izaron la vela de la piragua y pronto desapareció en el recodo del río. Como era estación de verano, la brisa soplaba con fuerza y a pesar de que la embarcación iba ahora sobrecargada, navegaba raudamente. El delegado Mirelles y su comitiva, después visitaron rápidamente a los pueblos de Chamuchina en el Atabapo y Santa Cruz de Temi, ambos al margen derecho, en cada poblado el teniente Mirelles dejo indicaciones precisas e instrucciones a los recién nombrados capitanes pobladores. A tres días de navegación, interrumpida solo para pasar la noche en alguna de las extensas playas de arenas blancas, la expedición dejó el río Atabapo en la encrucijada de ríos conformada por: el río Guasacavi al oeste, el río Atacavi al este y el río Temi al sur, por donde continuó navegando la piragua. Estos ríos dan origen al mismo Atabapo, que va de sur a norte — Menos mal que estamos en verano — le dijo Mapaguare al teniente —. En invierno esto se convierte en un gran río, todo es agua y uno no distingue un río de otro. Cualquiera que no conozca el paso se puede perder entre tanta agua — y añadió enfáticamente —. ¡Hay que ser buen práctico para navegar aquí! Al cuarto día de haber zarpado de San Fernando, la expedición arribó al puerto de Yavita, en la margen izquierda del río Temi. Yavita era un poblado de unos cien habitantes, respetuosos y laboriosos. Su actividad era generalmente la fábrica de embarcaciones: bongos y piraguas, pues eran excelentes carpinteros, tal vez adiestrados por el neogranadino Nicanor Cansino, que hasta diseñaba barcos como el de Madama. También los yaviteros elaboraban tejidos variados y sogas de chiqui-chique; además, la actividad de acarreo de carga entre Yavita y Pimichin y viceversa, les producía beneficios, según una tarifa de precios. Ya había oscurecido cuando arrimaron. Alumbrándose con antorchas y faroles, se asearon, comieron y colgaron sus chinchorros bajo los caneyes. Desde sus respectivos chinchorros Menesio y Nicasio conversaron antes de dormirse. — Este poblado fue fundado por el cacique Yavita— informó Menesio —, el 17 de agosto de 1759, apoyado por el teniente Nicolás Guerrero, que a su vez fue enviado por José Solano, de la expedición de límites. El mismo año,

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el 5 de septiembre, el mismo Yavita fundó a Pimichin, a orillas del caño Pimichin, adonde tendremos que llegar mañana… a pie. — ¡A pié! — exclamó Téllez, decepcionado— ¡basirruque! — Ah, caray, eso no es nada, compa, solo son cuatro horas de camino. — Bueno, si no hay otra manera de ir, le echaremos pata — dijo Téllez con resignación y añadió —: mira, Menesio ¿y cómo haces tú para saber todas esa fechas y demás? — Todo eso está en los libros, amigo, en los libros. ¿No sabes que los misioneros que estuvieron por aquí mataban el tiempo escribiendo sus experiencias? Además, mi papá hablaba mucho sobre estos sitios, y oyendo también se aprende algo. — ¿Pero donde se consiguen esos libros de los misioneros? — En Angostura, o Ciudad Bolívar como se llama ahora — contestó Menesio y a la vez, preguntó intrigado —: caray ¿y verdad, te interesan los libros? Ah, Nicasio. — No es eso, ya te digo, pero antes dime una cosa ¿tu no has oído o leído algo sobre los tesoros que enterraron esos misioneros por allí? — ¡La picia! ¡Tú no tienes remedio, vale! ¿Tú crees que esos curas eran pendejos, para andar escribiendo eso? — Bueno, eso de los tesoros se comenta por allí.

En cuanto se levantaron, muy de mañana, recorrieron el pequeño poblado. Contaba con buenas casas y una capilla en buena forma, pero no había cura. Nicasio detalló la campana de bronce que contrastaba con la humilde construcción. Después se reunieron con el comisario y el cacique local para realizar los actos administrativos que culminarían con el nombramiento del capitán poblador; regularmente éste resultaba ser el preboste, el líder natural o cacique. El flamante capitán poblador, muy contento ofreció la ayuda de la comunidad para ofrecer comida a la tropa y colaborar con el acarreo de la carga y la curiara hasta Pimichin. El teniente Mirelles rechazó lo último, pues contaba con suficientes hombres; luego en la tarde, conversaron un rato sobre la nueva organización del gobierno de la Provincia, el control del tráfico de embarcaciones para evitar los abusos y otros temas menos significantes. El delegado indagó sobre los traficantes y el capitán poblador le dio información similar a la obtenida anteriormente sobre Celada y Wulf. — ¡Anjá! Otro que está jodiendo son los matis — denunció el capitán.

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— ¿Los matis? — preguntó el sargento Téllez intrigado — ¿y quienes son esos carrizos? — ¡Guá! Los matis son personas que se dedican a salir de noche pa’ asustar o matar a sus enemigos y si les consiguen alguna prenda de vestir o comida a mano, allí, en la ropa o en la comida, le echan el potente y mortífero veneno “camajay” — ¡Camajay! ¡Vacié! ¿Qué veneno es ese?— preguntó el Mocho Volastero alarmado. — ¡Shist! — hizo Téllez llevándose el dedo índice a la boca — Dejen oír al capitán. — Cuando alguien, por mala suerte — prosiguió el capitán poblador —, se come un fruto del conuco o un plato de comida que anteriormente le hayan echado el camajay, jmm, ¡no hay remedio que lo salve! La función de esos dañeros es liquidar a sus enemigos; para eso, se anuncian antes de actuar utilizando una uña de zamuro muerto que, al soplarlo, emite un sonido escalofriante, por eso es que también los llaman “pitadores”. Así, meten miedo, infunden tanto pavor que, al escuchar el silbido, hombres y mujeres, todo el mundo, huye o se esconde. Dicen que esos pitadores se meten de noche en las casas para buscar comida y por eso la gente debe dejarles algo para ellos comer, y así evitar que hagan daño con su veneno, por eso también les dicen “dañeros” desde hace mucho tiempo. La gente no se atreve a matarlos porque son muy vengativos, persiguen a cualquiera que mate a uno de ellos, hasta liquidarlo. Ellos salen completamente desnudos, pero se untan con una grasa silvestre, que les permite deslizarse rapidito y violentamente en caso de que traten de agarrarlos. También llevan consigo como arma, una macana hecha de corazón de parature… ¡durísimo es ese palo! — Uhm… ¿y por qué motivo se han ganado esos enemigos que ellos acosan así? — preguntó Menesio. Bueno, en realidad los enemigos se los ganan ellos, cuando roban los conucos y productos de la gente — apuntó un criollo con acento extranjero—. También son muchos los dueños de conuco que han sido atemorizados por los dañeros y se ven obligados a abandonar sus cosechas. — ¡Ah! — intervino el teniente — Eso hace pensar que los matis o dañeros son hombres no acostumbrados al trabajo, que recurren a esos métodos para apropiarse de lo ajeno y pasarse la vida como parásitos, viviendo de los demás. — ¡Anjá! — expresó el criollo en señal de aprobación y prosiguió—, uno de estos conuqueros, hace poco mató a un mati que lo estaba robando. Bueno, tuvo que huir y ahora anda errante porque los matis andan 71


persiguiéndolo para vengarse. Nunca se le conocen familiares a un dañero muerto, porque aún estando vivos, niegan cualquier parentesco con alguien. Por eso se corre el riesgo de que de mano de uno de esos familiares ocultos, también pueda venir el camajay que ocasiona la muerte en menos de seis horas, a consecuencia de vómitos y diarreas, dolor de cabeza o una fiebre que no se le encuentra forma ni manera de bajarla. También sucede que lo pueden volver loco a uno, todo esto depende de la intención que tenga el que suministra el veneno. — ¡Basirruque! — exclamó el Mocho — ¡Quien se mete con esa gente! Habrá que ensebar las alpargatas pa’poder escapárseles. — ¡Qué va! — replicó el delegado— Ni aún así, con todo eso, los racionales abusan de todos ellos… ¿no serán abusiones todas estas historias? — se preguntó y agregó —: Supongamos que yo viviera con ustedes y haya sido victima de un agravio, entonces quiero vengar esa ofensa utilizando a los matis. ¿Dónde los puedo encontrar, ah? La pregunta del delegado sorprendió al capitán de Yavita. — ¡Ahh…! Eso sí que no sabemos —respondió remiso, rascándose suavemente la cabeza —. Yo no me meto con esa gente, pero hay uno que puede informarle mejor que yo; ese es Críspulo Yaniva, que vive en caño Tirinquín. — ¡Yaniva! — exclamó el delegado, sorprendido al escuchar su segundo apellido. — Sí, señó — prosiguió el capitán — ¡Críspulo Yaniva sí sabe! Ese si controla a esa gente y también cura enfermedades y daños que le echan a la gente. Ese es el único por aquí que puede contra los dañeros ¡Ese es como un enviado de Dios! — ¡Que astracanada! — murmuró Téllez y Menesio hizo un gesto de negación. — Bueno, capitán, cuénteme más sobre ese cacique Yaniva — solicitó el delgado Mirelles, tratando de averiguar si el cacique tenía algún lazo familiar con él. — ¡Anjá! Críspulo Yaniva es cacique de los baniva, pero ese se dedica a enseñar a la gente y curar a los enfermos. Ese habla muy bien al castellano, no atravesado como nosotros, también habla portugués y sabe todos los idiomas de las tribus, que si baré, yeral, curripako; todo. Conoce las propiedades curativas de las plantas, hace increíbles curaciones y rompe maleficios y daños… Bueno, así muchas cosas… ¡jmm! Ustedes tienen que viajar mañana temprano y es muy tarde — advirtió el capitán par finalizar.

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— El capitán tiene razón — admitió Menesio —. Mañana será otro día y habrá mucho trabajo, ¡que pasen buena noche, señores! — ¡Buena noche! ¡Hasta mañana! — respondieron sus compañeros y demás tertulianos. El capitán agregó —: No se queden dormidos. Menesio se mecía en el chinchorro impulsándose con el pié, tratando de conciliar el sueño, pero la incertidumbre lo tenía angustiado. En su mente se cruzaban las incógnitas: ¿qué relación de parentesco tendría con el cacique Yaniva? ¿Sería conveniente hacerse conocer como Yaniva en vez de Mirelles? ¿Podría utilizar a los matis para llevar a cabo su venganza? “No, no. Sería una actitud cobarde y solapada — se dijo —. Pero, como una fuerza de ataque… ¡Claro! ¡Claro que sí! Sería un escuadrón de ataque nocturno ¡Sí!...Pero, ¿no era mejor dedicarme a encontrar a mis hermanos, en vez de buscar venganza?” Finalmente, sin haber respondido a esas interrogantes, lo sedujo el sueño. Se vio envuelto en un mundo mágico y enigmático que le ofreció visiones de un gran cacique petrificado sobre una laja negra de dimensiones colosales, a orillas del Río Negro. Vio un cacique gigante de piedra negra azabache con los brazos alzados, que recibía los rayos del sol que refractaban de sus manos extendidas hacia todas las tribus rionegrinas. Estas comunidades, al recibir la iluminación transmutada desde el coloso, emergían con todas luces y conocimiento, armas y ostentosos atuendos contra los opresores racionales y crecía con gloria, poder y bienestar la raza indígena. No obstante, cuando se daba por hecho, el triunfo definitivo de las tribus indias sobre los yaránabes criollos, aparecieron unos dragones voladores, dos de ellos con caras de Celada y Wulf. Colocaron una gran alfombra tejida con fibra de chiqui-chique y caucho, cerca de las manos emisoras del haz de luz. La alfombra fue quemándose, primero lentamente, después ardió con fuerza y el fuego se esparció y quemó toda la selva. El gigantesco incendio dispersó a las tribus hacia las montañas, pocas sobrevivieron al pavoroso incendio. — Un fragmento de esa estera incendiaria — indicó Menesio—, había caído sobre mí, que estaba solo observando desde lejos aquel incendio y trataba desesperadamente de quitármela de encima. — ¡Caray! Era por eso que estabas como un loco desesperado, enredado con el mosquitero, cuando te despertaste — intervino Nicasio Téllez. — Sí, hombre, pero era el sol que me daba en los ojos — prosiguió Menesio — y el mosquitero me había arropado. — Qué sueño tan extraño — apuntó Téllez — ¿Qué significado tendrá? — Quién sabe… bueno, ahora si estamos listos ¡vámonos! — dijo Menesio y se limpió la boca con dorso de la mano después de comer huevos fritos con casabe y café. 73


CAPÍTULO VII EMBOSCADA EN EL ISTMO

artieron con las primeras luces del alba, cada miembro de la expedición Pllevaba alguna carga: herramientas, víveres, armas y objetos personales. El pelotón “Túsares” comenzó a avanzar por el camino hacia Pimichin, en fila de una columna. “¡Ojo avizor muchachos!” les recomendó el teniente Mirelles. Los cabos de banda Yapuare y Yavapari con dos soldados iban a la vanguardia, cincuenta metros adelante. Los seguían, el teniente Mirelles, el sargento Téllez y el cabo primero Canuto Mediavilla, con dieciocho hombres más. Y en la retaguardia, distantes unos treinta metros del grueso del pelotón marchaban el sargento Volastero, el cabo primero Tarciso Mure y dos milicianos. La humedad de la zona era sofocante, pero se compensaba con la sombra de los gigantescos árboles, que amortiguaban el calor dejando tan solo filtrar hilos de luz solar. A las diez de la mañana estaban por llegar a Pimichin, cuando los cabos Yapuare y Yavapari en compañía del preboste del poblado, seguidos de una veintena de indígenas, todos jadeantes y nerviosos, se presentaron ante el delegado Mirelles. — ¡Señor delegado! ¡Nos atacaron y nos robaron!— dijo el cacique agitando los brazos al aproximarse a la columna, después más calmado agregó —: anoche unos bandidos nos robaron, primero nos engañaron haciéndose pasar como gente del gobierno y dijeron que venían con el delegado del gobierno. — ¿Cómo? — intervino Mirelles — ¡Tiene que ser Celada! — ¡Iduári! ¡Ese mismo es! A ese coronel lo atendimos, le dimos comida y bureche a su gente y fíjese, ellos pagaron robando las curiaras de nosotros — declaró el preboste contrariado y haciendo aspavientos —. Otras curiaras las dañaron y las trambucaron toditas. — ¿Cuándo ocurrió eso? — preguntó el delegado — ¿Cuándo pasaron esos muérganos por aquí, ah? — ¡Guá, ayer na’mas! — contestó el cacique y añadió —: Mire, señó delegado, y esos también abusaron de las mujeres. 74


— Ah, caray, capitán, ya vamos a castigar a esos carrizos — dijo el teniente Mirelles tratando de apaciguar la situación —. Nosotros llevamos una curiara, pero es muy pequeña. Vamos a mandar gente a conseguir un bongo, para perseguir a esos truchimanes. Mire — manifestó el delegado, dirigiéndose al cacique —: usted, desde ahora va a ser el capitán poblador de Pimichin, en sustitución del comisario. Usted va a mandar aquí en representación del gobernador y mía. Así que ya sabe, ya no habrá más comisario… Y ahora levante la mano derecha para tomarle el juramento. Después de juramentar al capitán, sin protocolo, el delegado insistió: — Bueno capitán, ahora me va a conseguir esas curiaras o un bongo donde sea, lo más pronto posible. — Uhm… ¿Donde será?— murmuró el capitán poblador rascándose la cabeza con preocupación —. Solo hay un sitio donde podemos encontrá esas curiaras. — ¿Cuál? — Guá, en Yavita, pa’Yavita podemos ir ligero. — ¡Cómo nié! — exclamó Téllez, en son de protesta ¿regresar a pié? ¡Basié! — Bueno, yo voy con mi gente — propuso el flamante capitán poblador. — ¡Sargento Volastero! ¡Cabo Yapuare! — vociferó el teniente Mirelles. Cuando los aludidos estuvieron al frente suyo les ordenó —: Regresen a Yavita con el capitán y su gente. Vayan a traer esas curiaras y en caso de que no consigan, traigan la piragua, es probable que no haya regresado todavía. Pero preferiblemente traigan dos curiaras ligeras. — De acuerdo, mi teniente — dijo Volastero y Yapuare repitió en baniva “Iduari, mi teniente” Rápidamente los dos hombres se movilizaron y se pusieron al frente de unos treinta hombres del capitán que estaban congregados listos para partir. ¡Atencioon!... ¡Vámonoos ya! — ordenó el sargento — ¡a pasitrote trancao! Los indios lo siguieron sin entender la orden, solo corrían tras su jefe, el capitán poblador. Entretanto, Mirelles y Téllez observaban la partida y comentaban sobre el suceso. — ¡Tenía que haber supuesto eso! — dijo Mirelles perplejo — ¡Claro! — Caray, no te entiendo — dijo Téllez intrigado. — Bueno, yo te había dicho que preveía una emboscada en el camino, por eso había tomado precauciones, pero no conté con las ociosidades de ese miserable ¡tronco e’ vaina nos echó, dejarnos sin transporte!

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— Pero si ese muérgano no nos emboscó — apuntó el sargento —, seguramente no va bien apertrechado, supongo yo, recuerda que le quemaste todo el parque ¿qué dices, ah? — Que tienes razón, amigo. Y esta es la ocasión para atraparlo. El cree que nos dejó varados pero se va a llevar una sorpresa, ya veremos. Oye, Téllez, organiza el personal y prepáralos para un ataque, mientras llegan las curiaras. — ¡Claro, no faltaba más! — asintió Téllez entusiasmado —. Ya es tiempo de entrar en acción.

Volastero, Yapuare y el capitán poblador con su gente, regresaron con las manos vacías. — Pero ¿qué significa esto? ¡La picia, eso no es posible!— gritó Mirelles desesperado. — Caramba, mi teniente — dijo Volastero —. Allá en Yavita ocurrió lo mismito que aquí; los muy desgraciados rompieron y hundieron las tres curiaras que tenían los indios, y bueno, ya le dije que la piragua ya se había ido. Qué calamidad mi jefe, mire, yo presiento algo malo, caray… — Ya me lo imagino sargento — intervino el teniente — ni lo diga. Hay que estar preparado para un ataque incontinenti. Llámeme a Téllez, que vamos a preparar un plan, pero… oiga bien, no le diga a nadie, entendió, ¡nada a nadie! — ¡Entendido mi teniente! Naiboa. Al oscurecer, la tropa se reunió cerca de un gran caney, allí se les repartió la cena y después de comer, comenzaron a colgar sus respectivos chinchorros. Un rato después todo estaba tranquilo en el improvisado campamento; solo se escuchaba el concierto nocturno y monótono de la orquesta invisible de batracios, insectos y aves nocturnas. Cuando se agotó el aceite de los faroles y las débiles llamas se extinguieron, todo el ambiente fue envuelto por las tinieblas. Pero al cabo de poco tiempo, muchas siluetas comenzaron a desplazarse en silencio entre la oscuridad e irrumpieron el campamento; eran los hombres del coronel Celada, machete en mano. La patulea de Celada se arrojó como una jauría sobre el gran caney, dispuestos a aniquilar a las tropas del gobierno, macheteando con saña a los ocupantes de los chinchorros. De pronto, uno… y después otro, y otro y así muchos se sorprendieron que no estaban macheteando a seres humanos sino a sacos rellenos con ropas, que subrogaban personas acostadas. 76


Cuando Wulf se dio cuenta del ardid, quedó atónito. Un escalofrío recorrió su cuerpo y se le concentró en el escroto. — ¡Es una trampa, carajo! ¡Vámonos de aquí! — gritó desesperado. Celada también sudó frío cuando oyó el grito de Wulf. Ya estaba entrando en la choza donde se suponía que dormía el delegado y sus adláteres. Su sorpresa, al no encontrarlo allí, fue tan grande que quedó yerto por un momento. Súbitamente se iluminó el sitio con llamas de teas, lanzadas por la gente de Celada. Comenzaron a arder los techos de las chozas. El teniente Mirelles dio la orden de contraatacar con un silbido agudo a imitación del de los matis; para ese momento las llamas se habían propagado intensamente sobre los techos de palma, iluminando todo alrededor y, por supuesto, a los atacantes que desordenadamente se retiraban. Se habían convertido en presa fácil para los fusileros y arqueros del teniente. La patulea de Celada fue cayendo entre el desbarajuste y el pánico. Ululando, trataba de guarecerse buscando esfumarse tras la cortina fuliginosa de selva tupida. El coronel Celada espabiló con las detonaciones y también buscó refugio en la selva con algunos de sus seguidores. Escaparon muchos, casi la mitad y el resto se rindió. Wulf, herido de bala en una pierna fue capturado; lo enlazaron con una soga de chiqui-chique al cuello y lo ataron a un botalón. Su resistencia, cual toro bravío, obligó a los soldados a tratarlo tal como él castigaba a los indios. Esa agitada noche, Menesio la había pasado en vela. Después de controlar la situación y volver la tranquilidad, se sintió confuso por el hecho de tener prisionero a su enemigo. Se preguntaba sobre la alternativa que debía tomar: ¿lo fusilaría en el acto?... ¿Se le haría un sumario y se remitiría al gobernador? O tal vez, lo mejor era asfixiarlo con sus propias manos y así, consumar su ansiada venganza… Las bajas de su pelotón habían sido pocas, sin embargo, estaba preocupado por los heridos del bando contrario, que eran muchos. Nicasio Téllez estaba saturado de trabajo, aplicando sus escasos conocimientos de enfermería. — A todos hay que atender, amigos y enemigos, al fin y al cabo, esos infelices solo cumplían órdenes — comentó el delegado Mirelles. Pero el pobre Téllez ya no daba abasto y no había un enfermero más. La solución era la medicina indígena; esos apósitos que preparan los curanderos eran muy efectivos y el teniente Mirelles recurrió a ellos. Cuando vislumbraron las primeras luces del día, la algarabía por el triunfo era total. Toda la gente del poblado estaba muy contenta al ver a sus opresores atrapados, a pesar de la quema del caney y otras casas más. 77


Compartían su alegría con el pelotón “Tusares”. En esos momentos, en la penumbra de la aurora el teniente Menesio Mirelles, delegado del gobierno en Maroa, se enfrentaba al Crispín Wulf, traficante de esclavos. Wulf estaba desconsolado y estropeado. Al ver a Menesio, comenzó a retractarse sin recato, a suplicar por su vida, se arrepintió por todo lo que había hecho y por último dijo: — Caracha, mi teniente, le juro por mi madre, que solo cumplía órdenes de mi jefe, el coronel Celada, y nosotros solo hacíamos lo que nos ordenaba el patrón; trabajamos para él y cumplimos con lo que se nos ordena. Los brasileros nos pedían indios, ¿que íbamos hacer? Ese era nuestro trabajo, usted entiende, porque es militar. — ¡Cállese! — interrumpió el teniente desdeñoso —. Ah, caray, ahórrese las palabras, ¡desgraciado, muérgano, sinvergüenza! No viene a escucharle, sino a verle la cara al asesino de mi madre y mi hermana. ¡Y para que viera también la mía, la del que lo va a mandar al mismísimo infierno, allá no va olvidarme nunca, maldito! — ¡No, no! Espere mi teniente, eso no es así, entienda — insistió Wulf, suplicante —. Oiga le voy a decir algo, vamos a hablar, mire, yo no tengo nada que ver con la muerte de su familia, caracha, oiga, el culpable de todo fue Celada, fue solo él, no yo, yo me quedé en el barco ¡se lo juro! Mire, hagamos un trato, tengo algo que le va a interesar; suélteme ahora que no hay nadie y todo el oro que tengo será suyo. Suélteme y yo me iré lejos de aquí y usted será inmensamente rico ¡es un buen trato! — ¡Cállese ya, miserable! — increpó el teniente desenvainando su cuchillo de caza para afincarlo en el cuello de Wulf —. ¡Habla claro de una vez, gran carajo! Dígame ¿donde está ese oro? — le dijo con encono al oído. — Suélteme, pues. Suélteme y se lo diré. — ¡Ah, caray! No estoy para mamadera de gallo ¡Habla de una vez o te haré callar para siempre! — amenazó el teniente con voz persuasiva presionando más y más la hoja contra el cuello del prisionero. Brotaron gotas de sangre y comenzaron a deslizarse sobre la piel blancuzca y sucia. — ¡Ahgg, ahgg! Ya… ya... le… digo — gargajeó Wulf. Entonces el teniente aflojó la presión y el prisionero pudo hablar —: En casa de Madama Cazabat, en Maroa… el cofre esta enterrado detrás de la puerta del deposito… ¡Ahora suélteme, caray! — ¿En Maroa? Dime otra vaina, ¿cómo compruebo yo, eso? ¿Creíste que yo iba a ser trato con una alimaña como tú? ¿Creías que me ibas a engañar? Zopenco ¡bacié! Aquí te llegó la hora de pagar por tus crímenes ¡Hasta nunca! 78


El teniente se alejó, mientras Wulf, viéndose perdido, le gritó con altanería desafiante: — ¡Maldito necio! ¡Desgraciado! ¡Zampatortas! Te crees gran cacao ¿verdad? ¡Indio miserable! ¡Espurio! Tenía que ser un indio ¡malaya sea...! Siguió vociferando imprecaciones contra Mirelles hasta que desapareció de su vista. Después, sintió una sed desesperante y volvió a rogar para pedir agua. Ese día el teniente organizó una comisión al mando del cabo Yapuare, para traer unas curiaras desde un pueblo cercano, subiendo el Guainía. También formó un consejo de guerra, integrado por Téllez, Volastero, Mediavilla y Mure. Como representantes de la comunidad incluyó al capitán poblador y dos de los suyos. Menesio no se incluyó, pero decidió que el consejo fuera presidido por Téllez. Estuvieron deliberando durante dos horas. Téllez insistía que por la peligrosidad del prisionero y la falta de seguridad no convenía enviarlo a San Fernando, pues era demasiado el riesgo de que se escapara o fuera rescatado por sus partidarios. Sobre esta opinión estaban de acuerdo Mediavilla, el capitán y sus dos paisanos. El Capitán poblador solicitaba para ellos la cabeza del prisionero alegando que eran ellos los más afectados por las incursiones de aquel. Por su parte el sargento Volastero propuso: — Debemos establecer el cumplimiento de la ley al pie de la letra. El decreto dice claramente que debemos instruir un sumario y dar cuenta a la gobernación. — Ah, caray, ya sabemos eso — replicó Téllez —. Como también sabemos que el gobernador ha enviado criminales a San Fernando de Apure y al poco tiempo aparecen de regreso, absueltos y libres para reincidir ¿No es así mi teniente — preguntó — ¿es eso lo que queremos, ah? — Les recuerdo — aclaró el teniente — que estoy aquí como simple observador, sin voz ni voto, ya saben mis razones. — Bueno, hay que tener tabaco en la barriga, pero… ¡la Ley es la Ley! Y hay que cumplirla — opinó Volastero en descuerdo. — El capitán poblador, su gente, Mediavilla y yo — declaró Téllez después de deliberar—, estamos de acuerdo en fusilar al acusado y liberar al resto de prisioneros. Y eso es lo que proponemos para que se apruebe. Después de la intervención de Téllez, Volastero argumentó su posición con vehemencia y Mure con desazón. No obstante, fueron persuadidos por Téllez y finalmente, acordaron por unanimidad aprobar la proposición de la mayoría. La ejecución de la sentencia se llevaría a efecto en la mañana del día siguiente. 79


Habiéndose enterado Wulf de la sentencia, esa noche no durmió tratando de soltarse de las amarras. Con sumo esfuerzo las aflojó y las fue limando con su hebilla metálica, hasta que, finalmente, se libró de ellas. Era de madrugada, estaba oscura, pero pudo observar que el guardia estaba dormido y se dispuso a caminar arrastrando la pierna herida. Estaba a punto de escapar, solo faltaban pocos pasos para penetrar en el monte y desaparecer en la espesura. De pronto sintió un dolor punzante; se llevó la mano al cuello y tanteó una flecha de cerbatana que, cuya punta envenenada se le había clavado, silente y profundamente introduciéndole el mortal curare. El indio vengador, era el capitán poblador. Satisfecho de su puntería y blandiendo su cerbatana gritó en lengua geral: ¡manusaho apigawa ipusi! ¡Murió hombre malo! — repitió uno de los suyos. El teniente Mirelles se enteró del suceso con indiferencia, pues ya lo daba por muerto, sin embargo comentó: “Fue lo mejor, así los propios hijos de la selva se hicieron justicia”. Luego recordó el asunto del tesoro que le había ofrecido Wulf a cambio de su libertad y se preguntó que habría de cierto en ello; o si era una estratagema del difunto para salvarse… En casa de Madama Cazabat — se dijo — entonces habrá que esperar.

El delegado y su comitiva se despidieron de la gente de Pimichin, al día siguiente de la muerte de Wulf. — Hasta la vista capitán. — Adió, delegado, que le vaya bien, no se olvide de mandarnos más hachas y machetes para construir las casas que se quemaron. Partieron de madrugada en tres curiaras hacia Maroa, bajando por el caño Pimichin. Dejaron tras sí, a dos compañeros enterrados en el cementerio junto a otras once cruces de los muertos de Celada. Tal fue la mortandad causada por el enfrentamiento entre traficantes esclavistas y la gente del gobierno. Allí habían quedado los cantos fúnebres de las mujeres, acompañadas del piache con solemnes soliloquios y plegarias, durante noches enteras pidiendo buena vida en el mundo donde mora Nápiruli, para los parientes caídos por causas extrañas impuestas por la actividad del yaránabe.

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CAPÍTULO VIII LOS TRAFICANTES DEL GUAINÍA

orillas del río Guainía, se bañaban algunos niños, mientras sus madres Alavaban ropas; cerca de allí arriman las curiaras, bongos y piraguas de propietarios que andan de transito o viven en Maroa, más allá, río arriba, algunos hombres pescaban y, alejados de la orilla, otros simplemente observaban plácidamente. A media tarde alguien avizoró tres curiaras repletas de gente y corrió la voz. Pronto de formó una algazara y los habitantes del pueblo fueron reuniéndose en el puerto. Los más destacados representantes de la comunidad, se fueron agrupando en la orilla, separados del gentío. Entre ellos se distinguía don Saturnino Afanador, un hombre de letras, poeta y autodidacta, que a la sazón era el comisario interino, desde que el anterior abandonó el cargo apenas supo que iba a ser sustituido. Saturnino Afanador se vistió de gala ese día, ya que le habían anunciado la llegada del teniente Menesio Mirelles como delegado del gobierno. Su aspecto físico, regordete, de baja estatura, mejoró notablemente con la levita; hasta le dio un porte destacado entre sus congéneres, además del que le daba su carácter vanidoso y petulante. Al desembarcar el delegado y su comitiva, Saturnino Afanador les dio la bienvenida, pronunciando un sonoro e improvisado discurso. — De veras, es un gran momento y la emoción nos embarga — expresó para finalizar—, lo digo a nombre de todos los maroeños, que vivimos en la zozobra causada por los abusos de los traficantes y negociantes inescrupulosos, sobremanera el tal coronel Celada y los bandeirantes portugueses. Menos mal que ya contaremos con gente de guáramo, como lo son ustedes, que han puesto en su lugar a esos malsines. Y también es un orgullo para nosotros, como amazonenses, repito, que el gobierno nacional al fin haya tomado en cuenta a esta olvidada y abandonada región del país, dándonos la categoría que merecemos, a la par de las demás regiones hermanas: la de ser una Provincia de la República de Venezuela… ¡Viva el general José Tadeo Monagas! — ¡Viva, viva! — ululó el pueblo. ¡Viva el

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gobernador Michelena y Rojas! — ¡Viva, viva! — gritó el gentío. — ¡Viva el delegado Menesio Mirelles! — ¡viva, viva! Después de muchos aplausos, los recién llegados recibieron fuertes abrazos, como fuesen viejos amigos de los maroeños. Luego la comitiva del delegado se dirigió al poblado y se dispuso a instalarse en un caserón de techo de palmas que fungía de casa de gobierno. Por otra parte, el teniente impartió órdenes al sargento Téllez para acantonar al pelotón, que merecidamente necesitaba un buen descanso. Al día siguiente comenzaron las labores de reconstrucción y construcción de las instalaciones para la administración y la guarnición, respectivamente, de acuerdo a los planes que Menesio había afinado anteriormente con la participación de Nicanor Cansino, el carpintero neogranadino, que lo había acompañado desde Yavita. Cansino ejercía los oficios de contratista, albañil, ebanista, diseñador y constructor de barcos, además no se negaba a realizar cualquier otro oficio que se le solicitara. El cuartel general se construiría en una ensenada del río, con el fin de dotarlo de un atracadero, puesto que la movilización de la tropa se haría principalmente por vía fluvial. Estaría bien cercado con palo a pique y provisto de torretas de vigilancia en cada esquina del cercado; contaría con oficina del comandante, armería, calabozo, polvorín y hospedaje para oficiales, sargentos y tropa. Además estaría dotado de un pasadizo para comunicarlo con el embarcadero, siendo éste el detalle que más le entusiasmaba a Menesio. Después de tres meses de haberse iniciado los trabajos, el fortín ya estaba habitable. Otra cuadrilla también dirigida por Cansino se ocupó de reconstruir la casa de gobierno, reparando y revistiendo las paredes de bahareque con caolín, reponiendo el techo de palmas a dos aguas bien inclinadas. Un tercer grupo de faena, dirigido por Volastero, se ocupó de la limpieza del pueblo, de mejorar otros lugares como la plaza y las calles del poblado. Entretanto, el sargento Téllez, con la ayuda de los cabos Yapuare y Yavapari, se ocupaba de adiestrar a un grupo élite de asalto, integrado solo por indígenas. La constitución de ese grupo era el resultado de la iniciativa que tuvo Menesio, inspirándose en la actuación y ataques que realizan los matis o dañeros. Desde el primer día de su llegada a Maroa, Menesio solía comer junto a Saturnino Afanador, Téllez, Nicanor Cansino y Volastero. Almorzaban y cenaban juntos. Saturnino Afanador tuvo cierto problema al principio con su mujer, finalmente la pudo convencer de lo conveniente que era para él de

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mantener buenas relaciones con el gobierno, además, también era cierto que se sentía a gusto entre el grupo. — Es gente civilizada, mujer — le explicaba pacientemente —. Ellos me dan ánimo para seguir luchando contra la barbarie, además, no nos reunimos para tomar aguardiente y hablar de mujeres como tu crees, sino, simplemente para conversar y comer. — Bueno, así será, pues, sigue comiendo con tus curruñas — contestó ella sin entender del todo la actuación de su marido —. Así tengo menos trabajo para cocinar. La mujer terminó de entender a los pocos días, cuando su marido, aunque tuvo que dimitir al cargo de comisario, fue nombrado Juez, que era un cargo superior. Entonces no se molestó más por la ausencia de su marido al momento de la comida. ••• Durante una asoleada y calurosa tarde, el delegado Mirelles divagaba en sus pensamientos, meciéndose en una hamaca colgada en el corredor del cuartel, porque prefería ese lugar que estaba cerca del río en vez de la casa de gobierno. Comentaba a ratos alguna perogrullada con su sirviente Mapaguare. La conversación entre ambos se daba con mucha dificultad, pues Mapaguare era de carácter estoico, retraído, taciturno y reflexivo; poco locuaz y nada comunicativo. Aún así, Menesio averiguaba con él sobre la vida diaria de la gente del poblado, que solo tenía unos ciento noventa y cinco habitantes. Intempestivamente se presentó Volastero. — Con su permiso mi teniente, le vengo a informar que viene atracando la piragua de Madama Cazabat procedente de río arriba. — ¡Anjá! Bueno, bueno; ya iremos a recibir a la famosa Madama — dijo Menesio y se dispuso a calzarse las botas. Después se levantó de la hamaca con calma, tomó su sombrero y salió del cuartel, seguido de Volastero y Mapaguare. Antes de llegar al puerto se toparon con Téllez. — Qué casualidad que lo encuentro delegado — dijo Téllez en tono respetuoso —. Le quería preguntar algo. — Dime, Nicasio ¿de qué se trata? — Es que me acordé que usted nos venía contando por el camino, la historia de cada pueblito por donde pasábamos; pero no me acuerdo si nos contó sobre la fundación de Maroa, que es la capital del distrito. Caray, yo creo que no, si mal no recuerdo. 83


— Uhm, a ver… tienes razón — admitió Menesio —. Maroa fue fundada el 19 de septiembre de 1760, por el cacique baniva Marawá, a insistencia de Nicolás Guerrero, el mismo que ayudó al cacique Yavita a fundar a Pimichin y Yavita, ¿recuerdas? La misma expedición de Solano…— Menesio interrumpió su conversa y, viendo hacia el puerto, indicó—: Allá está la Madama, vamos a saludarla. Madama Cazabat, bajó por el planchón desde su piragua, estaba elegantemente ataviada, sin embargo, era difícil distinguir su sexualidad, ya que su vestimenta consistía en un casco de lona que escondía su cabellera, camisa manga larga y pantalón de lino, calzaba botas de corte alto al estilo de las amazonas. Por su aspecto podía confundirse con el de un elegante caballero. Venía escoltada por una mujer india de exótica belleza y tras ellas, como arropándolas surgía la figura colosal de un hombre de raza negra. El juez Saturnino Afanador se adelantó al delegado, para salir al encuentro de Madama. La saludó con una reverencia y besó su mano. — Mi querida, apreciada y honorable señora — musitó, sin soltarle la mano—, sea usted, una vez más bienvenida a ésta, su casa. — ¡Oh! Gracias, querido — contestó ella afablemente —, es muy halagador de su parte. — Madama, permítame presentarle al delegado del gobierno, el teniente Menesio Mirelles. Cortésmente, Menesio se inclinó; ella le tendió la mano y él se la besó. — Es un verdadero placer — dijo sonriendo y sondeando sus ojos —, conocer a tan renombrada personalidad, aunque esconda sus encantos bajos esos atavíos. — Con que usted es el ya famoso delegado Mirelles — replicó Madama, desentendiéndose del cumplido — que acabó con las andanzas del capitán Wulf y puso en carrera al coronel Celada. — Ya veo que las noticias corren rápidamente — dijo Menesio —, aunque no tengamos correo. Pero eso se pudo lograr por la acción de la milicia, del personal que me acompaña… Menesio le presentó a Téllez y Volastero. Madama le dedicó a cada uno una sugestiva sonrisa que los dejó embelesados. Después prosiguió hablando con Menesio. — Decía usted que no hay correo, pero se equivocó, delegado — dijo Madama, sonriendo —. Pues traigo correo para usted. Ah, pero… debo desempacar para buscárselo. Mejor los espero en mi casa más tarde, para la cena, a usted y al señor Afanador. — Con gusto iremos — dijeron los dos a la vez. 84


Madama se despidió y se dispuso a atender el acarreo de sus pertenencias, mientras recibía el saludo de los humildes habitantes del poblado, que con respeto o timidez, se acercaban a ella para expresarle sus parabienes. Por otra parte, sus ahijados cruzaban los brazos y se arrodillaban piadosamente para pedir su bendición: ¡Bendición madrina! — que dios te bendiga mijo. ¡Bendición madrina! — que Dios te guarde y te favorezca. Bendición — santico — respondía Madama y así continuaba la letanía, mientras repartía, con la bendición, algunas bagatelas. Menesio Mirelles, regresó al cuartel y se tiró a la hamaca, pensando en Madama y el tesoro de Wulf. Después anotó las observaciones del día y cuando el sol comenzó a ocultarse se dispuso acicalarse para acudir a la cita pendiente con Madama. Al llegar a casa de Madama, ella le entregó la correspondencia que traía por encargo del gobernador, desde San Fernando. Antes de abrirlo, Madama insistió para que ambos invitados, Menesio y don Saturnino, se tomaran un aperitivo, a lo cual accedieron gustosamente. Después de disfrutar la suculenta cena a base de pescado y cacería, Madama Cazabat y sus invitados se sentaron en el amplio corredor de la casa a saborear el aromático café. Menesio apuró el suyo y, con la venia de Madama y Saturnino, se dispuso a leer la correspondencia. — Lamentablemente, amigos míos — anunció después de leerla —, las noticias que me llegan son inquietantes, por no decir preocupantes. — Caramba, ¿de qué se trata? delegado — intervino Afanador. — Que el presidente José Tadeo Monagas, presentó su renuncia al congreso, forzado por el triunfo de la revolución de marzo. — ¿Cuál revolución? — inquirió Madama. — La misma que comenzó en Valencia este año — contestó Menesio —. El nuevo presidente es el general Julián Castro, el mismo que hace veintidós años, cuando era capitán, mandaba la compañía de soldados que detuvo al presidente Vargas, eso ocurrió en julio de 1835. — Es un golpe duro para la causa liberal — manifestó el juez Afanador con preocupación. — Puede que así sea. Sin embargo, en lo que se refiere a la Provincia, el gobierno aquí continúa indemne — repuso el delegado y prosiguió dando un giro a la conversación —. Bueno, bueno, pero no dejemos que estos problemas de Estado nos desvíen de la atención a nuestra encantadora y atenta anfitriona ¿no le parece, amigo Afanador? Entonces prosiguieron los halagos de los caballeros a Madama, quien, por su parte, hacía gala de sus cualidades como anfitriona. 85


Mientras tanto, desde un lugar encubierto, la india buenamoza y bruja, amiga de Madama, espiaba a Menesio y planeaba con odio su futuro proceder. Tanto era su encono que dejo escapar un murmullo amenazador: “Ese hombre tiene que pagar por lo que hizo y va a pagar con su propia vida”. Pero terminada la frase, sintió un síntoma de remordimiento y una extraña simpatía por aquel hombre que la hizo rectificar afirmando: “lo va a pagar caro”. ••• Sobre una torreta de observación, los cabos Canuto Mediavilla y Tarsicio Mure, conversaban nimiedades en voz baja, mientras atisbaban las sombras de siluetas imprecisas del negro horizonte de las orillas que se cerraban sobre las linfas del Guainía. —… ¿qué te parece? Nuestro patrón no ha perdido el tiempo aquí con las guarichas — comentó Mure —. Ya tiene preñadita a la Kaimara. — ¡Anjá! ¿Y esa no es la que va a ser tu cuñadita? — preguntó Canuto. — Sí, hombre, esa misma. — Bueno, valezón, pero dime ¿qué puede hacer uno? — dijo Canuto —. Si no se está vigilando, no se sabe para qué, porque aquí no pasa una sola ánima, no hay otra cosa que pasarla bien con las mujeres. ¿Y qué puede hacer una mujer aquí, si el patrón la asedia? Carajo, lo mejor que puede hacer es meterse a vivir con él. Porque sino, le caigo yo encima, o cualquiera más pendejo que yo. — ¡Caray, mira eso! ¡Mira allá! — irrumpió Mure — allá, en la vuelta. — ¡Jmm! Espera… ¡Ah! Ya veo, caracha, parece que es un tronco que baja— opinó Canuto. — No será que es una piragua al garete — dijo Mure con duda —. ¡La picia! Por si acaso, voy a dar la voz de alerta — añadió y bajó rápida y sigilosamente. Una vez comprobada la naturaleza del objeto flotante, la tropa se alistó rápidamente, salió de la barraca – dormitorio y se dirigió por el pasadizo oculto por la arboleda hacia el embarcadero; allí los milicianos abordaron tres curiaras al mando del teniente Mirelles. Amparados por la oscuridad, las curiaras conducidas por guías indígenas nictálopes, se adelantaron a la piragua furtiva, para salirle al encuentro en el próximo recodo del río. De esa manera sorprendieron a los sigilosos traficantes, que pretendían infiltrar su embarcación evadiendo la vigilancia de los guardianes de la frontera. Durante el abordaje, certero y preciso que ejecutó el pelotón del teniente Mirelles, se confundieron las sombras de los combatientes en la noche negra 86


del Guainía. Cuando Volastero encendió la primera tea, la situación estaba totalmente controlada. Todos los tripulantes de la piragua fueron sometidos y apresados, sin disparar un arma. Seguidamente los abordadores encendieron otras teas y los faroles de la embarcación. — Abran la compuerta — ordenó el teniente —. Veremos que llevan en la bodega. Enseguida un soldado se afincó y levantó la pesada tapa de madera. El teniente se asomó, anteponiendo un farol. — ¡Dios Santo! — exclamó estupefacto al mismo tiempo que se retiró del boquete, tapándose la nariz con la mano. Luego ordenó —: ¡Regresemos rápidamente al puerto! Hay que atender a esos infelices. Eran una veintena de seres humanos, transformados en piltrafas los que se encontraban prisioneros dentro de las bodegas; sometidos a una inmundicia que despedía un olor fétido. Jóvenes y viejos con ropas hechas harapos, esclavizados para realizar trabajos forzados en las haciendas amazónicas del Brasil. Capturados o atrapados bajo engaño en las regiones del Inírida y tratados con sevicia por sus captores. — ¡Amarren bien a esos truhanes, muérganos, marchantes! — Ordenó Mirelles, iracundo—. Vamos a darles una muestra de su propio remedio. ¿Quién es el jefe de ustedes, bribones? Uno de ellos, que aparentaba ser el jefe de la pandilla de traficantes, habló timoratamente: — Oficial, nosotros sois humilyi padres yi familia que os ganamos yineiro cum o sudore de fenchi. E vosé un se imayine noso travallo en la selva, e mouto fodidu em peligrosos, no ficimos nada malu, esus indius as compramus cum noso yineiro ¡cum ordein as ley! — ¡Cállese, granuja! — vociferó Mirelles —. Cree que no conozco la ley. ¿Cómo se atreven a… a abusar así de esa pobre gente? Seguidamente, Menesio dio la orden de conducir a los prisioneros al cuartel y entregárselos al sargento Téllez, que estaba encargado del mismo. — Los estaba esperando — dijo Téllez y ordenó a los guardias —: llévenlos al calabozo pa’que lo estrenen. Entretanto, al despuntar el día Madama Cazabat había ido al puerto. Allí se había dedicado a atender a los esclavos liberados, proveyendo algunas ropas usadas que había llevado con sus sirvientes, también había ordenado preparar una gran olla de cuajado de pescado, que mandó a repartir con casabe o mañoco entre los hambrientos liberados. El delegado se acercó a ella para saludarla.

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— Es inaudito que esté ocurriendo esto — murmuró Madama — ¡qué ignominia! No lo puedo creer, delegado. — Tiene usted razón, señora, sin embargo, no olvide que solo hace poco tiempo que se decretó la abolición de la esclavitud. — ¡Pero delegado! — replicó — Eso no justifica que tengan ese trato infame con esta pobre gente. — ¡Por supuesto que no! — asintió Menesio y añadió —: Caray, Madama, usted me va a perdonar que no la haya saludado antes, pero es culpa del ajetreo que hemos tenido esta madrugada. Tengo entendido que usted ha estado aquí desde muy temprano. A nombre del gobierno le agradezco lo que está haciendo por esta gente. — No se preocupe delegado, está bien, se hace lo que se puede. — Bueno, con su permiso, voy a la delegación. Hasta pronto Madama, de veras usted es como un hada madrina, digo, encantadora. — ¡Ya, delegado! Usted no pierde sus buenos modales, ni en momentos como este. Váyase tranquilo que yo me encargo — dijo Madame riéndose —: ¡y gracias por el cumplido! ••• Transcurrido cierto tiempo de actividades hacendosas y cotidianas de los habitantes del poblado, algunos de los esclavos liberados por el teniente Mirelles, se incorporaron y se integraron a la comunidad, mientras otros retornaron a su lugar de origen, en las tierras bañadas por el Inírida, con la ayuda de la delegación y otras autoridades; en tanto que, a los traficantes capturados se les mantenía prisioneros en el cuartel a la espera de una oportunidad para trasladarlos a San Fernando de Atabapo, la capital de la Provincia. La piragua confiscada fue lavada intensamente para quitarle el mal olor, luego fue remozada por la cuadrilla de Nicanor Cansino y puesta al servicio de la guarnición. Generalmente en el transcurso de la tarde, Mirelles, Afanador, Téllez y Cansino se sentaban a orillas del Guainía cerca de donde Cansino estaba construyendo una piragua. Allí conversaban sosegadamente mientras el sol declinaba, reflejando los tonos multicolores del cielo con supremacía del anaranjado sobre las aguas espejadas. — Si Dios quiere, pronto vamos a tener el primer vaporcito — anunció Mirelles —. Va a ser una sorpresa para el gobernador. El sueña con la idea de surcar estos ríos con vapores, transportando los cuantiosos productos manufacturados y los extraídos de la selva—. A propósito, don Saturnino — 88


añadió, para cambiar de tema —, me gustaría que colaborara conmigo para organizar y ayudar, con lo que esté a nuestro alcance, a los indígenas que quieran trabajar haciendo chinchorros, artesanía, sogas de chiqui-chique, curiaras, canaletes, en fin, todo lo que sea industria. Por supuesto, no debemos dejar afuera la agricultura y la recolección de productos forestales. — Por supuesto, cuente conmigo, delegado, no faltaba más — dijo el juez entusiasmado —. Yo creo que debemos buscar también, la manera de que no sean explotados por los negociantes inescrupulosos. Mire, si con todo el pillaje que hacía el antiguo comisario comerciando con ellos, los pobres e infelices indios trabajaban sin cesar, solo para recibir en pago una friolera por su industria; imagínese si los tratamos con menos sevicia y mas equidad, producirían más; y nosotros, me refiero al grupo completo, podemos hacer una gran fortuna, contando con estos barcos a vapor para el transporte de esa producción segura y contando además con la protección militar… — ¡Un momento! Ya va, páreseme allí don Saturnino. Mire, usted se equivocó conmigo, caramba. Usted ha mal interpretado mi proposición, llevándola al margen de la ley. Se le olvida que la orden que tenemos los que somos autoridad en esta provincia, es no hacer comercio de ninguna índole. — Bueno, delegado, en ese caso ya no tenemos nada que hablar — concluyó Saturnino Afanador contrariado —. Y… y si tiene otros planes ¡no cuente más conmigo! — añadió con disgusto, mientras se levantaba del banco —. ¡Hasta la vista, señores! Menesio y los demás continuaron de pié viendo cómo la figura rechoncha del juez se alejaba del grupo. Estaban contrariados, por la manera como se habían roto las buenas relaciones de trabajo y la amistad que habían cultivado con Saturnino Afanador. Ninguno se imaginaba que ese hecho, cambiaría la rutina diaria de las relaciones entre el delegado y la comunidad. — ¡El sol de los araguatos! — exclamó Téllez, tratando de reanimar a sus consternados compañeros que en silencio contemplaban el paisaje multicolor dominado por la tenue luz del circulo rojizo del sol. — ¿Qué se va a hacer? — se preguntó Menesio y añadió —: Bueno, a ustedes les ruego no echarle leña al fuego; ya saben como corren los chismes aquí, caramba. Se fijaron: la gente piensa que los cambios de gobierno solo sirven quitar a uno y poner a otro, para seguir haciendo lo mismo, oprimiendo y expoliando a los indios, aquí y otras partes es igual, solo que con otros objetivos. — Ah, teniente ¿no vio la cara que puso el hombre cuando le refutó? — preguntó Téllez y añadió —: ¡Qué chasco se llevó, y eso que a todo tiro se deja caer! 89


— Pues mire usted, mi teniente — dijo Cansino —.Yo creo que debe cuidarse mejor desde ahora en adelante, pues el señor juez es una persona harto influyente en esta comarca. Oiga… —. Nicanor Cansino continuó hablando, dando una retahíla de consejos y recomendaciones para contrarrestar la posible retaliación del juez contra Menesio. Asegurándole una y otra vez su lealtad —. Cuente usted conmigo mi delgado para lo que salga — aseveró — ¡Sepa que estoy con su merced! Menesio agradeció las zalamerías. Luego se encaminó con Téllez al cuartel mientras Cansino se dirigió a su casa, cada uno fue a realizar su aseo personal para después reunirse en el cuartel, donde como todos los días lo hacían a la hora de la cena. El servicio y la silla de don Saturnino, al lado de Menesio, estaba desocupada. En cierta forma representaba el vacío que estaba sintiendo Menesio en su ser interior; esa noche hablo poco y comió menos de lo acostumbrado. Después de la cena, Menesio se retiró a su alcoba. Allí, bajo la luz amarillenta de la lámpara, desplegó un papel, donde había escrito un poema, inspirado en los recuerdos de su novia Cirenia, que estaba tan lejos; a muchas leguas de su cuarto, húmedo y solitario. A muchos días de viaje, navegando ríos y pasando peligrosos raudales, bajando el Orinoco angosto y el Orinoco ancho, podía llegar donde estaba ella: en Caicara. Quizá con la desilusión de no habérselo leído a Saturnino Afanador, el poeta y único letrado de aquellos lares, leyó: DESDE LA RECÓNDITA SELVA I En el silencio profundo de la ausencia, mi corazón, hollado por el paso de tu amor se estremece recordando la presencia del encuentro apasionado, ungido de fervor. II Vivir con el recuerdo de tu dulzura amor mío, es el consuelo de mi alma clausurada que vaga en la penumbra con locura aguardando el reencuentro con mi amada. III Lejos de aquellos lugares de cálidos recuerdos mi soledad evoca, las ansias de tu boca, las caricias amorosas que convocan al amor pleno, que a la pasión sofoca. 90


IV De compartir mi ser contigo ansío cada instante de mi vida. Amor como el tuyo no existirá, te digo otro jamás en mi corazón, querida. V Conservaré para siempre en mi recuerdo Inmensas fuentes que de felicidad poseo, Raudales que brotan de tu amor apasionado Estancándose en lo profundo del deseo, Naufragando el dolor de mi tormento amado. VI Tal vez extrañarás que en esta selva Exista alguien que imaginó su musa Aferrado a la estela que tu amor destella Musitando entre tormentas de ideas confusas, Ostentando el oriflama del amor en una estrella. Por su mente volvieron a pasar fugazmente, una vez más, los recuerdos de épocas agradables que había disfrutado junto a aquella muchacha de cuerpo delgado y cabellera tostada, que había dejado embarazada en Caicara. Comenzó a escribirle una carta con la intención de anexarle el poema. Después de haber terminado la misiva, pensó también en Coloma, la que había dejado embarazada en San Fernando, pero sintió desgana. Esa noche, Menesio convidó a Téllez a tomarse unos tragos de aguardiente, para desahogarse y fueron al embarcadero. Después de vaciar una botella, Menesio fue a casa de Kaimara, para buscar consuelo en ella, tratando de llenar el vacío sentimental y contrarrestar la soledad sentimental que lo embargaba.

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CAPÍTULO IX BODAS DE SANGRE

ntes de despuntar el alba, Menesio se levantó de su hamaca y fue al retrete Aubicado en el traspatio de la casa. Cuando regresó, le preguntó a Kaimara por qué motivo había tanta gente laborando en el patio. Kaimara le contó, mientras preparaba el café, que la hermana menor de ella tenía su primera menstruación y se estaban haciendo los preparativos para la fiesta correspondiente a este acontecimiento: el dabucury. En ese momento llegó un hermano de Kaimara y extrañado también por el ajetreo, le hizo la misma pregunta. — Ikú titare itjana bakún kasimájau kujú — respondió Kaimara en lengua baré, explicándole el motivo del trajín que había en el patio de la casa. Menesio le preguntó por el significado de la frase en español. — A él le dije lo mismo que te había dicho — respondió Kaimara —: que la muchacha está en su primera menstruación. — ¿Awaitáte bijiwa sá kineneiima? — preguntó el hermano de Kaimara, severamente. — Wajawa atáwada wabú útei. — contestó ella apaciblemente. — ¿Qué dijo tu hermano, ah? — preguntó Menesio, susurrando al oído de Kaimara. — ¿Para dónde vas con ese hombre? dijo él, y yo le contesté que vamos para el caño. Kaimara andaba presuntuosa y confiada, porque su relación con Menesio ya había sido consentida por todos sus parientes, no sin antes haber recibido la advertencia de que aprovechase al máximo su relación con ese yaránabe, en beneficio de su raza. Así mismo, la instigaron a que no le debía guardar ninguna fidelidad conyugal. La casa de los padres de Kaimara era muy espaciosa, con paredes de bahareque y techo de palmas en dos aguas, muy alto y suficientemente inclinado. Estaba dividida en dos cuartos, una sala y un corredor posterior. En una de las alcobas Kaimara recibía a Menesio, con beneplácito de sus padres, en fugaz matrimonio, pues ella, estando soltera tenía plena libertad de acción. 92


Su belleza y sus encantos eran patrimonios exclusivamente suyos y ella podía y debía sacarles el mayor provecho posible. Debía procurar conseguir sus ropas y satisfacer todas sus necesidades. Sus padres no la celaban porque eso la podía perjudicar, impidiéndole que ganase su ropa, jabón, sal y demás menesteres útiles para la vida cotidiana. Al tomarla Menesio como mujer, ella se dedicó completamente a él, olvidándose de todos los demás pretendientes. Su sueño dorado se había cumplido: vivir con un “blanco”. Sin embargo, no olvidaba la diferencia entre “ese yaránabe” y cualquier otro indio, llamándolo “este mi primo”. Asimismo, recordaba el consejo que recibió cuando se inició como mujer, al son del yapururo, cuando tuvo su primera menstruación; de los latigazos que recibió al mismo tiempo que el gran cacique Críspulo Yaniva le hablaba solemnemente: “El yaránabe es un intruso que ha venido a subyugar a nuestro pueblo, si él solicita tu amor, dale tu cuerpo pero no tu corazón y hazle pagar caro por ello”. A pesar de eso, Kaimara no tomó muy en serio esos consejos, ni los practicaba, tal vez, tratándose de que ella no era de raza pura, aunque sus características fisonómicas la asemejaban a una autentica baré: era agraciada, de ojos negrísimos y rasgados. Muy negra también su larga y caudalosa cabellera que enmarcaba su rostro algo tosco y hermosamente redondo; el cuello fuerte y bonito, los labios carnosos y la nariz pequeña, y caía como una cascada hasta sus rodillas; tenía brazos gruesos, redondos y fuertes, al igual que sus prominentes senos que contrarrestaban la falta de trasero proporcionado. Era de estatura pequeña y andaba por el cuarto mes de embarazo para ese entonces. Menesio y Kaimara se encaminaron, a través del traspatio de la casa, hacia el caño, en el trayecto se encontraron con cinco mujeres, cada una llevaba a cuestas un catumare. Tres de ellas llevaban caña para preparar bureche y las otras dos cargaban yuca para elaborar yaraque. Otro grupo familiar procesaría la curia a base de batatas y casabe. Todas estas eran bebidas que se elaboraban artesanalmente, destilándolas o fermentándolas, para embriagar los mansos espíritus. Al mismo tiempo, elaboraban la cupana para ayudar al organismo a contrarrestar los efectos del licor. — Yajaneina wini — saludaron las mujeres — buen día —, dijo una de ellas. — ¿Awaitáte bijiwa sá kineneiima?— preguntó la más joven. — Otra vez te hacen la misma pregunta — intervino Menesio susurrándole a Kaimara.

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— Wajawa atáwada wabú útei — contestó Kaimara y volviéndose hacia Menesio le susurró: sí, esa es mi prima que preguntó, pero eso es como un saludo entre nosotras. En el patio de la casa de Kaimara habían muchas aves, unas enjauladas y otras libres: loros y pericos, guacamayas y piapocos, que alegraban con sus cantos la intensa actividad que desplegaban las mujeres, pelando y rayando yuca, exprimiendo la masa en el sebucán, tostando tortas de casabe y removiendo el mañoco en el budare caliente. Por otra parte, los hombres llegaban con sus cacerías: danto, chigüire, monos, lapas, picure, venado; toda clase de pescado, terecayes y cabezones. Colocaban estas piezas desvisceradas en la troja, para ahumarlas lentamente. También almacenaban algunas damesanas de catara picante con bachaco culón, asimismo, suficiente ceje, manaca, túpiro y pijigüao. La hermana menor de Kaimara se encontraba cumpliendo la ceremonia correspondiente al ayuno pre marital. Había estado durante el tiempo de una luna, acostada en su chinchorro de cumare, aislada en una choza construida por sus parientes, que también la alimentaban con algunos moriches, mañoco o casabe y agua para preparar su yucuta. Faltaban dos noches para el inicio de la ceremonia principal, cuando los ancianos se dispusieron a iniciar a la novia en el rito de la vigilia, con la esperanza de inculcarle, la decisión de velar por sus propios intereses. Se inició una algazara, oyéndose un gran estruendo producido por instrumentos musicales llamados yapururos y el dabucury. Los yapururos, uno macho con la nota “re” y otro hembra con la nota “do” eran los permitidos de ver por los niños y las mujeres; no así el dabucury, confeccionado con el caparazón de un cabezón. Éste era un instrumento tabú para las mujeres, utensilio de apoyo para la sumisión de la mujer al hombre. Agregabanse a la orquesta tamboriles y maracas, con tal ruido ensordecedor que la pobre muchacha cautiva no durmió durante dos noches más un día. Tres músicos, en un lugar secreto, soplan sus instrumentos sagrados de caparazón de cabezón, emitiendo un sonido estruendoso y lúgubre. Las mujeres no salen de sus casas. “cuidado con curiosear” era la advertencia general. Pasado ese tiempo, al día siguiente en la mañana, se reunieron todos en la plaza para recibir al gran cacique Críspulo Yaniva. El cacique, en su natural pompa, grave y misteriosa, se disponía a soplar la yucuta, rodeado de la familia de la iniciada y entonando cánticos singulares, realiza el exorcismo a la yucuta caliente, preparada para dársela a beber a la maltratada y hambrienta núbil; luego la sacó él mismo de la choza, en compañía de un séquito de ancianas. De pronto, una de ellas con un plato de comida, corre hacia el monte 94


y se la arroja a Mawari diciendo: “¡Toma esa comida y no venga a dañar nuestra fiesta!” La novia luce ahora ataviada con plumas y toda pintada de rojo, desnuda desde la cintura hacia arriba. Yaniva la coloca sentada en un taburete en el centro del círculo formado por los concurrentes, hombres y mujeres; los más viejos al frente, provistos de fuetes de curagua torcida o cuerdas de cuero con terminaciones de uñas de animales o dientes de caribe, para que rompan la piel. Comienza ahora la prueba del látigo, con azotes ligeros y con cada zurriagazo, un consejo: “La vida es dura y está llena de sacrificios…Aprende a soportar la dureza de la vida…No te confíes de los yaránabes”… “El indio es tu amante natural, a él le darás tu corazón y tu cuerpo sin interés; el yanárabe es un intruso entre nosotros, si el solicita tu amor dale tu cuerpo pero no tu corazón y hazle pagar caro por eso; pues todo lo que él te dé, es solo una mezquina devolución de lo que nos han quitado” Los primeros latigazos de los ancianos varones, solo la arañaban ligeramente, pero… la orquesta compuesta por los yapururos, tamboriles y ukuwesitu o piapoquitos, avanza poco a poco, mientras los dabukuris acompasan desde su escondite. La música y el movimiento se intensifican y excitan a los danzantes, entonces golpean más y más fuerte. La sangre comienza a brotar sobre el delicado cuerpo pintado de la joven. El rojo sangriento se esparce sobre la pintura roja que cubre la carne. De pronto, al mismo tiempo que cesan los fuetazos, la victima cae inerte. Las ancianas la recogen y la llevan a lavar y a curarle las heridas con plantas medicinales masticadas que, milagrosamente, calman y adormecen el dolor. El más joven de los participantes de la ceremonia corre a buscar al novio Tarsicio Mure. “¡La kasimájawa ya terminó!— le informó— Anda a buscar a tu novia a su casa” Hacía unos días que el cabo Tarsicio Mure había negociado con el padre de la novia. — Mi hija — requirió el padre — es para el que me traiga escopeta y mucha munición, yo queriendo eso para cazar. — Yo te voy a regalar una escopeta — afirmó Mure — y muchos cartuchos también. Entonces tu hija será mi mujer. Cerrado el trato, Mure cumplió su parte y esperaba con ansiedad este día de la ceremonia del dabucury. Al llegar Mure a la casa, la ya declarada mujer le fue entregada. Mientras tanto los celebrantes, hombres y mujeres, desnudos desde la cintura hacia arriba, empuñando un látigo cada uno, comenzaron a flagelarse 95


recíprocamente hasta convertir el acto en una batalla ritual de zurriagazos. Terminada la ceremonia del látigo, van todos los participantes a refrescar sus cuerpos o curar sus heridas en las esplendidas aguas roji-negras del Guainía. Finalizaba así una fase de las bodas de sangre. Al final de la tarde, ya todos bañados y preparados, se reúnen en la plaza para comenzar la fiesta. Habían acumulado todas las frutas, cacerías pescados, cabezones y bebidas, en la gran casa comunal, de alto e inclinado techo palmífero de dos aguas, situada frente a la plaza. En el centro de la casa se colocó una curiara llena del tradicional yaraque. Ya se escuchan de nuevo, los carrizos y yapururos emitiendo su música melancólica y triste, cual expresión de la tristeza de la raza vencida, evocando acaso un aliento recóndito para reforzar el sentimiento de rencor hacia la raza vencedora, en un intento por mantener sus tradiciones, costumbres e idiosincrasia. Súbito, un impresionante y escalofriante retumbo, proveniente de la intrincada selva, hiela la sangre en las venas y pasma el corazón. Parece que todas las fieras, aves, reptiles, que todos los animales ululando al unísono han invadido al poblado. Es Mawari, es el mismo diablo que se aproximaba a la plaza seguido de una cohorte en que cada uno de los participantes representa un animal. Avanzan rugiendo, aullando, silbando o cantando, según su representación con perfecta imitación. Rápidamente, como venaditas asustadas, huyen las mujeres para ocultarse, ya que le estaba vedada la visión del Mawari y del instrumento musical secreto o botuto, bajo pena de muerte o, en su favor, la mujer desobediente debería soportar quince latigazos. Mawari y su séquito invaden el salón. Su rostro está completamente cubierto por una mascara, ostentando en la cabeza una caramera de venado; enguayucado y pintado su cuerpo totalmente de negro, dándole un aspecto infernal y siniestro. Su comitiva disfrazada representa a varios diversos animales de la selva. El mawari da varias vueltas por el salón en cuyo centro se encuentra la curiara llena de yaraque y las frutas silvestres a su alrededor. Seguido de su cohorte de animales, que no dejan de ulular, acompañados por la orquesta se secretos dabukuris o botutos, de sonidos fuertes y broncos, tanto que traspasaban grandes distancias entre los montes intrincados, rompiendo su letargo silencio y exhalando el quejido encantado, exótico y enigmático de la selva inmolada por los intrusos yaránabes. Luego de retirarse el mawari con sus acompañantes, lentamente, una tras otra, aparecen de nuevo las mujeres y al son de las dos orquestas, una visible y otra oculta, bajo la tenue luz amarillenta de las antorchas, empieza el baile alrededor del festín. Las mujeres con sus mejores vestidos agarradas de la cintura y los hombres, por su parte, gritan, cantan y beben copiosamente 96


yaraque y bureche. Los novios también danzan ataviados con plumas y pintura a base de onoto. Todos participan en el baile, los hombres de un lado y las mujeres de otro, se agarran por la cintura momentáneamente, meciendo la parte superior del cuerpo. Las dos filas avanzan frente a frente hasta tocarse y luego, retroceden hasta su punto de partida. Rápidamente repiten el movimiento una y otra vez. Los bailadores hacen un receso para descansar y beber yaraque y bureche. Incesantemente la totuma pasa de mano en mano y de boca en boca, reaprovisionándose de licor constantemente en la pequeña curiara, que sirve de recipiente. Luego comienza el baile del pilón, cada hombre con un cono de madera con una argolla en el borde para sujetarlo, saltaba tocando su pilón para generar un fuerte sonido, mientras las mujeres se sumaban a la danza cada una con su pareja. Alternando con los tragos de yaraque y bureche, bailaron el “curumare”, “la palometa, “el pavón” y “el lau-lau” todas danzas autóctonas, al son de los yapururos, los carrizos y los tamboriles. Al filo de la media noche entraron al salón varios hombres pintados, con coronas plumíferas y látigo en mano, el novio se encontraba entre el grupo. Dieron la señal de que repartieran las varas de cabezones, a cambio de tres fuertes latigazos por cada uno. Después de repartir la existencia de varas, a otras familias se les entregaron las frutas, cacerías o pescados intercambiados de la misma manera, hasta terminar toda la existencia de alimentos. Luego continuó la fiesta. Bailaron sin cesar, durante toda la noche, libando copiosamente bureche y yaraque; también cupana para recuperar las fuerzas. Durante tres días los maroeños se dedicaron a festejar. Los soldados de la guarnición se turnaron para asistir a las fiestas. Quedaban cada madrugada completamente extenuados por el efecto de la ebriedad excesiva, pero disponían de la cupana para recuperase y continuar la parranda el siguiente día. Las autoridades no tuvieron trabajo, pues el comportamiento social de los celebrantes fue inobjetable, excepto por dos criollos que se enfrentaron golpes completamente borrachos; motivo por el cual fueron a dar al calabozo del cuartel por orden del sargento Téllez. Esto ocurrió cuando el teniente Mirelles se había ausentado de la fiesta a la que había asistido en compañía de Kaimara, no tanto por gusto, sino para representar a la autoridad. También esa noche después del altercado entre los criollos se presentó la bruja amiga de Madama, coquetamente ataviada y abordó directamente a Téllez. Con carantoñas le impregnó las manos con su hechizo amoroso predilecto: kamáwari, la pusana obtenida de lengua de piapoco tostada al fuego lento, molida hasta lograr un polvo fino y disuelto finalmente en su perfume favorito, por cierto muy caro, 97


que obtenía por intermedio de Madama. La hechicera también había seguido una dieta especial, aunque mucho menos drástica que la practicada por la novia, con el fin de obtener los efectos seguros y contundentes de su filtro amoroso y magnético ensalmo. Su actuación fue tan firme que el pobre Téllez cayó en sus brazos como un niño con sueño, logrando de esta manera la hechicera, su primer objetivo en la conjura contra Menesio. Desde ahora, solo con el canto del piapoco tendría a Téllez, el lugarteniente del delegado, rendido a sus pies. La festividad, había servido para que Menesio y Carlota terminaran de relacionarse. Ella no había asistido a la fiesta, sin embargo se encontraba con Menesio cuando él pasaba frente a su casa rumbo al cuartel. La última noche de festividades se detuvo más tiempo. — ¿Se divirtió mucho esta noche, delegado?— inquirió Madama antes de invitar a Menesio a pasar a su casa. Madama celebraba con varios amigos, entre ellos el juez Saturnino Afanador. Al notar la presencia de Menesio el juez se incomodó y se despidió del grupo. Al rato, otros invitados también fueron despidiéndose de Madama y Menesio también lo hizo, pero al momento de hacerlo Madama le tomó por la manga de la camisa y le musitó seductoramente: “Espere un momento teniente o delegado… debo hablar a solas con usted.” — Oh, Madama, dígame simplemente Menesio, que ese es mi nombre. — Lo haré cuando usted me diga simplemente Carlota. Por la mente de Menesio comenzaron a pasar sentimientos emocionales que involucraban a Carlota. Los últimos gestos de la dama eran inconfundibles y él no podía eludir esa invitación. De pronto pensó en Kaimara, y estableció fugazmente las diferencias notorias entre esas mujeres: Carlota era imponente, Kaimara era sumisa; una era conversadora y la otra callada; una era irreverente y la otra dócil. Carlota, la autoritaria y Kaimara, la obediente; una era soberbia y la otra humilde; pero le agradaban ambas mujeres, una lo enervaba y la otra lo apaciguaba. Al día siguiente de haber terminado las fiestas dabucuryanas, Menesio amaneció en la enorme cama de Carlota Cazabat. Carlota compartió sus mullidas almohadas, rellenas con plumas de aves, también su cómoda hamaca teñida con paraguatán para darle el color colorado, con canopia para el color morado y genjibrillo para lograr el color amarillo; la hamaca tenía hermosas barandas con múltiples colores. La viuda del general Cazabat fue apasionada y fogosa en su primer encuentro. Desenfrenó un cúmulo de emociones aprisionadas en su intimidad, que revelaban sus ansias de amor; que desvirtuaban la creencia que tenía 98


Menesio, como otros en el poblado, que ella vivía con el enorme negro que la acompañaba constantemente. — ¡Oh! He pasado tanto tiempo sola… ¿por qué no viniste antes? ¿Por qué? — musitó apasionadamente. Carlota se había referido a los tres años y trece días que había estado célibe, hasta el momento en que Menesio, sutil o rudamente, la había hecho revolcarse eufórica y sensual entre la cima de lo excelso hasta el abismo del tormento; hasta zozobrar ambos en una incontenible y creciente vorágine de pasiones reprimidas, finalmente desentrañadas en una desaforada entrega recíproca. Exhausto y embelesado, Menesio acariciaba a Carlota, complaciéndose de la tersura y tibieza de su piel, de sus protuberantes y ensanchadas nalgas, que compensaban sus pequeños y aún firmes senos. Contrariamente a la otra, de turgentes senos y planas posaderas. Ahora añadía otra diferencia entre sus dos mujeres: Carlota era apasionada en el amor, mientras Kaimara era apacible; una era un raudal y la otra era un remanso del río. De ahora en adelante, Menesio buscaría la compañía adecuada, de acuerdo a su estado de ánimo, para compartir su tiempo libre, o el tiempo de aguaceros continuos, hasta por una semana o las noches húmedas y frías. Alternaría la ocasión con una de estas mujeres antagónicas. Los chismes y comentarios comenzaron a correr; a pesar de eso, las mujeres no tuvieron roce alguno, cada una guardaba su distancia, solo Menesio era su ente común y él se balanceaba felizmente entre ellas; entre la discrepancia de una con aliento con olor a aliños y la otra con olor a pescado o ceje; una insípida y otra dulce. Carlota transpiraba el vaho de olores químicos de lociones exóticas, esparciendo una impalpable fragancia adormecedora. Kaimara emanaba el tenue y fresco efluvio de selva húmeda y almizcle de olor a yuca fresca rallada. Una era madura y la otra pintona. El retumbo de varios disparos, disiparon del pensamiento de Menesio aquellas comparaciones. Detectó que el sonido provenía del cuartel y con premura se vistió, antes que Madama reaccionara ya estaba en carrera hacia el cuartel. En cuanto salió casi tropieza, en la oscuridad, con Téllez que venía desde la casa de la hechicera, que vivía a pocos metros de la casa de Madama. — ¿Serán los brachis del carrizo que se escapan? — gritó el sargento. — ¿Quien sabe? ¡Corre, vamos a ver! — dijo Menesio al tiempo que aligeraba el trote. En efecto, una banda enviada por el coronel Celada, armada con trabucos, había asaltado el cuartel desde tierra, tomando por sorpresa a los milicianos, que esperaban cualquier ataque desde el río. Los dos borrachos 99


camorreros, habían sido los caballos de Troya, que bajo simulación y taimadamente engañaron a los guardias del calabozo; el cabo Canuto Mediavilla, estando de ronda los sorprendió, pero uno de ellos lo golpeó con una tranca. Canuto cayó de bruces, inconsciente y enseguida ataron a los guardias y soltaron a los presos que pudieron saltar la empalizada cubiertos por los disparos de la banda. Uno de los camorreros fue herido de bala antes que pudiera saltar la empalizada y fue recapturado. Cuando el teniente Mirelles y Téllez llegaron, ya los presos habían huido; entonces fueron a ver a Mediavilla, que había sido la única baja. Se arrodillaron al lado del desfallecido y lo examinaron, hurgando un soplo de vida en él. — ¡Dios Santo! Es inútil, esta muerto — balbuceo Menesio y le cerró los ojos. Luego se puso de pie lentamente, en ese momento pasaron dos soldados frente a el, arrastrando al prisionero herido. — ¡Lleven a ese granuja para interrogarlo! — ordenó furioso — ¡Anda, Téllez, sácale lo que tiene! Entretanto, el sargento Volastero había salido con un grupo a perseguir a los prófugos. Se habían internado en la selva, rastreándolos como sabuesos. Después de cierto tiempo, seguíanse oyendo los retumbos de los disparos. Al rayar el alba, regresaron exhaustos y empapados de sudor de insoportable olor. Los fugitivos habían logrado escapar, amparándose en la oscuridad de la selva y en el conocimiento que tenían de los vericuetos caminos montañeros. Pero el grupo de Volastero traía consigo una descomunal tragavenados, colgando de una gruesa vara que transportaban cuatro hombres. La boa casi se había tragado a uno de los fugitivos que habían dejado atrás, con una herida producida por un balazo en la espalda que le había malogrado el pulmón. Lo salvaron de ser engullido y lo trajeron en una improvisada yacija. El sargento Téllez se acercó al moribundo para examinarlo. — Caray, ya este infeliz murió — señaló y luego ordenó enterrarlo. — ¡Napiyúa, napiyúa, napiyúa! (2) — dijo uno en baniva señalando al muerto. En la calle, los curiosos formaron una algaraza rodeando a la enorme anaconda. “¡Cuidado, que no está muerta!”— gritó alguien alarmado — “¡Bercia, tiene como diez metros!” — opinó uno impresionado — “¡La picia, pa’mi que tiene más!”— refutó otro. “¡Caramba, es mas gruesa que un barril!”— consideró alguien. “¡Está viva, cuidado caracha!”— gritaban los jóvenes y niños asombrados. “¡Omeni, omeni!”— indicó uno en baniva, señalándole la anaconda a su hijito. Entre el bullicio, descolló la voz de Volastero. 100


— ¡Eepaa! ¡Hay que quitarle el cuero con cuidado! — dijo solicitando un experto entre sus hombres. — ¡Basirruque! Eso no es conmigo — murmuró Mapaguare que permanecía alejado, observando la batahola, luego gritó en lengua baniva—: yanoe yapia nosowa. (3) (2) Significa muerto en lengua baniva (3) Quiere decir “para eso no quiero” en baniv

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CAPITULO X LA HECHICERA

a hechicera había logrado subyugar a muchos hombres del pelotón del Lteniente Menesio Mirelles, empezando por su ayudante y segundo en la línea de mando, el sargento Nicasio Téllez. Téllez era caraqueño, de tez morena y contextura escuchimizada; tenía buen carácter y era un poco remiso. Andaba por los treinta años, de los cuales había vivido la mitad sin un hogar. Ahora la hechicera lo tenía embelesado, al igual que cuanto soldado criollo cayera en sus redes, los embobaba con su poderoso hechizo seductor. “¡Kmáwari!” murmuraban los soldados baré y baniva, en un tono que oscilaba entre el respeto y el pavor; los indígenas no caían en la telaraña, porque la evitaban a todo trance. A tal punto había llegado la sumisión de Téllez que, habiéndole encomendado el teniente, el rastreo, persecución y captura de los fugitivos, al enterarse del fracaso de Volastero, se hirió un pie adrede, para justificar su indisposición. Fue entonces cuando Menesio se percató realmente de lo flaco, débil y ojeroso que estaba su compañero. Su aspecto demacrado y apático le preocupo bastante, aún cuando el porte normal de Nicasio era enjuto pero grácil. — Caramba, valezón — dijo Menesio con sinceridad — déjeme decirle algo y me perdona si toco su intimidad, pero esa mujer que usted tiene se lo está chupando, le está echando una vaina; mire que usted es gallo que pisa bien en su patio, pero vea como está, todo escuchimizado y trasojado. ¡Bacié! Algo malo debe estar pasando. Téllez asintió con cierta vergüenza, pero a la vez sintió un preludio de animadversión contra su jefe y amigo. — No te preocupes tanto por mi — replicó incómodo — no hay olla con agua sola; todas las guarichas de por aquí son así… y yo no tengo la suerte tuya con las mujeres. De todas maneras ¿qué más da estando en un sitio desolado como éste?

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Menesio insistió, argumentando la necesidad de que Téllez dejara a la mujer, sin embargo, todo fue en vano. Téllez no solo se opuso, sino que estaba convencido que Menesio lo había ofendido con su proposición. El delegado se vio obligado a enviar de nuevo a Volastero al frente de una expedición, a rastrear al grupo de fugitivos y establecer un camino de penetración terrestre o por vía fluvial hasta el sitio de Serapio Almao, El Desecho, para tener una alternativa distinta a la ya conocida vía del Casiquiare. Esto se debió al hecho de que el prisionero, habiendo sido torturado, confesó la intervención de Almao y Celada en el ardid para liberar a los traficantes de esclavos. Acompañaban a Volastero, los cabos Yapuare y Yavapari con el grupo de resbalosos matis en su primera misión. El sargento Volastero era uno de los pocos criollos que había escapado de la adefagia sexual de la hechicera, posiblemente gracias a la llegada oportuna de su mujer, Cristeta. A su llegada, Menesio la recomendó a Madama, proponiéndola para formar parte de su tren de servicio de cocina. Allí, poco tiempo después, gracias a su experiencia, se convirtió en la autoridad indiscutible. Debido a eso, la hechicera se vio obligada a cambiar de planes, pues pensaba utilizar una poción fuerte en la comida que le servían a Menesio en casa de Carlota, para enloquecerlo. Menesio visitaba a Carlota eran cada vez con más frecuencia, debido a la negativa de Kaimara para hacer vida marital, a causa de su estado de gravidez avanzado. Entonces la hechicera se dispuso a utilizar su plan original de utilizar a Téllez para hacer llegar hasta Menesio, su ponzoñoso camajay. Así, pues, se concentró en la preparación de la pócima de acuerdo a las instrucciones del “dañero”. Estando en plena faena fue sorprendida por Críspulo Yaniva. — ¿Qué haces mija? Mira que no debes hacerle daño a tu pariente — le amonesto el gran cacique—, contimás a tu hermano. — ¿Cómo?... ¿Hermano? Qué hermano ni qué pariente — replicó altanera —. Yo no tengo más familia sino usted y Manresio. Barajo, abuelo, y no me asuste así, tan feo, mire como me hizo botar el mejunje ese. ¿Cómo se le ocurre creer que era pa’mi hermano? Usted sabe que el único hermano que se salvó junto conmigo es Manresio, y a él más bien lo protejo. — Ajá, Társila, pero ¿no te acuerdas de tu hermano menor? — Jmm… Naiboa… sí, sí. Pero a él lo llevó su papá bien lejos con él, ¿Quién sabe dónde está ahora? — Ese hermano tuyo ha regresado — manifestó Críspulo Yaniva — ese es el delegado Menesio Mirelles.

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— ¿Cómo?... No le creo abuelo — exclamó Társila estupefacta, luego mostrando indiferencia agregó —: bueno, qué se yo, el no se crió con nosotros y de toda forma, no me importa. Ese debe pagar por la muerte de Crispín y por los daños que le ha causado al coronel Celada. — ¡Mujer! — le increpó Críspulo Yaniva — ¡no seas necia! Ese Crispín y el coronel fueron los propios culpables de la muerte de tu familia cuando arrasaron el caserío para capturar esclavos y vendérselos a los brasileros. — ¡No, no! ¡Ellos me dijeron otra cosa! — refutó Társila sollozando. — Oye bien Társila — prosiguió Críspulo Yaniva —, Menesio y tú son hijos de la misma madre; es Yaniva también, pero el padre de él se lo llevó pequeño para Angostura y le puso su apellido, ese Mirelles. Menesio vino a buscar a su familia y vengar la muerte de su madre y su hermana. Te anda buscando a ti y a Manresio; pero ¿cómo le iba a decir yo que tu eres su hermana? Si eres una vergüenza para nuestra gente… — ¡No! ¡No te creo! ¡Yo no lo quiero a él! — gritó Társila llevándose las manos a la cabeza y cubriéndose los oídos para no seguir oyendo a su abuelo. Luego, inesperadamente, se lanzó en carrera desesperada hacia el monte. Iba sollozando mientras corría por un trillado camino conuquero hasta que penetró en la selva; siguió corriendo desesperada entre las ramas y bejucos hasta que se sintió exhausta. Entonces se dejó caer bajo el pie de un colosal árbol, donde permaneció jadeando y gimoteando. Así paso un largo rato, sintiendo un gran vacío existencial hasta que un haz de luz solar se coló entre las altas y tupidas copas de los árboles, le iluminó el rostro. En aquel momento, prodigiosamente, percibió en el resplandor, el discernimiento y la dilucidación de sus confusos pensamientos. Resueltamente se puso de pie y regresó al poblado, se dirigió directamente a su casa, se bañó y cambió de ropas. Arregló un pescado y lo fritó, comió y después se dispuso a preparar su baúl. ••• ¡Se me picureó Társila! — vociferó Carlota en la mañana — ¡Se picureó la muérgana esa! Todo el personal de servicio, se alarmó con los gritos de la matrona. Carlota se había enterado desde muy temprano de la ausencia de su dama de compañía y una oleada de angustia golpeó su corazón. Társila había sido su confidente; se había ganado su confianza y cariño desde el momento que la recogió en una solitaria laja del Casiquiare junto a su hermano; estaban sucios, harapientos, flacos y cariacontecidos. Más tarde, después de una buena 104


enjabonada, ropas nuevas y opípara comida, la desdichada guaricha estaba transformada en una agraciada mujer, no exenta de un reflejo de maldad y perversidad en su rostro que disimuladamente, irradiaban el brote de las semillas de intenso odio, sed de venganza y a la vez de frustración, sembradas en lo más intimo de su ser, por la ignominiosa violación múltiple a la que fue sometida cuando la patulea de Wulf asaltó su poblado y lo quemaron, matando a su madre y a su hermanita. Fue una de las tantas razzias que hacían los brasileros capturando esclavos para los trabajos en las caucheras. Al principio, la joven india no contaba con ninguna consideración ni afecto por parte de Madama, pero con su manera innata de hacer sus oficios: en silencio, con agilidad, prestancia y dócilmente, se fue ganando, sin proponérselo, el aprecio y el cariño de su salvadora. Társila se mantenía renuente a una relación de confianza, sin embargo, la retahíla de consejos y los frecuentes regalos que Madama le obsequiaba amablemente hicieron que, transcurrido el tiempo, ella correspondiera con su confianza y amistad a Madama. Mientras Társila odiaba a los hombres, Carlota los adoraba. Después de morir su esposo, el general Cazabat, a consecuencia del impacto de varias flechas envenenadas con mortal curare, ella dio rienda suelta a su libertad. Comenzó a divertirse en compañía de los antiguos amigos de la pareja y se entregó a sus pretendientes secretos en la época de casada. Por previsión, le encargó a Társila, el remedio indígena apropiado para evitar el embarazo. Después de varias correrías, largos viajes entre La Barra, San Fernando de Atabapo y Ciudad Bolívar, disfrutando de su dinero, de la comodidad de su piragua, las finas bebidas y las buenas comidas; de las francachelas con el compañero de turno. Después de conocer y cohabitar fugazmente con Serapio Almao, del mismo modo que había hecho con otros; abandonó repentinamente la frivolidad y la vida lujuriosa. Se dedicó por completo a los negocios y mantuvo invulnerable su integridad, hasta que conoció a Menesio Mirelles, el delegado del gobierno en Maroa. Entretanto, Társila, influenciada por su matrona, observando la actitud rastrera y descarada de los hombres en pos de los favores de la hermosa dama; apreciando el dominio que Madama ejercía sobre ellos, subyugándolos a su antojo, un día resolvió abandonar su animadversión hacia el sexo opuesto, convirtiéndose a la postre, en una devoradora de hombres; no obstante, sin abandonar su profundo odio hacia ellos, ni olvidar el oprobio que le habían ocasionado. Para ella, oprimirlos y subyugarlos sería otra manera de regodearse y, a la vez, de vengarse.

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En el corredor de su casa, Madama Cazabat se mecía acostada en su colorida y cómoda hamaca, pensando en aquellos tiempos lejanos al lado de Társila y renegaba contra ella por haberse ido sin siquiera despedirse. “¡Ingrata, muérgana, sinvergüenza, pindonga!” — refunfuñó mientras se mecía bajo el umbral de la noche. Társila le había conseguido con un curandero el remedio para neutralizar el anticonceptivo que había usado anteriormente lograr la fecundación. Ahora tenía la última oportunidad de procrear debido a su edad. Había experimentado el enorme vacío del sentimiento maternal por falta de prole; tenía muchos ahijados y los consentía pero no percibía compensación; su anhelo era tener un hijo, sangre de su sangre. Su relación amorosa con Menesio le permitió tener esa oportunidad. Ya no tenía dudas, pues tenía tres meses sin menstruar y precisamente había pensado decírselo a Társila ese día, pero aún no estaba segura de darle la noticia a Menesio. Estaba planeando irse con su fámula para Ciudad Bolívar, para dar a luz allá; aquí en el monte, no había futuro para su hijo, luego iría a Trinidad, en Puerto España, su heredero recibiría una educación esmerada. “¿Cómo te vas a ir ahora, Társila — se dijo —. Carrizo, ahora cuando más te iba a necesitar” Repentinamente, un relámpago y seguidamente un estruendoso trueno, la asustó sesgando el hilo de sus pensamientos y recogió las piernas entre la hamaca. Al momento oyó la voz de Menesio. — ¡Epa! ¿Hay alguien en esta casa?... Cuidado con los perros. — ¡Qué perros ni qué zipote! — murmuró Carlota en su hamaca, mientras un sirviente le habría la puerta a Menesio —. Pasa querido, aquí estoy… ¿Ya sabes la última? — Bueno, me han dicho que tu criada huyó anoche. — ¿Qué te parece, cheri, querido? ¡Que indios tan ingratos y mal agradecidos! No puede uno portarse bien con ellos, porque mira lo que hacen, después de tanto tiempo manteniéndola ¡ni siquiera se despidió la ingrata esa! — Bueno, querida ¿Qué se va a hacer? Buscaremos para conseguir otra muchacha que te ayude — dijo Menesio con voz serena tratando de apaciguar a Carlota. Luego, con inseguridad añadió —: otra cosa, querida, te venía a avisar que estamos preparando el viaje para arriba, hasta la frontera. — Oh, no, no, cheri — exclamó Carlota al tiempo que recogía sus piernas, mostrándolas desnudas hasta los muslos, al recogérsele el camisón cuando se levantaba de la hamaca —, no te vas a ir tu también — musitó mientras colgaba sus brazos del cuello de su amante.

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— Pero… no será por mucho tiempo, mi amor— dijo Menesio para consolarla —. Será un viaje rápido y regresaremos pronto, si Dios quiere. — No, cheri, no quiero que me dejes sola — susurró Carlota y Menesio la besó y la levantó en vilo, mientras ella seguía gimoteando. Desde el cielo oscuro, se desprendía una fuerte lluvia. La ráfaga penetro en el corredor, mojándoles antes de entrar a la alcoba. El agua diluyó las lágrimas sobre el rostro de Carlota. ••• La piragua del delegado Mirelles zarpó del atracadero del cuartel, guiada por los marineros entre la tenue luz de la madrugada. Mirelles se disponía a realizar una gira de inspección por los poblados bajo su jurisdicción, en los ríos Atabapo, Temi, Pimichin y Guainía. Primero llegó hasta Baltasar, en el Atabapo, allí recibió y organizó el cuido del ganado: seis vacas y dos toretes enviados por el gobernador Michelena y Rojas, para ser entregados a los indios bajo título de propiedad. Los indios animosamente construyeron los corrales y festejaron el acontecimiento con una fiesta que duró cuatro días, consumiendo yaraque y bureche. De regreso supervisó los poblados de Yavita y Pimichin, en este, visitó el cementerio donde habían quedado descansando eternamente, algunos de sus hombres, como consecuencia del combate contra la patulea de Celada. También allí, el capitán poblador, titulo que había dado el gobierno al preboste de la comunidad, ordenó festejar con una gran fiesta en honor al delegado Mirelles, como agradecimiento a la ayuda prestada para la reconstrucción de la casa comunal y otras casas, que habían quemado los traficantes. — Jmm… ahora quedando mejor que antes, delegado, todo nuevecito — dijo el capitán poblador eufórico, mostrando las nuevas construcciones. También le comunicó muy contento al delegado que había recibido su paga de siete y medio pesos en plata, por mes. El delegado Mirelles continuó el periplo bajando por el caño Pimichin y desde la confluencia subió el río Guainía. Visitó el caserío de Victorino, que es el más próximo a Maroa; luego Tabaquen, habitada en su mayoría por los indios de Brasil que venían por el río Naquieni y bajaban a Maroa por el Aquio; por último llegó hasta El Tigre, con pocas pero grandes y limpias casas y hospitalarios habitantes. Desde allí, con guías expertos, culminó el recorrido en Yriapana. Regresó bajando el río en dos días hasta Maroa, satisfecho de la paz lograda que permitía a los habitantes de esas poblaciones dedicarse por completo a sus labores: a tejer sogas de chiqui-chique, construir curiaras y 107


falcas, tejer chinchorros, hamacas, guapas y cestos; talar y cultivar sus conucos, extraer resinas como el peramán para carenar, la caraña para las heridas, los medicinales aceites de palo y de seje; tinturas como el lacre, paraguatán y chica; recolectar frutos de juvía, pucherí, zarzaparrilla y cupana. Todo lo cual comercializarían en justicia y equidad, amparados por el brazo armado de la Delegación a su cargo, en cumplimiento del mandato que le había encargado instaurar el gobernador Michelena y Rojas en aquellas vastas regiones fronterizas: un gobierno dedicado al mejor servicio y bienestar de los indígenas. — Hasta ahora todo va bien — le dijo Mirelles entusiasmado al sargento Volastero, luego, con preocupación añadió —: ojalá le vaya igual a Téllez en Maroa, últimamente lo vi muy decaído, estaba como enfermo; será mejor que lo enviemos a San Fernando apenas lleguemos, para que el gobernador lo remita a Caracas o, a Ciudad Bolívar. — Caramba, si señó — asintió Volastero —…y tiene que irse a pasitrote trancao pa’que no lo alcance la pelona. — Ah, sargento caray, siempre con sus chuscadas. — Pero oiga esto mi teniente, que le voy a dedicar a Nicasio; allí va. No doy a nadie el saludo ni en Maroa ni en Yavita, porque me pica el zancudo y después me cae mavita. Recitó Tiburcio Volastero, como siempre, alegre y dicharachero, interpretando la opinión de sus compañeros sobre los achaques de Téllez. — Qué ocurrencia sargento — dijo Menesio — será mejor que enmochile su violín. — ¡Je, je! — rió Volastero y repuso —: caracha, mi teniente, usted también se sabe algunos. Regresaron al pueblo de Maroa, bien apertrechados de cacería y pesca: danto salado, báquiro, monos, lapas y muchos volátiles como paujíes, gallinetas y cotúas; también mucho pescado salado. Todo fue repartido en su mayoría entre las familias locales, el resto se destinó para la comida de la tropa. Al desembarcar, el delegado recibió los saludos correspondientes a su investidura como jefe civil y militar, sin protocolo. Seguidamente, se

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encaminó a la casa de gobierno. En el trayecto se le acercaron unos vecinos para anunciarle el parto de Kaimara. — ¿Y cuando nació la criatura? — Preguntó Menesio emocionado — ¿Es varón o hembra? — Ayer, catorce — contestó uno. — ¡Es varón! ¡Un hombre, mi teniente! — exclamó el cabo Mure muy contento y le obsequió un cigarro liado con tabarí. — ¡Catorce de diciembre! día de San Nicasio — recordó Menesio —. Entonces se llamará Nicasio ¡qué casualidad! como su padrino. Pero… ¿donde estará mi compadre, que no lo he visto desde que llegué? — Nicasio Mirelles, ese va a ser gobernador de la provincia ¡carajo!— sentenció el flamante padre, eufórico y apresuró el paso, entre felicitaciones y abrazos, dirigiéndose hacia la casa de Kaimara. — No está ahorita — informó una vieja, frente a la casa —. Está pa’el caño, bañando al niñito. — Bueno, esperen aquí — dijo Menesio—, pero pasen y se acomodan mientras voy a buscar a esa gente. Menesio se encaminó hacia el caño por el sendero que ya había transitado muchas veces. Cuando sintieron su presencia, las mujeres que acompañaban a Kaimara, desparecieron avergonzadas entre los matorrales, tratando de vestirse con premura. Dejaron a la joven madre con su niño recién nacido en compañía de los niños del vecindario que, sin importarles nada, se deleitaban bañándose y ululando alborozadamente. De acuerdo a sus costumbres y tradiciones, Kaimara había bañado a su hijo desde el primer momento del parto y se dedicaba a sus quehaceres cotidianos sin guardar reposo. “¿Ya llegaste Mené?” saludó ella, y él le contestó a la usanza baré: “Sí, ya llegué”. Luego de conocer al niño, Menesio regresó con Kaimara a la casa, donde compartieron la alegría con los amigos que les esperaban. Después de un rato uno de ellos se dirigió a Menesio en tono de chanza: “Caramba, delegado ¿y los miaos del carajito? ¿Cuando serán?” En seguida Menesio envió a Mapaguare por unas damesanas de aguardiente. Mas tarde, después de tomarse unos tragos con los amigos y acompañantes y fumar el cigarro que le había obsequiado Mure, Menesio se retiró aludiendo compromisos pendientes porque aún no había ido a la Delegación. Pero dentro de esos compromisos incluía la preocupación que tenía desde que el mismo Mapaguare le había llevado el recado de Cristeta, diciéndole que Madama Cazabat se había marchado de su casa. Menesio fue al cuartel y allí se bañó sacando el agua con una totuma de un barril de madera, 109


que había dispuesto para su uso de los oficiales. Después de bañarse se vistió y fue a la cocina por un café cerrero. Luego se dirigió a casa de Madama. Una pareja de viejos indios, acompañaban a Cristeta en el portal, cuando llegó Menesio. — Buena tarde, señor Menesio, dichosos los ojos que lo ven — saludó Cristeta —. Pase adelante, pa’que se tome un cafecito o una yucutica. — Muchas gracias, doña Cristeta, pero acabo de tomar. — De todas maneras, pase, mientras le busco el encargo de la señora Carlota. Menesio entró y se sentó en un sillón del corredor. A su mente llegó la escena de su enfrentamiento con Wulf y la revelación que le había hecho acerca del tesoro enterrado en el depósito de aquella casa. No había querido indagar con la propia Madama por razones de conducta ética, pero ahora, que la casa estaba a su disposición, era la oportunidad de averiguar… ¡Teniente Mirelles! — oyó de repente. Era la misma Cristeta que lo había sacado de su estado absorto. — No me acostumbro a decirle delegado — dijo Cristeta con el sobre en la mano —. Tome, la señora me encargó de entregarle esta carta en sus manos. — Gracias de nuevo doña Cristeta, bueno y ¿cómo está todo por acá? — Sin novedad, señó, todo está en orden. Esta gente me acompañaba, mientras Tiburcio no estaba, pero mañana me voy pa’la casa. — En ese caso, me voy tranquilo, ya mañana volveré por aquí a dar un vistazo. Cualquier cosa, me avisa doña Cristeta. Menesio se despidió y regresó apresuradamente al cuartel con el sobre apretado en sus manos trémulas. Encendió el farol porque ya la tarde fallecía. Se dejó caer en el chinchorro, abrió el sobre laqueado y leyó: Cheri, querido: Te escribo estas cuatro letras para decirte hasta luego. No tuve el valor de enfrentarme a ti para decirte que te abandonaría temporalmente, porque te amo tanto que no me atrevo a aceptarlo, tanto es así que espero un hijo, el fruto de nuestro amor. Esa es la razón por la cual me iré a Ciudad Bolívar, para dar a luz allá, nuestro hijo va a tener todo lo mejor que yo pueda darle. Querido, de ti espero todo lo bueno, porque sé que lo eres y me comprenderás. Allá te espero si tú lo deseas y si Dios quiere. Cuídate mucho cheri, sobre todo del coronel Celada y del juez Afanador, pues me he enterado después de tu partida, que ellos traman una conjura en contra del gobierno, para llevarlo a cabo en el mes de 110


marzo o abril, no estoy segura. Ellos se están preparando minuciosamente; lo se bien por que yo los he traicionado. Ellos contaban conmigo en un principio, antes de conocerte, antes de enamorarme de ti. Perdóname mil veces por no habértelo dicho personalmente; traté de hacerlo, pero se me hacía un nudo en la garganta. No me arrepiento de lo sucedido, porque, al fin y al cabo, de esa manera has entrado en mi vida, me has llenado de ilusiones y de un nuevo destino. He amado de nuevo, de verdad y por ello, te estaré por siempre agradecida. Ellos contaban con mi dinero; ahora te lo dejo a ti, para que desbandes a esos intrigantes y hasta te puedes comprar varias máquinas a vapor para tus barcos. Busca un cofre que está enterrado detrás de la puerta de atrás del depósito de herramientas. También te devuelvo la libreta de notas que habías perdido. He tomado esta resolución sin tu parecer cheri, y también te pido perdón por eso. Tú sabes que me he acostumbrado a ser libre y quiero seguir siéndolo, aunque mi corazón será prisionero de tu amor por siempre. Por eso querido, no dudé de estar de tu parte, porque tú eres mi sol, mi vida y mi alma. Por sobre todo insisto que te cuides mucho, cher, querido, para que nos reunamos en compañía de nuestro hijo muy pronto. Te adoro con lo que queda de mi alma y todo lo demás. Carlota P.D. La dirección de mi tía, donde llegaré y te estaré esperando es la calle Dalla-Costa Nº 17-7 — ¡Mujeres!.. Siempre con sus embrollos — murmuró Menesio levantándose irritado del chinchorro. Dobló trémulamente el papel y, luego, revisó la libreta reconociendo que Carlota se la había robado, seguramente, para estar al tanto de sus actividades e informar a los conjurados. Guardó la carta entre las hojas de la libreta y la colocó sobre la mesita donde estaba el quinqué. Tomó un poco de tabaco de Virginia y un pliego de tabarí, luego sacó de un baúl, una botella de aguardiente y se encaminó lentamente hacia el corredor que daba hacia el oeste, con vista hacia el río. Le dijo a Mapaguare que no le sirviera la cena y que no lo molestaran, que Volastero estaba a cargo. Se tumbó sobre la silla de madera, recostando el respaldar contra la pared. Después de tomarse el primer trago, comenzó a liar su cigarro. La ansiedad invadió su alma, la angustia que le embargaba era cada vez mayor, a medida 111


que iba oscureciendo, como si las tinieblas de la noche invadieran también su alma. A consecuencia del aguardiente, en la mente del teniente se agolparon sus sentimientos amorosos y el discurrir de las escenas sobre las razzias de cacerías de indios y la quema de sus hogares, que lo mortificaron en tal grado de irascibilidad que hasta el humo le molestó y lanzó con fuerza hacia el río la colilla del cigarro. Rió y lloró hasta que poco a poco fue cambiando su estado de ánimo. A medida que consumía el contenido de la botella, fue adormeciéndose y al vaciarla completamente, el desasosiego dio paso a la laxitud. Así, llegó a su alcoba tambaleándose, hasta caer pesadamente al chichorro. Cuando se levantó, al amanecer, se sintió muy mal; tomó su toalla, un jabón y fue a bañarse al río. Allí, sumergido en las ambarinas aguas se sintió mejor y mientras contemplaba la salida del sol, tuvo la sensación de que su espíritu se empinaba. Se sintió optimista y comenzó a organizar planes. Ese día se dedicó al trabajo administrativo en la casa de gobierno. Al medio día fue a la casa de Madama, la recorrió detalladamente y se aseguró de que la casa estuviese sola aquella noche. Almorzó y continuó en la tarde con su trabajo esperando ansiosamente que oscureciera pronto. Después de cenar en compañía de Volastero y Cansino se sentó a contemplar la caída del sol sobre el horizonte del Guainía. La desilusión, la exasperación, la zozobra y la nostalgia que padeció la noche anterior habían sido subrogadas por la ilusión, la esperanza, la tranquilidad y la decisión. La ilusión de ser el padre de la hija de Coloma, que había nacido el 4 de agosto en San Fernando; a quien habían puesto por nombre Eleuteria, siguiendo la tradición impuesta por los jesuitas y los frailes. De ser también padre del hijo de Kaimara, recién nacido y a quien le había augurado ser gobernador de la Provincia. La ilusión de tener un hijo con Carlota, la mujer mas rica y famosa del Guainía, y el regocijo de conocer a su primer hijo, que tuvo con Cirenia en Caicara; con ella se casaría y tendría un hogar con muchos hijos más. La esperanza de volver a encontrarse con Carlota, con Coloma y, por supuesto, con Cirenia. La esperanza de llevar la civilización a los lugares más recónditos e incógnitos de la patria. De limpiar la zona de maleantes, traficantes y esclavistas, para restablecer una paz estable entre las poblaciones indígenas, que les permitiría el florecimiento del comercio y la civilización. La esperanza de encontrar a sus hermanos y reunirse con ellos. La tranquilidad de su alma por haber cumplido hasta el momento con su deber, a pesar de los contratiempos y pérdida de amistades. De no haber caído en la tentación de hacer fortuna, aprovechándose de su empleo y de sus influencias en detrimento de los indígenas, lo que era, no obstante, usual en los 112


gobernantes antecesores. Tranquilidad por estar al tanto de la conspiración en su contra y así poder reaccionar con certeza y decisión; decisión, eso es, ¡Decisión! — ¡Mapaguare! ¡Cabo Mapaguare! — lo llamó en voz baja. — ¡A la orden mi teniente! — se presentó enseguida pues andaba cerca de su jefe, sin hacerse notar. — Tráeme mis armas y el equipo de limpieza — ordenó y luego agregó casi murmurando —: ¡Y consigues una pala y un pico también! — ¿Dijo una pala y un pico? Mi teniente — preguntó Mapaguare desconcertado. — Sí, sí. Dije una pala y un pico Mapaguare — recalcó el teniente —. ¡Apúrese, caramba! ¡Rápido! ••• Menesio Mirelles colocó con la ayuda de Mapaguare el pesado cofre metálico en el centro de un baúl de madera, de los que utilizaban para transportar armas y municiones; lo atestó con cajas de cartuchos y estopa, luego lo selló con un viejo candado. Menesio le hizo jurar a Mapaguare que mantendría el secreto del desentierro y el embalaje del cofre; para sellar el juramento, le entregó un puñado de monedas de oro. Mapaguare se despidió muy contento y Menesio continuó empacando sus pocas pertenencias; después, como había sudado mucho bregando para desenterrar y transportar el tesoro, fue a bañarse con el agua del barril y la totuma. Finalmente se acostó y durmió plácidamente. Se despertó con el canto de los gallos, ordenó iniciar el embarque, se metió una pesada bolsita de dinero en cada bolsillo y fue a casa de Kaimara. Era aún muy temprano y el sol estaba por despuntar. Kaimara se sorprendió al verlo y quiso saber el motivo de la visita a esa hora del día. Menesio no le había mencionado nada sobre el viaje, en previsión de que no se corriera la voz hasta el enemigo. — Bueno, mija, tenemos que hacer un viaje urgente a San Carlos — mintió Menesio —. Vamos a ayudar a la reconstrucción del fuerte de San Felipe Neri. Menesio mentía con la excusa de que aún era imprescindible mantener en secreto, el destino de la expedición, pues el enemigo estaba infiltrado entre la colectividad. Le dio su bendición al niño y le entregó una de las pesadas bolsitas a Kaimara, tomándole una mano con las dos suyas.

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— Ten este dinero, guárdalo muy bien, para que te mantengas mientras yo esté ausente. Bueno, cuídense hasta que yo regrese. Cuando regresó al cuartel, lo esperaba un grupo de vecinos para despedirlo. A cada uno le regaló una moneda de oro. — ¡Bini idúwari! — manifestaron algunos muy contentos. Mapaguare le dijo —: dice la gente que eres bueno. — Amigos, ¡oigan amigos! No se mal acostumbren por estos regalos, pues eso que les estoy dando, se los han ganado ustedes dándome su amistad, y aceptándome entre sus familias. Espero que sigan trabajando como hasta ahora lo han hecho. Entre los circunstantes se levantó una algazara de aprobación. Menesio levanto ambos brazos en solicitud de silencio; continuó su arenga y finalmente, se despidió. La gente comenzó a dispersarse y antes que Menesio entrara al cuartel, el juez Saturnino Afanador acompañado de otros criollos se le acercó. — ¡Caramba! don Saturnino, qué milagro de verlo. No creo que haya venido a despedirme. — Buen día, delegado, mire, tiene usted razón — replicó el juez —. Vinimos a protestar formal y enérgicamente, la designación de su reemplazo. — ¿Cómo? — exclamó el delegado — ¿es que acaso se están rebelando ustedes contra la autoridad militar y máxima autoridad civil en este distrito? — No, no. Oiga bien delegado — puntualizó el juez —: solo le pedimos que nombre a otro encargado, mire, pueda que usted y yo tengamos diferencias y eso no implica que no acepte su autoridad, pero no aceptaremos a ese… a ese señor como representante suyo ¡es el colmo! ¡Es un baldón para nosotros, los maroeños!... Caramba, no se convierta a última hora en un depresor mas de este pueblo. — Ah, caramba señor juez — refutó el delegado —. Veo que usted habla a nombre de un minúsculo grupo de desadaptados. Aquí la mayoría de la gente no comparte los mismos intereses de ese grupo. — y esa mayoría está de acuerdo con mi decisión de nombrar como comandante militar y civil encargado al sargento Tiburcio Volastero — recalcó con indignación. — ¡Sí, sí! ¡Iduari! — se oyó el rumor de voces de los indios azuzados por algunos milicianos que habían salido a la calle, pues el sargento Volastero al percatarse del enfrentamiento, había colocado disimuladamente a sus hombres en posiciones estratégicas, para controlar al grupo de Afanador. — Así que, quieran o no, se queda el sargento Volastero, encargado de la delegación — vociferó el delegado, envalentonado al notar el apoyo con que contaba. 114


El juez observó a su alrededor y se convenció de que estaba en desventaja, pues solo contaba con ocho acompañantes. — Bueno, usted gana ahora por la fuerza — admitió, luego protestó —: pero téngalo por seguro, delegado Mirelles, que el pueblo no quiere que venga a mandar gente de afuera, y mucho menos ese…— iba a decir negro, pero se contuvo y dijo—: ese señor de color. — Ya todo está dicho, señor juez — advirtió Menesio —. No es el color de la piel lo que importa, sino lo que se lleva por dentro. Cumpla usted con su deber, que es sargento cumplirá con el suyo. El juez se volvió y se retiró seguido de los ocho acompañantes, mientras el delegado entraba al cuartel escoltado por los milicianos. Los circunstantes se retiraron poco a poco y la calle quedó vacía, tan solo recorrida por un par de perros flacos y juguetones.

Al rato, a escasa distancia del cuartel, en casa del juez, él y su grupo tomaban sorbos de café mañanero. — Se fija don Saturnino, que no se consigue nada por las buenas — opinó uno de los negociantes renuentes —. Si hubiéramos ido armados, otro gallo hubiera cantado ¡como yo le decía, caray! — ¡Jmm! no hombre, quédese tranquilo — indicó el juez —, que no hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista. No ve usted que esa gente se está yendo; a lo sumo, Mirelles dejará unos diez hombres con el negro del carrizo ese. Ahí es cuando nos toca reír a nosotros. — ¡Claro, el señor juez tiene toda la razón! — afirmó otro —. Hace rato nos hubieran desguazado, así hubiéramos ido con el grupo armado, por que nos superaban en número los condenados. — Es verdad, don Saturnino — insistió otro sedicioso —, lo que dice usted es la pura verdad, tenemos que esperar que nos llegue el turno para volver a tener las riendas del negocio ¡Sí señor!

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CAPÍTULO XI EL GRAN CHAMÁN

ucho, muy lejos, hacia el sureste de Maroa, en la región bañada por el MCasiquiare, afloraba entre la selva un caserío llamado El Desecho, el sitio de Serapio Almao. En un caney, cerca del caño, se habían reunidos algunos peones y pocas mujeres para recibir a Társila Yaniva. Los niños alborozados la rodeaban, con la esperanza de recibir algún obsequio. Todos querían saludar a la recién llegada, pues hacía mucho tiempo que se había ido del lugar. Ahora había regresado en una piragua que venía desde la Ciudad de Barra de Río Negro, pasando por San Carlos, donde Társila la había abordado. El coronel Celada se aproximó a la orilla, para supervisar el desembarque de la mercancía que los peones realizaban. Cuando Társila lo vio, se abrió paso entre los niños para ir a saludarlo. — ¿Cómo está usted, mi coronel? — ¡Társila! Mujer; tu tan buenamoza como siempre — dijo Celada — ¿Qué haces por aquí? ¿Y Madama? — Yo vine sola, la Madama no vino pero me mandó adelante; — dijo Társila y agregó susurrando —: y don Serapio ¿cómo está el carrizo ese? — ¡Jmm! será mejor que no te acerques por su casa — le advirtió Celada con picardía —. Ya sabes que no le gustan las busconas, pero yo le avisaré que llegaste. — No, hombre. No le digas nada chico — indicó Társila coqueteando — . Mejor anda tú a la casa de mis parientes, que yo voy a estar allá pa’ celebrar mi llegada, mira que hace tiempo que no bailamos pegao. — ¡Cómo no, mija! — exclamó Celada emocionado —. También hace tiempo que no te doy una tumbada. — ¡Ja, ja! Sinvergüenza, aprovéchame ahora porque después, nada, naiboa — dijo Társila girando sobre sí y riéndose fingidamente pero con mucha gracia, mientras Celada permanecía incitado, fijando en ella su mirada sicalíptica. Társila regresó al grupo y continuó repartiendo obsequios de fruslería que ella acostumbraba a dar cuando regresaba de un viaje, emulando a 116


Madama Cazabat. Sin embargo, resultaba un acto de humanidad solidaria para con aquellos pacatos habitantes de El Desecho que vivían en la inopia. Mas tarde se retiraron todos; contentos salían del gran caney con sus frioleras, para luego dedicarse, las mujeres a sus tejidos o a lavar ropas y los niños a lanzarse desde las ramas ululando sin descanso, a las aguas profundas de la laguna Conoriqui. Finalmente, cuando Társila quedó sola en el espacioso caney, sacó varios frasquitos de su baúl brasilero y se dedicó meticulosamente a preparar su poderoso y mortífero veneno camajay. En otro lugar, lejos de la activa hechicera, un ejército heterogéneo de hombres blancos, negros, indios, zambos y mestizos de diferentes nacionalidades se concentraban en varios caneyes de considerable tamaño. Habían venezolanos, brasileros, neogranadinos y guyaneses; muchos de ellos fugitivos de Cayena y Tabatinga. Conformaban una patulea híbrida que Serapio Almao auspiciaba y adiestraba bajo la responsabilidad del coronel Celada, para sumarla a la insurrección contra el gobierno provincial. Estos sujetos trajinaban entre el quehacer de diversas actividades, bien sea limpiando sus trabucos y escopetas, ya amolando sus machetes y dagas; ya sea practicando tiro al blanco o la pelea cuerpo a cuerpo. A los instructores le costaba trabajo mantener alguna disciplina en estos grupos. Serapio Almao los observaba a distancia, a eso se dedicaba un rato diariamente, siguiendo con interés la preparación castrense de sus pupilos. El coronel se le acercó para informarle que había recibido, de conformidad, el cargamento de víveres, ropas, armas y municiones; que lo había depositado ordenadamente, en espera de ser repartido entre los hombres. También le informó sobre la incorporación de más reclutas. — Bueno, compadre, con estos que llegaron hoy, ya tenemos ochenta reclutas y con el parque que vino, los vamos a tener armados hasta el cogote. — Anjá, todo va muy bien, compa — afirmó Serapio Almao —. También llegó la tarambana de Társila pero mantenla lejos de casa porque no quiero molestias con Sabela. — ¡Ah, caray! Sí señor — admitió Celada con premura —. Se me había pasado por alto avisarle, pero usted se informa de todo, compa. — Jmm, aquí, en El Desecho, las noticias vuelan, no ve que la gente se la pasa ociosa, ocupándose de los demás. Ya doña Sabela se puso tarasca, pero no importa, mañana vamos a dar un paseíto por los conucos y aprovecho para ir a ver que pasa con esa mujer. A propósito ¿no trajo ningún recado de Madama Cazabat?

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— No, compadre, me dijo que venía a visitarlo a usted solamente; aunque me parece raro que ande sola, porque la Madama no la suelta ni pa’cagar. — Sí, hombre, es curioso que ella ande sola por allí — murmuró Serapio Almao inquieto —. ¡Mujeres, mujeres! No se por qué se me ocurrió encargar a la Madama de neutralizar la guarnición de Maroa. — No recuerda, compa, por insinuación de Saturnino Afanador… — Bueno, ¡a lo hecho, pecho! — apuntó Almao y añadió —: Y volviendo a los negocios, ya que usted prácticamente tiene a la tropa lista para entrar en acción, de acuerdo a los planes que hemos acordado y al tiempo que nos queda, tendremos que zarpar dentro de una semana a mas tardar. — Está bien, que los muchachos están que no aguantan las ganas de amellar los machetes y apretar los gatillos — expresó Celada eufórico. — Caramba, ahora sí el compadre Casimiro va a quedarse con el coroto, para bien de la gente de trabajo de esta tierra, compa. Porque este gobernador está acabando con la poca economía de esta región. Dígame eso ¡ese trato que le da a los indios! ¡Qué cojones! ¡Tratar a los racionales y a los indios con igualdad de condiciones! Bueno… pero eso no va a durar mucho tiempo ¡qué va! — Si señor, así es — asintió el coronel y añadió —: Usted sabe que el tal Mirelles, el delegado de Maroa, está haciendo eso al pié de la letra. Bueno, el carrizo está obcecado con esas ideas del gobernador, contimás que es indio, el muérgano ese. — Medio indio — puntualizó Serapio Almao —. Sí. Por eso mismo, a ese es importante neutralizarlo, no vaya a ser que se nos alce el hombre. Yo lo conozco, es hijo del coronel Mirelles, que era mi tío político y fue gran explorador de estas regiones. — ¡A caray! No me diga. Aquí todos somos una gran familia ¡Ja, ja! — afirmó Celada soltando una carcajada irónica. ••• Nicasio Téllez, había empeorado desde que Társila lo abandonó; estaba en el cuartel, junto a otros enfermos, victimas también de la hechicera; todos bajo el cuidado de sus compañeros. En tal estado de postración estaba Nicasio, que Menesio resolvió llevárselo. Embarcarlo resultó un proceso lento y esmerado; fue conducido sentado en un catre por sus cariacontecidos compañeros, desde su hamaca hasta el atracadero, por el largo pasadizo. Una

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vez instalado el desmadejado Téllez en una de las piraguas que estaban listas para zarpar, el delegado se despidió del sargento Volastero. — Bueno, sargento — le dijo —, después de lo sucedido con el juez, ya sabe: ojo e’garza, no le puedo dejar sino esos siete hombres, pero cada uno de ustedes vale por tres de ellos ¡carrizo! — Vaya con Dios mi teniente y no se preocupe, que yo me paro en lo mojao — dijo Volatero y entonando su cuatro añadió eufórico —: ¡Oiga! ¡Espere, oiga esto antes que se vaya! ¡Allí va pues! Al juez de este distrito como ustedes lo han visto no le gustan los negritos ni en el día de San Calixto ¡Ay na ná! ¡Ay nana ná! Gracias por el regalito que nos acaba de dar. Que le rinda su dinero como el agua del raudal ¡Ay na ná! ¡Ay nana ná! — ¡Ese es el Mocho Volastero, caray! — exclamó el delegado riendo — siempre con su chuscada. — Le dio un fuerte abrazo y a cada uno de los circunstantes; luego se embarcó y el marinero soltó las amarras. Los veintitrés hombres iban repartidos en dos piraguas: una construida por Cansino y otra confiscada a los traficantes. Cada una remolcaba una curiara mediana. Fueron alejándose del embarcadero, remando río abajo, mientras los soldados de Volatero agitaban sus pañuelos diciendo: “Vaya con Dios y la Virgen Santísima”. Cuando habían navegado tres leguas, durante tres horas, arreciaban los rayos del sol meridiano sobre el Guainía, y fue entonces cuando las piraguas arrimaron a la orilla derecha, el delegado dividió la expedición en dos grupos. Un grupo bajo el mando del cabo Tarsicio Mure se embarcó en las dos curiaras y se internaron por el caño San Miguel, hacia el este. Menesio le preguntó a Mapaguare si el caño era conocido también con el nombre de Conorochite y él respondió que sí, que además lo llamaban Desecho y los indios le decían Itinibini. El delegado continuó al frente del otro grupo en las dos piraguas bajando el río Guainía, un tras otra, impulsadas por remos. En la piragua que punteaba, 119


Menesio alienta a su amigo Nicasio Téllez, que viajaba protegido por la carroza de palmas. — ¡Ya pronto llegaremos compadre! Críspulo Yaniva si le va a curar esos males ligero, ¡ya verá! — Que Dios lo oiga compadre — balbuceó Téllez —. Ya no aguanto este fogaje del carrizo que no se me quita con nada.

A media tarde se enfrentaron al raudal Yuduburí, que pasaron sin novedad, controlando las piraguas con los remos y el impulso de las palancas. Las embarcaciones, sin remolques y cargadas a medias, avanzaban raudamente. Al caer las sombras de la noche, el cielo se cubrió con un nubarrón de millares de murciélagos, abandonando los resquicios de las negras piedras que emergen amenazantes en medio de las aguas, fungiendo de guaridas a estos quirópteros que vuelan en busca de alimento en la penumbra de la selva quieta y silente, conformando un celaje ululante y amenazador. Al día siguiente, el par de piraguas se acercaba al sitio conocido como el Paso del Diablo, ubicado cerca de la desembocadura del caño Tirinquín. En ese momento, el delegado divisó sobre una laja, a orillas del río, al gran cacique, al jefe Críspulo Yaniva. Estaba en posición de cuclillas, meditabundo y bañándose de sol matutino. Frente a esa escena recordó su extraño sueño y por su imaginación se cruzaron muchas conjeturas… Al arrimar las piraguas, el enclenque y pequeño hombre se irguió parsimoniosamente, levantó el brazo derecho para saludar y luego bajó a recibir a los expedicionarios. — Los estaba esperando allá arriba — afirmó el cacique. — ¿Cómo? ¿Tan pronto le avisaron? — preguntó Menesio sorprendido — ¿Cómo sabía usted que llegaríamos hoy? — ¡Gua! Yo no sé… Yo no sé leer pero me escriben — aseveró el cacique y agregó —: Y ya le tengo preparado la cura al enfermo que usted me trae. — ¡Basirruque! ¿Cómo carrizo sabe todo, ah? — se dijo en voz susurrante y dándole unas palmaditas a Téllez en el hombro, le indicó —: Ten confianza y fe, que este si te va a curar.

Críspulo Yaniva se dispuso a “chupar” el daño que estaba minando la salud física y mental de Nicasio Téllez, ostentando su maraca mágica, pequeña 120


y emplumada. Comenzó musitando palabras misteriosas y cantando de un modo gutural e incomprensible, era una letanía monótona y fúnebre, acompañada de una danza sagrada ejecutada con curiosos crispamientos. Agita reciamente la maraca dibujando figuras envolventes y amenazantes hacia el cuerpo del paciente, interpelando enérgicamente a los espíritus celestiales. Les conmina a otorgarle el poder para extraer el camajay de aquel cuerpo escuchimizado. Seguidamente el piache absorbe el yopo revelador de la luz divina y cae en éxtasis de evasión terrena, sin parar la letanía gutural que difundía en el ámbito, un temor supersticioso dentro de los corazones de los indios crédulos. Luego de regresar del cosmos, el chamán le da a beber al poseso, un líquido preparado con yerbas curativas; seguidamente el chupador aplica su boca en el lugar donde se afinca el dolor, haciendo ahí fuertes succiones. En ese momento, se producen unos espasmos del cuerpo dañado de Téllez y finalmente, con pasmada admiración de los presentes y mayor asombro y espanto del paciente, el chupador Críspulo Yaniva extrae un objeto viviente del interior del cuerpo: un sapo negro del tamaño de un puño. La impresión de Nicasio Téllez era escalofriante, pero tal es el poder de la sugestión que ejerce el piache al liberarlo de aquel objeto maligno, causante de su tormento, que reaccionó positivamente, lo cual era preludio de una pronta curación. Y efectivamente, Téllez terminó de recuperarse muy pronto, con la ayuda de bebedizos milagrosos que le había administrado el mago de la selva. Después de recuperarse del cansancio que le ocasionaron los aspavientos de la danza ritual para chupar a Téllez, Críspulo Yaniva invitó a Menesio para que fuera a su casa a comer. Allí, después almorzar pescado, plátanos y huevos de terecay con mañoco, el cacique le contó al detalle, la historia de su nieta Társila, sobreviviente junto a su hermano Manresio, de la matanza de Kawoodewaka, que ambos eran los hermanos que Menesio andaba buscando. — ¿Quiere decir que Társila es mi hermana? — preguntó Menesio sorprendido — ¿Y por qué no me había dicho antes que usted es mi abuelo? Quería seguir preguntando, dándole rienda suelta a su curiosidad, pero el gran cacique intervino: — Todo a su tiempo, mijo. Hay tiempo para todo, porque todo sucede de acuerdo al destino y nada podemos contra él, ni hacer nada para variarlo… Continuó explicándole las supuestas razones que tenía Társila para odiarlo y querer neutralizar a su gente, como parte de la conjura que habían preparado los enemigos del gobierno; que él le había dicho la verdad sobre los culpables de la muerte de su madre y hermana, y la había encauzado para que cambiara de actitud. Que Társila se había arrepentido sinceramente y le había 121


rogado quitarle el daño a Nicasio y a los demás soldados que ella había empusanado. — Por eso era que ya sabía que el hombre tenía daño y yo había preparado la contra — confesó Críspulo Yaniva, y finalmente agregó —: Yo no quería que conocieras a tu hermana cuando ella te odiaba, cuando te consideraba culpable de su desgracia engañada por el tal Celada ese. Por eso no te había dicho nada antes. Ahora ella ya sabe la verdad; ahora Társila te reconoce como su hermano. — Jmm… ahora entiendo por qué se picureó — murmuró Menesio —, y ya me imagino adonde fue. — Ella fue a vengar a su familia — aseveró Yaniva. — ¡Sí, eso es! Pero ella no puede… ¡Eso debe dejármelo a mí! — exclamó Menesio y agregó —: Anjá, don Críspulo ¿y que hay de la vida de Manresio? — Nada, todo bien, el está por las montañas trabajando y ya sabe que tu estas aquí, pronto lo vas a ver. — Entonces, voy saliendo ya, antes que sea demasiado tarde y le pase algo a Társila. — ¡Espera! Espera mijo — atajó el cacique y agregó en tono grave —: Solo me queda decirte esto: tú solo eres un instrumento del creador del mundo Napirulí, así como yo soy su enviado. Tú serás su espada vengadora, porque vendrá el día en que su pueblo quede liberado de la opresión de los racionales, eso será después que paguemos la culpa de nuestros pecados…— Coff, coff, hmm — lo interrumpió una carraspeo. Luego continuó elocuentemente —. Siempre te hemos estado protegiendo, a veces con los matis o con los hombres- tigres y así será mientras te mantengas en el camino de la justicia y del bien… Anda mijo, que Dios te proteja y te bendiga. — Que así sea, abuelo, ¡hasta pronto! — se despidió Menesio —. Después seguimos hablando porque me tiene que contar muchas cosas. — Mientras caminaba alejándose del cacique, murmuró —: Jmm, me dejó lelo con todo eso que dijo. Caray ¿estará chalado el abuelo? ••• El coronel Sulpicio Celada, hombrecillo libidinoso por naturaleza, se acicaló, lo hacía solo en ocasiones especiales como ésta. Se vistió y se bañó de perfume, de su baúl sacó una botella de aguardiente y se encaminó emocionado a la casa donde Társila lo esperaba; por precaución, le pidió a su ayudante y sirviente que lo acompañara, manteniendo una prudencial distancia 122


para evitar sospechas. Apetecido del cuerpo de Társila, cayó sobre ella como un lobo hambriento. Disfrutó de la mujer y sació su apetito, pero también recibió de ella el filtro amoroso kamáwari y, aún más, el mortífero camajay. Al amanecer, el coronel Celada despertó al pueblo espectacularmente, desnudo, blandiendo su espada y ululando sin sentido. Sus horripilantes y estrepitosos alaridos enajenados, alarmaron angustiosamente a los vecinos del sitio. Poco a poco y con temor fueron acercándosele hasta rodearlo completamente; el orate, en un acto de malabarismo insano asombraba a todos los circundantes hasta que se revolcó en su propia deyección. Entonces los espectadores, asqueados, se abrieron rompiendo el círculo, a la vez que Celada arremetió contra el grupo emitiendo un chillido escalofriante similar al de un simio furioso. En la embestida, cual torbellino exterminador, dejó a su paso varios heridos, orejas despegadas, manos mutiladas y el cadáver decapitado de Quiriaco Cruzguayare. Quiriaco, por la aversión que le tenía al desquiciado Celada, había osado enfrentarlo; pero solo pudo desprenderle, de un tajo, el dedo pulgar antes de caer bajo la espada del atarantado. Al oír los alaridos, don Serapio también se apersonó al sitio de los acontecimientos. Tuvo la oportunidad de ver la arremetida amenazadora, delirante y desquiciada de su afecto amigo, compadre y servidor fiel, transformado ahora en un desparpajo, en una piltrafa humana que desparramaba sangre y excremento, mientras el filo de su espada sesgaba órganos y vidas. Tomo una decisión y desenfundó el revólver, y cuando el trastornado se apartó del gentío, apuntó tenazmente y apretó el gatillo. Al disparar su rostro se crispó con una mueca de aflicción. Al retumbo le siguió un desgarrador alarido del hombrecillo desnudo, al sentir el plomo dentro de su cuerpo; luego, dando saltos funámbulos y blandiendo el sable, el vestigio del coronel Celada se incrustó entre los matorrales que precedían el borde de la intrincada selva. En vano la turba lo persiguió para atraparlo. Solo pudieron ver la hoja de acero teñida de rojo púrpura que se elevó desde los matorrales, dio unas volteretas en el aire para luego caer de estocada en un aguazal, frente a ellos, enterrándose para siempre. — ¡Caracha! ¿Será que se volvió un salvajito? — preguntó uno del grupo que perseguía a Celada y otros opinaban consternados por lo sucedido. — Pero si era ya un salvaje, vale, ¿no viste como tenía los pies al revés? — ¡Bacié! Que salvaje del carrizo ¡Ese era el mismito coronel Celada! — ¿Cómo carajo va a ser el coronel? ¿Y quién lo volvió loco así, ah? — indagaban otros.

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— ¡Gua! Los dañeros, algún dañero o soplador lo jodió — afirmó un criollo —. Eso le pasa a la gente mala como él. Entretanto, Serapio Almao había permanecido en el mismo lugar desde donde había disparado. Sin enfundar el revólver ordenó con voz estridente la captura de Társila. La orden la cumpliría Ciriaco, el ayudante del coronel. Ciriaco había sustituido a Crispín Wulf, era un zambo hijo de negra, zamacuco, zalamero, taimado y malintencionado, con cuerpo fornido de estatura alta, hacíale honor al estribillo: “Todo negro pelo liso tiene muy mala intención”. Su aspecto de gazmoño era una buena máscara para encubrir sus ruines instintos. Ciriaco le había contado a don Serapio, los detalles del encuentro entre el desvanecido coronel y la hechicera Társila. Le dijo que estaba seguro que la mujer había embrujado a su jefe, pues éste había entrado bueno y sano a la casa donde Társila lo esperaba solita y desde allí fue directamente a su cabaña sin que alguien más lo tocara. Confirmaba todo eso porque él mismo había seguido los pasos de Celada y había revisado la casa subrepticiamente. Don Serapio dio un escupitajo, imprecó y rezongó: — Esos pérfidos traidores me jugaron sucio; el sibarita… y la pindonga esa. Deja que le ponga la mano, carrizo ¡se las va ver conmigo! ¡Ya va a saber quién es Serapio Almao! — Y tú, ¡muy bien que lo cuidaste, zopenco!— reprendió a Ciriaco y le ordenó —: mira, Zambo, vas a responder con tu vida si no me traes a esa mujer ahora mismo ¡Ligero carrizo! ¡Pero viva, oíste, la quiero viva, no muerta! Ciriaco se apresuró a cumplir la orden y organizó los grupos para dar inicio a la cacería humana. Se repartieron para rastrear el poblado y al rato, un peón dio una voz de alarma. — ¡Po’el río, po’el río! ¡La mujé se fue po’el caño! Po’allá, bien lejos, va con un negro más grande que el cipote. — Po’allá se picurió — repetía las voces el peón mientras se acercaba al piquete del Zambo. — ¿Van solo los dos? — preguntó Ciriaco — No — respondió el peón jadeando —. La mujé va con ese negrote y otro más. — Ja, ¡entonces ya los vamos agarrá!— aseveró el Zambo muy confiado — Anjá ¡pa’ las curiaras, muchachos! ¡Ligero, caracha, a las curiaras!

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CAPÍTULO XII LA PONZOÑA DE LA ARAÑA

o le fue difícil a Ciriaco y su grupo alcanzar la curiara de Társila. La alcanzó Na la altura de la desembocadura del caño en el Casiquiare. — ¡Jalen! ¡Jalen rápido! — gritó Társila angustiada al momento en que atisbó a los perseguidores —.Vamos a atravesar el río que en la otra orilla podemos escondernos — ¡Jalen! ¡Jalen duro, carajo! — insistió desesperada al ver que las dos curiaras se acercaban rápidamente. — ¡Dispárale negro! ¡Tírale a esos muérganos! — ordenó Társila. — ¡Qué va! Naiboa, se mojaron los cartuchos — le contestó el negro con los ojos desorbitados por el susto. — ¡Ah, cará! Malaya sea. Dame acá eso — exigió Társila impaciente y desesperada. Enseguida apuntó y disparó: ppuizzff — silbó el disparo. Cargó de nuevo, disparó y…nada. — ¿Se mojaron todos? — preguntó. — Sí, toiticos. De pronto, los dos bogadores de Társila soltaron sus canaletes y, simultáneamente se zambulleron y nadaron hasta la orilla. “Déjenlos, nos mandaron fue a buscar a esa mujé.” Le dijo el Zambo a su gente. Entonces abordaron la curiara y amarraron a Társila por los pies y las manos, quedando la mujer como un ovillo, tirada en el centro de la curiara, bajo las miradas, las palabras y gesticulaciones todas obscenas de sus captores. Así, jubilosos, regresaron con su presa. Al atracar, los esperaba Serapio Almao. Llamó a Ciriaco aparte del grupo y caminaron lejos del alboroto que tenía la gente en el puerto. Serapio Almao le dio instrucciones al Zambo acerca del destino de la prisionera que, al parecer, eran de mucho agrado del Zambo, pues varias veces, en el transcurso de la conversación, se le notaron muecas lujuriosas y carcajadas de perversidad. Serapio Almao se retiró a la casa grande después de instruir detenidamente a Ciriaco, quien regresó muy contento a reunirse con su grupo. — ¡Caramba! Ese don Serapio sí que es buen patrón y condescendiente, dígame eso, manda a castigar a esta mujé con lo que a ella más le gusta — les refirió a sus peones, mientras se preparaban a dar inicio a la vil maquinación 125


ordenada por Serapio Almao. Se llevaron a la mujer atada, en vilo, hasta un caney alejado del caserío y cerca de la orilla de la laguna Conoriqui. Alejaron a los niños, mujeres que estaban bañándose o lavando y escudaron los alrededores con guardias armados. Clavaron cuatro estacas en el centro del piso arcilloso y húmedo del caney y ahí amararon a la victima por sus cuatro extremidades. La hechicera permanecía tan desafiante e indómita ante el agravio, que desconcertaba a la depravada patulea. Desde su incómoda posición Társila observaba impávidamente la subrogación de aquel aciago día por una noche que prometía ser peor, amenazando con lejanos truenos cuyos estruendos iban acercándose al transcurrir del tiempo. Mientras tanto, el zambo Ciriaco empinaba la botella de cachaza del Brasil, para luego pasársela a su gente. Los retumbos amenazaban con un chubasco. Había oscurecido antes de la hora y de repente un centellón percutió ensordecedor, crispando el caney y comenzó a llover. Al rato, los cachondos hombres, ya bajo los efectos del aguardiente, amenazaban con una trifulca entre ellos, disputándose los primeros turnos con la mujer, pero el Zambo los controló y los puso en sus puestos. — ¡Se me alejan todos de aquí, carajo! — les ordenó —. Primero le toca al jefe, que soy yo, después al segundo y luego a los subalternos que voy a ir llamando uno por uno, ¡sin alboroto, carrizo! ¡Nada de bochinche! Un resplandor alumbró la membruda silueta del Zambo, al aproximarse a la inerte mártir, iba dispuesto a transgredir violentamente su integridad física y moral. Por la memoria de Társila pasó fugaz y turbiamente el recuerdo de la inicua acción que sufrió en manos de los yaránabes cuando era púber. En aquel momento, aquella escena se repetiría, pero ahora, ella tenía un arma secreta que estaba dispuesta a utilizar. Debía mantenerse consciente, separar la mente del cuerpo, para administrarle a cada uno el brebaje mortal. “¡Uno tras otro irán cayendo!” pensó. El corpulento Ciriaco, después de saciar vorazmente su gazuza carnal, se levantó, dando tumbos y profiriendo retruécanos obscenos; llamó al siguiente y seguidamente se desplomó de ancas sobre el suelo mojado para descansar, advirtiéndole a su gente: “A mi me toca doble, una por mí y otra por el patrón.”

Cual acoplamiento arácnido, los machos abandonaban a la hembra, tambaleándose con la ponzoña inoculada. Pero era poca la pócima que Társila pudo contener en su boca y son muchos los hombres; ya había pasado una docena de depravados por el ágape ultrajado y aún quedaban otros tantos 126


esperando ávidamente. Társila comenzó a sentir un frío intenso, la humedad del arcilloso y limoso suelo penetraba hasta sus pulmones cuando ya no tenía sensibilidad en su piel ni en su cuerpo. Un escalofriante pavor invadió su alma cuando presintió un vahído. Entonces, súbito, oyó una seguidilla de retumbes. “Serán truenos otra vez — pensó, pero Társila pudo diferenciar los sonidos aún en aquel penoso trance. —. No, no, ¡es una descarga de trabucos!” Enseguida se formó un alboroto entre la patulea y, a una orden de Ciriaco abandonan el lugar, no sin la protesta de los que aún esperaban por la mujer; se encaminaron hacia donde provenían los disparos. Solo quedaron dos hombres ebrios custodiando a la mujer, comenzaron a disputar el primer lugar para montársela y, a falta de raciocinio, sacaron los machetes. Cual fieras salvajes se pelearon hasta que sobrevivió uno. Reposó solo un momento, luego, jadeando y sangrando por las cortadas recibidas, se precipitó sobre la inerte hechicera. Se ligó la sangre del mulato, el sudor de ambos y las lagrimas de Társila con las aguas que escurren sobre el suelo, formando una acuosidad que bautizaría el destino futuro de la región y sería sementera de la desesperanza del pueblo casiquiareño. Desde la selva atacaban los cabos Tarsicio Mure y Celedonio Yapuare con el grupo de indios enguayucados y teñidos de negro a la manera de los matis. Habían entrado por el caño Conorochite y sorprendieron a la patulea de Almao. Disparaban con sus cerbatanas certeros flechazos envenenados, a pesar de la oscuridad. Una lluvia de flechas cayó sobre los centinelas y los peonessoldados que dormían en los caneyes desprovistos de paredes, causando muchas bajas y gran conmoción. Buscaron sus trabucos y escopetas para responder al ataque, pero solo disparaban a las sombras, pues los hombres pintados de negro se hacían invisibles en la fuliginosa noche. Mure tenía instrucciones de actuar silenciosamente, pero luego de los disparos del enemigo, no había motivo de actuar así, entonces dio la orden de disparar los trabucos. Habían sido esas las descargas que había oído Társila durante su martirio. Mure y Yapuare lanzaron, cada uno, un taco de dinamita hacia dos caneyes y tras breve y angustiosa espera, ocurrieron las explosiones casi simultáneas. Volaron estrepitosamente, cuerpos, palmas y troncos. La diezmada hueste trata de seguir defendiéndose pero no tenían quien los dirigiera. “¿Dónde carajo está el coronel? ¿Dónde anda Ciriaco? ¿Dónde está el patrón?” Se preguntan algunos con desesperación y angustia. Ante la gravedad del ataque y percatándose de que la ausencia de sus ayudantes era fatal, Serapio Almao, en persona, organizaba la defensa de la casa grande; por otro lado, preparó rápidamente el resguardo de sus cofres y 127


pertenencias de valor; los embauló y los encubrió introduciéndolos en cajas de uso ordinario. El trajín era frenético y las órdenes iban y venían; doña Sabela por un lado con las mujeres y don Serapio por otro con los peones, ambos preparaban la evacuación. Entretanto, los indios cargaban con las cajas y baúles y se encaminaban, escoltados por los peones-soldados armados, hacia el río Casiquiare por una trocha que comunicaba la casa grande con un embarcadero furtivo, salvando la sinuosa y larga trayectoria del caño. Serapio Almao la tenía reservada, tal vez para ocasiones como esta. — ¡Están llegando unos por el puerto! — gritó un peón que llegó a la casa grande jadeando —. Llegaron dos piraguas con gente armada. — ¡No les dije — aseveró don Serapio y ordenó —: ¡Vámonos por el camino nuevo! Serapio Almao, con ojos chispeantes, que relumbran a la tenue luz de los faroles, controla a su gente consternada. También se siente exasperado por la situación pero no lo manifiesta y para colmo, no aparece Ciriaco con su gente por ninguna parte. Entonces le dice a doña Sabela que se adelante con las mujeres y los niños, tras los cargadores. Cuando su mujer se fue, Serapio Almao, revolver en mano, se dirigió a los caneyes, donde ya el tiroteo había disminuido; en el trayecto, con el resplandor de la candela, distingue la formidable figura de Ciriaco acompañado de su hatajo. Lo llama con fuertes gritos, varias veces, en vano. Se acercó más al grupo y alarmado, se da cuenta que su sicario y los demás están completamente enajenados. De prono, siente el zarpazo de una bala y se refugió tras un árbol. Desde allí observa como los trastornados, que deambulaban con pasos torpes, como zombis, comienzan a caer impactados por las balas disparadas por los hombres de Mure, completando así, la acción devastadora del camajay que Társila les había inoculado. Serapio Almao reconoció, con ira, que el castigo contra Társila se le había revertido, pues en una acción inaudita e inverosímil, la víctima se había convertido en victimaria. Serapio Almao admitió lo delicado de la situación y el riesgo que corría de caer en manos de los asaltantes. Sintió tremolar su corazón y no dudó en reconocer, con disgusto, que la única salida era escapar. “Rendirme nunca — se dijo —. Solo será una retirada estratégica.” Entretanto, Menesio Mirelles había desembarcado al frente de su grupo en el puerto, mojándose todos hasta la altura de las rodillas; mientras Nicasio Téllez, en plena recuperación, lo hizo en otro sitio, cerca del caney donde habían quebrantado a Társila. El plan de Menesio había dado resultado, pues el ataque por sorpresa desde la selva con los hombres de negro había servido para distraer a la facción de Almao, de tal forma que los grupos que 128


comandaban Téllez y él mismo, desembarcaron desde las dos piraguas sin contratiempos. La refriega comenzó después del desembarco, cuando llegaron los hombres enviados por Almao, que fueron reducidos por el grupo de Mirelles y finalmente, muchos de aquellos fueron capturados tratando de embarcarse en las curiaras para huir. En el frente de Téllez, ya sus milicianos habían llegado hasta el caney, donde encontraron al peón muerto a machetazos y las cuatro estacas con sus cuerdas atadas. Desde allí se dispusieron a avanzar hacia la casa de Almao pero los retuvieron los disparos del enemigo. En esos momentos Téllez observó la silueta de un hombre cargando a una mujer que se desplazaba en sig-zas, tratando se salir de la línea de fuego y buscar refugio en el monte. El raptor había liberado a Társila, después de habérsela disputado a otro a machetazos y luego poseerla, había cargado con ella como una presa arrebatada a la jauría, como hace la hiena con los despojos. El grupo invasor iba avanzando lentamente rampeando entre el pajonal, cuando la media luz que ofrecía el fulgor de la aurora, le permitió a Téllez distinguir la figura del hombre y la mujer que, aprovechando un cese del fuego, habían vuelto a correr. El mulato corría con Társila semidesnuda en sus fibrosos brazos y Nicasio, ciego de ira, se lanzó tras ellos; corrió a campo traviesa en pos de la mujer amada, sus hombres lo cubrían y el tiroteo arreció. El mulato sintió que sus fuerzas menguaban y ante el peligro de las balas que silbaban sobre ellos, soltó a la mujer y desapareció entre la bruma. La aturdida mujer cayó sobre el húmedo pajonal y en ese estado, divisó al majadero enamorado Nicasio acercándose en zigzagueante carrera. Ella hizo un esfuerzo sobrehumano para levantarse, poco a poco lo logró pero flaqueó y se desmayó en el preciso momento que Nicasio llegaba para sostenerla. Seguidamente se convulsionaron sus cuerpos y unidos en una danza mortal, rodaron por el suelo. El impacto de las balas había sesgado sus vidas simultáneamente. El grupo de Téllez, dirigido por el cabo Yavapari, avanzó rápidamente y coparon al enemigo, apresando a varios, otros ya habían huido. Yavapari se dirigió directamente al lugar donde había caído su jefe y la mujer. Comprobó la muerte de ambos y vio como las manos de Nicasio y las de Társila mantenían sus dedos entrelazados rígidamente y como sus ojos con miradas inertes se entrecruzaban como tratando de encontrarse en la eternidad. Aunque las fuerzas atacantes del teniente Mirelles eran mucho menos numerosas que las defensoras del sitio, el sacrificio de Társila no había sido en vano, pues con sus mañas de hechicera había desmantelado la cabeza de mando de la soldadesca de Almao, ya que las víctimas como Celada, Ciriaco y 129


otros jefes de grupo y capataces, que habían podido tomar alguna iniciativa frente al asalto, estaban ausentes. Sin embargo por instinto de supervivencia la patulea se dividió en dos grupos, al filo de la madrugada: los pusilánimes, huyeron hacia el monte, esfumándose entre la fragosidad selvática; mientras los envalentonados, que eran más, se abrieron paso hasta la casa grande, con la esperanza de hacerse dirigir por el patrón Almao y contraatacar efectivamente. El avance del teniente Mirelles hacia la casa grande fue pausado. El teniente sintió varias veces el resquemor de las hirvientes balas, lamentando en ese momento haber dejado a dos de sus arcabuceros custodiando un tesoro en la piragua, que ellos desconocían; sin embargo a tiro limpio avanzó con sus milicianos hasta rodear la casa; Serapio Almao disponía allí de un depósito copioso de armas y municiones. La lucha se dio cuerpo a cuerpo para tomar las instalaciones circundantes a la casa y en la refriega cayó herido el cabo Mapaguare, víctima de un machetazo. Luego los hombres de Almao retrocedieron y se guarecieron tras la empalizada del jardín de rosas. La situación se había estancado hasta que llegó el refuerzo del grupo de Téllez, pero el teniente, al no verlo, se desconcertó. — ¿Y Téllez? ¿Dónde está el sargento Téllez? — preguntó repetidamente, angustiado. — Está mal herido, mi teniente — balbuceó Yavapari. — ¿Cómo? ¿Dónde, ah? — Está muer… muerto. El sargento murió. — Un nudo en la garganta le impidió seguir hablando. El teniente quedó estupefacto, pero repentinamente reaccionó y ordenó un asalto final en forma de pinza. Cuando el primer grupo arrasó el jardín de rosas y los defensores se refugiaron en la casa grande, pidió un taco de dinamita, encendió la mecha, salió al descubierto y lanzó el artefacto. Pero en su temeraria e irreflexiva acción, recibió el impacto de una bala a la altura de una pierna, cayó desmadejado con una mueca de dolor y apenas podía arrastrarse hacia el parapeto. Arreció la lluvia de plomo, pero el cabo Mure, de un jalón lo puso a salvo. En ese momento una ensordecedora explosión sacudió la casa y retumbó el fragor del combate. Luego sobreviene un relativo silencio que permite oír el crepitar del fuego y los gritos de la gente tratando de reorganizarse. Súbito ocurre otra explosión y otra más, consecutivamente: había estallado el arsenal de Almao y los sitiados sobrevivientes desesperadamente tratan de replegarse, pero se dan cuenta que están completamente rodeados. Los techos de palma arden y los sitiados abandonan su bastión en llamas, prefiriendo rendirse antes que achicharrarse.

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En la mañana el calor era sofocante, al ser avivado por las llamas. En esos momentos, del poblado de El Desecho se levantaban tres humaredas: una en el puerto, otra en el campamento de la patulea y otra al costado de la colina donde se situaba la casa grande. Aún ardían partes del caserón, pues la segunda explosión la había sacudido hasta sus cimientos. Ya no quedaban el sitio sino los escombros de paredes ahumadas, algunos troncos y maderos ardiendo que forjaban columnas flameantes de humo; todo envuelto en el silencio de la muerte. ••• Sobre taburetes y tablas rusticas, yacían los restos de Nicasio Téllez, de Társila Yaniva y de otros tres soldados del pelotón “Túsares”. En otra casa velan a una docena del bando de Almao. La mujeres indias lloran y gimotean sin cesar y uno de los peones las consuela diciéndoles: “Siquiera que no murió ninguno de nuestros parientes.” Menesio Mirelles entró al caney arrastrando la pierna, bajo la mirada compasiva de su tropa y algunos vecinos del caserío. Un silencio tenso y sombrío se respiró bajo el caney. Se arrojó de rodillas sobre el cadáver de su consecuente compañero, abrazándole e implorando alguna explicación. Se sintió como una hoja seca abatida por la fuerza del vendaval enigmático del destino. “Dios Santo ¿por qué? ¿Por qué? Se preguntaba y las lágrimas escaparon de sus ojos en contra de su voluntad, que había sido moldeada a base de normas como la de que los hombres no debían llorar. Sus lágrimas contagiaron a las mujeres presentes, convirtiéndolas en un coro plañidero. — ¿Por qué será tan difícil y costoso mantener el honor de los débiles? — se preguntaba Menesio — ¿Valdrá la pena este sacrificio de destrucción de vidas y objetos, para reparar la afrenta que ha sufrido esta gente y para honrar a nuestra familia, muertos infamemente...? ¿Por qué tiene que derramarse la sangre por la reivindicación de un pueblo que ni siquiera lucha por su supervivencia? ¿Por qué tienen que ser tan pasivos y conformes con todo? ¿Y a mí, que me importa todo eso? ¡Carajo! — Apostató golpeando con el puño la madera de las andas. El sonido quebrantó el silencio mortal y retumbó en el corazón de los acongojados circunstantes; luego se levantó y sacó de un bolsillo, una vieja y desteñida bandera nacional y la colocó extendiéndola cuidadosamente sobre los restos mortales del sargento Téllez. Esculcó en su corazón buscando encontrar el mismo sentimiento de congoja hacia su hermana Társila, pero fue en vano, para él, ella había sido solo una extraña y misteriosa mujer, cuyas perversas acciones habían sido el resultado de su 131


sufrimiento producto de la maldad de los hombres, que había logrado vengarse en un acto final de valentía, humillando a sus victimarios. “Tanto buscarte, para venir a encontrarte muerta — pensó a manera de epítome —, no era así como quería verte.” Abandonó el velorio acompañado por el cabo Yapuare, en cuyo hombro se apoyaba para caminar. Los indios peones, las mujeres y los niños lo rodeaban mostrándole agradecimiento por haberlos liberado del infame despotismo de Serapio Almao y sus secuaces. La patulea opresora se encontraba ahora acorralada bajo uno de los caneyes, esperando, unos a ser deportados, otros para irse a sus lugares de origen voluntariamente y otros se quedarán en el sitio. Ya el teniente Mirelles, como delegado del gobierno había determinado que solo cumplían órdenes y todos quedarían libres. “Muerto el perro se acaba la rabia” dijo alguien refiriéndose al desmantelamiento de la facción, pero Serapio Almao no estaba entre los muertos; había desaparecido. Al medio día, Menesio, meditabundo y apesadumbrado, caminaba bajando hacia el caño, apoyado en el hombro de Yapuare. A lo lejos vieron a uno de los enajenados, sobreviviente aún de la dosis emponzoñada de Társila. Caminaba torpemente y haciendo aspavientos, de pronto echó a correr y se lanzó a la laguna, hacia lo profundo y no lo vieron salir. Buscaba, tal vez, la puerta del averno, donde habían ido sus infaustos compañeros para reunirse con los encantados Malawis, en las entrañas abismales de la tierra. Solo subirían durante la noche a la superficie para asechar a los humanos que navegan los ríos. Los viejos abuelos de El Desecho, para disuadir a sus nietos de bañarse en el lugar les decían que la piedra negra y lisa en forma de yuca sumergida verticalmente, era el Zambo que se había vuelto piedra y le echaban el cuento del Zambo que por perverso, una hechicera lo encantó y lo convirtió en esa piedra. Y la voz se corrió tal como corre el tiempo, de boca en boca, hasta convertirse en leyenda. Del mismo modo, se difundió la leyenda de que los matis acabaron con el poblado, el otro cuento que se forjó ahí fue que los dañeros corrieron a Serapio Almao del Casiquiare y El Desecho se había convertido en un desecho. Al atardecer, cuando amainaron los destellos del sol, los pericos, loros y guacas; gallinetas, guacharacas, paujíes y piapocos; arrendajos y coro-coros; pavas, alcaravanes, azulejos, cucaracheros y turpiales, se atrevieron a regresar con sus cantos, avivando las entrañas de la selva y acompañando a los demás animales, unos con tristes melodías y otros cantando alegremente. Así la 132


naturaleza se manifestaba a los humanos, dándoles condolencias a unos y congratulaciones a otros por un mejor destino. Al final del aciago y azaroso día, todo volvió a la normalidad, sin embargo, aún seguían los lamentos de las mujeres en dolorosa expresión de duelo por los muertos de ambos bandos. Continuaron durante toda la noche, impidiéndole a Menesio conciliar el sueño, a pesar del cansancio que lo agobiaba. También lo desvelaba la decepción que tenía por no haber capturado o eliminado al jefe de la facción. Para calmar su ansiedad se levantó y se dedicó a atender los apósitos y curación de sus milicianos heridos. Solicitó remedios indígenas, que suplían eficientemente otro tipo de medicina que, de paso, tampoco disponían. En la mañana del día siguiente, se embarcaron los restos de la patulea de Almao en la piragua “Primavera” que había sido propiedad de Celada. Zarparon unos cincuenta hombres malhumorados y maldicientes en busca de otro destino. Otro grupo menor que se había arraigado con familia en El Desecho, se quedaron. Al lado del lugar donde estaba arrimada la “Primavera” quedó el esqueleto de madera humeante de la gran piragua donde Almao tenía planeado enviar la mesnada a San Fernando. Ese día se eligió al capitán poblador y el delegado Mirelles le entregó la cosecha de pucherí y zarzaparrilla que depositaba Almao, así como también gran cantidad de mañoco, víveres, telas, cueros y herramientas, almacenados en la pulpería, que por fortuna se salvó de la acción del fuego. No así la existencia de sogas de chiqui-chique y chinchorros que ardió completamente. Evasio Yavapari había cordializado con los nativos desde un primer momento; con ellos se informó de los detalles de la fortuna de Almao, de sus cofres con joyas y monedas de oro. Durante el convivir con el criollo, Yavapari había adquirido los defectos de la codicia y la ambición. Así que, decididamente consiguió un pico, una pala, bastimento, armas y municiones y desertó durante la noche con la intención de esconderse en el monte esperando que el teniente y su tropa abandonasen el poblado; luego excavaría en subrepción en los sitios donde sospechaba que Serapio Almao había enterrado algunos de sus cofres y tinajas, en su precipitada huída. Habían transcurrido cuatro días después del asalto y al despuntar el quinto, el delegado Mirelles se dispuso a abandonar El Desecho con toda su gente: el pelotón “Túsares” bajo el mando de Mure y el grupo “matis” bajo el mando de Yapuare, ambos ascendidos a sargentos; cada grupo abordó una piragua. Antes de zarpar el teniente había rebautizado al grupo de Yapuare con el epónimo de Téllez.

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Estaba ansioso de abandonar aquel infausto lugar. Le parecía que el sitio era nefasto, con un ambiente sobrepesado y cargado de un influjo de perversión; además, le había colmado la paciencia la deserción del cabo Yavapari. “Los agravios del enemigo se pueden perdonar, pero los del amigo… ¡nunca!” le había manifestado a su tropa, al momento de zarpar. Solo le afligía dejar los restos de sus amigos y los de su hermana. Sobre ellos había ordenado clavar cruces y había ofrendado flores de las pocas que habían subsistido en el jardín de la casa grande. Dejaba también a las mujeres recordando a sus muertos en dolorosa lamentación por los beneficios perdidos, como consecuencia de la desaparición de sus deudos. Alguien narraba en canto fúnebre cada hecho del finado, tras el cual intervenía el coro de mujeres con gritos y alaridos sin sentimiento y sollozos sin lágrimas, durante tres a cuatro horas. Las acompañaba el piache con solemnes soliloquios y plegarias, pidiendo una vida mejor en los confines eternos de Napirulí, para los parientes caídos por defender los intereses del patrón. Las piraguas remolcando sus respectivas curiaras, iban alejándose del puerto desplazándose por el caño, una tras otra, empujadas por las palancas y remos que manipulaban los bogadores. A la vez, va desapareciendo el caserío de la visión de los navegantes tras la frondosa orilla del caño. Cuando se ocultó totalmente, solo se destacaba por encima de la capa verde, el desteñido tricolor como símbolo del nuevo poder del pueblo indígena sobre El Desecho. ••• Mucho tiempo después, pasadas las décadas, se comentaba que el coronel Evasio Celada, era el nuevo dueño de El Desecho. — ¡Qué va! — refutó alguien de avanzada edad —. Ese es el mismo Evasio Yavapari. ¡Ah, carrizo! Yo estuve allá con él, cuando mi teniente Menesio Mirelles y nosotros acabamos con una tropa de bandoleros, dizque iban a tumbar al gobierno. Pero ese carajo era solo un cabo, ahora sale con que es coronel, claro, se puso el nombre de un tal coronel Celada, que tenía a esa gente allá. Esa es una costumbre de ellos.

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CAPÍTULO XIII EL REGRESO DEL VENGADOR ERRANTE

espués de recorrer el estrecho y sinuoso caño y desembocar al Casiquiare, la Dexpedición se dividió: el sargento Yapuare con el pelotón “Téllez” integrado por los indios que imitaban a los matis, tomó rumbo al Guainía, bajando el río, con destino a Maroa; mientras el delegado Mirelles con el pelotón “Túsares”, a bordo de la otra piragua, se dirigió hacia la bifurcación del Orinoco, con destino a San Fernando de Atabapo. Durante los días siguientes a la refriega en El Desecho, Menesio continuaba sumido en su pesadumbre, que se nutría con el tedioso avance de la embarcación, mientras contemplaba el pasmoso paisaje dibujado con agua, cielo y selva. Selva tupida, impenetrable desde la orilla del río, tan cerrada que era imposible llegar a tocar tierra a través de ella, Era la selva inaccesible al desarrollo, que los administradores del gobierno pensaban implantar. Era la selva virgen, que servía de sarcófago a los restos de su madre, de sus hermanas y de numerosos indígenas; restos que alimentaban y reponían las fuerzas intrínsecas del cuerpo verde, llano y esponjoso del mundo selvático, que eran menguadas, a veces, por la explotación irracional, por las profanaciones y violaciones cometidas por los traficantes y especuladores. Estos sacrificios humanos, cual ofrenda, reintegraban a la selva su sosiego, mas no, su virginidad; no obstante, se creaba un ciclo que, en lo sucesivo, estaría signado por la fatalidad y la incuria, un ciclo reiterativo y constante, imposible de parar. Imposible, era la palabra que martillaba la mente del teniente Mirelles. Era imposible creer todo lo que había sucedido. La selva en poco tiempo devora a sus redentores, la selva no acepta ayuda extraña, pues tiene un poder sobrenatural para protegerse tanto de esclavizadores como de redentores. Por esta razón, tal vez fue inútil el sacrificio de Téllez, el de Társila y el de todos los demás…“Pero si era preciso y conveniente lo que debimos hacer: eliminar a los traficantes y conspiradores; la guerra es contra ellos, ¿por qué tanta angustia, Dios Santo? — se decía Menesio obcecado — Si ya Nicasio estaba

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prácticamente muerto, era un muerto parado. Ya su destino lo había copado, solo le dimos un poco de aliento con los remedios del abuelo.” Trataba así de descargarse del sentimiento de culpa por la muerte de su amigo. Lo llevaba sobre su conciencia con tal peso que le oprimía el corazón. Se consideraba el único responsable del asalto que le costó la vida a Téllez, a Társila y a tres de sus milicianos. Menesio estuvo sumido en una pesadilla, con aquellos pensamientos trillándole el alma, que solo el transcurrir del tiempo disiparía día a día. Al pasar por el sitio donde el suponía que había existido el fortín de Buena Guardia, levantado en 1760, por don Apolinar Díez de la Fuente, al comenzar la bifurcación de la ribera derecha del Casiquiare, no vio ningún vestigio de su existencia comprobando, una vez más, el inexorable destino que la selva le reserva a sus transgresores. Bajando el Orinoco, la piragua se desplazó con mayor velocidad, el panorama se extendió, el ambiente se hizo diáfano y Menesio sintió que sus angustias finalmente se desvanecían. Le pareció que había abandonado un limbo de pesadumbre y alucinaciones. El viaje se hizo menos pesado y aprovechaban el tiempo navegando al garete durante las noches de luna llena. Solo pernoctaron en el pueblo de San Ramón, llamado así en honor a su fundador Ramón Túsares, su primer capitán poblador. “Uno de los indios más civilizados, inteligente y emprendedor” dijo de él, su amigo el catire Michelena y Rojas, Gobernador de la Provincia. — Ramón Túsares, como muchos otros de su tribu — comentó Menesio —, han hecho y hacen aún, viajes a la colonia inglesa de Demerara, por las cabeceras del Cunucunuma y del Padamo y no solo lo hacen por esa vía, sino también bajando por el Orinoco y siguiendo después la costa del mar hasta el Esequibo. El último viaje que hizo Túsares el año pasado, le costó la vida, pero sus compañeros lo trajeron a morir aquí a su pueblo. El teniente continuó conversando sobre otros asuntos con el sargento Mure y algunos integrantes del pelotón después de la cena, fumando tabaco liado con tabarí, esa noche de pernota. Aramare, el hijo de Túsares y flamante capitán poblador, después de enterarse que Túsares era el epónimo del pelotón que visitaba su pueblo, se contentó mucho y dándole palmadas en el hombro a cada soldado les decía: “Tú, Tusare… tú, Tusare… tu también Túsare”. Seguidamente entró a su homacari y salió ataviado con una chaqueta militar y un kepis, ambos azules “¡Yo también siendo Túsare!” — exclamó enfático —. Así diciendo el gobernador cuando regaló para mí este uniforme. (*)

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A esta declaración, el teniente y los soldados respondieron con carcajadas y todos abrazaron al capitán Aramare, aceptándolo como uno de ellos. Después el teniente no pudo evitar la celebración. El cacique Aramare y Mure insistieron eufóricamente, apoyados por los milicianos que estaban ávidos de aguardiente. Bebieron yaraque y aguardiente que ofreció Aramare, hasta la saciedad o hasta que el efecto etílico los hacía desplomarse, rendidos a los pies de Baco. Al día siguiente se aprovisionaron de suficiente bastimento, que consiguieron en abundancia, pues el pueblo de San Ramón era muy laborioso, Allí Menesio tuvo la oportunidad de conocer a la viuda del capitán Túsares; se llamaba Kaimara y era la madre de Aramare. Esa noche, Menesio se acostó temprano, así como todo el pelotón, para levantarse de madrugada. (*) Nota: con ese mismo uniforme Aramare fue fotografiado años más tarde por el explorador francés Jean Chaffanjon (1887) acompañado de su familia Antes de dormirse le vino el recuerdo de Kaimara, la madre de su hijo, preguntándose cuando los volvería a ver. No había reparado que al atardecer había oído el triste canto de un piapoco. Zarparon con las primeras luces del día y continuaron bajando el Orinoco hacia Santa Bárbara. Al declinar el sol, navegaban a la altura del delta del Ventuari y se acercaban a los raudales. La tripulación tomó las precauciones necesarias, preparando los garabatos, palancas y remos. El patrón que suplía al experimentado pero convaleciente Mapaguare, estaba alerta e impartía ordenes vociferando. Cuando ya estaban sobre los chorros, el sol lo tenían de frente, refulgente aún e irradiando su luz sobre el agua encrespada y turbulenta, cegando continuamente a los marineros y al patrón novato. Por esa causa, demasiado tarde avizoran una piedra semi-hundida entre los chorros bravíos del raudal. El patón maniobró el timón y los bogadores las palancas pero no pudieron controlar el rumbo e ineludiblemente, el impacto sobrevino. Crisparon las tablas y los cuartones; el agua comenzó a fluir a borbotones por un costado de la piragua. Los bogadores perdieron el control y la embarcación se atravesó a la corriente y quedó varada sobre otra piedra momentáneamente. La algarabía de los exasperados tripulantes, se ahogaba en el monótono retumbe de los raudales, pero sobreponiéndose a esto, se destacó la voz de Menesio Mirelles, dando ordenes para reorganizar a la tripulación. De un vistazo había observado que hacia la orilla mas cercana, se desplazaba un raudal atronador, por ese lado era imposible arrimar, pero al frente, rió abajo y 137


mas lejos, se atravesaba una islita de barranco amarillento; podían desplazarse hacia allá y arrimar antes que la malograda piragua se hundiera. — ¡Ustedes, los seis, lleven la soga hasta la isla en la curiara y jalen duro cuando les toque! — ordenó decididamente y agregó —: ustedes cinco a empujar por allá con las palancas y usted Mure, organice a los demás y tírense al agua para desencallar ¡ligero, antes que entre más agua! ¡Empujen todos a la vez cuando dé la orden! La averiada piragua cedió a la fuerza de los hombres y se desplazó semi hundida hacia la isla guiada por la gruesa soga de chiqui-chique y controlada por los marineros, hasta vararse de nuevo sobre una playa a flor de agua en la orilla de la islita. Desembarcaron a Mapaguare y a otros heridos. — Para reparar esa piragua necesitamos, por lo menos, dos semanas — opinó Mapaguare desde su catre. — No podemos esperar todo ese tiempo — dijo el teniente mientras se cambiaba el vendaje mojado de la herida —. Vamos a mandar a una comisión en la curiara a buscar ayuda; tiene que haber alguna embarcación en Santa Bárbara. — ¡Allá viene gente, mi teniente!— Dijo un miliciano señalando la silueta de dos remeros sobre una curiara, iluminadas por la luz crepuscular. — Apúrense a desembarcar todo. Vamos a enviar la carga al poblado. Cuando arrimaron los dos hombres desde Santa Bárbara, todavía estaba claro y el teniente instruyó a Mure para que llevara a los heridos y los soldados que cupieran en las dos curiaras, que consiguiera hospedaje y que regresara por la carga, mientras él esperaba en la isla. Intuyendo que, de ahora en adelante, habría menos seguridad en el viaje, Menesio había planeado quedarse solo para enterrar su tesoro. Efectivamente, cuando todos sus compañeros abandonaron la isla, tomó un pala y excavó, luego arrastró penosamente el baúl, subiendo el barranco lo llevó al sitio seleccionado y comenzó con denuedo el enterramiento sin descansar, a pesar del dolor en la pierna. Cuando terminó, cayó exhausto y desparratado; consciente que se estaba desprendiendo temporalmente del tesoro, a su mente vino el recuerdo del dicharacho de Volastero: Que le rinda su dinero como el agua del raudal. ¡ay na ná, ay nana ná! Solo la luna clara había sido testigo de su acción, y eso lo tranquilizó. Se sentó a esperar el regreso de la curiara para terminar lo poco que quedaba del cargamento. 138


La maltrecha expedición llegó a San Fernando en tres curiaras, dos de las cuales eran de regular tamaño, que habían conseguido en Santa Bárbara a cambio de unas cajas de pertrechos. Navegaron durante tres días a palanca y canalete y arribaron al atardecer, bajo las miradas y gestos de burla como la del teniente Arteaga, y compasivas como la del gobernador. Ambas actitudes resultaban del modo de apreciar el aspecto maltrecho, desarrapado y agobiado de los denodados soldados del pelotón “Túsares” después de realizar el largo periplo desde Maroa. Sus ropas estaban hechas harapos y mojadas, muchos de ellos, incluyendo al teniente, con vendajes y apósitos improvisados. — ¡Delegado Mirelles! Hemos venido a darle la bienvenida — dijo el gobernador y agregó sonriendo — ¡Caramba! Pero… ¿acaso ya es una costumbre suya presentarse en semejante facha? — ¡No señor! ¡Qué va! — respondió Menesio haciendo un esfuerzo por mantener la entereza —. Todo lo que ve es fruto de las calamidades que hemos tenido durante el viaje. Bueno, la última fue en Santa Bárbara, después que nos trambucamos. Aunque salvamos toda la carga, los comejenes nos comieron toda la ropa que habíamos puesto a secar, pero eso es lo de menos. Ya le entregaré el parte de nuestra misión. — ¡Caray! ¿Y cómo está esa herida? ¿Ha usado limón? Bueno, de todas formas — dijo el gobernador sin esperar respuesta de Menesio —, vaya despidiéndose, porque salimos mañana, con el alba. — ¿Dijo mañana, gobernador? — preguntó el teniente, sorprendido. — Así es, joven, mañana temprano partimos para Ciudad Bolívar — aseveró el gobernador. Su carácter no revelaba el difícil trance que había pasado hacía cinco días, cuando Casimiro Isava, por tercera vez se había sublevado, esta vez en compañía de Marcelino Cuicar, Policarpio Díaz y otros más, que tomaron las armas para destituirlo por la fuerza. Todavía la gente estaba haciendo conjeturas y rumoreando sobre aquellos acontecimientos, una de esas era que los conspiradores resolvieron jugársela con los hombres que contaban en San Fernando, al recibir la noticia de que la fuerza de ochenta hombres de Almao, al mando del coronel Celada había sido aniquilada. El gobernador Michelena y Rojas, apoyado por la guarnición militar, se había enfrentado a los insurrectos, los sometieron y los encarcelaron.

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Menesio Mirelles, caminó con la ayuda de un bastón improvisado hasta la casa de Coloma; le extrañaba que ella no hubiera ido al puerto a recibirlo, como había hecho la mayoría de los pobladores. Comenzó a sospechar algo fatal y angustiado, apresuró el paso cojeando. La niña Engracia, su entenada, había crecido hermosa, como también estaba su hija Eleuteria. La niña lloró cuando su padre la tomó en sus fuertes brazos. Coloma no estaba de buen humor, se encontraba acostada en su chinchorro, sudando una calentura, encerrada en el hermetismo del silencio de la furia indígena. Al fin, con las zalamerías y mimos que le hizo Menesio, habló rezongando. — Mené, tú siempre andas herido, cortado o aporreado, y eso es por andar haciéndole daño a la gente. Ahora me doy cuenta que tu no eres tan bueno como yo creía, diferente a los demás… Yo no sé como tu pudiste hacerle tanto mal a mi hermana Sabela… — ¿Cómo? ¿Qué dices, mujer? — intervino Menesio asombrado —. Yo no conozco a tu hermana, ¿acaso es la misma Sabela, la que es mujer de Serapio Almao? — ¡Claro que si!— exclamo Coloma tarasca ¿no lo vas a saber? — Sí, pero no sabía que era tu hermana. — Tú, Mené los atacaste sin razón, sin motivo, sin que ellos rehicieran nada. Destruiste su casa y su jardín, ¡todo, todiito!... Ahora fíjate, mi hermana está aquí sola y sin nada. Ahora quedó solita y abandonada ¡por tu culpa, carrizo! — Pero… ¡eso no es cierto! — refutó Menesio — ese sinvergüenza se escapó de El Desecho llevándose toda su fortuna, se llevo varios cofres llenos… — ¡Mentira! ¡Cómo nié! — replicó Coloma —. Mi hermana dice que solamente le dejó una casa aquí y un poquito de dinero, porque él perdió todo su negocio. Si no fuera porque ella siempre me mandaba oro para guardárselo, no tendría con que vivir. — Pero mujer, entiende, ¿Cuándo vas a comprender que ese Almao es un bandido, traficante y enemigo del gobierno? Él abandonó a tu hermana, la engañó para llevarse todo a Ciudad Bolívar y ¿todavía lo defienden? ¿Es que ustedes no tienen honor? ¿Dónde está la dignidad de ustedes, ah?... Pero ¿qué les está pasando a ustedes? Es el mismo caso de Társila, que defendió a sus verdugos hasta última hora. Mira: el tal coronel Celada y su ayudante Wulf, fueron los asesinos de mi madre y mi hermanita y esos zipotes trabajaron hasta su muerte con Serapio Almao, el mismo que ya tenía lista una tropa de ochenta

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hombres para atacar San Fernando y derrocar al gobernador. Entonces tu crees que los atacamos así por así, por puro capricho ¿ah? Coloma comenzó a gimotear trémulamente. —Tú hablas de dignidad y de honor ¿verdad? — manifestó —. Pero, ¿qué dignidad podemos tener nosotros los indios? Después que los racionales hacen con nosotros lo que les da la gana; ellos se matan unos con otros, pero nosotros solo esperamos que nos maten… ¿qué dignidad vamos a tener? ¡Si nacimos para ser desgraciados! Además… además… — No pudo continuar y se fue en llanto. — Cálmate, Coloma — dijo Menesio acariciándole el cabello —, dime, ¿además que? — Además…don Serapio… ¡es el papá de Engracia! — exclamó sollozando trémulamente.

La confesión de Coloma le causó una impresión desagradable a Menesio, acrecentando los motivos que engendraban su animadversión contra Serapio Almao. Por otra parte, no pudo terminar de convencer a Coloma, a pesar de las explicaciones y razonamientos, de que aceptara su versión de los hechos y de esa manera pudiese convencer a Sabela, de que había sido engañada por Serapio. Sin embargo sembró la duda en la mente de la obstinada Coloma, pero su terquedad le irritó tanto que resolvió ir a descansar al cuartel. Estaba agotado por el viaje y tenía que prepararse para el inminente viaje con el gobernador. Antes de marcharse, le recomendó unos remedios a Coloma. — Doña — le dijo a la abuela —, mañana le exprime diez limones y se lo da en ayuna. Repita eso durante tres días pero con veinte limones ¿oyó? para que vea que muy pronto estará brincando. Al llegar al cuartel, se bañó echándose, con un tazón, agua del barril que tenían para tal fin, se enjabonó prolijamente, pues tenía dos días que no lo hacía, luego se secó y se acostó en la hamaca que su ayudante ya le había colgado en la alcoba. Más tarde se levantó y a la luz del quinqué, redactó un informe dirigido al gobernador, pormenorizando todo lo acontecido en el asalto a El Desecho y las peripecias del viaje de regreso. Lo había titulado así: Informe que presenta el teniente Menesio Mirelles, Delegado de Maroa, al ciudadano Gobernador de la Provincia de Amazonas, sobre los hechos, motivos y antecedentes del ataque al poblado de El Desecho y acontecimientos de la expedición desde Maroa hasta San Fernando.

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— Muy bien, teniente Mirelles — afirmó el gobernador, al recibir los papeles de manos de Menesio en la mañana de día siguiente —. Lo leeré detenidamente durante el viaje, que por cierto, ya no va a darse hoy sino mañana. Por ahora me conformo con enterarme por su persona. De antemano le felicito por su actitud responsable y el cumplimiento de su deber, a pesar de los sacrificios a que fueron sometidos. La justicia prevalecerá con la ofrenda de las vidas del sargento Téllez, su hermana Társila y los tres milicianos del “Túsares.” — Para confortar al teniente, que estaba abatido, el gobernador agregó —: Cuando las decepciones vienen en tropel de todas partes; cuando los compañeros en la vida desde el nacimiento, y los únicos fieles amigos se van, nos dejan solos: entonces ya no hay poesía, la vida natural desaparece, y necesitamos vivir la vida artificial que nos resta por medio de ficciones, buscando en las obras de la naturaleza como en las soledades, lo que hemos perdido con la juventud, lo que hemos perdido en la familia y en los amigos que han desaparecido… El gobernador continuó disertando sobre el tema; luego Menesio se despidió, aliviado de la presión, ya que ahora tenía tiempo suficiente de atender sus problemas familiares. Regresó a casa de Coloma con gran cantidad de limones y terminó por convencerla. Esa noche durmió allí atendiéndola por sus malestares. ••• El gobernador no estaba dispuesto a salvar a pie los raudales de Atures, como lo había hecho en sus viajes anteriores. Así que, antes de bajar por los raudales a bordo de la piragua, le dijo al teniente Mirelles: “No me conformaré con solo oír el sordo e imponente murmullo de un caudaloso río, cuyas aguas desciendes con la velocidad del rayo, a estrellarse contra mil enormes masas de rocas graníticas que infructuosamente oponen resistencia a su pasaje. ¡Voy a pasar por sobre los raudales!” — exclamó resueltamente —. Y entusiasmado por la osadía del gobernador, Menesio decidió acompañarlo. — ¡Eso era lo que quería yo hacer desde hace tiempo! — dijo eufórico. La piragua de sesenta pies de largo, con una tripulación de diecinueve personas, entre las cuales habían siete indios que eran los prácticos, cinco mas que eran los bogadores, cinco soldados incluyendo al teniente; el gobernador y su sirviente. Iba cargada además con una tonelada de víveres y equipajes. Se enfrentaron al peligro inminente de zozobrar, al estrellarse violentamente contra las amenazantes piedras que se oponen a las fuertes corrientes de aguas. Había momentos en que la embarcación salía a flote como una flecha, después de estar casi sumergida, para luego caer en otro chorro de donde no saldría a 142


no ser por destreza admirable de los indios, particularmente de los que viven cerca de los raudales. Estos expertos hacen cambiar de dirección a la piragua, en una operación casi milagrosa donde intervienen no solo el timonel, sino otros que atan y halan sendas bogas en proa y en popa, para colocar la embarcación en dirección oblicua a la chorrera; para realizar esto, los marineros se zambullen en las agitadas y espumosas aguas, de donde parece que no saldrían jamás. También a los costados de la piragua, se colocan otros indios con palancas, para evitar en el tránsito, el choque con las piedras por medio de las cuales es ineludible pasar. Y en la proa dos marineros más con garabatos, para reforzar la conducción y mantener el rumbo y el equilibrio de la embarcación mientras ésta se desliza por el peligroso y empedrado canal. Se repiten estas largas y peligrosas maniobras a cada momento, por cada uno de los centenares de raudales que hay, durante el transcurso, sin embargo, las emociones del contraste entre la incomparable y majestuosa belleza de que se disfruta y las angustiosas y fuertes emociones que se suceden a cada paso, impiden el conteo exacto de estos tremendos raudales.

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CAPÍTULO XIV TRAS LAS HUELLAS DE HUMBOLDT

abían transcurrido dos días después del sorprendente paso sobre los raudales, Hese tiempo de navegación, bajando el Orinoco medio, lo habían realizado sin novedades y se acercaban a La Urbana. — No dejo de recordar lo asombroso y emocionante que resultó el paso sobre los raudales ¿no le parece? — le comentó Menesio al gobernador. — ¡Por supuesto! ¡Qué contrastes no experimenta el alma, de goces y tormentos a la vez! ¡Cuánta ansiedad, cuantas emociones! Las tres horas que duró el pasaje de esos raudales representan una imagen perfecta de la vida humana: que se pasa entre el temor y la esperanza, entre el placer y el dolor. « Hay momentos supremos en nuestra existencia, de inspiración sublime, fugaces de verdad, tan brillantes como la luz de la electricidad y de tan poca duración como esta misma; objetos materiales sin embargo son los que engendran en nosotros esas divinas impresiones que si fuese dable, en estos instantes, poner en ejecución los actos de la vida humana, todos llevarían el sello de la perfección; entonces nada habría difícil en la vida.» — Así es, como el epítome de la vida— dijo Menesio — Y es que se siente realmente el poder de la naturaleza sobre el indefenso pero desafiante ser humano; sobre todo en esta época cuando hay menos agua… Bueno, algún día esos raudales de incomparable belleza serán un atractivo para los visitantes de todo el mundo, como son las cataratas del Niágara, pues tan solo la admiración de los raudales bastaría para indemnizar las privaciones y los sufrimientos que pudiera tener un viajero que visitase el alto Orinoco… — ¡Caramba! Ni el mismo Humboldt pasó sobre los raudales como lo hicimos nosotros. — Exclamó Menesio. — El barón de Humboldt se quejaba de las dificultades para pasar los raudales — aseveró el gobernador —. ¿De qué raudales hablaba, de los que encontró desde la boca del Apure hasta Atures?... Pues había emprendido su viaje desde San Fernando de Apure, el 2 de abril, comprendidas todas las estancias que hizo en su tránsito, llegó el 18 del mismo mes a Atures; viaje de los más cortos que se pueden hacer…, él como yo y como todos los que van al 144


alto Orinoco, atravesamos los grandes raudales por tierra, sin mas incomodidad, si incomodidad puede llamarse, la de hacer a pie poco más de dos leguas y media incluyendo Atures y Maipures…Ahora bien, ¿qué raudales fueron esos que tanto trabajo tuvo para pasarlos...? ¡Ningunos!, inocentes exageraciones, deseos de darle importancia a un viaje que nada tiene de difícil. Que puede realizar sin incomodidad alguna, la más delicada señorita de Londres o de Paris y que lejos de ofrecer dificultades y trabajos, proporciona satisfacción, placer de instrucción, grande, real y efectiva. — ¡Y también grandes sustos cuando se pasa sobre ellos! — señaló Menesio riendo, luego agregó serio —. En el futuro se podría transitar cómodamente a través de un canal ¿no lo cree usted? — En cuanto a la posibilidad de ser navegable artificialmente — manifestó el magistrado —, ya haciendo saltar las rocas que los componen, por millares, ya canalizándolo por tierra, será bien no perder uno su tiempo en meras especulaciones que no conducen a dar ningún resultado, difiriendo su discusión para cuando Venezuela exceda los cincuenta millones de habitantes. — Señor, ¿será cierto que el Barón de Humboldt logró llegar hasta las fuentes del Orinoco? — No me cansaré nunca de improbar, hasta la saciedad, la manía de aquel viajero, de llegar a pretender ser él quien había descubierto el origen del Orinoco, apoyando tan extraña y un tanto más extraña pretensión, en haberlo remontado hasta Esmeralda, que, contrario a lo que él sabía, tan solo por no haber él estado en muchos puntos avanzados y a gran distancia todavía de las cabeceras, quiso hacer ver, y desgraciadamente lo logró, que aquella población estaba a catorce leguas de distancia. De aquí resultó pues, que, gozando bajo otros respectos de justa celebridad, todos los geógrafos, por más de medio siglo, en sus cartas sobre aquellas regiones, no se hayan extendido más allá de aquel punto. — Entonces, ¿hasta ahora nadie ha llegado hasta las cabeceras del Orinoco? — preguntó Mirelles. — El Orinoco permanece desconocido desde su origen hasta el raudal de Guaharibos, no porque haya inconveniente para penetrar esa parte hasta las cabeceras, como se ha repetido muchas veces, sino, que no ha habido quien lo intente, después de la exploración malograda de don Apolinar Díez de la Fuente en 1760. — Volviendo con el Barón — apuntó Menesio —. Es un hecho cierto, que sus viajes aportaron una gran contribución a la ciencia y la geografía, al incluir estas tierras desconocidas en el catálogo de los conocimientos universales. 145


— Desde que Humboldt pasó los raudales y encontró que había ido mas adelante que sus maestros y guías— señaló Michelena y Rojas —, que ninguno de ellos los había atravesado - los jesuitas Gumilla, Caulín y Gily exaltada su imaginación con lo que él creía haber obtenido un esplendido triunfo, le pareció llegar a los límites de la tierra conocida y tocado a la vez los de regiones cuya existencia se ignoraba. Más no era solo esto; de la extrañeza que le causaba aquel país desconocido, sacaba una original deducción, que todo podía ser menos lógica, resultado de una libertad que se tomó en un arte que no era el de su dominio; tal era la de que, por ser una tierra desconocida la que desde allí empezaba, debía pertenecer a Portugal y no a España, su legitimo señor y dueño. — Entiendo. En sí, esas tierras eran desconocidas para él y las ciencias, pero no debió inmiscuirse en la política — dijo Mirelles confundido. — No era una tierra desconocida como él asegura — refutó el gobernador —. Cerca de medio siglo antes que el fuese al Orinoco en 1800, una expedición científica española, muy numerosa, confiada a don José Iturriaga y a don José Solano, lo había recorrido todo; se establecieron misiones hasta San Carlos de Río Negro, se hicieron exploraciones en todos los principales ríos; el mismo Casiquiare y su comunicación por medio del Río Negro con el Amazonas fue descubierto doce años antes de aquella expedición, por el padre Román, misionero de Carichana. No fue pues, el Barón, ni el primero que visitó el país, ni el primer hombre de ciencias que lo recorrió. — Pero sí publicó muchos libros sobre sus viajes — alegó el teniente Mirelles —, observaciones y conocimientos acerca de estas regiones. — Todo lo que él hizo — afirmó el gobernador —, aparte de sus trabajos astronómicos y algunos otros en ciencias naturales, no habiendo tenido tiempo en los setenta y cinco días que duró su exploración, ni para defenderse de la picadura de los zancudos, fue dar un vistazo al río y a la floresta; tomar una idea de las principales localidades, recoger en los archivos de la Capitanía General de Venezuela, en los de Quito, Madrid y Lisboa, cuantos documentos y trabajos existían ya hechos; servirse de los trabajos que sobre el país existían de los padres jesuitas y capuchinos; llevarse después todo esto a París, y en dieciocho años que transcurrieron desde su viaje hasta la publicación de su obra, confeccionarla a su modo, según sus intereses; según su fantasía; dando a unos y quitando a otros, como árbitro absoluto, en lo que vio y en lo que no vio… Humboldt, ansioso de obtener una reputación a los ojos del Instituto de Francia y en el mundo literario muy distante de merecerle, por el descubrimiento del origen del Orinoco, lejos de adelantar las nociones hasta 146


entonces adquiridas por los exploradores españoles desde mediados del siglo pasado, no pensó sino en embrollarlas. — ¿Es cierto que las opiniones de Humboldt ocasionaron perjuicios a Venezuela con respecto al tratado de límites con el Brasil? — preguntó Menesio y añadió —: que, por cierto, se está discutiendo actualmente. — Con esa ligereza con la que el Barón ha tratado cuestiones de la mayor gravedad, en que se versaban intereses opuestos entre las naciones limítrofes, al hablar de Yavita, en la hoya del Orinoco, lo hizo en tales términos y con tan poco fundamento como juicio, que, el Brasil, no habiendo querido Venezuela aprobar un proyecto de tratado en discusión, avanzó sus pretensiones hasta amenazar en una nota de su ministro negociador con la ocupación de Yavita y Casiquiare… A fin de apoyar tal exabrupto y hacer que su opinión afirmativa le sirviese de justificación para la usurpación meditada, el gobierno del Brasil se dirigió al oráculo – el Barón – pidiéndole que confirmase lo que había dicho anteriormente respecto a Yavita, que tan favorable les era. Pero el Barón se desdijo con razones categóricamente y no le dejó mas recurso al negociador brasilero, sino el de atenuar los conceptos de su respuesta por medio de una espuria traducción con que pretendió sorprender al Cuerpo Legislativo, y en efecto, lo logró. — Como consecuencia de toda esa situación, lo más probable es que el Congreso apruebe el tratado de límites con el Brasil — apuntó Menesio. — Sí, desgraciadamente — admitió Michelena y Rojas —, todo conlleva a pensar que así será. Por otra parte, tenemos que ese oprobioso tratado, impuesto por Brasil, sacrifica más de ¡nueve mil millas cuadradas! Sin compensación alguna y sin que nadie obligase a ello… Pero yo debo ir al congreso y cuando se presente su discusión yo estaré preparado para reclamar. — Gobernador, dígame una cosa: realmente ¿qué derecho tiene legalmente Venezuela sobre esas nueve mil millas? — inquirió el teniente y agregó—: ¡Eso es mucha tierra para cederlas así no más! — Nada más y nada menos que los principales títulos heredados de nuestros padres — respondió Michelena y Rojas —, que patentizan a la faz del mundo, apoyados en todos los requisitos que exigen los principios del derecho internacional, no solo que el gobierno de Venezuela tiene mil razones para reclamar el proyecto de tratado, sino lo que es más aún, para reclamar a su tiempo, al gobierno actual del Brasil, el considerable territorio usurpado en América por los portugueses: sea que el Brasil no quiera reconocer los tratados de 1777, sea que reconozca, o que retrocedamos al estado que tenían las cosas anterior a 1750; es decir, al tratado de Tordecillas en 1494.

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— ¿Quiere decir usted que el Barón siempre estuvo expresándose de una manera desfavorable para Venezuela? — preguntó Menesio absorto. — No siempre, pero cuando dijo al Capitán General, en justificación a los verdaderos límites de Venezuela, que las cuarenta leguas que se habían perdido por causa del error cometido en la situación astronómica del castillo de San Carlos, valían más que todo cuanto poseía el Río Negro, cometió también un error de apreciación; pues ignoraba, como regla general, de que la parte superior de los ríos, con menos agua que la inferior y con sus bordes más elevados, no se halla sometida a inundaciones periódicas y que además, la vegetación es más vigorosa, la naturaleza es superior en general para la producción y hasta para la vida del hombre… «No obstante, sin conocer las localidades por donde debía pasar la línea imaginaria y sin haber puesto pies, siquiera, en territorio de Brasil, decidió magistralmente trazarla por donde era absolutamente imposible que los tratados la situaran así. Lo cual ha venido a influir, quizás sin quererlo, que la intrincada cuestión que por siglos debatieron las dos naciones, se haya decidido a favor del Brasil y en contra los derechos e intereses de Venezuela, y aún perjudicando a nuestras hermanas Nueva Granada y Ecuador, por medio de un tratado de límites arrancado por la violencia, poniendo en juego, sin pudor, todas las intrigas. — Entonces, posiblemente la Nueva Granada, protestará el tratado en cuestión — opinó Menesio. — Posiblemente, en virtud de ese humillante tratado, cuantas concesiones haga Venezuela a la Nueva Granada, llevan el sello de justicia y reparación. — Tengo entendido — señaló el teniente —, que la aspiración de la Nueva Granada es extender su frontera hasta el Orinoco, el Casiquiare y el Río Negro. — Sí, teniente. Uno de los argumentos de la Nueva Granada en apoyo de sus pretensiones a traer sus límites hasta la confluencia del Meta con el Orinoco, continuando la orilla izquierda de éste hasta las cabeceras del Atabapo, según los protocolos de las conferencias entre los negociadores respectivos, era que las misiones de Macuco, Surimena, Carimena, Carichata, Urbana y Encaramada, habían sido fundadas por los padres jesuitas de la Nueva Granada. El negociador por parte de Venezuela, que no estaba preparado para responder satisfactoriamente; del mismo modo que el de Nueva Granada no hubiera hecho tampoco el argumento si hubiese conocido la topografía de Venezuela por aquella parte, por falta de los mismos conocimientos, no triunfó victoriosamente como pudo. 148


«Las misiones de Macuco, Surimena y Carimena, se encuentran situadas en terrenos que Venezuela está muy distante de pretender disputar a su buena vecina; están situadas y existen aún, por lo menos los lugares, a más de 150 millas geográficas de los límites que actualmente poseemos; al paso que Carichana, Urbana y Encaramada se hallan, no en el bajo Meta, como suponemos era la intención del negociador granadino en su argumentación, sino en el Orinoco; y lo que es más concluyente, no a la margen izquierda de este río, a la que pretende tener derecho, sino a la derecha en la parte oriental. «Los padres jesuitas, es verdad, fueron fundadores de estas ultimas misiones en el Orinoco; pero fueron los de Venezuela, residentes en Carichana, cuyos dominios espirituales y hasta temporales, se extendían desde el Cuchivero, todo el alto Orinoco y Río Negro, al sur, confinando con el Brasil. Y al oeste con la Nueva Granada, siguiendo una línea imaginaria que corta las paralelas de los ríos Meta, Vichada, Guaviare, Inírida y Guainía. Nadie duda, sin embargo, que las misiones del alto Meta fueron fundadas por los jesuitas de la Nueva Granada. «Por tanto es necesario convenir, que un simple error de topografía sirvió de base a una injustificable pretensión. Sin duda alguna que el negociador granadino, se apoyaba en lo que Humboldt dice sobre el Meta, en que este distinguido viajero, como en muchas otras partes de su obra, se contradice miserablemente, habiendo venido a servir de texto para apoyar pretensiones mal fundadas, como ha sucedido con el Brasil y con la Nueva Granada. «Por incuestionable que sea, como efectivamente lo es, el derecho de Venezuela a la línea divisoria que corta el Meta, el Guaviare y el Guainía por la parte occidental de la República, lejos de pretender arrogarse, como hace el Brasil en el Amazonas, el derecho de embarazar la libre navegación del Meta y el Orinoco con reglamentos arbitrarios, debe, por el contrario, esforzarse en dar a su buena vecina y hermana, un testimonio de la política franca y liberal, acerca de la libre navegación que le acuerde de aquellos ríos y a que tiene derecho la Nueva Granada. «Bien, en otra oportunidad continuaremos con la historia. Pronto estaremos llegando a Caicara y debemos prepararnos. Desde allá viajaremos más cómodos, en el vapor.» La piragua se aproximaba por el medio del ancho Orinoco al puerto de Caicara, después de haber navegado durante dos semanas bajando el río desde San Fernando de Atabapo, impulsada por los remos y palancas en manos de los recios bogadores rionegrenses. El gobernador guardó sus libros y enseres personales, luego contemplando la orilla donde ya se divisaban las casitas, se dirigió al teniente. 149


— A propósito del caso de Crispín Wulf; francamente creo que de nada vale que se instruyan las causas, enviándose las pruebas más convincentes del crimen a cualquiera de las dos partes que vengan, a San Fernando o Ciudad Bolívar; pues al mes o dos de enviarlos con un par de grillos, vuelven libres y triunfantes a la misma sociedad que habían ofendido con sus hechos. Así sucedió con el primero que envié, a quien puso en libertad un juez de primera instancia de Apure; así sucedió igualmente en otra ocasión con otro criminal, de naturaleza muy grave su delincuencia. La exasperación del partido de los especuladores contra el último comisario, había llegado a su ultimo extremo, y una noche, a tiempo que aquel se divertía en su casa con otros amigos jugando a las cartas, un moreno de Brasil, instrumento de aquellos, descargó sobre todos ellos por la ventana, un trabucazo de municiones gruesas, con la que hirió a varios, inclusive al comisario, y tan preparada estaba el arma, que reventó. Pues bien, se envió al reo y a sus cómplices presos a Angostura; y con el primero, las marcas en la mano producidas por la explosión del arma, independientemente de muchas otras pruebas. Tres meses después se presentó libre a San Fernando a continuar su tráfico anterior. — ¡Qué impunidad! si no hay justicia, es imposible combatir el delito — dijo el teniente. — Lo que hay que admirar — concluyó el gobernador — es que, con tanta impunidad, no hayan aumentado los crímenes en razón de aquella.

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CAPÍTULO XV REENCUENTROS TURBULENTOS

l teniente Menesio Mirelles desembarcó con su equipaje al hombro y subió Edesde la orilla hasta el poblado. Aún le molestaba la herida en la pierna y caminaba cojeando un poco. A su paso, saludó a algunos conocidos, a la vez que averiguaba donde vivía la familia de Cirenia, ya que un incendio había destruido su anterior hogar. Al fin dio con la casa; tocó y luego abrió la tosca puerta que no estaba trancada. Enseguida se le presentó una mujer de avanzada edad. — ¡Menesio, mijo! — exclamó sorprendida — por fin te vemos, teníamos tiempo esperándote… — ¡Cómo está, mi doña! ¡Caramba! ¿Cómo que por fin? solo estuve afuera un año y pico… ¡Y cómo está todo, ah?... ¿y Ciren?... La mujer no contestó a ninguna de las preguntas; lentamente se sentó en una silla de madera y cuero muy acongojada y comenzó a sollozar. — ¿Cómo te digo? Mijo — balbuceó — Cirenia ya no está con nosotros… Dios se la llevó… Con el incendio, ese gran incendio que quemó todo el pueblo. Solo pudo salvar a su hijo, pero ella murió. El niño estaba asomado tras la puerta y miraba perplejo al extraño que abrazaba a su abuela y lloraba junto a ella. El niño acongojado corrió hacia su abuela, la abrazó y también rompió en llanto, entonces los tres conformaron un coro plañidero en recuerdo y honor a Cirenia, perecida en el pavoroso incendio que hacía pocos meses había arrasado al poblado. — ¡Dios Santo! ¿Es que no podré tener alguien querido a mi lado que no tenga que morir? — se preguntó Menesio en un susurro — ¿Por qué me haces esto? Dios mío. Al atardecer, Menesio se acostó en un chinchorro, bajo unos mangales chamuscados, mientras veía jugar al niño, quien a ratos se le acercaba en señal de confianza; entonces Menesio lo abrazaba y lo mecía en el chinchorro, mientras algunas lágrimas escapaban de sus ojos. Entretanto, la mujer tejía incansablemente recostada en su silla mecedora. Antes de oscurecer, fue a la cocina a preparar la cena, luego llamó a Menesio y al niño y les sirvió un plato 151


de paloapique, con queso y casabe para ambos. Menesio se alojó en la casa de su suegra durante una semana, hasta que arribó el vapor “Apure”, procedente de San Fernando de Apure, con destino a Ciudad Bolívar. La noche anterior a su partida, Menesio se despidió de su suegra y de su hijo. Le entregó a la mujer una bolsita llena de monedas de oro. — Mi doña, esto le servirá de algo mientras yo regrese — le dijo y la abrazó —. Cuide muy bien a José Jacinto ¡no lo consienta mucho!— le recomendó al salir de la casa. Pero la suegra no le atendió, ni siquiera levantó la vista, porque quedó contando las monedas, ensimismada; mientras Menesio se alejaba con su saco al hombro y el niño lloraba. — No llores mijo, que regresaré pronto — gritó Menesio volviéndose, vio a la mujer y al niño en el umbral de la puerta y se despidieron definitivamente agitando las manos. —, después te vengo a buscar. Al anochecer, Menesio colgó su chinchorro en el caney donde estaban albergados los hombres del séquito del gobernador, pues los marineros rionegrenses ya habían regresado a Atures en la misma piragua donde habían venido. En la madrugada, el puerto se congestionó con el trajín del embarque de la carga, los equipajes y la concurrencia de amigos y familiares para despedirse de los viajeros. La mayor parte de los pasajeros eran los dueños de las mercancías que transportaba el buque. También viajaban señoras y ambos, hombres y mujeres, vestían elegantemente a la usanza de los países europeos. El vapor “Apure” estaba al mando del mejor, mas amable y atento de los capitanes: Mr. John G. Hammer, quien era al mismo tiempo, uno de los propietarios de la línea de Vapores del Orinoco. Mantenía impecablemente limpia su nave. La comida, en tierra como a bordo, tanto en la eficiencia como en la regularidad del servicio era inobjetable, así como el contenido de las viandas, cuyos manjares apetitosos eran irrechazables. — Para dormir — le recomendó le recomendó el gobernador al teniente — considerando lo ardiente del clima y a la plaga de zancudos, es preferible colgar las hamacas, ya que el buque está preparado para eso convenientemente de popa a proa. En efecto, el vapor bien organizado y magistralmente conducido por su capitán, ofrecía la ventaja de colgar holgadamente en los pasillos laterales de la cubierta, sin ninguna de las incomodidades de sus viajes anteriores, de igual manera ofreció un ambiente propicio al teniente para reponerse de la fuerte impresión que sintió su alma por la muerte de Cirenia.

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El buque surcaba tenazmente las aguas marrones del ancho Orinoco, arrimando solo en los puntos establecidos de la costa para embarcar leña, así como algún pasajero. Durante el viaje Menesio evitaba el contacto con la gente, ensimismado en sus sentimientos; tan solo conversaba a veces con el gobernador. — El barco igualmente hace sus estaciones regulares — continuó el gobernante, entusiasta de los vapores —, para dejar o recibir carga. Baja desde Nutrias, el principal depósito de frutos como café y cacao; añiles, tabaco, cueros etc., que vienen desde Guanare, Tocuyo, Trujillo, Barinas y Mérida. Deja efectos y pasajeros que van a esas provincias, toma la carga y baja a San Fernando; allí recibe los efectos de todo el Apure, Guárico, Portuguesa y siguiendo el mismo derrotero que llevó, vuelve a Ciudad Bolívar. Se calcula que en las transacciones que hace un viaje redondo de quince días, entre mercancías llevadas y las retornadas, un valor de doscientos mil pesos. — ¡Doscientos mil pesos! — repitió Menesio — qué considerable es ese tráfico de mercancías y todo gracias a la máquina de vapor. Caramba, ahora me convenzo más de lo necesario que es este sistema para los ríos de Amazonas. — ¡Qué diferencia de viaje! — exclamó Michelena y Rojas recordando sus viajes anteriores —. En comparación con aquel que hice desde Caicara hasta Atures, en veinticinco días, a espía y garabato; en el mes de agosto, estando el río en toda su plenitud, ¡treinta y dos pies más alto que en verano! — Entonces, no fue en la oportunidad que nos rescató al finado Téllez y a mí — indicó Menesio. — No, eso fue antes, en uno de mis viajes anteriores. ¡Qué trabajo tan fuerte para aquellos hombres; que fastidioso parece ser y hasta fatigante es para el que viene dentro, de pasajero, por muchas que sean las comodidades de que esté rodeado! Hubo días de aquellos, sobre todo los primeros, que llegué a pensar que era imposible dejar de enfermarme si continuaba con tantos sufrimientos y sin poder dormir… pero fui acostumbrándome, hasta olvidarme de los zancudos, ¡aunque ellos nunca se olvidaron de mí! Rieron los dos. — Hay que disfrutar estos momentos de tranquilidad, señor — dijo Menesio ahogando la risa —, porque he oído de algunos pasajeros el comentario de que la situación política está que arde. Al terminar la frase se acercó a ellos un anciano que vestía de levita y sombrero negros. — Disculpen caballeros, no pude evitar oír su comentario — intervino el desconocido dirigiéndose a Menesio —. Pero está usted en lo cierto. La 153


situación del país no es nada halagadora; se lo digo porque me consta ya que vengo desde Barinas. — ¿A qué se refiere, señor? — inquirió el teniente — ¿acaso le conocemos? — Ah, posiblemente, si no, permítanme presentarme: soy Gregorio Díaz, para servirle a ustedes. — El gusto es nuestro — dijo Menesio — le presento al gobernador Francisco Michelena y Rojas. — De la Provincia de Amazonas — completó Díaz —. Es un honor conocerle personalmente, pues ya teníamos buena referencia de usted. — Igualmente señor Díaz, puedo decir de usted — afirmó el gobernador —. El honor es recíproco. — Yo soy el teniente Menesio Mirelles, para servirle. Si no me equivoco, usted fue comisario general del Distrito de Río Negro en el año 48 y también en el 52, creo. — Así es, teniente — afirmó Díaz orgulloso —, de nuevo está en lo cierto. Caramba, la verdad es que yo andaba por aquellas tierras desde el año 1837. — Siempre como comisario general, supongo… — Tiene razón, joven — confirmó Díaz —, cuestión que no es nada reprochable; lo he sido en cinco oportunidades, pero ya no más, ahora estoy retirado de la política. — Bueno, pero díganos — inquirió Menesio — ¿qué sabe usted sobre la situación nacional? Creo que era sobre eso que nos había advertido. — Teniente, ¡por favor! — protestó el gobernador. — ¡Ah, caray, por supuesto! Iba a contarles, por si no lo sabían, que acaba de estallar en Coro la Revolución Federal. El 22 de febrero, el general Ezequiel Zamora desembarcó por las costas de Coro y entre otros lo acompaña el coronel José Gabriel Ochoa. — ¡El coronel Ochoa! — exclamó el teniente con un murmullo, disimulando su asombro —. ¿El mismo de Ciudad Bolívar? — El mismo que viste y calza; nuestro coronel Ochoa, un autentico liberal y del partido de los antropófagos. En ese momento sonó el ensordecedor pitazo del vapor, anunciando la próxima llegada y la tertulia se interrumpió. — Tomen mi tarjeta — dijo el antiguo comisario al tiempo que la entregaba a cada uno —. Y ya saben que con mucho gusto estoy para servirles en la ciudad. — Muchas gracias, adiós — dijeron los dos al unísono. 154


Un segundo pitazo, finalmente disipó la reunión del trío y se retiraron cada uno a sus camarotes. En esos momentos la nave pasaba, bajando el río, al lado de la piedra del medio, llamada Orinocómetro por Humboldt. Impulsada por sus batientes chapaletas que agitaban las aguas persistentemente; dejaba al mismo tiempo, escapar por su alta chimenea, un aliento de humo negro, producto del esfuerzo de su fogosa máquina por deslizarla sobre el río. ••• El teniente Mirelles se presentó al cuartel al llegar a Ciudad Bolívar. Iba con el propósito de presentar una recomendación del gobernante provincial para su ascenso a capitán y al mismo tiempo, solicitar una licencia y la obtuvo sin contratiempos, con el soporte de la misma recomendación. Ese día, el teniente se dirigió apresuradamente a la calle Dalla-Costa. La caminó hasta encontrar el Nº 17-7. Era un caserón colonial de altos ventanales y portones de igual proporción; casi todas las casas eran de dos plantas, tenían sobresalientes balcones con barandas de hierro forjado. — La señora Carlota ya no vive aquí — le informó una vieja negra y gorda. — Pero ¡no puede ser! es la dirección exacta que tengo aquí — rezongó Menesio, exasperado y preguntó —: ¿No dijo donde fue? ¿A dónde se mudaría? Y su tía ¿se encuentra en casa? — La señora Carlota se mudó con su hija y su tía — afirmó la mujer —, pero yo no sé adonde fueron. El que sí sabe es mi sobrino, que quedó cuidando la casa, pero él no está aquí ahorita, señor… — ¿Su hija, dijo usted? ¿Carlota tuvo una niña? — preguntó Menesio intrigado. — Bueno, mi señor, ya le dije que yo estoy de paso, mientras llega mi sobrino, él me ha dicho que es una preciosa niña. Usté debe conocer mucho a la señora, ¿acaso es familia de usté? — ¡Umjú…! Sí, sí, ¡claro! — tartamudeó Menesio. — Bueno, señor, en ese caso, si usted quiere, regrese más tarde, dando tiempo pa’que regrese mi sobrino y le informe… ¿De parte de quién me dijo? — Del teniente Menesio Mirelles. Como era temprana la tarde, Menesio se dedicó a colaborar con el gobernador, coordinando las inmediatas actividades en procura de reclutar tropas y colonos para resguardar y poblar la Provincia de Amazonas, según el

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plan trazado por el gobierno. Al anochecer regresó a la casa Nº 17-7, pero el sobrino de la mujer no había regresado aún. Al día siguiente en la mañana, regresó en busca de información a la calle Dalla Costa, esta vez no encontró a nadie, la casa estaba cerrada. Estuvo indagando con los vecinos pero ninguno de los que consultó, sabía el paradero de Carlota o de su tía. Más tarde, Menesio se reunió con el gobernador, para tratar el asunto de los efectivos militares y colonos, pero ambos asuntos estaban difíciles debido al estallido de la guerra civil, los reclutas preferían ir a engrosar las filas federales y los colonos no confiaban en los planes de un gobierno que afrontaba una complicada situación. El gobernador viajó a Caracas y Menesio siguió yendo a la calle Dalla Costa; infructuosamente pasaba allí algunas horas, recorriéndola una y otra vez, indagando con los vecinos acerca de Carlota. Una de esas tardes, regresó abatido a la pensión; hurgó sus papeles, buscando la carta que le había dejado Carlota y encontró la tarjeta de presentación que le había obsequiado Gregorio Díaz cuando llegaban al puerto.

DIAZ, CAZABAT & Co. COMPRA Y VENTA DE PRODUCTOS FORESTALES Y MINEROS CALLE ORINOCO Nº 13 CIUDAD BOLÍVAR, VZLA, S.A.

Al leer la tarjeta, a la mente de Menesio vino el recuerdo del difunto marido de Carlota, el general Cazabat y comenzaron a cruzársele las conjeturas en relación a su participación en esa empresa. Decidió ir hasta el establecimiento que le había recomendado Díaz. Cuando llegó a orillas del Orinoco, donde se situaba la calle con ese nombre, había repetido hasta la saciedad el apellido Cazabat, preguntándose si había alguna relación entre Carlota Cazabat y el antiguo comisario general de Ríonegro. Tras el amplio mostrador del establecimiento, se exhibían en los estantes, gran cantidad de mercancía variada, desde conservas hasta telas, incluyendo granos, quesos, resinas, hamacas, ollas, botones e hilos, escopetas, herramientas, cuchillos y dulces. Se acercó a los envases de estas golosinas y

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confites pensando comprar algunos para su hija, porque estaba seguro que averiguaría su paradero con Díaz. No se proponía adquirir algo para Carlota hasta no desenrollar el ovillo de confusiones que ella le había provocado. Tocó con el puño la vieja madera del mostrador y no tardó en aparecer un hombre todo vestido de blanco, de mediana edad, que Menesio desconocía. — Dígame, en qué podemos servirle. — Dijo el hombre vestido de blanco. — Buenas tardes; busco a un amigo mío, don Gregorio Díaz. — ¡Ah, caramba! Don Gregorio no se encuentra por el momento, pero si necesita algo, se lo puedo despachar; soy su socio… — ¿Es usted el señor Cazabat? — preguntó Menesio perspicazmente. — No, no. Él murió, pero la firma quedó con su nombre, representado por su viuda… Yo soy el señor Serapio Almao, para… — ¡Serapio Almao! — exclamó Menesio sorprendido al principio, pero inmediatamente su sorpresa se convirtió en furor. — Sí, ¿qué le pasa, acaso me conoce? ¿Qué le pasa, ah? A Menesio se le ofuscó la mente; la sangre le congestionó el cerebro, de tal manera que sus acciones subsiguientes, cubiertas por la densa cortina del odio y la ira, solo fueron guiadas por el instinto animal que brotó de su ser. En ese instante se percató de que no llevaba armas y de un fugaz vistazo advirtió que no había algo alrededor que le sirviera para golpear. De repente, convertido en una fiera, se arrojó sobre Serapio Almao, saltando sobre el mostrador y lo sorprendió a con un contundente y certero puñetazo que lo hizo tambalear y caer de espalda. — ¡Asesino! ¡Miserable!— vociferó Menesio, mientras le daba oportunidad de levantarse. Como por arte de magia, súbito, Serapio empuñó un revolver en su diestra y dispuesto a defenderse, accionó el arma. La bala se llevó el sombrero de Menesio, al mismo tiempo que él reaccionó lanzándole una patada que se estrelló sobre el brazo de Serapio, haciéndole desviar el siguiente disparo, que dio contra el techo de caña. El revólver rodó por el suelo y Almao intentó recuperarlo, pero antes que lo hiciera, Menesio se fue sobre él para rematarlo con otro ramalazo y lo lanzó violentamente contra los estantes. Serapio se dio un topetazo que lo dejó inerte y cayó desparratado. Menesio abandonó el lugar, trastornado, tal vez pensaría que los disparos atraerían a los curiosos y luego vendrían las indagaciones. Su furor era incontenible y se ahogaba por gritar con desesperación. — ¡Es inaudito! ¡La picia! ¡Esta plaga está regada por todo el mundo! — murmuró —. Esos miserables, traficantes ¡siempre están bien acomodados, en 157


todas partes! Solo la revolución los podrá exterminar… ¡Solo la guerra, esa es la solución carajo! ¡Por eso me voy a Coro con la revolución federal! Caminaba ligeramente, sin sentir ya molestia alguna en la pierna, caminaba con ofuscación y en ese momento escucho un vocerío que provenía desde lejos. “¡Allá va! ¡Eepa, agarren a ese loco! ¡Atrapen a ese tipo! ¡Allá va el loco que atacó a don Serapio!” Oía que el vocerío provenía desde el establecimiento comercial de Díaz y Cazabat, y comenzó a correr para guarecerse de la gavilla que comenzaba a perseguirlo. Corrió hacia la laguna, buscando el monte. Al rato, atrás apenas se oían los gritos de la patulea “¡Agarren al loco, que no se escape!” Corrió aún más, atravesó una arboleda y dejó atrás el peligro, despistando a sus perseguidores. Desembocó en un claro de sabana y se dejo caer al pie de un gran samán, exhausto. Comenzó a sentir que estaba en paz consigo mismo, incluso al pensar que había matado a su enemigo. “Pero no lo creo — se dijo—. Ese golpe no era para tanto.” La tranquilidad de su conciencia, que armonizaba con el apacible ambiente que lo rodeaba, le permitió reafirmar su determinación de irse al encuentro de su amigo y padrino, el coronel Ochoa. Al mismo tiempo acompañar al valiente ciudadano, general Zamora y a José R. González “el Agachado”, en la cruzada por implantar la federación, el remedio para todos los males, la solución para acabar con la desolación, miseria e inopia que padecía el pueblo venezolano desde su independencia. Con ese convencimiento, Menesio repetía un fragmento del contenido de la proclama de la revolución: “No, no es que lo remedia; es que los hará imposibles” “Allá está el coronel Ochoa, así que me voy a Coro a pelear en las filas de los federalistas — se dijo —, ellos también luchan por la causa del pueblo, la causa liberal y de la justicia… El general Zamora estuvo aquí en Ciudad Bolívar como comandante de armas en el 54, siendo coronel. Si él mismo me ascendió a teniente, debe acordarse de mí…” Al fin el errante vengador se encontraba satisfecho, pero no a plenitud. El alma anacoreta de Menesio Mirelles se había colmado de satisfacción, abandonando sus angustias, sus caprichosos sentimientos íntimos, amores fugaces y odios perennes; sentimientos que nunca llegaron a satisfacer la aspiración de su ser. Placeres y riquezas, dolor, sufrimiento y pobreza; todo lo dejaba atrás, momentáneamente, para darle paso a una nueva experiencia. Al oscurecer, Menesio se encaminó hacia la pensión donde se hospedaba. Cuando llegó, se bañó, como estaba acostumbrado a hacerlo, sacando el agua de un barril con un jarrón. Se uniformó y cenó en el comedor de la pensión. Luego se dirigió a la calle Dalla Costa, intentando una vez más 158


hablar con el cuidador de la casa de la tía de Carlota. Esta vez la mujer negra y gorda le dio una infausta noticia sobre su sobrino: — Caramba, mijo… ese muchacho loco, mi sobrino… ¡Se fue con los federalistas! — dijo la mujer gimoteando —. Por eso era que él quería que yo me quedara aquí, en esta casa… Quien sabe donde estará ahora es muchacho ¡Santísima! Menesio se estremeció y quedó consternado profundamente. Aunque la autoridad local lo buscaba por la denuncia que había interpuesto Serapio Almao, Menesio continuó indagando subrepticiamente durante tres angustiosos días más en toda la comarca, pero todo fue en vano. En vista de las circunstancias, se vio obligado a abandonar la búsqueda de sus seres queridos y también la ciudad. Menesio aún consideraba, como única esperanza, la posibilidad de encontrarse con el sobrino de la mujer negra y gorda en el frente de batalla; pero estaba persuadido de que Carlota lo había despistado deliberadamente. Inevitablemente, su destino era la revolución; una aventura más.

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GLOSARIO DE LOS PROVINCIALISMOS MÁS NOTABLES

Ajicero: caldo o sancocho a base de pescado o sardinas y mucho ají picante. Baniva: pueblo que habita las regiones de Guainía, Río Negro y el Atabapo, distinguido y gentil, buenos marineros, agricultores, constructores de casas y notables fabricantes de chinchorros. ¡Basié!, ¡basirruque!: interjección que denota incredulidad o negativa. Baré: etnia que vive en los ríos Casiquiare, Baria y Río Negro, son buenos marineros, altaneros y trabajadores, gustan del buen vestir como los baniva. Bocón: pez de la familia de los teleósteos, genero: brycon, especie: white. Bureche: bebida alcohólica a base de guarapo de caña. ¡Barajo!: interjección que denota asombro o extrañeza. Bongo: embarcación de una sola pieza, fabricada por los indígenas, reforzado con costillas y bandas laterales de madera. Cabezón: reptil de la familia de los quelonios cuya cabeza termina en una especie de pico. Su carne blanca es muy apreciada por los indígenas, y su hábitat es en los ríos de aguas negras. Cachaza: bebida alcohólica originaria de Brasil. Canalete: remo fabricado por los indios en forma de corazón, en madera dura y liviana. Caney: casa fabricada con troncos, con techo de palma y sin paredes. Carrizo: interjección que significa desprecio. Instrumento musical hecho con el fotuto del bambú. Caray, caracha: interjección equivalente a caramba. Catumare: cesto tejido con bejucos y palmas, usado para transportar productos agrícolas. Casabe: torta delgada de harina de yuca, tostada en budare. Ceje: (Jessenia batana), palmera de cuyo fruto de prepara una exquisita bebida (yucuta de ceje). De su semilla se extrae aceite medicinal Chinchorro: hamaca tejida con hilo de cumare (astrocargum), algodón o curagua (brochinia). Chiqui-chique: fibra vegetal (attalea fanifera), utilizada principalmente para fabricar sogas o cables. Contra: objetos, hierbas, amuletos, etc. que poseen la propiedad de contrarrestar algún mal inoculado o puesto a una persona. También tienen como fin alejar a los malos espíritus.

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Cupana: (paulina cupana), bebida amarga como quina, que preparan los indios del fruto de la cupana y que al tomarla les repone las fuerzas perdidas por el efecto de la embriaguez. Planta medicinal. Curare: (strychonos toxifera), veneno que mata por inoculaciones, extraído del bejuco mawacure y con el que impregnan los indios, las puntas de sus flechas. Curiara: embarcación de una sola pieza, fabricada por los indígenas, labrando un tronco de cualquier tamaño. Curruña: amigo íntimo, confidente y buen compañero. Falca: embarcación fabricada reforzando y ampliando un bongo, mediano o grande que sirve de soporte al resto de la estructura, cuenta con una carroza de palma. Guahibo: etnia amazónica. Guainía o Curana: río que nace en las serranías de la Nueva Granada y tiene este nombre hasta su confluencia con el brazo Casiquiare; desde allí continúa con el nombre de Río Negro, hasta desembocar en el río Amazonas. Guaricha: mujer india. Kamawari: hierba, hechizo, pusana. Kasimajawa: en baré, rito de la primera menstruación. Legua: 1 legua náutica = 4.828 mt. Manaca: palmera (Euterpe oleracea), de su fruto se extrae una bebida agradable. Mapire: cesto tejido con bejucos, forrado con hojas que sirve para envasar mañoco. Mawari: demonio, es propiamente un fantasma, se manifiesta como una aparición. En el instante mismo de su muerte, todo indio puede contemplar, como un relampagazo, la figura de Mawari, el señor de la muerte, el victimario por excelencia. Mañoco: producto de origen arahuaco, consiste en harina de yuca amarga, pero en gránulos más gruesos que el de una harina molida, se obtiene tostándola en el budare, revolviendo constantemente. Naiboa: significa negación. Napirulí: dios creador en la mitología baré y baniva. Paují: ave (crac spp) Piaroa: pueblo indígena, agricultor y de carácter tímido que habita en los ríos Sipapo, Cataniapo y Mataveni y a quienes les infunde pavor la enfermedad catarral; es la tribu más honrada en sus transacciones comerciales. 161


Picure: mamífero roedor (dasiprocta aguti) Picuriarse: coloquial; escaparse, huir sigilosamente de un sitio o casa. Piragua: embarcación de mediano tamaño, hecha totalmente de madera aserrada. Pucheri: (nectandra picari) Racional: criollo, de raza blanca o negra. Tabarí: (couratai tauari), es un árbol típico de la región de Río Negro y alto Orinoco; del líber de su tronco se sacan hojas delgadas que, después de lavadas, se usan como papel de cigarrillos. Terecay: quelonio (podocnemis unifilis) Totuma: envase hecho con la mitad de una tapara. Trambucar: en castellano regional, dícese al naufragar una curiara o piragua. Troja: especie de varillaje hecho de macanilla, que cuelga del techo sobre el fogón y se utiliza para ahumar carnes y conservarlas. Túpiro: fruto de la familia de las solanáceas (physalis pubescens). Es parecido al tomate; hay especies de color rojo, otras de amarillo. Tusa: (pedúnculo floral), raspa de la mazorca de maíz. Yapururos: instrumentos musicales hechos de una palmera semejante a la macanilla (mabe). Yaránabe: de raza blanca, el que no es natural de Amazonas. Yaraque: bebida alcohólica, preparada a base de casabe quemado y fermentado. Yucuta: bebida refrescante a base de agua con mañoco o casabe remojado; también a base de ceje o manaca con mañoco. Zarzaparrilla: (similax zarzaparrilla)

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FUENTES DE INFORMACIÓN.

Chaffanjon, Jean. 1989, El Orinoco y el Caura. De Barandiarián, Daniel. 1979, Introducción a la Cosmovisión de los Indios Ye’kuana – Maquiritare. González N. Omar. 1980, Mitología Guarequena. Jordán Álvarez, Eliseo y Carreño Salazar, Humberto. 1991, Leyendas Amazonenses. Mariño Blanco, Tomás Antonio. 1992, Akuena, Historia Documental y Testimonial del T.F. Amazonas Matos Arvelo, Martín. 1908, Algo sobre Etnografía del Territorio Federal Amazonas de Venezuela. Michelena y Rojas, F. 1987, Exploración Oficial. Pérez de Borgo, Luisa Elena. 1992, Manual Bilingüe de la Lengua Baré. Tavera – Acosta, B. 1927, Ríonegro. Tavera – Acosta, B. 1954, Anales de Guayana.

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SOBRE DEL AUTOR

Néstor Rafael González Mazzorana, nació en Puerto Ayacucho, el 1º de febrero de 1947. Aprendió las primeras letras en la escuela de Las Carmelitas, Río Ventuari; estudió primaria en la escuela Gral. Rafael Urdaneta (2 de Diciembre) y en el Colegio Pío XI. Cursó secundaria el Liceo Amazonas (S. Aguerrevere) y en Liceo San José de Los Teques. Obtuvo el título de Arquitecto el año 1975 en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Central de Venezuela. Se inició en el campo de las letras, coordinando el órgano divulgativo “Impulso” de la Asociación de Estudiantes de Amazonas, de la cual fue miembro fundador. En aquellos tiempos comenzó a escribir una novela de aventuras, que dejó inconclusa. Después de muchos años de dedicación a su profesión de Arquitecto tanto en el campo privado como en la función publica, siempre en Amazonas, en 1998 publica su primera novela historializada con el título de: “Amazonas 1857. Un rastro sobre las cenizas” (Ediciones de la Gobernación del Estado Amazonas). El año 2004, publica su segunda novela: “Encanto de Tonina. Amazonas 1957” (Fondo Editorial Biblioteca Amazonense- CONAC) Su reciente obra “El Regatón” es un complemento y continuación de la primera, “Amazonas 1857.Un rastro sobre las cenizas”.

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