Amazonas 1957, encanto de toninas

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N. R. Gonzรกlez Mazzorana

ENCANTO DE TONINAS AMAZONAS 1957 Novela


DEDICADO A

Happy y nuestras hijas: Nicia-María Auxiliadora Gabriela José María Isabel Ana María Alejandra y Carmen Eunice. A las mujeres amazonenses.

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En el campamento había mujeres de Río Negro que hacían el servicio de cocina y lavandería y una de ellas se había prendado del guardia. Representaban éstas a una casta especialísima de mujer, de las que nunca faltan en un campamento minero o balatero. Trabajan como hombres y nada les espanta. Pablo J. Anduze (1960) Shailili-Ko. Descubrimiento de las fuentes del Río Orinoco

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PROLOGO A mediados de la década de los años cuarenta, después de finalizar la Segunda Guerra Mundial y al presentarse la virtual desaparición de la actividad cauchera que la misma guerra había generado, los habitantes del Territorio Federal Amazonas entraron a un período de relativa contracción económica, solo quedaban algunos pequeños empresarios asociados a la explotación del chicle, chiqui-chique y sarrapia. La mayoría de ellos había abandonado la región, el resto se radicó en Puerto Ayacucho la nueva capital de la era petrolera que apuntalada por el gasto público, comenzó a crecer hasta llegar a ser el primer mercado regional de bienes y servicios. Éste poblado rápidamente se convirtió en el polo de atracción de la población interiorana, pasando de 856 a 5.465 habitantes entre los años 1941 y 1961. En contraste, San Fernando de Atabapo, la otrora capital política y cauchera, perdió tanto importancia como población. Durante estos años, se consolidó la Misión Salesiana, orientando a la colectividad en el campo religioso, educativo y cultural. Su presencia desde el año 1933, fue tal vez el evento más importante en el período transcurrido después del fusilamiento de José Tomás Funes, hecho que determinó el final de una era violenta en el Territorio. En aquellos tiempos se realizaron frecuentes expediciones de exploradores extranjeros, quebrantando un poco la monotonía del quehacer amazonense, también sucedieron otros acontecimientos que se han convertido en temas anecdóticos, tal como la creación por parte del gobierno nacional en 1938 de una Inspectoría de Sanidad que contaría con una Brigada Sanitaria Fluvial, integrada por un medico, un inspector, un enfermero, un mecánico, un cocinero y dos sirvientes. Igualmente el caso de la presencia de miembros de las Fuerzas Armadas Norteamericanas en 1943, con el propósito de estudiar la posibilidad de construir un canal navegable por los ríos Orinoco, Casiquiare, Río Negro y Amazonas. Por otra parte, he captado ciertos vestigios de sucesos pasados, convulsionados y errabundos; solo recordados por los versados y humildes moradores ribereños en sus noches de tertulias, entre exhalaciones de volutas de humo de tabaco envuelto en hojas de tabarí, que van impregnando la selva de un ambiente misterioso y fantástico. De esa manera, mientras viajaba por el Ventuari durante los años sesenta, escuché de viejos gomeros algunos relatos y anécdotas pletóricos de vicisitudes asociadas a diferentes épocas; sin embargo,


cada uno tenía una versión diferente del cuento, formando así, la levadura mágica donde crece la leyenda. Asimismo, sutilmente pude descubrir y convencerme de que la recalcada incultura de la región es aparente, pues su esencia cultural subsiste subrepticiamente de manera etérea entre la espesura de la selva, bajo el plano sereno de los ríos y lagunas, entre las piedras y recónditas cuevas, grandes lajas y bajo las extensas playas de arena. Mucho conocimiento permanece oculto bajo el paisaje exuberante de la inmensa región Orinoco-amazonense y en la sencillez de sus habitantes. Ineludiblemente todo se ira revelando, tal vez a la luz del denominador común de la fatídica influencia de espíritus malignos y encantos, lo cual, en consecuencia, va identificándola como tierra mágica, de mitos y leyendas. Con todo el acervo referido anteriormente, convencido de propiciar su divulgación, me propuse extraer de la cantera de reminiscencias de aquellos tiempos la trama que sustenta a esta novela y sus protagonistas, no en forma selectiva, sino más bien de manera representativa y coincidente con una época que, en cierto modo, involucran las vivencias referenciales de hombres y mujeres que dejaron sus huellas y sus huesos tratando de doblegar la indómita tierra amazonense, que sostuvieron una lucha constante contra la adversidad de los guardianes de la selva, quienes frecuentemente hacen de toda un empresa un fracaso. Hombres y mujeres que, simplemente por convivir o ser hijos de esta tierra y, por ser los pioneros en la consolidación de pueblos e instituciones de la época post-cauchera, merecen ser homenajeados, al menos alegóricamente. Adrede, esta novela solo tiene visos de aquella realidad que paulatinamente se disipa del recuerdo colectivo. En consecuencia, obviamente los sucesos narrados en esta obra son imaginarios, No obstante, para ubicarlos en el contexto de la vida cotidiana, me permito relacionar a los personajes ficticios con las personas verdaderas, siendo éstas últimas, partícipes de circunstancias coincidentes con hechos que realmente sucedieron. En fin, antes que reine lo inescrutable, es preferible que perdure la remembranza que en el transcurrir del tiempo se clasificará en leyendas y realidades históricas. Así, las alegrías y las penalidades humanas se conjugarán armoniosamente en el recuerdo colectivo promisorio de esperanzas; de manera particular en los jóvenes, quienes deben conocer este genuino contenido de la identidad regional, como camino hacia la perfección del talento y la dignidad del gentilicio amazonense. N.R.G. 4


CAPITULO I EL ESPECIALISTA El 7 de Diciembre de 1.948, la Junta Militar de Gobierno que había asumido el poder mediante un golpe de estado el 24 de Noviembre del mismo año, declaró disuelto al partido político que gobernaba al país desde el 18 de Octubre de 1.945, que también había alcanzado el poder por la vía de facto. Muchos de los militantes del partido Acción Democrática y del Partido Comunista fueron detenidos, solicitados y perseguidos o enviados al campo de Guasina por la Seguridad Nacional, policía política del Estado. El campo de concentración de Guasina estaba situado en una islita, en el delta del Orinoco, bañada por los caños de Boca Grande al norte y Sacupana del Remanso al sur. Ubicada a muy pocos metros de altura sobre el nivel del mar; recibe las aguas que hacen un largo recorrido desde los confines de Amazonas, pasan por los raudales de Atures y otras regiones del país, para diluirse finalmente en el mar, las aguas de barrosas cubren casi la totalidad de la isla en época de creciente. Al bajar las aguas, queda la isla convertida en un gran lodazal, un gigantesco criadero de larvas que propician las endemias, epidemias y enfermedades en general. El clima es caluroso y sofocante. Pululan zancudos transmisores del paludismo, amibas histolíticas productoras de la disentería amibiana y el tifus. Existía allí además, una mosca conocida vulgarmente como “galofa” que ocasiona ulceras e hinchazón general del cuerpo. Asimismo una densa población de animales ponzoñosos tales como culebras, rayas y escorpiones, mosquitos, pulgas e insectos de todas clases incluyendo el terrible “chipo” transmisor de la tripanosomiasis, el mal de chagas. Existió en la isla, un penal desde el año 1.939 que fue utilizado durante la Segunda Guerra Mundial como campo de concentración de prisioneros nazifascistas, hasta que fue clausurada por el gobierno en el año 1.943. Seis meses había permanecido el Dr. Paúl Meinhard como prisionero, luego de haber sido capturado en el mar Caribe por los norteamericanos cuando hundieron el submarino donde prestaba sus servicios como medico naval, en el año 42. Empero, al cabo de cierto tiempo ya no era tratado como tal; gracias a su profesión y su conocimiento del idioma castellano, fungía de jefe de los servicios médicos del penal y más tarde, trabajó para el Ministerio de Sanidad o para el Ministerio de Justicia, según la conveniencia de las partes. 6


En 1.948 la isla de Guasina fue nuevamente convertida en penal de internamiento para los inmigrantes que llegaban indocumentados a costas venezolanas. Un año después, todos los reclusos extranjeros fueron puestos en libertad y enviados a servir de braceros en distintas centrales azucareras del país. Guasina quedó deshabitada una vez más, pero solo hasta finales de 1.951, cuando se utilizó una vez más como penal, aunque ya no para recluir extranjeros ingresados ilegalmente, sino para exterminar lentamente a los propios venezolanos, disidentes de la Junta Militar de Gobierno. Fue en aquel tiempo cuando citaron al Dr. Paúl Meinhard para entrevistarse con uno de los directores del Ministerio de Justicia, en la Capital, con el propósito de que informara a las autoridades sobre sus conocimientos carcelarios y como experto en campos de concentración, las asesorara al respecto. —Debo ir al Ministerio, fraülein Lucrecia — le manifestó el Dr. Meinhard a su secretaria-enfermera, devolviéndole el telegrama firmado por el director de prisiones. Salió de su oficina del departamento de Sanidad Rural y llamó un taxi. Una vez en el despacho del director, éste le informó sobre la situación y la necesidad de contar con los espacios apropiados para los presos, que ya abarrotaban las cárceles existentes, señalándole la conveniencia de localizar en el vasto territorio del país, sitios lejanos, solitarios y apartados de centros poblados, tal como el campo de Jobito, situado en la confluencia del río Meta con el Orinoco —Contamos con su experiencia y discreción; sobre todo, mucha discreción doctor Meinhard — dijo finalmente el director. —Comprendo señor, tenga usted la seguridad que proporcionare exactamente lo que necesita — afirmó Meinhard hablando machacadamente el idioma, arrastrando “eres” y “ges” y evadiendo los artículos, pero entusiasmado y muy seguro de sí. Y con ese entusiasmo creativo, se dedicó a elaborar sus minutas, programas de trabajo y croquis, a seleccionar mapas y planos, analizó la seguridad, salubridad y todas las demás variables del proyecto. Finalmente, frente a un gran mapa recorrió con su vista y el dedo índice sobre la línea sinuosa azul que representaba al Orinoco, recorriendo sobre el papel, en sentido contrario a la corriente de aguas que bañan a Guasina, continuó hacia el sur y después de pasar por los raudales de Atures, tomó un lápiz y dibujó un círculo rojo alrededor de la isla de Ratón, la más grande del río padre, dudó, porque era 7


zona fronteriza. Siguió la ruta del río y en la confluencia con el Ventuari dibujó otro círculo. —Aquí será, aquí funcionará perfectamente. ¡Herrlich! — exclamó parodiando el famoso grito de Arquímedes de Siracusa. Había descartado a Jobito por la misma razón que rechazó la isla de Ratón. Sin embargo, incluyó aquel campo en su plan de visitas, así como a Guasina, pues así como era su deber, también su ego le suplicó visitarla de nuevo, solo que ahora como alto comisionado del gobierno. En su itinerario también incluía: la cárcel Modelo, la penitenciaria de San Juan de los Morros, la cárcel de El Obispo, la cárcel pública de Maracaibo y la de Trujillo. Además tendría que evaluar la construcción de las colonias móviles de El Dorado. Por último, viajaría al extremo sur del país para iniciar la ejecución de su proyecto. Todas sus observaciones serían incluidas en un informe detallado, minucioso, como solo una persona con la disciplina nazi podía elaborarlo, sobre todo porque el objetivo era, simple y sencillamente: evitar el hacinamiento, la fuga de presos y mimetizar la polución de prisioneros políticos. *** El hidroavión dio una vuelta de reconocimiento sobre la isla a petición del Dr. Meinhard, posteriormente, luego de acuatizar, se acercó a la ribera. El piloto lanzó una cuerda con la cual los guardias nacionales aseguraron la nave en el atracadero; allí los esperaba el comandante del penal. Un soplo de brisa tibia hizo que Meinhard se llevara la mano a la cabeza para sujetarse el sombrero panamá; era rubia su escasa cabellera, sus ojos azules de mirada vivaz y penetrante; de nariz ligeramente aguileña, boca de labios gruesos; su ancha espalda, estatura mediana de contextura fuerte y un poco obeso, eran las características físicas de un hombre aficionado a la bebida y buena mesa; de proceder tenaz, severo, arrogante y vanidoso; seductor y persuasivo con las mujeres. Casi siempre con humor irónico a flor de labios. Llegó vestido con guayabera blanca, pantalones kaki y zapatos de lona —Mucho gusto doctor — saludó el anfitrión extendiendo su mano. — Subteniente Leovigildo Soto Pozo, a sus órdenes ¿Cómo estuvo el viaje? —¡Muy bien! ¡Estupendo! Herr subteniente, muchas gracias — contestó con imperceptible sonrisa, seguramente disfrutando lo diferente que era arribar a ese lugar como visitante y no como prisionero. Meinhard presentó formalmente sus credenciales y le comunicó al oficial el motivo de su visita. 8


—Entonces, procedamos — dijo Soto Pozo — vamos para mostrarle el lugar. Caminaban sobre un barrial hacia las instalaciones del penal que no pasaban de ser unas chozas mal construidas y barracas de techo de zinc ya carcomido por la intemperie, cuando divisaron una fila de presos, cargando en carretillas o en sacos al hombro, material de construcción para la edificación de sus propios calabozos. El ambiente húmedo, silencioso y penitente, solo era alterado por el grito del guardia: “¡Oído al personal...! ¡Apúrese elemento...! ¡Rápido! ¡Más rápido, carajo...! ¡Aquí no se camina, aquí se corre!” A la mente de Meinhard llegó el recuerdo del campo de Buchenwald, en su lejana tierra. Desecho de hombres y mujeres de cualquier edad, clase social, profesión o de cualquier ideología, recuerdos de seres humanos sin distinción, todos eran iguales allende y aquí: haraposos, esqueléticos de piel ajada y uniformemente amarillentos, ojos de mirada extraviada y caminar tembloroso sobre la tierra estéril. Es el hombre oprimido por el dolor, por el odio, por la violencia, por el escarnio. Y reducido a la impotencia por la voluntad del hombre... “¡Rápido, más rápido...! ¡Flojos del carajo!” Se escapó un murmullo anónimo desde la fila de presos, al pasar la comitiva. “¡Silencio, silencio!” gritaron los guardias, “¡Aquí no se habla!”. Luego el subteniente, el médico y los guardias entraron en el cuartel improvisado sobre una vieja gabarra abandonada y el especialista en campos de prisioneros abandonó los recuerdos sobre sus actividades en la Alemania nazi, mientras se disponía a aplicarlas con sus particulares innovaciones, aquí, en su nuevo laboratorio tropical. Enseguida tomó nota de los datos que le proporcionaba el subteniente, las observaciones meticulosas, las fallas, preguntaba esto y aquello y escribía, preguntaba y escribía mientras alternaba con sorbos de café guayoyo en una taza de peltre. —¡Muy bien! Mi estimado subteniente, creo que con esto basta – dijo finalmente. —Bueno doctor –acotó el oficial —. Cualquier otra información se la darán mis superiores. —Magnífico, ahora debo irme — apuntó el Dr. Meinhard levantado el brazo izquierdo para consultar su reloj —. Tenemos el tiempo justo. Luego, al asomarse a la puerta sobre la escalerilla observó, a unos treinta metros de distancia, una fila de presos que se aprestaban a regresar al trabajo, después del almuerzo. “¡Oído al personal...! ¡Formación...! ¡De frentee... maarr! ¡Rápido...! ¡Al trotee... maarr!” Eran esas algunas de las pocas palabras que se oían en aquel lugar y una vez más recordaría el Dr. Meinhard a su lejana patria. “¡A correr...! 9


¡Rápido, flojos e’ mierda...!” El peinillazo sonó sobre la espalda “¡Corra elemento!” Y un silencio sepulcral... “¡Epa elemento...! ¿Adónde va, ah?” —Voy a ver al doctor – respondió el joven prisionero de rostro perfilado, contextura enjuta y de alta estatura. —¡Aquí no hay ningún doctor, carajo! —¡Doctor Meinhard! ¡Doctor Meinhard...! ¡Haag! –. Sintió el planazo sobre su espalda cuando ya había recorrido la mitad del camino hacia el cuartel provisional y cayó de rodillas. —¡Vuelve a la fila gran carajo...! ¡Yo te voy a curar con planicilina so pendejo!— vociferó el guardia levantando de nuevo la hoja de acero, empuñándola con ambas manos. “¡Silencio! ¡Silencio!” ordenaron los guardias ahogando la algarabía de la columna y apuntando sus carabinas hacia los presos mientras el joven de cuerpo resistente, se erguía de nuevo. —¡Dale quince planazos a ese vergajo y carretilla doble con él, pa’que aprenda a respetá! — ordenó el cabo. —¡Un momento...! ¡Halt! – Se oyó la voz de acento extranjero, metálica y tajante que detuvo el tercer planazo — ¡Tráiganlo! Hablaré con él... ¡Que venga!— ordenó el Dr. Meinhard con la aquiescencia del teniente. Pero el guardia quedó perplejo. —¡Proceda! Traiga a ese sujeto acá – confirmó el oficial. Entonces, lentamente, como baja un tronco al garete, el guardia fue bajando la hoja metálica amenazadora para enterrarla con rabia en el suelo húmedo. —Te salvaste por ahora, vergajo – murmuró y seguidamente le propinó un empujón. Cayó de bruces, se levantó con dificultad y caminó delante el guardia. Entraron al cuartel y el subteniente se dirigió al prisionero: —¡Siéntese, ciudadano...! Eso le pasa por no hacer las cosas como se debe, con disciplina; ahora sea breve porque el doctor no tiene mucho tiempo y que yo sepa, ¡usted no tiene ninguna enfermedad! —Cálmese her teniente, oigamos qué tiene que decir el joven – manifestó el Dr. Meinhard —Soy estudiante del quinto año de medicina—declaró el prisionero—. Me llamo Gervasio Manterola y tengo que decirle solo dos cosas doctor... —Adelante, Manterola ¡Hable usted! – insistió Meinhard —Ah pues – protestó el oficial — ¡Hable rápido hombre! Diga lo que tenga que decir, que el doctor no tiene tiempo que perder. — Usted no me conoce doctor — dijo el prisionero pero yo a usted sí, porque una amiga mía, Lucrecia Dupueni es su secretaria, yo le agradezco muchísimo que me haga el favor de entregarle esta nota... 10


—¡Cómo se atreve, elemento!—vociferó el subteniente visiblemente molesto —¡Falta e’respeto! —¡Ya, ya, teniente...! ¡Cálmese por favor! –Repuso el Dr. Meinhard levantando ambas manos en señal de paz – un favor se hace a cualquiera... Está bien Manterola, seré su mensajero. —No es nada teniente, es decir, es personal pero puede leerlo—explicó el prisionero. Pero el amargado oficial le arrebató el papel de hoja de cuaderno y lo hizo trizas vociferando: —¡Esto tiene su procedimiento! Si quiere escribir, escriba, pero bajo las normas del penal. ¡Aquí no se niega eso carajo! —Bien, ya el teniente resolverá su problema, herr Manterola, mientras tanto, daré sus noticias a fraülein Lucrecia; ahora hábleme acerca del otro asunto a ver qué puedo hacer. —No, doctor, no... – murmuró abatido Gervasio Manterola – ya veo que no vale la pena. —¡Insisto, Manterola!, ¡dígame cuál es su problema y veremos que podemos hacer al respecto! ¿Bien? —Bueno doctor, se trata del tifus..., tenemos tifus aquí – declaro Manterola un poco temeroso, pues casi adivinó lo que sucedería –, necesitamos medicinas para el tifus y la disentería, también... —¡Aquí no hay tifus! – grito el teniente y acotó —: ya basta, se terminó el tiempo. ¡Salga ya! —Adiós doctor, me saluda a Lucrecia y dígale que la recuerdo mucho, por favor... El Dr. Meinhard respondió al saludo con un fuerte apretón de manos, manifestándole al joven Manterola, buenos deseos de tramitar su petición. Cuando retiró la mano, sintió que apretaba un trozo de papel rustico, mantuvo el puño cerrado hasta que el prisionero se alejó, escoltado por un guardia “¡Movimiento...! ¡Al trotee... marrr...! ¡un, dos...! ¡un, dos...! ¡un, dos...!” El tono de las voces fue disminuyendo mientras los hombres desaparecían entre los matorrales. En sus tiempos de oficial nazi, el Dr. Paúl Meinhard, había presenciado muchas escenas como esas y mucho más tenebrosas; en aquellos tiempos su opinión respecto al prisionero era precisa y concisa: ¡elimínenlo...! ¡Aíslenlo...! No había alternativa, era la solución final. Ahora, en la reedición de escenarios semejantes, dijo lo contrario: —Por favor her teniente, no castigue al joven, se lo pido como favor personal, pues se trata de un amigo de mi enfermera, fraülein Lucrecia a quién aprecio mucho. 11


—No tenga cuidado mi dóctor, – dijo el oficial ya tranquilizado —, sólo le daré un pequeño escarmiento por romper filas sin permiso, usted sabe, hay que mantener la disciplina. Volvió a sonreír irónicamente el especialista de penales, habiendo guardado ya el papel de envoltura de cemento en su bolsillo. Más tarde, al momento de embarcarse, le dio un fuerte apretón de mano a su anfitrión. —¡Hasta la vista her teniente! —¡Nos vemos, mi dóctor, que tenga buen viaje pues! El ruido del motor rompió el silencio rutinario del islote. La catalina levantó vuelo, luego viró noventa grados y sobrevoló la columna de prisioneros. En ese momento, todos alzaron la vista y una gota de agua de las que aún desprendían los flotantes, mojó la frente del joven Manterola; su rostro se iluminó de esperanza quizá por considerar que era una buena señal, una forma de bautizo para lograr la libertad. O tal vez un presagio que el mensaje que transportaba el hidroavión llegaría a su destino; al mundo situado más allá de la lejana orilla orinoquense, muy lejos de esa isla oprobiosa, infierno de agua y selva. —¿Qué le pasa elemento? ¡Preséntese de inmediato a mi teniente! ¡Cuento tres y llevo dos! ¡Al trote maaar!” — ordenó el guardia y del rostro de Gervasio Manterola se desdibujó la dicha. “¡Oído al personal...! ¡Continuar! ¡Rápido carajos...! ¡Flojos e´mierda...! ¡Aquí no se flojea! ¡Cojan las carretillas y a trabajar carajo...!” resonaban las voces de mando a través de todo el penal.

CAPITULO II TRISTEZA INDIA Desde lo alto, todos los pasajeros del avión, sin excepción, oteaban el paisaje a través de las ventanillas de vidrios opacos, despreocupándose, al fin, de los exiguos chorritos de aire fresco que apenas mitigaban al viciado aire interior. —Mira, qué lindo se ve el río, allá está el pueblo... y la carretera... ¡ves! La carretera que va a Sanariapo... ¡Qué tremendos son los raudales! – indicaba entusiasmada la esposa del Dr. Paúl Meinhard desde el asiento izquierdo del 12


avión DC-3. Él la abrazó y se inclinó para asomarse y contemplar el hermoso paisaje que le ofrecía la elevada posición del avión al acercarse al aeródromo de Puerto Ayacucho. —Si, querida, no los veíamos desde que nos encontramos, precisamente, a bordo de un avión... recuerdas, hace... hace... —Hace ocho años ya, me acuerdo clarito – puntualizó ella. —Tienes razón querida, hace ocho años, uff; año cuarenta y tres llegamos aquí en avión militar. Veníamos a organizar la medicatura de sanidad de Atures. —¡Sí, claro! Me acuerdo que nos presentaron en Maiquetía y yo comencé a trabajar contigo de enfermera... bueno todavía lo soy ¿no? —Así es, querida... mira; qué peligrosos deben ser esos rápidos, no me imagino cómo pasaban barcos por allí antes de construir carretera. —Los indios los pasaban ma´mor, con los indios no hay raudal que valga – aseveró Lucrecia Dupueni, manifestando orgullo por su linaje, puesto que su madre era una auténtica representante de la etnia baniva; aunque por mucho tiempo, Lucrecia trató de ocultar y hasta llegó a negar su ascendencia, tal vez por la bochornosa carga de sumisión y complejos inculcados a la raza india por los llamados “racionales” desde la pasada época cauchera, hasta los tiempos actuales. No obstante, ahora, con el veraz respaldo y obstinada tutela de su marido, ella había adquirido el hábito de la autoestima racial y sentíase tan orgullosa de sus antepasados banivas rionegrinos, como de su padre criollo “yaránabe”. Aunque no llevaba su apellido, había heredado la mayor parte de su genética. Solo lo vio en pocas ocasiones. La última vez fue durante su graduación, pues, a pesar de todo, la apoyó económicamente para que pudiera estudiar en una época en que esta actividad estaba casi vedada a las mujeres. El avión bimotor giró alrededor del pequeño poblado ubicado entre el río Orinoco y la carretera recién construida. Esta vía partía desde el puerto y se dirigía hacia tierra adentro, bordeando las casitas de bahareque y palmas, dispersas entre negras lajas y tortuosas veredas. Destacábanse las nuevas casas construidas con paredes de bloques de cemento y techo con láminas de zinc; ordenadas en hileras y servidas por una calle recta de pavimento arcilloso trazada al norte del cerro Perico, el atalaya desde el cual avistaban a los navegantes en épocas pasadas. Otro lote de viviendas se localizaba entre la plaza y el cementerio.

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Entre el conjunto de casas irregularmente esparcidas, a causa de los obstáculos naturales del terreno, sobresalían por su gran tamaño las edificaciones de concreto ciclópeo, donde funcionan el internado indígena gratuito y la iglesia residencia de la Prefectura Apostólica del Alto Orinoco, cimentada ésta sobre una gran laja negra. En una esquina de la plaza se alzaba la casa de gobierno, la única edificación de dos plantas. La carretera se dirigía hacia el sur atravesando sabanas, matorrales, morichales y montones de negras lajas; a pocos kilómetros se desprende un ramal hacia el campo de aterrizaje y la principal continúa más allá, entre sabanas y colinas verdes hacia Samariapo, bordeando los raudales. Hacia el este, a lo lejos, se divisan cerros de piedra y sobre la piedra, árboles centenarios. Al oeste, más allá de los raudales, verdes mantos de sabana manchada por acuosos morichales y lajas negri-azules se disipan en lontananza para convertirse en tenue línea horizontal de azul celeste. La nave alada se acercó a tierra para posarse sobre la pista natural que se extendía paralela al cauce del impetuoso Orinoco. Allí, el gran río había acicalado el terreno durante su inalterable batida contra las innumerables rocas e islas que, inútilmente trataron de frenar su tenaz y largo viaje hacia el mar, derivándose así los espectaculares chorros y raudales de resonar perenne como manifestación de su incontenible fuerza. El Dr. Paúl Meinhard bajó las escalerillas, precedido de un funcionario del gobierno. Gentilmente ayudó a bajar a Lucrecia. Ella era de pequeña estatura y piel morena; ojos almendrados, negros; nariz pequeña, sus pómulos altos y prominentes; su boca, de labios gruesos albergaban una blanca y pareja dentadura. Su faz estaba enmarcada por una impresionante cabellera larga y azabache, de tupidas hebras lacias que caían como suave cascada sobre sus rectos hombros y se esparcían por su espalda. La brisa agitaba su extensa y colorida falda, mostrando sus bien contorneadas piernas y delgados tobillos que caracterizan a una mujer recia y trabajadora. Lucrecia Dupueni, a pesar de su agraciada, atractiva y ágil figura de porte sensual, dejaba notar cierto toque de nostalgia, a través de sus ojos de mirada tierna, con influjo de una tristeza ancestral.

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Caminaron juntos, en compañía de los demás pasajeros hacia la casa de madera, con techo de láminas de zinc, con grandes ventanales provistos de tela metálica, que fungía como terminal de pasajeros. Al frente de ella se aglomeraron casi todos los habitantes prominentes: el gobernador y algunos de sus colaboradores, el presidente del Concejo Municipal, que para esa época era don Pedro Moreno; el Prefecto Apostólico del Alto Orinoco, Mons. Cosme Alterio y algunos padres y hermanas misioneras; el juez de primera instancia, Fabián Suzarini y el juez departamental, Miguel Zapata; el teniente comandante del puesto de la Guardia Nacional, el jefe de la policía; el jefe civil, Bernabé Gutiérrez; el agente de la Línea Aeropostal, Manuel Díaz Vera; don Pastor Sánchez y otras personas de la región que esperaban familiares o amigos. También había muchos niños, pues el arribo del avión era un acontecimiento semanal significativo en el poblado que solo tenía veintisiete años, iniciándose al cuarto año de fundado como capital de un territorio tan extenso como despoblado. —¡Bienvenido al Territorio, doctor Meinhard...! ¡Y su esposa por supuesto! ¡Mi bella señora! ¡Están ustedes en su casa! – les saludó el Gobernador, vestido con impecable uniforme verde oliva de teniente coronel del Ejército. Con una mirada lasciva hizo turbar a Lucrecia y al tomar su mano se la retuvo hasta que ella reaccionó insistentemente para soltarse. Luego se entremezclaron entre la comitiva de recepción, departiendo saludos y abrazos. —¡Baumgartner! – exclamó de pronto el Dr. Meinhard, al distinguir entre el grupo a su colega, médico rural, también de origen alemán. —¡Paúl Meinhard! – Mi querido amigo... cómo pasa el tiempo ¿Eh? Tenemos muchas cosas que hablar. —Ya conversaremos con tranquilidad. —El Dr. Meinhard tendió la mano hacia su esposa y la atrajo hacia ellos, seguidamente la presentó formalmente a su colega. —¿Sabe? solo una mujer tan bella como usted pudo haber atrapado a este bellaco — rió el Dr. Baumgartner y agregó: —- Mucho gusto, ciertamente nos sentimos halagados por su presencia. —Gracias, muchas gracias doctor... el gusto es mío... —¡Con su permiso señores! – interrumpió un hombre malcarado, de piel oscura y curtida –. Doctor Baumgartner, de parte del ciudadano gobernador, estoy a su orden para llevarlos al pueblo en la limosina. —¡Yah! ¡Muy bien! – afirmó Meinhard —. En tal caso vamos por nuestro equipaje. —No se preocupe doctor, ya sus maletas están en el carro – manifestó el malcarado 15


—Por supuesto caballero, todo bajo control – dijo el Dr. Baumgartner tratando de apaciguar la sorpresa de su colega —. Entonces vamos a la medicatura que allá les tengo todo preparado para su estadía, de acuerdo con las instrucciones que me dio el gobernador. Por la carretera polvorienta se deslizaba la limosina conducida por el hombre de desagradable faz, negro y huesudo. Como atenuante a su desagradable aspecto, intervenía en la conversación de manera amable, refiriéndose a hechos triviales y señalando lugares que suponía interesantes a la vista de sus pasajeros. A su lado, el Dr. Baumgartner hacía caso omiso a las observaciones del conductor y prefería prestar atención a los esposos Meinhard, quienes a pesar del cansancio del viaje, mantenían una conversación anecdótica. Lucrecia, a veces quedaba aletargada, distante, con la mirada extraviada entre el desfilar de matorrales, de inflexibles matas de chaparros y alcornoques sobre la paja seca a los lados del camino que, tras el vehículo, eran borrados por la polvareda levantada entre el denso aire caluroso de la sabana amazonense. Pasaban precisamente por donde corren las aguas cristalinas y azulejas de los caños a mezclarse con las indomables del bravío Orinoco. Recorrían los lugares de serena transición entre el inmenso llano y la profunda selva, entre lo abierto y lo cerrado, entre lo claro y lo oscuro; la región lindante, donde se mezclan las características de esas extensiones terrestres. La tibia brisa palpó su rostro, penetró deleznablemente en sus ojos y de sus entrañas brotaron lágrimas de aflicción. Al entrar la limosina por la calle principal del poblado, el chofer indicó a los recién llegados el lugar donde estaba la fábrica de adobones y ladrillos que dirigía don Antonio Mijares Tovar, antes de ser diputado; luego subió por una cuadra que hacía esquina con la Plaza Bolívar de reciente construcción y seguidamente se estacionó a cien metros de aquella, frente a una casa de ventanas que remedaban al estilo colonial, con altas puertas de madera, su techo también de madera recubierto con láminas de zinc. Era medicatura y a la vez vivienda del Dr. Baumgartner. —¡Ya llegaron...! ¡Llegó la gente...! ¡Llegó el doctor y doña Lucrecia!— gritó muy agitada una india de contextura enjuta, piel ajada y de edad incalculable. —Pero Blandina, chica, deja el bochinche que no es para tanto alboroto. – Repuso Zita Dupueni, una mujer de porte altanero, de inusitada arrogancia entre la gente de su etnia: los banivas. Blandina no le prestó atención. Corrió, y agitando los brazos se abalanzó sobre Lucrecia para saludarla. —¿Ya tu llegátes Lucré? 16


—Blandina, ma´mor, qué buena moza estás – le respondió Lucrecia en lugar del tradicional “sí ya llegué” como debió contestar el saludo a la usanza baniva, pues para ella este tratamiento ya estaba en desuso –. Ven, ayúdanos a bajar estos corotos... Bueno, ¿y cómo es eso, que no llegaron a la pensión de doña Andrea? —Yo no sé, pero el doctor Baumgartner nos dijo que llegáramos aquí para estar todos juntos. —¿Y tu hija, cómo está? ¿No vino contigo? —No señora, se quedó en Kanariapo cuidando la casa y el conuco, ella ta’bien. —¡Ah, Blandina! Después me haces una gran yucuta con ese mañoco que tú siempre tienes, de Río Negro. —Sí señora, ¿y el doctor Paúl será que va a tomar algo? El Dr. Paúl Meinhard ya estaba dentro de la casa en amena conversación con su colega Baumgartner. *** A pocos días de haber llegado, después de almorzar más tarde de lo acostumbrado, Lucrecia se retiró a su habitación. Abrió su maleta para sacar una bata de casa y luego de su neceser, algunos enceres. Se desvistió lentamente y se puso la bata, dispuesta a dedicarse a los quehaceres domésticos pero, repentinamente la embargó una depresión agobiante y se metió en la hamaca que le había tejido Blandina, encontrando un confortable refugio para soportar sus pesares. Al momento, las lágrimas salpicaron el piso de cemento y sus gemidos atrajeron la atención de Zita Dupueni. Zita tocó con delicadeza la puerta. Al rato Lucrecia abrió, notablemente afligida, con el corazón oprimido por el peso del sufrimiento no compartido. —¿Qué te pasa hermaná? Cuéntame... ven... cálmate y cuéntame no más... ¿Si?... Ven hermaná, dime que es lo que te está pasando. Zita abrazó protectoramente a su hermana y Lucrecia se refugió en su pecho como una niña desconsolada, mientras daba rienda suelta a su lloriqueo y sus lágrimas amargas brotaron como gotas de agua cristalina del tinajero. Cuando Lucrecia se calmó un poco, Zita le propuso: —Mira, te voy a preparar un guarapo de tilo o manzanilla, ya vengo — y salió del cuarto diligentemente. Al regresar con la infusión calmante en un pocillo de peltre, su hermana estaba dispuesta a compartir la carga de sus angustias con ella. Mientras sorbía lentamente el té, sentada al lado de su hermana sobre la gran hamaca, Lucrecia hablaba pausadamente y gimoteando. 17


Confesó su remordimiento por haberse entregado a otro hombre después de creer que había sido abandonada por el padre del retoño que llevaba en su vientre. Sentía aún más, el bochorno y la culpa de no haber tenido la certeza de contar con otra alternativa al ser abandonada a merced de la incertidumbre. Ahora sí, tenía en sus trémulas manos, la respuesta a su angustia y sufrimiento de dos largos meses. Se atrevería al fin a mostrársela a su hermana Zita; La entrometida Zita no contuvo su curiosidad y se adelantó abriéndole la palma de la temblorosa mano a su hermana. —¿Pero qué es eso chica? Déjame ver. —Es la única noticia que he tenido de Gervasio, hasta ahora vengo a saber todo lo que pasó el pobre ¡Dios mío...! Y yo creía que él me había abandonado. Mira, encontré este papel en el maletín de Paúl cuando se lo arreglaba, al desempacar sus cosas... es la letra de Gervasio, estoy segurísima. Si lo hubiera sabido hace una semana, antes de casarme... ¡Dios mío! ¿Qué hice? —¡Ah...! ¿Pero qué dice allí? ¡Barajo! Yo no entiendo esta letra – dijo Zita para disimular su analfabetismo y agregó –: Léelo tú misma. Entonces Lucrecia extendió cuidadosamente el papel de envoltura de cemento escrito con lápiz y aún con residuos de sudor y polvo. Leyó sollozando: “Me detuvieron al salir a buscarte y me llevaron a la S.N. donde me torturaron salvajemente durante los interrogatorios. Ahora estamos presos en el campo de concentración de Guasina. Llegamos aquí el 8 de Noviembre en el vapor Guarico, 446 presos políticos. Esto es infernal e insoportable pero la ilusión de volver a verte me da ánimo para sobrevivir. Espérame algún día. Gervasio”. —¡Barajo chica! – exclamó Zita asombrada—. Pero... dime ¿y cómo el doctor logró traer ese papel tan arrugado? ¡Dios mío...! Dicen que eso es feísimo, que es peligrosísimo caer en mano de la Seguridad Nacional, eso dice Ceferino. —Paúl lo trajo cuando estuvo visitando las cárceles para un trabajo que le encargaron. Yo le reclamé y él sólo me dice que se le olvidó entregármelo. Pero yo no quise tampoco mencionarle nada sobre mi relación con Gervasio, así que no vayas a decir nada de lo que te conté. —Bueno, está bien. Chica, mira, Ceferino dice que un amigo suyo le contó que en la Seguridad Nacional les hacen cosas terribles a los presos, dicen que los paran desnuditos sin zapatos sobre un rin de carro con el borde afilado y les aplican corriente eléctrica en las bolas, también los paran sobre la punta de los pies, sin poder descansar sobre los talones, inclinado sobre una pared donde se sostienen con los dedos de las manos, él dice que a esa tortura la llaman 18


paralelo treinta y ocho. Otra cosa es que les ponen cintillos que le aprietan la frente, también los sientan o los acuestan esposados sobre barretas de hielo y los queman con colillas de cigarro, les dan muchos planazos y los golpean hasta... —¡Ya, ya, chica, no sigas hablando de esas cosas tan horripilantes! También a veces los políticos inventan eso para mal poner y desprestigiar al gobierno—argumentó Lucrecia, influenciada por su esposo. —Bueno, la verdad es que yo no estoy inventando nada, por si acaso — se defendió Zita —. Es más, dicen también, que a los presos los mantienen parados, sin comer ni dormir y después los bañan con agua fría. —Yo no creo que la gente llegue a esos extremos—refutó Lucrecia—. Dios mío, en que lío se habrá metido Gervasio para que se lo llevaran preso. Dicen que allá a Guasina llevan solo a los hampones peligrosos y enemigos del gobierno. —¡Jm!—hizo Zita — es lo que dicen ellos… Posteriormente, la conversación entre las mujeres se extendió hacia otros temas menos borrascosos hasta llegar a los comentarios cotidianos. Finalmente, Lucrecia con mejor estado anímico, se durmió; luego Zita fue en busca de la vieja Blandina para chismosear. *** El Dr. Paúl Meinhard había visitado al Territorio Federal Amazonas en el año 1.943, comisionado por el Ministerio de Sanidad y Asistencia Social, para organizar la Oficina de Sanidad en Atures que funcionaba desde 1940. La misma, desde el año 42, se denominó Medicatura de Sanidad de Puerto Ayacucho. En aquel viaje conoció a la enfermera recién graduada Lucrecia Dupueni, su segunda y actual esposa, quien había sido asignada por el Ministerio para ejercer su oficio en Puerto Ayacucho. —En aquella oportunidad tuve gran colaboración del gobernador Dr. Julio Alvarado Silva – le contó el Dr. Meinhard a su colega Baumgartner –, que por cierto acababa de reemplazar al Sr. Francisco de Paula Medina, él me facilitó transporte y todos los medios parra viajar al Río Negro, Alto Orinoco y al Ventuari. Luego de esos viajes presenté un informe pormenorizado sobre la situación sanitaria de los caseríos de esas regiones. —En esa época hubo mucha actividad por la explotación de los cauchales ¿No fue así? – inquirió el Dr. Baumgartner. —¡Correcto! – afirmó Meinhard –. Según el censo del 41 había 1.987 hombres y 1.744 mujeres criollos y 100.600 indígenas de ambos sexos; pero aquí en pueblo no había indígenas, había mucha actividad en la región del 19


Casiquiare, si señor, produciendo caucho para los aliados. Allá en Capibara conocí a Paúl Sprick, un paisano nuestro por cierto. —A él no lo conocí – puntualizó Baumgartner –, pero sí al Sr. Pacheco, representante de la Rubber y la Chicle. —Oh, caramba estee... – Meinhard titubeó –, este botánico americano ... Lleweling Williams, Técnico de la Rubber estuvo también por el Casiquiare, Alto Orinoco, Guainía y el Atabapo en el año 42. —Así es—confirmó Baumgartner—; recolectó y reunió aproximadamente seis mil plantas y las envió a los Estados Unidos, lamentablemente, se volvió loco – hizo una señal con su dedo índice sobre su sien. — ¡Caramba! Qué calamidad – señaló Meinhard. —Hace dos años—prosiguió Baumgartner— recibí y atendí a la expedición francesa Orénoque-Amazone que venía desde los llanos de Colombia con fines etnográficos guiados por Pierre Gaisseu. Anduvieron por el Ventuari y el Erebato por allá se toparon con el célebre cacique maquiritare Kalomera. Después que estuvieron aquí, volvieron al Ventuari, luego continuaron hacia Parima hasta Boa Vista. Y en el año cuarenta y tres, estuvo por aquí el señor William Phelps. —Sí, yo estaba acá para ese tiempo y lo conocí – acotó Meinhard. —Después, en el año 48—continuó Baumgartner – el mismo Phelps con el geógrafo Charles Hitchcock, realizaron investigaciones sobre la avifauna en la región de Manapiare, en el cerro Yavi. Además otros miembros de esa expedición estuvieron de las regiones del Duida y Yavita recolectando ejemplares. Bien, ciertamente nos han visitado muchos exploradores con sus expediciones, tengo entendido que alrededor de diez han venido desde el año 29 hasta hoy día, incluyendo la comisión de límites. —Pero gran acontecimiento – prosiguió Baumgartner – fue la llegada del coronel Marcos Pérez Jiménez cuando vino a inaugurar el Hotel Amazonas en diciembre del 49, aún era gobernador el comandante Nucete Paoli. —¡Ya! sí, me comentan que este comandante realizó buena y efectiva obra de gobierno – aseveró el Dr. Meinhard y, luego de una pausa, inquirió: A propósito, ¿qué me dices de las actividades de los norteamericanos aquí? Cuando vine, en año 43, estaban aterrizando aviones de su fuerza aérea en el campo natural de Cacurí, en la meseta el Danto, por el alto Ventuari, que volaban hacia y desde Natal, en el noreste del Brasil. —¡Ah! ya sabes que no me interesa la política, pero me enteré que por allí volvieron tres norteamericanos de los que presuntamente habían estado aquí en el 43 con una comisión del Cuerpo de Ingenieros del Ejército. 20


—Interesante, muy interesante, Norton, Brown y Carson – dijo el Dr. Meinhard acariciándose la barbilla y sonrió irónicamente en señal de confianza. Luego de una corta pausa añadió—: bien, nosotros venimos a trabajar para mejorar la salud de los indígenas, vamos a construir el más grande hospital de la región... —¡Disculpen! – irrumpió el hombre malcarado que los atendió en el campo de aterrizaje una semana antes—. Señores, perdonen la interrupción, pero mi comandante el ciudadano gobernador, requiere la presencia del doctor Meinhard en su despacho, de inmediato, si es posible. —¡Yah! Enseguida iré caballero—manifestó Meinhard, levantándose de su poltrona—. Vamos — recalcó dirigiéndose a la puerta —, nos veremos para cenar, amigo Baumgartner. —Bueno, yo también voy a mi trabajo. Cuando ya estaban en la calle, a mitad de camino, Zita, corriendo tras ellos, se aproximó gritando angustiosamente: —¡Doctor...! ¡Doctor Paúl...! ¡Venga! ¡Venga ligero que a Lucrecia le pasó algo! —¿Cómo dice?—Se detuvo y dio media vuelta sobresaltado. —¡Gua! ¡Que se desmayó! ¡Lucrecia se desmayó, doctor! — jadeó Zita —. Le dio un vahído, regrese rápido que ella está inconsciente.

CAPITULO III ANIMAS MILAGROSAS El doctor Paúl Meinhard reanimó y seguidamente examinó a su esposa sin prescribir algo más que un simple mareo, luego la dejó reposando en la medicatura bajo el cuidado de Zita, quien lo había asistido y, además, le había preparado con esmero a su hermana, apósitos y hasta yucuta caliente de casabe, 21


a pasar del menosprecio y las protestas del médico; pues eran estos los remedios cotidianos que ella conocía. Posteriormente Meinhard se dirigió a la casa de gobierno. Allí, no tuvo inconveniente, pese al retraso, de hacer efectiva su cita con el mandatario regional. Conversaron largamente sobre diversos asuntos, principalmente los relacionados con los planes del gobierno. También recibió las credenciales de rutina y las instrucciones pertinentes. Más tarde, al atardecer, regresó a la medicatura y se reunió con su esposa. Llegó en esos momentos Ceferino Tamavi, el marido de Zita y saludó a Meinhard con mucho afecto. Después de dialogar brevemente, se dispusieron a cenar. Blandina había preparado pescado frito y torrejas acompañadas con queso blanco, casabe y café con leche. Lucrecia habló y comió poco; desde luego el Dr. Meinhard comprendió su desazón, pues intuía el proceder de su esposa después que ella se enteró del contenido de la misiva de Gervasio. Tal vez en otra oportunidad esclarecería el asunto, como siempre: fría y calculadoramente. Mientras tanto prefirió conversar con Ceferino Tamavi. Por cierto éste, al finalizar la cena, guiado por la costumbre salesiana murmuró: “gracias a Dios” a lo cual Dr. Meinhard ripostó: “más bien, gracias a Meinhard” —Qué gracioso — murmuró Lucrecia levantándose de la mesa para recoger los platos. —¿Te ayudo Lucrecia? — le propuso Zita. —¡No chica! No te molestes, por favor... – dijo visiblemente enojada. *** Ceferino Tamavi era un hombre joven, huesudo, de contextura fuerte y mediana estatura, de piel reseca y curtida como los hombres llaneros. Cuando era niño, su padre lo internó en el asilo Pío XI, fundado por los padres salesianos. La Misión Salesiana había llegado a Puerto Ayacucho el 11 de Septiembre de 1.933, dirigidos por monseñor Enrique De Ferrari. Entre el grupo misional de cuatro sacerdotes y tres laicos, vino el Padre Alfredo Bonvecchio, quien estuvo a cargo de la construcción de la residencia misional y del asilo, también de la primera iglesia que se construyó en Puerto Ayacucho y hasta llegó a desempeñarse como Ingeniero Municipal del Territorio. El Padre Bonvecchio fue un esmerado maestro de Ceferino Tamavi hasta cuando éste tuvo unos dieciséis años y terminó los estudios primarios, después fue enviado por los mismos salesianos al Colegio de Sarría, en Caracas para continuar allá sus estudios. 22


Tamavi, había integrado el grupo de los primeros alumnos salesianos, todos jóvenes lugareños e indígenas, se destacó por su aplicación al estudio y buena conducta, así como en los concursos de aprendizaje religioso, acaparando justamente un buen lote de diplomas y medallas “Honor al Mérito”, los cuales exhibiría orgullosamente en la sala de su casa. Después de graduarse de mecánico, regresó a su tierra natal al sentirse desarraigado de la vida citadina. Aquí consiguió empleo en la Oficina de Sanidad de Atures y conoció a los médicos alemanes. A Ceferino Tamavi le agradaba conversar con el Dr. Meinhard. Pese a su formación salesiana y religiosa, le fascinaba el tono mundano, ateo, ampuloso e irónico del médico alemán; podía observarse que le simpatizaba con demasía, tanto así que se convirtió en antagonista de su antiguo maestro, el bondadoso Padre Bonvecchio. Y como la capacidad intelectual de Ceferino Tamavi era profusa, fácilmente pudo asimilar los conocimientos expresados por Meinhard, pero también, a veces, sostenía desacuerdos con él. Sentábanse en sendas sillas de cuero de ganado, frente a la medicatura, para captar las escasas brisas de la noche húmeda y calurosa. Las bombillas amarillentas y rodeadas de libélulas irrumpían el velo oscuro desde las seis de la tarde hasta las once de la noche. El Dr. Paúl Meinhard encendía su pipa ceremonialmente; y aunque Ceferino sentía ganas de tener una, optó por mantener su costumbre de fumarse un cigarrillo al día, después de cenar. El Dr. Meinhard iniciaba la conversación pautando el tema. En cierta ocasión indagaba acerca de una leyenda que refiere la existencia de una especie de hombre-bestia que habita en las profundidades de la selva. Los pocos datos que había obtenido, lo describían como un ser de estatura pequeña, totalmente cubierto de grueso pelaje, con los pies al revés y poseedor de una fuerza física descomunal. Meinhard planeaba capturar un salvajito, como le dicen los nativos, para estudiar su genética con fines secretos. De Ceferino no pudo obtener mayor información, así que optó por cambiar de tema. —Amigo Ceferino usted no parece ser de esta región. Más bien parece... err... ¡llanero! ¿De qué zona del país es usted? — Caramba doctor, las apariencias engañan, fíjese que yo nací aquí mismito, en Perico, el 9 de diciembre de 1.921. Exactamente tres años más tarde, el ingeniero Santiago Aguerrevere, cumpliendo una disposición del general Gómez para la celebración del primer centenario de la Batalla de Ayacucho, declaró la fundación de Puerto Ayacucho y comenzó la construcción de la carretera y bueno... Yo pienso que ese día murió Atures y todos los demás pueblos del interior; porque Ayacucho se come todo el presupuesto, de aquí no pasa nada para el interior de Territorio. ¡Si señor! 23


“Por cierto, mi papá, que había llegado anteriormente desde el Guárico con Arévalo Cedeño en enero del año 21, se quedó aquí y consiguió trabajo con el ingeniero Aguerrevere en la carretera; él contaba que llegaron a Puerto Bagre otros cien trabajadores en tres vapores de la Compañía de Navegación. —A propósito, mi estimado amigo ¿Qué opinión le merece este gobierno? – dijo Meinhard, para sondear el conocimiento de Ceferino en cuestiones políticas. —Bueno, como dice usted, el que gana siempre tiene la razón, entonces no hay más remedio que apoyar a los que ahora usurpan y se benefician del poder, qué más podemos hacer – opinó tímidamente Ceferino Tamavi y su interlocutor repuso: —De hecho, no hay ni malos, ni buenos gobernantes... — deseando relacionar su recóndita participación pragmática en el holocausto mundial que causó el régimen nazi-fascista, con su proceder actual, aparentemente distinto en éste gobierno de perspectivas firmes en la consolidación de un nuevo orden constitucional: fuerte, nacionalista y progresista; tal como eran las aspiraciones del régimen, contenidas en el Nuevo Ideal Nacional –. Todo depende de las circunstancias que rodeen al régimen – continuó con su particular acento arrastrando la “r” y la “g”—. Si Hitler no hubiese sido intransigente y ambiciosamente expansionista, los aliados habrían continuado sus relaciones con él, incluso utilizándolo como escudo frente a la Unión Soviética. Imagínese que los rusos hubiesen sido liquidados y el eje Berlín-Roma se hubiese integrado al sistema europeo de equilibrio de poder. ¿Eh? En lugar de ser aberrantes criminales de guerra, ahora serían los líderes conductores de la sociedad, a pesar de inculpársele de paso la eliminación de los judíos, que es un tema especial... y muy antiguo, por cierto. —¡Claro doctor! Si ellos hubiesen ganado la guerra, por supuesto que no hubieran sido culpables de nada—intervino Ceferino Tamavi después de matar un zancudo harto de sangre. —Además— prosiguió Meinhard —, todos los gobernantes hacen lo que consideran optimo para sus respectivos países, sinceramente estoy seguro de ello; nadie se va embrollar la vida solo por gusto de poder, hay una razón positiva a favor de la perfección humana que induce a los líderes realizar tales proyectos. Así ocurrió en Alemania, así ocurre aquí y ocurrirá en cualquier país. —¡Cómo no! – exclamó Ceferino Tamavi –. Los líderes toman el poder para llevar a cabo sus ambiciones, es decir, realizar éste o aquel gran proyecto para el engrandecimiento del país; lo que pasa doctor, es que cuando salen malas las cosas, no por culpa del que las hace, sino más bien por la concentración de poderes y privilegios en el grupo gobernante, resulta que entre 24


los avatares del destino vienen los contrarios que están al acecho y ¡zuáz!—. Ceferino hizo un ademán pasándose el dedo índice por el cuello—. ¡Fuera! Un golpe, una revolución, vienen a decir que van a realizar cambios y mejoras, que el gobierno anterior no servía y es culpable de todo lo malo, que fulano y mengano van presos, que esto y aquello... —Es un círculo vicioso—acotó el médico—por eso le digo que no hay buenos ni malos gobernantes, pues todos quieren lo mejor para su país. Sin embargo, existe un adagio...: “Quien se oponga a mis designios, debe ser eliminado”. ¡Zuáz! – imitó a su interlocutor –. Y allí se interrumpe el círculo. —¡Je, je! Caramba doctor ¡Usted sí que sabe! – Dijo Ceferino y agregó —: Bueno, ésa es la verdad, así pasó desde que murió el general Gómez. Gobernó el general López Contreras y le entregó al general Medina Angarita pero hasta allí llegó la transición pacífica. Después se alzaron los jóvenes militares y políticos descontentos y triunfó la revolución de Octubre, entonces resultó que todo lo que creíamos bueno, estaba mal. Posteriormente rompieron relaciones esos revolucionarios y lo que habían hecho juntos resultó parcialmente malo por culpa precisamente del grupo expulsado, es decir, de los adecos: me refiero al golpe contra Gallegos, el año cuarenta y ocho, y así, se van unos y vienen otros, desaparece un grupo y aparece otro, no sé que irá a pasar ahora... —Si se quiere perdurar en el poder, hay que ser inflexible con el enemigo, hay que exterminarlo. Ahora bien, si eso es imposible políticamente, la solución final es la guerra—acotó el Dr. Meinhard, y Ceferino Tamavi asombrado preguntó: —¿La guerra, doctor? —Tal cual como oyó, amigo mío, ¡La guerra! Oh, caramba — Meinhard observó su reloj —, ya es tarde, otro día le contaré por qué la guerra es la solución. —¿Qué hora tiene usted, doctor? —Exactamente las diez y media. —¡Ah carrizo! Ya me voy, tengo que llegar a la pensión antes que apaguen las luces porque no cargo mi linterna— dijo Ceferino Tamavi poniéndose de pié, luego continuó hablando —: pero mire, doctor... si los alemanes hubieran ganado la guerra ¿Cómo estaríamos nosotros aquí, los que no somos de sangre pura ¿aah?... ¿Qué me dice? —¡Oh, caramba amigo! ¡Jah, jah! Sería exactamente igual a la relación entre usted y yo. Mire, ahora el país es una colonia de los yanquis ¡Correcto! —Bueno, no exactamente, pero... 25


—Pero si hubiesen ganado los alemanes, la colonia sería de ellos, o sea, el mundo no se divide por ideologías, sino más bien por los intereses económicos y las relaciones entre el dominante y el dominado. —Ya entiendo, entre la potencia y la colonia – confirmó Ceferino—. Bueno, no estoy muy convencido, pero pronto van apagar las luces, entonces será hasta mañana, que pase buena noche, doctor. —Igualmente, amigo, hasta mañana. Mientras caminaba por una solitaria calle, Ceferino Tamavi cavilaba sobre lo dicho por el Dr. Meinhard y murmuró: “¡Qué va! Ese musiú a mí no me jode. ¡Basié...! Si esos alemanes hubieran ganado la guerra, ¡jm! ahorita estuvieran quemando indios y morenitos como yo. ¡La picia! Los gringos son otra clase de gente, no son iguales ¡Qué va! Él dice eso, sólo para quedar bien...” Desde lejos llegó a sus oídos el son de cuerdas destempladas, acompañando el rumor de voces ahogadas en aguardiente y cansadas de algunos serenateros. Entonces Ceferino farfulló: “Ese debe ser Orlando Bustos y sus amigos.” Orlando era una de los pocos transeúntes nocturnos del pueblo; con su gallarda figura, su melodiosa voz y su guitarra, engalanaba las noches aburridas de las damas con sus serenatas. También decía que se había topado con “La Llorona”, el mito fantasmagórico de los pueblos del llano, ha había traspasado los umbrales de la selva. *** Aún no había despuntado el sol sobre los cerros de laja que rodean al pueblo, pero sí, allende los cerros de Payaraima, tapizados con espesas alfombras tejidas con gigantes árboles de color verde azulado con matices variados, destacándose en el paisaje mañanero las moticas de amarillo brillante del Carnestolendo, las flores moradas del palo de arco y otros tintes en la frondosidad que adornaban la breve época de primavera tropical. Fueron éstos los mismos cerros que divisó emocionado el conquistador Antonio de Berrío desde las colinas que bordean los raudales de Atures, por primera vez en 1.584, por creer que estaba acercándose al codiciado Dorado. Sin embargo, regresó a Bogotá para iniciar desde allí, otra expedición. En enero de 1.587, llega a los raudales de Atures por segunda vez y establece sus bases de operaciones en las islas de Bachaquito, Provincial y Panumana. Explora las riberas del Orinoco entre Atures y el Meta, encontrando la sabana de Provincial propicia para alimentar sus quinientos caballos y reses. Allí, frente a la serranía de Payaraima y Maracá, Berrío construye un asentamiento con 26


unas treinta chozas, pero es atacado continuamente por los indígenas. El paludismo y estos ataques diezman las fuerzas y el ganado del conquistador, postrándolo con fuerte fiebre. En mayo de 1.588, recibe refuerzos enviados por su esposa desde Bogotá, pero la situación crítica se agudiza por las fuertes lluvias y el 17 de agosto del mismo año, abandona Provincial dejando parte del ganado. Dos años más tarde regresa por el río Meta a Carichana con cuarenta faluchos y canoas, al mismo tiempo que su lugarteniente Álvaro Jorge con cuarenta y tres jinetes avanza hacia el Orinoco acarreando ochocientas cabezas de ganado y unos cien caballos. Berrío trata de alcanzar las serranías donde suponía que se encontraba el Dorado, entre los ríos Parhuaza y el Suapure, pero la región se encontraba inundada, motivo por el cual, concentra toda su expedición en El Jobal y se dirige al bajo Cuchivero. Desde allí tratará de buscar un camino hacia el fabuloso Dorado o Manoa. El conquistador no volvería a Provincial, ni a los raudales de Atures. Dedicará el resto de su vida a buscar el Dorado desde el río Caroní hasta el río Caura. Fue gobernador de la Provincia de Guayana y Trinidad... “Sin embargo no pudo llegar hasta donde estaba el oro”, murmuró Ceferino Tamavi al sentir la llegada del camión. Observó su reloj cuando marcaba las cuatro de la madrugada, ya él estaba preparado desde las tres. Cerró y guardó su viejo libro “Historia de Venezuela” de Fray Pedro de Aguado y se dirigió a la Medicatura de Sanidad en compañía de su mujer Zita y el conductor del camión. En el trayecto les comentó que la antiquísima tradición ganadera de la comunidad de Provincial, de acuerdo con lo que había leído, tuvo origen en época de la conquista. *** Entretanto, el Dr. Meinhard hacía intentos para soliviantar sus instintos sexuales, confiando en la elevación de su nivel de testosterona a esas horas de la madrugada. Al contrario, su mujer permanecía inerte como una doncella para el sacrificio. Sus vibraciones sensuales, que pasaban por la fase de mínima energía, y su temple desanimado, sostenían su indisposición a ser, al menos, receptiva. El excitado hombre estaba a punto de lograr su propósito, pues su energía sexual le invadió hasta los extremos. Pero, repentinamente... decayó. “¡Maldición!” gimió descorazonado al escuchar el alborotado claxon y murmuró: “maldito indio... entrometido, venir a entorpecer a esta hora”. —Vamos, ma´mor — le susurró Lucrecia, aliviada y agradecida de la oportuna llegada de Ceferino. De esa manera, ocasionalmente evitó el 27


indeseado concúbito, lo cual, indistintamente atribuyó a la influencia de su amuleto protector –. Ya habrá tiempo después, vamos, ma´mor, que se hace tarde y nos están esperando. Las mujeres habían preparado el bastimento del día; así que después de saborear el café tinto los hombres y guarapo ellas, se embarcaron en el camión, luego pasaron por la panadería de don Antonio Rivas pero no había el pan que le gustaba al Dr. Meinhard, entonces fueron al “Pancito del Pueblo” de don Arturo Siso y “carretera son” dijo Ceferino que anteriormente había comprado pan de doña Leocadia Mendoza. Salieron del pueblo por la carretera polvorienta. El camión estaba cargado con materiales de construcción, comestibles, gasolina y aceites. Adelante viajaban cómodamente el Dr. Meinhard y Lucrecia; detrás, entre la carga, iban Blandina, Ceferino, Zita y un obrero. Habían recorrido la mitad del camino cuando el sol naciente comenzó a despejar el paisaje intermediario entre la llanura, el macizo guayanés y la selva tropical amazónica. Aparecían manchas de saladillos sobre el sabanal, rodeados de grandes moles de granito negro, moteados de arbustos, palmeras y viejos árboles con raíces de piedra. A la vez se alternaban colinas peladas con serpeantes morichales y manchas de vegetación alta que albergaban riachuelos cristalinos. El conductor intervino. —Será de regreso que me pararé para prenderle una vela al ánima de Guayabal. —¿Y quién fue esa persona? – preguntó el incrédulo Meinhard. —Bueno, dicen que fue un obrero llamado Pedro María, mentado “Guaribe” que trabajó en la construcción de esta carretera a cargo del caporal don Melicio Pérez. Sucedió entonces que a finales del año 29, Guaribe se enfermó de beri–beri. —¿Beriberi? – interrumpió Lucrecia interpelando a su esposo. —Si querida, el beri–beri es el resultado de la carencia de vitamina B1 ó tiamina en la dieta. Y bien... ¿Qué sucedió después? —Bueno – continuó el conductor –, el hombre era poco dado a las juntas y a la conversa, y un día desapareció como si nada... pero dos meses después, un cazador encontró un cadáver. Suponiendo que eran los restos de Guaribe, le dieron cristiana sepultura en la vera del camino, precisamente en este sitio llamado Guayabal. Después, la gente comenzó a visitar la tumba para prenderle velas y rezarle solicitando peticiones y ayudas para tantos problemas que uno tiene pues. Bueno, ustedes saben que el que tiene fe, Dios lo ayuda. —No dejan de ser interesantes las abusiones de la gente acá – opinó el Dr. Meinhard. 28


—¿Las qué? – preguntó el chofer. —Bien, quiero decir, las creencias de las personas. —Así es, doctor y en el pueblo hay otra ánima milagrosa: el ánima de la piedra. Contaba mi difunto padre que el ánima es la de un soldado que mataron cuando un grupo de ellos, de la Sagrada, se alzó contra el gobernador, el general Eduardo Carrillo y lo asesinaron, en el año 31. Bueno, hubo un enfrentamiento entre los alzados y soldados leales; los alzados, después de matar y enterrar al gobernador, huyeron por el río. ¡Ah! pero a mí me echaron otro cuento – interrumpió Lucrecia –. Don Antonio Mijares nos contó que doña Olimpia Navas, la que vivía en el Manguito con sus hermanas Petra y Justina, hizo un fogón con unas topias que recogió por allí y resultó que esa noche tuvo una pesadilla en la que aparecía un hombre reclamándole esas piedras. En la mañana siguiente, doña Olimpia asustada por el sueño, devolvió las topias al sitio donde las había conseguido y percibió que correspondían a una tumba. Después ella averiguó con los viejos pobladores de Perico, entre ellos doña Catalina Escala, quien le informó que la persona allí enterrada, respondía en vida al nombre de José Calazán, un obrero dedicado a la caleta, que por comerse un pescado rancio, contrajo una disentería. Como vivía solo, prácticamente se estaba muriendo y en ese estado de postración fue encontrado por el general González, lugarteniente de Funes, que por casualidad se había adentrado entre el piedrero para defecar, este fulano le ofreció medicamento al enfermo, pero luego hizo lo contrario, pues vilmente le asestó dos machetazos que le segaron la vida. —Está bien — admitió el chofer, y continuó — Está bien, puede que sea así. Pero la verdad es que en el año 34, si mal no recuerdo, cuando el pueblo tenía como trescientos habitantes y era gobernador el general Canelón Garmendia, que por cierto era muy arrecho y todo el mundo le tenía miedo, bueno, resulta que un motorista llamado Rafael López, capitán del “Amtraco”, barco propiedad de este gobernador, descubrió el esqueleto del alma en pena. Estaba dentro de una cueva, tapiado con una piedra, cerquita de la casa de doña Bárbara Blanca a quien el ánima trasnochaba con ruidos de platos y cacerolas. En una noche de desvelo, preocupado por no poder arreglar el motor de la lancha, López le ofreció al muerto prenderle velas y colocarle una cruz; resultó entonces que, milagrosamente arregló el motor y así se salvó de la furia del gobernador. Total que una vez conocido este suceso, mucha gente comenzó a rendirle culto al ánima milagrosa. —Muy interesante ¡Yah!... y ¿qué paso con el ánima del gobernador que mataron? ¿Eh?— dijo Meinhard burlonamente. —¡Chico! Tú si eres... — lo increpó Lucrecia. 29


—¡Aah, bueno! Déjenme contarles—, intervino el conductor entusiasmado—. Estos soldados que formaban “La Sagrada” eran hombres de carácter. ¡Machazos, no jile! Parece que el gobernador Carrillo no cumplió con la palabra ofrecida con relación al pago de jornales y se produjo el enfrentamiento como ya les dije hace rato... —Disculpe señor – interrumpió Lucrecia –, pero el señor Mijares nos contó también que la rebelión fue dirigida por la mujer de uno de los alzados, llamada Manuela Gil y que después huyó por el lado colombiano hasta Villavicencio. —¡Ah, cará! Yo no sabía eso, pero sí me contaron que un amotinado llamado Yaguaracuto huyó, revolver en mano y sangrando por una herida en el brazo. Bueno, lo cierto es que después de matar al gobernador y a su guardaespaldas Guanaguanare, llevaron sus cadáveres a un sitio cerca del cuartel, por donde baja la carretera buscando el puerto, y los enterraron a una cuarta del suelo, así que al poco tiempo se sintió el hedor, por supuesto que fue la pista para descubrir el cadáver del gobernador desaparecido. ¡Caracha! Vamos a parar en esa alcantarilla para echar agua al radiador. El conductor dio por terminado su relato y bajó con un recipiente para cargar agua. La suave y recóndita voz de la selva invadía la solitaria carretera, matizada por la variedad sonora del concierto de animales terrestres, aves e insectos, predominando entre todos el canto del coro-coro, el pájaro madrugador. Al calmar su sed, la vieja máquina roncó de nuevo volviendo a interrumpir la paz bochornosa en la penumbra del amanecer, y partieron levantando una polvareda contaminante. Se detuvieron en el próximo caño para reabastecerse de agua y así sucesivamente, se paraban en cuanto caño había, todos de aguas cristalinas, para apaciguar el calor del humeante motor, hasta llegar a Samariapo. Bajaron por la gran laja hasta la orilla del río cuando ya se afirmaban los vigorosos rayos del radiante sol veranero. Allí los recibió amablemente el negro Guaipo, preboste del caserío, siempre jovial, servicial y hábil en los quehaceres de la vida diaria. Como ya había sido informado, les tenía preparado todo lo necesario para realizar el largo viaje. —Mire, doctor, éste es el hombre que usted necesitaba – les presentó al práctico y marinero, de contextura fuerte, cuerpo muy robusto, estatura baja y casi blanca la piel – Macedón Barana – precisó Guaipo. Sin embargo el ye’kuana no hizo ningún esfuerzo para saludar al estilo criollo o extranjero, puesto que no era su costumbre como miembro de la etnia maquiritare enfatizar el saludo, solo se limitó a sonreír a sus futuros jefes. Todos le dieron la bienvenida, inclusive Blandina que ya lo había conocido anteriormente. 30


Macedón Barana, enseguida se dispuso a embarcar los equipajes. Al contrario de Guaipo, era taciturno, triste, poco expresivo pero de porte robusto y altivo, a consecuencia de su ascendencia Caribe, pues de éstos descendía el orgulloso pueblo ye´kuana o maquiritare; la gente del río, eran tan buenos navegantes que el explorador Edgardo González Niño los bautizó como los fenicios del Amazonas. Una vez cargada la pequeña falca, se embarcaron cómodamente las tres mujeres y el Dr. Meinhard; Macedón Barana empujaba la embarcación con una palanca y ésta se desplazaba suavemente sobre las quietas aguas alejándose de la orilla, mientras Ceferino Tamavi preparaba el motor fuera de borda para arrancar. —¡Con ese motor Archímides van a navegar rapidito! – Gritó Guaipo —. ¡De casualidad si no alcanzan a Silverio Level y los otros que fueron a auxiliar al Dr. Cruxent, del grupo de la expedición que se quedó sin combustible! Ceferino Tamavi había hecho seis intentos con la cuerda para arrancar el motor, antes de ponerlo en marcha al séptimo cuerdazo, entonces la falca deslizó suave y rápidamente sobre las calmadas y verdinegras aguas del río Samariapo hacia su desembocadura, luego remontaría el Orinoco, sorteando los chorros. Entretanto el negro Guaipo, su mujer Madama, sus ocho hijos, el chofer y su ayudante permanecieron en la orilla agitando los brazos en señal de despedida y espantando los fastidiosos mosquitos o ambas cosas. Allí estuvieron hasta que la falca se ocultó tras el tupido monte que bordea el río.

CAPITULO IV SAFRISCA

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El viento se deslizaba sobre el río, cabalgaba sobre las piedras y envolvía el zumbido del motor para conducirlo hasta sitios muy lejanos, en el trayecto variaba la intensidad del ronroneo; por momentos se disipaba entre la frondosidad pero volvía alternativamente con su tono peculiar casi imperceptible. Cuando pasaba por oídos de los pobladores de las riberas, algunos avezados como Próculo Marsal lograban identificar las características del motor que emitía dicho sonido. —¡Viene un motor! ¡Viene una lancha! – gritó uno, ocasionando un pequeño revuelo. —¡Ya va! ¡Dejen oír, caracha!— Exigió Próculo Marsal y luego precisó —: Sí es, es un Archímides veinte caballos, debe ser el doctor, vamos pa´l puerto a ver. Ya el sol se disponía a esconderse entre los montes lejanos, cuando recibieron aquella señal, entonces todos los moradores del pequeño poblado de Kanariapo se dirigieron a la orilla del río. Todos, a excepción de tres hombres que impasiblemente permanecían dentro de la casa principal, donde se habían hospedado, la única con habitación provista de tela metálica contra los mosquitos y zancudos. Entre el jolgorio del recibimiento, Próculo Marsal le informó al Dr. Meinhard sobre los forasteros que le esperaban. —Así que los yanquis ya están aquí – expresó con indiferencia el alemán mientras observaba con ojos sibaritas el trasero de una jovencita que se tongoneaba delante de ellos cuando se dirigían a la casa por el empinado barranco que orlaba al río. Tras ellos Lucrecia y Zita se confundían entre los alegres y humildes vecinos repartiendo bendiciones a sus ahijados, casi todos los niños por cierto, con la promesa de darles un regalito en la mañana. Por otro lado, Ceferino Tamavi y Macedón Barana se encargaban de realizar el desembarco del cargamento. El saludo de bienvenida del Dr. Meinhard derritió el hielo que cubría el primer contacto entre los hombres. El más alto de los norteamericanos se presentó adustamente: —Soy el mayor Roy Norton and ellos ser mis socios Jim Brown y Dick Carson. Aquí traer recomendación de señor Balzán and autorización del gobierno para corporación “Amazonian Golden Company”. El alemán tomó los papeles y mientras los leía departieron cordialmente, cómodamente sentados; poco después saboreaban un refresco de limón con panela, servido atentamente por una joven nativa. —¡Oh caramba! Está frío... ¡Excelente! – casi gritó el mayor yanqui con asombro expresado en su cuadrada cara de piel atezada y pelos rubios con corte 32


a cepillo; durante su estadía en la región, solo en Puerto Ayacucho había disfrutado de bebidas frías. El y sus compañeros Jim Brown y Dick Carson, alto, atlético y negro uno y bajo, gordo y capino el otro, habían llegado por primera vez al Amazonas en 1943, apoyando a la comisión que, bajo los auspicios de Nelson Rockefeller realizó un minucioso estudio del lecho de los ríos Orinoco, Casiquiare, Río Negro y Amazonas. —En aquel tiempo — explicó el mayor— we estar en plena guerra, querer sorprender a enemigo, navy, in Atlantic ocean, therefore, “Report on Orinoco – Casiquiare – Negro Waterway- Venezuela – Colombia – Brazil” was done by the coordinator of Inter–American Affairs by Corp of Engineers U.S. Army’s”. Era muy importante. Of curse, now, regresar en paz para ayudar al progreso, okey. —¡Oh, oh! Afortunadamente ahora somos socios, porque antes no lo hubiese permitido por nada del mundo ¡jamás! – ripostó jocosamente el alemán y seguidamente se levantó para despedirse. Todos rieron a carcajadas mientras él abandonaba la habitación. Al día siguiente, Lucrecia no aguantó la curiosidad de preguntarle a su marido acerca de la conversación que sostuvo con ellos y éste le contestó que todo estaba bien, explicándole escuetamente como iban a colaborar con su proyecto, pero que no divulgara nada, para evitar falsas interpretaciones, puesto que el gobierno era muy celoso de su prestigio. Hablar sobre las actividades del gobierno era tabú. —Por cierto – dijo el Dr. Meinhard –, tuve que dormir en la misma habitación con ellos porque no hay más sitio. —Bueno ma´mor –asintió Lucrecia indiferente—, yo tuve que colgar en el cuarto de Felícita y las mujeres. —Bien querida, voy a ver la embarcación que me trajeron los yanquis. —Próculo me contó que es un yate muy bonito –dijo Lucrecia –, con muchos equipos y dos buenos motores, una lancha de aluminio muy veloz, rápida como una voladora pero más grande y que la mandaron a esconder entre el monte que está cerca del puerto con su motorista que vive a bordo, cuidando su lancha. Finalizando el crepúsculo, los norteamericanos reunidos con el alemán, conversaban animadamente, entonces, respetuosamente los interrumpió la muchacha que había servido las bebidas frescas. —Con su permiso doctor... la cena ya está lista. —Muchas gracias Felicitas, enseguida vamos – dijo el Dr. Meinhard mirando fugazmente a la joven. 33


Felícita tenía rostro redondo con prominentes pómulos enmarcado por una cabellera negra y lacia, con mechones cobrizos, destacándose en su pecho las florecientes tetas de pezón turgente propias de la edad púber, era de pequeña estatura y tez oscura; su cuerpo ágil y de proporciones sensuales. Pero lo que hacía resaltar su presencia eran sus ojos: marrones y almendrados en los que se vislumbraba un plácido hechizo de aguas profundas. Ella trató de hacerse notar contoneándose, pero los adustos gringos no le prestaron la menor atención y siguieron a Meinhard al comedor; allí continuaron circunspectamente su conversación toda en inglés, hablaron de participaciones, porcentajes, planes, posibilidad de construir una pista de aterrizaje para sus aviones, mejor un helicóptero propuso uno; hablaron de lanchas, combustible; trato justo y mucho trabajo para la gente. Por supuesto, los demás no entendieron el contenido del diálogo. “Caray, voy a tener que decirle al doctor que me enseñe hablar esa jodía” se le ocurrió decir a Ceferino Tamavi. Mientras tanto Felícita, toda desilusionada, conversaba con su confidente en la cocina. —¡Ay Blandina, esos musiús ni siquiera me miraron, no juegue chica, será que soy muy fea Blandina! ¡Chica, dime pues...! —¡Guá! Mire mija, eso musiús no vinieron pa´esta viendo muchachita safriscas, ¿No ve que son unos señore que le importa na´más su negocios...? Mire mijita, deje la brincadera que usté está en una edad muy delicada y esa coquetería no tá bien pa´una niña decente. Mas bien dedícate aprendé a cociná y cosé, pa´que te sirven todos eso cuentos que tu tienes en la cabeza, déjalo más bien para cuando tengas tú hijos, tú ni siquiera sabe tejé ni bordá. Eso es lo que debe aprendé en lugar de está safrisquiando por ahí delante esos musiú. —Bueno, bueno, no sé – expresó Felícita—, pero a mí lo que me gusta es ser maestra y mi tía me va a llevar a estudiar; pero mi tía Zita me dice que busque para casarme con un criollo porque su abuela, o sea, mi bisabuela que era hija de un coronel llamado Menesio Mirelles y no le faltó nada, vivió bien con un criollo y tenía una tremenda casa en San Fernando. En cambio mi mamá, bueno pues, ya tú sabes...Ahora tú me dices que aprenda a bordar... ¡Ah! Blandina, chica, pero yo no sé qué le pasará al doctor, que no me quita la vista de encima, yo... —¡Sshit! Mija, después me sigue contando,— interrumpió Blandina nerviosamente —, que por allá viene doña Lucrecia. Ahora hay que recoger la mesa rapidito; ya sabe, déjese de safrisquiar y mucho menos con el doctor.

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Cenaron opíparamente, en mesa con mantel, buenos cubiertos y vasos de cristal, circunstancialmente, el ambiente pudo haber simulado a un restaurante de la capital. —Pronto instalaremos el generador eléctrico que acabo de traer – explicó el Dr. Meinhard –, para sustituir los quinqués y lámparas de kerosén. Los hombres degustaron sancocho de paují, gallineta guisada, empanadas y pan aún fresco. Lucrecia, Zita y las otras mujeres, comieron en la cocina. Mientras todos cenaban bajó la luz de los faroles que apenas destellaban en aquel solitario caserío en la inmensa soledad de la selva negra, húmeda y tenebrosa, resonaba a intervalos en todas las direcciones de la selva, el largo y triste canto de las gallinetas. No muy lejos de allí, arriba, en la copa de un gran árbol, en su nido, dos pichones también irrumpían el silencio de la noche con sus chillidos, los picos alzados hacia el infinito sostenido por el débil y desplumado pescuezo desesperados por el hambre que su madre había intentado saciar, cuando los abandonó en pos de alimento. Empero, el destino la atravesó en la mira de la escopeta de Próculo Marsal, el cazador. Mas tarde callaron, forzados por el cansancio, por falta de energía para chillar y también por la angustia que les causaba la soledad, callaron por el pánico que les causaba la presencia de los depredadores nocturnos de la selva; callaron a falta de las alas arrulladoras de su madre. Al fin, callaron para siempre. “Esa angustia y ese pánico, incontrolables, taladran el juicio del hombre cuando se pierde en las montañas, uno pierde el sentido de la realidad y puede volverse loco si se apendejea” había declarado Ceferino Tamavi, un día de esos que amaneció inspirado. De esa manera, también un día se empeñó en un tema novedoso para los habitantes de Kanariapo: “Hay que sembrar y criar para comer, la gente no puede estar todo el tiempo comiendo enlatado y cacería porque tanto el uno como la otra se acabarán pronto; así es; hay que comenzar a sembrar yuca para el casabe y el mañoco, maíz para las arepas y los animales, plátano y topocho para la gente y los animales también. Hay que sembrar frutas para los muchachos; hay que criar gallina, pato, cochino y ganado. Bueno, para no ir muy lejos, los rionegreños ya acabaron con el pescado y la cacería, así que no es raro que un día de estos tengamos que criar peces también ¡Sí señor!” Eso manifestaba por todo el caserío, de casa en casa, y en definitiva, si hubo alguien que captó su prédica, fue el Dr. Meinhard, pues al distribuir las tareas, le dijo: —Amigo Ceferino, usted encargarse de construcción del dispensario que será el inicio del futuro hospital de la selva, también encargarse de construir corrales para animales, gallineros y cochineras. Además usted va a repartir herramientas y cuidarlos para que no las boten por allí. ¿Correcto...? ¡Oh 35


caramba! Como buen llanero, va ordeñar vacas que vamos traer acá. Próculo y yo nos ocuparemos de todo lo demás. —Está bien doctor – asintió Ceferino —, no se preocupe que así se hará, como usted dice. Al amanecer del tercer día de haber llegado, los norteamericanos partieron rumbo a San Fernando, río abajo, donde los esperaba un avión; con ellos se fueron Ceferino Tamavi y Macedón Barana, para regresar con la lancha que había dejado asombrados a los humildes pobladores del caserío por su elegancia, esbeltez y velocidad. Flotaba como un blanco cisne sobre las verdosas aguas y desapareció raudamente entre los bordes de la selva dejando una gran estela que sacudió fuertemente a las endebles curiaras arrimadas en el puerto. Asimismo, rápidamente, regresaron las preocupaciones para agobiar a Lucrecia, pues ella había pasado esos días que permanecieron los yanquis en el sitio, sin la mortificación y angustia que significaba intimar de manera simulada con su marido, por quién cada día sentía menos aprecio, a raíz de que llegara a sus manos el sucio papel de envoltura de cemento con el mensaje de su verdadero amor. La obsesión por ver a su amado la estaba matando, ya no sentía apetito ni ganas de trabajar. Solo soñaba con salir volando de la jaula de Meinhard en que ella misma se había refugiado, para caer en brazos de su querido Gervasio. Eso le confesó a su hermana Zita quien era su paño de lágrimas, también le dijo que estaba contenta porque la pusana que le había echado a su marido, estaba haciéndole efecto, pues hasta el momento no había ocurrido nada entre ellos. Mientras Lucrecia alababa el efecto de la pócima y los alfileres cruzados para disuadir el ímpetu sexual de su esposo hacia ella; él, por su parte, empezó a sentirse atraído volublemente hacia la joven Felícita, desde la primera vez que la vio. No hallaba manera de quitársela de la mente, ni tampoco quería. Los trabajos de construcción avanzaban rápidamente, los veinticinco hombres pertenecientes a las etnias maco, maquiritare y piaroa dirigidos por Ceferino Tamavi habían ya levantado las estructuras de troncos, con horcones, soleras, tirantes, viguetas y cumbreras de un galpón para el dispensario y laboratorio, otro para la escuela y una edificación alejada de las anteriores para alojar a los hombres solteros. Igualmente avanzaba la construcción de una docena de viviendas para las familias. Todos estaban ocupados en sus labores incluyendo a Lucrecia esa mañana, cuando Felícita pasó frente a la casa de ventanas forradas con tela metálica donde el Dr. Meinhard organizaba y planificaba los trabajos. En ese momento estaba ataviado con su bata de laboratorio desabotonada y sin camisa por el 36


excesivo calor. Vio a Felícita que venía del río, recién bañada. Vestía ropa húmeda que traslucía su agraciado y robusto cuerpo, venía cargando en perfecto equilibrio, una gran ponchera colmada de ropa sobre su maltratada y atezada cabellera. Los ojos de Meinhard brillaron de manera inusual. Anteriormente, en varias oportunidades había visto pasar a la muchacha cargando ropas o agua desde el caño; tuvo la intención de llamarla como ahora, pero en aquellas ocasiones, alguien estaba con él ó no se había atrevido. ¿Pero cómo?... ¿No se atreverá ahora a llamar a una dócil y agraciada fámula, el poderoso y vanidoso Paúl Meinhard? —Deja eso allí... –le indicó decidido pero cortésmente, mientras se colocaba el estrectocospio. — Vamos a examinarte detenidamente... quítate el vestido — agregó persuasivamente – y acuéstate aquí ¿yah? —Pero... doctor yo..., yo no... – titubeaba ella mientras obedecía con aprensión—. Doctor... yo no... no me siento nada mal. —No te preocupes cariño – la tranquilizó hablándole suavemente –, por supuesto que no estás nada mal y no voy hacerte daño. Tranquilízate, pero hay que prevenir las enfermedades endémicas ¿sabes...?, sólo te voy a examinar… Y comenzó a tocarla sutilmente con el aparato..., luego con sus dedos..., después, lentamente exploró su cuerpo buscando el calor de su intimidad, mientras ella se estremecía ariscamente. Cuando la sintió mansa, saboreo su piel sin que ella opusiera resistencia; pero tampoco participaba en el juego de caricias que le ofrecía el seductor. Se mantuvo pasiva y gélida hasta que, ineluctablemente su piel comenzó a erizarse. Tenía brazos y piernas bien formadas y robustas; de piel broncínea, áspera y tostada por la acción de la intemperie y los mosquitos; pero el resto de su cuerpo era más claro, de piel tersa y provocativa, sensible y apretada. La inerte y hermosa morena desbocó la pasión del médico. Ella, al sentirse abrigada por la humanidad de su patrón blanco, poderoso y protector, se sintió hechizada por el poder advenedizo a su idiosincrasia. Seducida por el espurio semidiós, comenzó a estremecerse y a gemir, implorándole que no continuara atormentándola de placer, mientras él, irrumpía el resquicio resbaladizo del cálido cuerpo de la muchacha. Después, agitada, sudorosa, emitiendo voces características de suprema excitación y presintiendo alcanzar la cumbre de sus emociones, suspiró y clamó tan fuerte que el hombre se vio obligado a cubrirle la boca; no obstante la oyó susurrar: ¡No!...¡noo!... —Pero cariño — musitó él — a estas alturas ¿vas a decir no? Entonces observó que los ojos marrones de la muchacha se tornaban rucios y desaparecía de ellos momentáneamente el plácido hechizo de aguas profundas. 37


—Noo... no... doctor... ¡No me deje nunca, doctor! – murmujeó ella finalmente. Después de haberlos espiado, Blandina se encaminó hacia la cocina sonriente y satisfecha de ver que su plan se había desarrollado a su completa satisfacción. Probó la sopa que hervía en una gran olla, sorbiendo del cucharón —¡Uhm! Esto sí que está bueno— murmuró —. Ahora sólo me toca esperá que Macedón se vaya mansito a pedirle perdón a mi hija. Porque lo que es Felícita, no va a querer más nada con él. Eso le pasa por despreciar a mi hija. Macedón Barana, regresó acompañando a Ceferino Tamavi en el yate blanco y veloz. Le traía de regalo a Felícita, su flamante enamorada, un corte de tela para que se hiciera un camisón. Pero no llegó a entregárselo porque Blandina se adelantó a comunicarle las relaciones de Felícita con el Dr. Meinhard. Sin embargo, en consideración al cariño que sentía por la jovencita, mintió para que Macedón no se violentara con ella, acusando al médico de haberla violado, sin que la indefensa muchacha pudiese hacer algo por evitarlo. El mismo día que llegó Macedón, Felícita le reveló a Blandina sus inquietudes. Se habían reunido en la noche, antes de acostarse, bajo la luz emanada por el generador eléctrico recién instalado. Muy angustiada le contó que Macedón estaba muy indiferente con ella, que tenía miedo porque lo veía muy molesto con el Dr. Meinhard y hasta oyó amenazarlo. —No juegue chica — prosiguió —, pero es mejor así, que se decepcione de mí porque yo no lo quiero a él. —Bueno muchacha’el carrizo, pero cuéntame bien que es lo que te pasa ¿Entonces ya tú no lo quieres más? —¡Claro que no...! ¡Ay! ¡Chica, Blandina...! Yo no sé que hacer, mira, te voy a contar un secreto de verdad, no se lo vayas a decir a nadie por que si no... ¡Mi tía Lucrecia es capaz de matarme, nojose...! Primero dame un poquito de tu yucuta. —Pero ¿qué es chica? cuéntame de una vez. Dame acá, no te la tomes toda – exclamó Blandina con impaciencia y le quitó la totuma. —¡Psst! – Felícita se acercó a Blandina haciéndole una señal con el dedo índice sobre los labios y luego le susurro al oído una retahíla de frases. —¡No puede sé! – exclamó Blandina disimulando desconocer lo ocurrido. —¡Shiit! Chica deja el escándalo y dime más bien que hago ahora. —¡Guá! Qué voy a sabé yo. Y lo primero que te dije fue que no le coqueteara al doctor, eso te pasa por andá safrisquiando, seguro que te le metiste al doctor por los ojos, muy fresca. —No hombre, mana, es que tú no entiendes, no ves que fue él quien me buscó a mí. Mira, él es diferente. Después de estar con él me siento... ¡Ahah! 38


Como una reina – se estremeció como si estuviese bailando con frío y luego continuó –: Macedón nunca me había hecho lo que él me hace... no sé cómo decírtelo, será que él me ha llenado con algo de su gran poder... y no es solo eso chica. —¿Pero qué más te hizo? ... dime pué, ¿qué más te hace él? – Intimó Blandina y otra vez Felícita se le acercó al oído y le susurró frases inescrutables. —¡Santa Bárbara bendita! – exclamó Blandina fingiendo asombro – ¡Barajo! tu ya no tienes remedio chica, tú ya te fuiste por mal camino, pero mira... tú ere mi amiga y yo te voy ayudá pa’que nadie sepa nada, quédate tranquila y no te preocupe más... pero eso sí, deja la guachafita y deja de estar hablando esa indecencia, muchacha sinvergüenza... anda pué, ahora anda a dormí ya... Más tarde, bajo la noche clara de luna llena, la hija de Blandina contenta y sintiéndose libre de la rivalidad de Felícita, salió hacia el río a encontrase con Macedón Barana. Lucrecia continuaba alojada en el dormitorio de las mujeres, el Dr. Meinhard en cambio, ignorando tal situación anómala entre parejas, siguió en la casa protegida con tela metálica. Inclusive, al irse los visitantes norteamericanos, deliberadamente, hizo instalar en la habitación varios muebles y equipos, ocupándola totalmente bajo la excusa de poder trabajar cómodamente. Tal vez así, los esposos Meinhard sentían alivio en la zozobra de sus corazones y aparentaban – por su particular interés – una relación amable y cariñosa. Lucrecia sentía beneplácito por la apatía sexual de su esposo, sin embargo no toleraba que él asumiera un cambio de actitud, cada día era menos afectiva. A menudo quedaba atrapada por la incertidumbre que le ocasionaba aquella conducta de su marido. Para tranquilizarse, le comentó a Zita su preocupación. Zita opinó que no la entendía: —¡Guá! Porque ahora te mortifica que él tampoco quiera nada contigo, si antes tú no querías nada con él... ¿Y entonces, mija? Tienes que hacer algo. —Bueno—dijo Lucrecia— lo mejor es lo que sucede, será que se cansó de tanto desprecio de mi parte. —Luego de una pausa anunció con mucha alegría —Chica, parece que nos vamos pronto para Ayacucho. Yo tengo la esperanza de allá puedo tener alguna noticia de Gervasio. Cuando Ceferino termine el trabajo que está haciendo nos vamos con él en la lancha rápida. Bueno, vamos Paúl y yo para traer un equipo de laboratorio y medicinas. —¿Ah, sí?... ¿Y cómo vas hacer con él? – dijo Zita incisivamente, al tener pleno conocimiento de las intimidades del matrimonio de su hermana. 39


—¡Chica! Tú si eres así... Bueno, eso ya no me preocupa, ya tú sabes... la pusana de Blandina... —Sí, pero yo no creo que eso sea efectivo cuando ustedes estén solitos allá. ¿Pa’donde vas a correr? —¡Cónchale! No sé, mana, no sé, pero hasta ahora me ha servido, mira, hasta ahora nada, ¡Naiboa! —¡Jm! Claro, ¡pero chica! — indicó Zita — ¡Tu no ves que eso es lo le falta a tu marido pa’que ande contento! ¡No juegue! Bueno, tu y tus pusanas, yo más bien quiero una que tenga efecto contrario. Bromearon, riéndose con picardía y complicidad mientras se alejaban entre sí. *** El Dr. Paúl Meinhard acostumbraba a brindar en cualquier oportunidad, incluso con agua o jugos si no había licor. Como los trabajos de construcción del campamento y el dispensario marchaban sobre ruedas, sentíase muy contento y brindó por eso. —¡Salud! — Levantó el vaso de cristal al comenzar el almuerzo, a su lado izquierdo lo acompañaba Ceferino Tamavi, al derecho, Próculo Marsal y al frente tenía a su esposa –. Brindemos por la pronta culminación de la barraca para los dormitorios; mañana saldrán a cortar palma parra techar – hizo una pausa e involuntariamente concentró la mirada en el vaso que aún mantenía levantado — ¿Qué es esto?... ¡Main Got! – exclamó, derramando buena porción de limonada sobre la mesa y metió sus dedos buscando el fondo del vaso, luego giró su pulgar derecho entre el índice y el medio, al palpar el objeto que le intrigó, su rostro se congeló con expresión estupefacta y su garganta emitió un gemido ahogado que pretendía ser un grito de alarma: ¡Vidrio molido! —¡Dios mío! ¿Qué es esto? ¡Virgen santísima! No es posible—exclamó Lucrecia levantándose abruptamente de la mesa; Ceferino y Próculo la imitaron exclamando al unísono: ¿Quién pudo ser? Macedón Barana, que estuvo espiando por una rendija de las tablas que cerraban el comedor, en ese momento ya estaba en el puerto embarcándose en su pequeña curiara. Rápidamente salieron los hombres del Dr. Meinhard a investigar y al poco tiempo se percataron de la ausencia de Macedón y su curiara, cuando él ya se encontraba a varios kilómetros río abajo de Kanariapo, adentrado en un caño meandrinoso inaccesible al blanco y veloz yate que tripulaban sus perseguidores. 40


Blandina y su hija lloraron inconsolablemente, lamentando la huída de Macedón. Al día siguiente, después de preparar el almuerzo, la curiosa se internó en el monte, llevando consigo unas velas y una fotografía del Dr. Meinhard que le había robado a Lucrecia. Su propósito era vengar el infortunio amoroso de su desdeñada hija. Lo haría por intersección de las fuerzas ocultas que ella invocaría. Los comentarios no faltaban ese día: —Caracha ¿Por qué se habrá picureado ese hombre? Si era de confianza del doctor y protegido de don Ceferino –. Preguntó uno de los peones con aire preocupado y otro ripostó: —¡Guá! De vaina si no fue por culpa de Felícita, la carajita safrisca esa... —¡Claro que sí! Esa bicha es la culpable de todo, – dijo con voz torva la enjuta y corcovada hija de Blandina, quien fue menospreciada por Macedón, manifestando el profundo odio proveniente de su minado corazón.

CAPITULO V YO SOY EL GOBERNADOR El Dr. Meinhard encargó a Ceferino Tamavi como práctico de la lancha rápida; aunque no era un hábil conocedor del río como el ye´kuana Macedón Barana, Ceferino tuvo que aceptar el reto, porque nadie más en el caserío era capaz de hacer ese trabajo, Próculo procediendo inusitadamente, con franqueza se ofreció entonces para sustituir a Ceferino como capataz de los obreros que continuaban laborando en la construcción del campamento. Cuando llegó el día acordado para el viaje, partieron muy temprano, movilizándose entre el crepúsculo del alba. El Dr. Meinhard y su esposa cómodamente instalados, disfrutaban de la velocidad del yate, mientras 41


Ceferino al frente del timón se mantenía alerta, atento de esquivar preventivamente las afloraciones pétreas sobre las aguas que se cruzaban raudamente para luego ser arrolladas por la vorágine propulsora y desaparecer entre la estela. Le pareció que nunca en su vida había andado a tanta velocidad. La brisa fresca y el ronronear de los motores, adormecieron a los dos pasajeros. Lucrecia estaba trasnochada por la emoción del inminente viaje a un lugar donde había mayores probabilidades de tener noticias de su lejano amado. Por su lado, el Dr. Meinhard se durmió con una sonrisa congelada en sus labios, deleitándose en el recuerdo de la apasionada despedida que invariablemente Felícita culminó con su acostumbrado gimoteo: “Noo, no, doctor, no me deje... ¡No me deje nunca...! Así, una vez más vivificó y revalidó su vigor sexual con la fogosa morena, que enigmáticamente para él, no se manifestaba frente a Lucrecia. Al arrimar a Samariapo, fueron atendidos por el negro Guaipo y su mujer Madama, en cuya casa pasaron la noche. Al día siguiente, muy temprano, llegó al puerto el camión Ford de los Maniglia, que Ceferino había solicitado la tarde anterior desde San Fernando de Atabapo, mediante un radiograma. Ángel Guaipo comentó a sus huéspedes que hacía tiempo, por allá en el año cuarenta y dos, durante el primer gobierno de Francisco de Paula Medina, se habían caído los postes de la línea telefónica, por lo cual, a veces tenía que recorrer el trayecto de 65 kilómetros hasta Puerto Ayacucho a pié, para buscar un transporte. “Si señor, caminando, bueno pues ¡Había que llevar un par de alpargatas de repuesto! Y lo peor es que no hay un alma por toda esa carretera, ni siquiera un indio se ve por allí” Después de recorrer la angosta carretera engranzonada, llegaron a Puerto Ayacucho y se dirigieron directamente a la medicatura. Allí, Lucrecia observó el almanaque de Rojas del año 1951, donde alguien resaltó el día 27 de Noviembre con un círculo rojo. —¿Por qué remarcaron el veintisiete? – preguntó al enfermero. —Bueno, lo que pasa es que ese almanaque es viejo, del año pasado, ese día descubrieron donde nace el Orinoco... —¡Ah, sí hombre! – interrumpió Lucrecia—Es que estoy un poco mareada por el viaje. Mintió a sabiendas de que el mareo era consecuencia de su embarazo. —Caramba, señora, espere un momento... mire, aquí tiene una yucuta con agua bien fría, tome pa´que se le pase el mareo... Bueno, le decía que ese día, la expedición del mayor Franz Rísquez Iribarren llegó al sitio donde nace el Orinoco 42


—¡Así es, mis estimados amigos!—intervino el Dr. Juan Baumgartner, jefe de la Medicatura Rural, que llegó de improvisto – ¿Cómo están ustedes? Efectivamente, por primera vez se ha llegado a las fuentes del Orinoco. El mayor Rísquez lo hizo en compañía de los doctores José M. Cruxent, Luis Carbonel, Pablo J. Anduze, el capitán Félix Cardona y los científicos franceses. ¡Miren! Por aquí tengo anotado los datos exactos..., – comenzó a hojear las páginas de su libreta y luego añadió — ¡Aquí está...! El cerro donde nace lo bautizaron con el nombre de Carlos Delgado Chalbaud, a una altura de 1.100 metros, los puntos de coordenadas son 63 grados, 15 minutos longitud Oeste y 2 grados, 18 minutos latitud Norte. —Muy bien – interrumpió el Dr. Meinhard — ¡Herrlich! ¿Y cómo obtuvo esos datos? colega. —¡Ah! Los escuché en la radio... cuando el mayor Rísquez se lo informó a su esposa Oly, ellos se comunicaban constantemente por radio. *** Una tarde los esposos Meinhard se dirigían a entrevistarse con el gobernador del Territorio. Caminaban tranquilamente cuando, de repente, los sorprendió el ruido de un vehículo que se acercaba a ellos a toda velocidad, frenó precipitadamente enclavándose justamente al lado de la pareja y levantó una polvareda que los dejó invidentes por un momento. Al disiparse el polvo, aclaró la figura del conductor, un hombretón, blanco, gordo y fuerte, medio vestido con pantalones cortos y franelilla que dejaba al descubierto su velludo pecho. Con voz ronca y tosca les dijo altivamente: —Suban, suban, vamos al despacho. Pero estaban confusos, sobremanera Lucrecia, debido a la vestimenta del conductor, entonces éste, notando que titubeaban agregó: —¿Qué esperan? En este pueblo hace mucho calor y hay que andar vestido así ¿No iban a hablar conmigo? ¡Caramba! ¿Ya no me recuerdan...? ¡Yo soy el gobernador! Durante el trayecto no le prestó atención al Dr. Meinhard sino a Lucrecia, esmerándose por suavizar su comportamiento tosco. Al llegar a la casa de gobierno, saltó del jeep ágilmente para ayudarla a bajarse, adelantándose al Dr. Meinhard. El gobernador entró a una habitación contigua al despacho, que era muy sencillo: un escritorio de madera pulida, al lado una bandera nacional en su asta, en la pared posterior los retratos del presidente y del Libertador. Esperaron 43


hasta que regresó luciendo ahora su impecable uniforme kaki de teniente coronel. —Ya extrañaba su ausencia, mi bella señora— dijo antes de sentarse — pero ahora me doy cuenta de que le favoreció el clima de la selva porque usted está mucho más linda cada día y... —Gracias, muchas gracias gobernador —interrumpió Lucrecia. A Meinhard ya le estaba molestando que el gobernador lo tratara con descortesía; así que no se amilanó para plantear sin mucho preámbulo, el motivo de la entrevista y presentó su informe muy escuetamente. Por su parte, el mandatario, dejó el donaire y circunspectamente le atendió y expuso de la misma manera las instrucciones del gobierno. Sin embargo, al terminar volvió a enseñorearse de la dama, quién sin proponérselo, obviamente lo había embelesado. —Bueno, amigo Meinhard —dijo finalmente— pasado mañana usted puede viajar a la capital en nuestro avión pero lamentablemente hay solo un cupo, usted entenderá que su presencia allá es imprescindible. Su señora quedará muy bien cuidada, se lo aseguro yo, por lo pronto, les pido que acepten una invitación para cenar conmigo en el hotel ¿No hay inconveniente, verdad? Después de la cena, el Dr. Meinhard y su esposa regresaron a la medicatura; él estaba irritado por las impertinencias del gobernador y sus intentos de galantear a su mujer. Para sosegarlo, el Dr. Baumgartner lo convidó para ir de cacería el día siguiente. —Mañana saldremos muy temprano para el río Tomo con Julio Castillo a cazar venados, mira, tengo para ti este Winchester que me regaló don Néstor, el amigo mío que vive en el Ventuari y prepara el aceite de seje, bueno para curar el asma. – Dijo Baumgartner quien era aficionado a la cacería, si bien estaba más interesado en capturar algunos paujíes, con el propósito de extraerles del buche, algún diamante que el pájaro se hubiese tragado atraído por la brillantez. Insistió porfiadamente, sin sospechar que eso aumentaría la suspicacia de Meinhard, éste finalmente tomó el arma y la observo manifestando: —Calibre 44 cwf, modelo 1876, magnifica arma, perro me gusta ese otro rifle con mirra telescópica. —Como tú prefieras – asintió Baumgartner. —¡Oh, caramba! Colega, lamento decir que no podré acompañarte mañana, debo preparar viaje a Caracas. En realidad, además de este motivo, tenía otro para rechazar la invitación que le hacía su colega, y era la incertidumbre que le había ocasionado lo dicho por el baquiano Julio Castillo en una conversación que mantuvieron anteriormente: “El gobernador mandó a Rafucho para el Meta, pa´quedarse con 44


su mujé, que es muy bonita. Imagínese, por allá cualquier accidente le puede ocurrir...” Y le contó otras anécdotas acerca del gobernante que lo reseñaban como un sibarita, mujeriego y seductor de mujeres casadas. Eso dejó al Dr. Meinhard meditabundo y enfrascado en la duda: “Esa invitación a cacería y este viaje... ¿No será parte de la misma estratagema para alejarme de Lucrecia?... No, no creer eso, de cualquier manera, tomé precauciones, estarán protegiéndola y vigilando” murmuró mientras observaba desde la ventanilla del avión, al fundo “La Realidad” del catire Jesús María Cardozo, quién abasteció de carne y víveres a los constructores de la carretera, arreando puntas de ganado desde los llanos; también proveía aguardiente disimuladamente en latas de Kerosén, porque había ley seca. Después fue nombrado jefe civil del departamento Atures y ahora era un próspero comerciante y hacendado de la región. Más allá vio el final de la trocha que daba acceso al hato del gobierno en Agua Linda. En el periplo desde Puerto Ayacucho – Puerto Páez - San Fernando – Calabozo—Valencia, hasta Maiquetía, de casi tres horas de vuelo, su pensamiento revoloteaba sobre el mismo tema. Palabras rumiadas entre las nubes: el gobernador... Rafucho... el Meta... pa’quedarse con su mujer...muy bonita... ¡Lustdirne...! protegiéndola y vigilándola... ¡Main Got...! vigilándola..., cualquier accidente puede suceder... ¡halt...! Tediosas horas en el aire, entre las nubes susurrando frases de remordimientos y reminiscencias del pasado que se confundían con el zumbido de los motores. Además las sacudidas del DC-3 le causaron nauseas, viéndose obligado a utilizar una bolsa de papel disponible en el espaldar del asiento para casos de vómitos. Su pesadumbre se desvaneció al encontrarse con su sobrino en el aeropuerto. —¡Tío Paúl...! ¡Cómo estás...! ¡Caray, te ves un poco agotado!—saludó efusivamente Froilán Balzán reparando en su tío político el reflejo de la aflicción. Estaba acompañado de una hermosa mujer morena de ojos verdes —. Ven, te presento a mi novia... Felisa. Ese nombre le hizo recordar a Felícita. La había relegado por causa de su orgullo herido por los celos, sin embargo con ese recuerdo volvió a él, la euforia del ser enamorado y recobró su espíritu de hombres presumido y vanidoso. Después de los afectuosos saludos subieron en el auto de Froilán Balzán por la estrecha y sinuosa carretera hasta Caracas. En la radio escucharon una noticia relacionada con la designación de Monseñor Segundo García como prefecto apostólico del Alto Orinoco en reemplazo de Monseñor Cosme Alterio, quien había renunciado. —Bueno tío — dijo Froilán –, después que descanses un poco, te daré los detalles de los contactos que hice, por ahora te adelanto que ya terminé el curso 45


de piloto comercial y de helicóptero, falta afinar algunos puntos con el mayor Norton y podrás firmar los documentos, pasado mañana. Caramba, esos gringos se la saben todas... sabes, estaban muy contentos por las atenciones que les diste en Amazonas. Froilán Balzán era un joven con aspecto de hombre maduro, debido a su rostro de facciones angulosas y la escasez de cabellos, tenía nariz grande y aguileña, ojos saltones de mirada aguda y boca de labios imperceptibles. Encendió las luces del vehículo cuando caían las sombras sobre el valle de Caracas. Al oscurecer, comenzó a dibujarse un paisaje multicolor con los puntos iluminados en las calles, en las ventanas de las viviendas y edificios, y sobre manera, las luces animadas de neón de las vallas comerciales. Al mismo tiempo el aire frío del Ávila penetraba por las ventanillas haciendo tiritar a Meinhard, mientras Felisa se acurrucaba en el brazo de su novio. *** Lucrecia Dupueni se estremeció cuando oyó el cornetazo característico del Cadilac del gobernador, quién había venido a buscarla para ir a la fiesta ofrecida por él. Ya había sido advertida por Ceferino acerca el riesgo de caer en brazos del intemperante mandatario. — No se preocupe, cuñao – dijo confiadamente —, que yo sé como defenderme de eso..., si es que tengo que defenderme. ¿Verdad? —¡No, sí así es! Hay que ver esta mujer si tiene riñones, yo, siendo tu marido, no te dejara salir así. ¡Basirruque! —opinó Ceferino visiblemente preocupado. Sin embargo, ella estaba persuadida de que no podía despreciar la oportunidad de averiguar alguna noticia sobre Gervasio entre las altas esferas del gobierno local. Lucía elegante con un vestido largo, que disimulaba su incipiente embarazo e impresionó placenteramente a su galanteador. El ambiente del salón del Gran Hotel Amazonas estaba amenizado por música de vitrola. Los pocos asistentes se pusieron de pié para recibir a la elegante pareja y casi todos se acercaron a saludar al gobernador. Abajo, en la piscina, algunos huéspedes refrescaban sus cuerpos, en tanto que Lucrecia, después de cada baile, mitigaba el calor agitando el abanico, de esta manera también disimulaba su nerviosismo mientras escuchaba los piropos de su pareja. Solo cuando el gobernador charlaba o bailaba con alguna de las invitadas, ella se relajaba escuchando música vallenata. Habían consumido dos botellas de vino francés, cuando se 46


acercó un hombre malcarado y bien vestido, el mismo que la había atendido en el aeropuerto hacía un año. —Disculpe que le interrumpa mi comandante – dijo con leve inclinación. —Mire, tiene que ser una vaina muy importante para que me interrumpa a esta hora y en este sitio —. Se levantó de mala gana retirándose de la mesa hacia el ventanal que daba hacia la piscina. —Perdone gobernador – insistió el malcarado –, pero era mi obligación comunicarle la novedad. —¡Bote pa´fuera pues! —Mi comandante, llegó este radiograma y también avisaron por radio que se comunicara urgentemente con mi coronel Llovera Páez. —A ver. —Leyó en voz alta: “Para el gobernador del Estado. Circular. Fecha: 4-6-52” “Estímole no separarse del cargo hasta entregar gobernación en ceremonia solemne y previo recorrido y presentación del nuevo gobernador a las personas importantes de esa jurisdicción, especialmente aquellas que colaboran, Agrupación Independiente Electoral Dios y Federación. L. F. Llovera Páez”. —Bueno... ¿Qué hora es? — dijo, mientras levantaba el brazo para mirar su reloj — ¡Jm! Ya es tarde, vamos a la oficina, entonces... —¡Ah, mi comandante! —añadió el mensajero un poco nervioso mientras se dirigían a la mesa— también le informo que escuché en la radio que los campos de Guasina y Socupana van a ser clausurados, y que todos los detenidos allá, van a ser trasladados a la cárcel de Ciudad Bolívar... Lucrecia, al escuchar vagamente al hombre malcarado, no pudo contener su emoción y se levantó para dirigirse al sanitario. —¡Bien...! ¿Eso es todo? —inquirió el gobernador, impaciente, mirando de reojo a la dama que abandonaba la mesa—. Ahora hay que esperar a la señora para que la lleves a su casa. Dos días después, el gobernador invitó de nuevo a Lucrecia, esta vez, a visitar el comedor escolar del pueblo. Allí, los niños con ropas humildes y limpias, comían con urbanidad y buenos modales. No obstante, el gobernador comentó: “¡Carajo! Le caen a la comida como cochino a la mierda.” La abnegada y delicada higienista Beatriz Parada, anfitriona que conducía al ilustre visitante y sus invitados, ignoró el dicharacho, sin embargo, uno de sus alumnos reaccionó y dejó de comer visiblemente molesto. El mandatario se dirigió a él y dijo: “Y a ti como que no te gusta la comida, ¿aah...? ¿Cómo te llamas?” El 47


niño levantó la mirada y altivamente respondió: “Yo... me llamo Carlos Coronel ¿Por qué?” *** De regreso a Puerto Ayacucho, el Dr. Meinhard realizó el mismo periplo de ida, pero esta vez en compañía de su sobrino Froilán. El largo viaje fue entretenido y animado. —¡Ah! Tuve tiempo de ir al Ministerio de Sanidad, para hacerle un favor al colega Baumgartner y allá me encontré con viejos amigos — comentó el Dr. Meinhard y su sobrino repuso: —Excelente, también yo hice todos los contactos necesarios para evitar problemas con las autoridades locales y hacer nuestro trabajo sin obstáculos. Ya sabes que me reuní con el mayor Norton y sus socios, para afinar los detalles de la negociación con la compañía. Bueno tío, si todo sale bien, de regreso estableceremos el negocio de importación y me casaré con Felisa. —¡Gut! Estupendo, celebraremos a lo grande tu matrimonio... A propósito, mi estimado Froilán, debo advertirte que la soledad de aquellos lugares, entre otras cosas, puede ser motivo de que uno se comprometa sentimentalmente con las nativas... —¡Pero tío! — interrumpió Froilán —, no me digas que te has vuelto sentimental. —No, no, escucha Fritz... err... Froilán, lo que trato de decirte en realidad es solo una opinión particular acerca de la actitud que tendrás que asumir con respecto a las mujeres nativas, ya que a tu edad es natural que trates de involucrarte con alguna. Una serie de sacudones interrumpió momentáneamente el dialogo, luego Froilán prosiguió: —Caray, tío, no te entiendo. Sabes muy bien que no dejaría a Felisa por nada ni por nadie. —Me explico: cuando estés allá, verás que las mujeres lugareñas, no tienen la elegancia, la delicadeza ni la belleza de la mujer citadina; ya que están adaptadas a la naturaleza que las alberga, pues son enigmáticas, encantadoras y apacibles, pero también rústicas e incultas; ellas son semejantes a la selva. Si las ves desde nuestro ángulo y fuera de su ambiente natural, esas mujeres no resultan atractivas, no llaman la atención en lo absoluto. Pero allá, en la selva, en su medio ambiente, allá si se ven hermosas. En fin, en aquel entorno ellas son partícipes del decorado exuberante del paisaje y esos detalles forman parte de una misteriosa seducción que te puede cautivar. 48


—¡Oh, oh!—intervino Froilán jocosamente —, ya entiendo Tío, pero creo que te has vuelto a enamorar. —No, no, nada de eso, solo te hago estas observaciones, para que estés prevenido... —Pero dime una cosa. ¿Eso lo dices por tu esposa?... ¿O por otra chica? Porque ella es muy bonita y también es de esa tierra. —Nada que ver, pero he oído de personas que han sido afectados por estos hechizos de la selva, que sus instintos primitivos rebasaron su cultura y se han dejado cautivar por los encantos naturales de las indias, tal como te dije antes. Bien, amiguito, recuerda esto, si no, probablemente vas a tener problemas. “Su atención por favor señores pasajeros,” – anunció la voz metalizada de la aeromoza— “pronto aterrizaremos en Puerto Ayacucho, favor asegurarse el cinturón y acatar el aviso de no fumar... Gracias”. *** Más tarde, los recién llegados almorzaron con Lucrecia, el Dr. Baumgartner y Ceferino Tamavi, en el corredor de la medicatura, después conversaron animadamente en el patio que estaba sombreado por grandes árboles de mango: —Toma, querida—dijo el Dr. Meinhard, mientras hacía entrega de un sobre—esto lo envía tu amiga que trabaja en el Ministerio. —Gracias ma’mor —repuso Lucrecia—, por cierto ¿ya sabes lo del cambio de gobernador? —Ya, ya, —contestó Meinhard—no pensé que sería tan rápido ese cambio, en efecto, me enterré en Caracas que el nuevo gobernador es el doctor Antonio Justo Silva; también me informaron que el señor Octavio Maniglia es el nuevo presidente del Concejo Municipal en reemplazo del señor Luis Cardier. — ¡Ah caray! Pero si allá saben más de lo que ocurre aquí, que nosotros – opinó Ceferino. —No tanto amigo, no tanto—repuso el Dr. Meinhard y en alusión directa preguntó — Y... a ustedes, ¿Cómo les fue con el comandante Rincón? — Bien, ma’mor — intervino Lucrecia—aunque yo creo que por sus ocupaciones no tuvo tiempo de atendernos mejor, figúrate que me invitó a una fiesta en el Hotel Amazonas, pero al rato, temprano lo fueron a buscar para atender una llamada de Caracas. —Así es—ratificó Ceferino—y después, otro día, fuimos a visitar el comedor escolar, aquí no hubo más novedad con el gobernador. 49


— ¡Excelente meissur!—exclamó impaciente el Dr. Baumgartner—ahora si podemos ir de cacería al Tomo, ¿No te parece Paúl? — ¡Yah! Por supuesto — afirmó eufórico.— Entonces— dijo el Dr. Baumgartner entusiasmado, — avisaré a Julio Castillo para salir en la madrugada; prepárate Froilán para que disfrutes de buena caza ¿Vas con nosotros? ¿Eh? — ¡Oh...no! Lo siento mucho doctor. Le agradezco la invitación pero prefiero quedarme, antes debo adaptarme al ambiente—argumentó Froilán Balzán fijando sus ojos saltones en Lucrecia. —Bueno, con permiso — dijo ella evitando la mirada de lechuza y se dirigió a su esposo—, voy a ver la correspondencia que me trajiste, ma’mor. El sobre contenía una pequeña misiva de su amiga y el facsímil de un documento suscrito por mujeres, denunciando los atropellos y la condena que sufrían sus familiares confinados en Guasina: “Caracas: 7 de Junio de 1952. Señor Dr. Antonio Requena, Presidente de la Federación Médica Venezolana; Sr. Dr.Julio Calcaño, Presidente del Colegio Médico del Distrito Federal; Sr. Dr. Joel Valencia Parpacén, Presidente de la Cruz Roja Venezolana; Sr. Dr. Carlos Felipe Picón, Presidente del Colegio de Farmacéuticos del Distrito Federal; Sr. Dr. Carlos Luis González, Director de Salubridad del M.S.A.S.; Excmo. Mons. Lucas Guillermo Castillo, Arzobispo de Caracas; Excmo. Mons. Dr. Jesús María Pellín, Director del diario “La Religión”; Sr. Dr. Luis Teófilo Núñez, Director del diario “El Universal”; Sr. Ramón David León, Director del diario “La Esfera”; Sr. Pedro Sotillo, Director del diario “EL Heraldo”; Sr. Miguel Ángel Capriles, Presidente de la C.A. ”Ultimas Noticias”; Sr.Dr. Carlos Irazábal, Director del semanario “El Morrocoy Azul”; Sr. Antonio Arráiz, Director del diario “El Nacional”; Sr. Arístides Parra, Director de la Radiodifusora Nacional; Sr. Pedro Sosa Bello, Director de la Radiodifusora de Venezuela; Sr. Amable Espina, Director de Radio Caracas; Sr. Juan Francisco Rodríguez, director de Radio Continente; Sr. Félix Cardona, Director de Ondas Populares; Sr. Manuel A. Torrealba, Director de Radio Libertador; Sr. Felipe García, Director de Radio Tropical; Sr. Gonzalo Veloz Mancera, Director de la Voz de la Patria; Sra. Rosario de Suárez Flamerich, Presidenta Honoraria de la Sociedad de Damas Bolivarianas; Presidenta de la Asociación Cultural Femenina; Sra. Rebeca de Risques, Presidenta de la Asociación 50


Venezolana de Mujeres; Sr. Víctor Saume, Director de Radio RumbosCiudad.Quienes suscribimos, mujeres venezolanas, angustiosamente alarmadas ante las amenazas que se ciernen sobre la salud de familiares nuestros, padres, hijos, esposos y hermanos recluidos en la isla Guasina (Territorio Delta Amacuro), donde se les mantiene como confinados políticos, y deseosos de poner cese a esta situación, ante ustedes acudimos a exponer la realidad de tan grave acontecimiento. Primero: Como consecuencia del medio inclemente y del régimen de vida impuesto a nuestros familiares confinados, se has desarrollado en Guasina epidemias de fiebre tifoidea, beriberi y otras enfermedades mortales. En la actualidad, el número de enfermos asciende a ciento treinta (130); noventa (90) en extrema gravedad y cuarenta (40) en estado de convalecencia. Dos de los recluidos murieron recientemente: Santiago Díaz y José Lino González, el primero victimado por el tifus y el segundo por el beriberi; sin haber recibido el más elemental auxilio médico. Los enfermos no reciben atención médica: viven hacinados en barracas de zinc, en miserables condiciones higiénicas, la mayoría tendidos en el suelo, vistiendo ropas ordinarias, sin medicinas, abandonados por su propia suerte; no tienen útiles higiénicos, carecen de los recursos elementales necesarios a toda persona civilizada. No obstante el lamentable estado físico y la deplorable situación de salud de los enfermos, muchos de ellos han sido obligados a cumplir los trabajos forzados a que están sometidos todos los confinados, en jornadas desde las 6,00 a.m. hasta las 11,00 a.m. y desde la 1,00 p.m. hasta las 5,00 p.m. Contribuye a aniquilar la salud de los enfermos, el nocivo régimen (pastas, sardinas, caraotas, hueso de res). El agua que beben los enfermos es del Orinoco, cenagosa y contaminada. Segundo: El hacinamiento en que viven los enfermos, el pésimo régimen de alimentación, el trabajo material en medio de condiciones físicas inclementes, la suciedad antihigiénica de una zona poblada de moscas y mosquitos contaminados, etc., contribuyen a amenazar permanentemente la salud de los cuatrocientos confinados, pudiendo originarse una tragedia de magnitud insospechada. La creciente del río Orinoco, cuyas aguas están rebasando su nivel a consecuencia de las lluvias, amenaza anegar a la isla y agravar la peligrosidad del medio contra la precaria salud de los confinados. A esto se agrega la absoluta carencia de medicinas para primeros auxilios, 51


como fue comprobado en la oportunidad en que el estudiante universitario Silvestre Ortiz Bucarán fue planeado por el cabo de la Guardia Nacional Marcelo Delgado, ocasionándole una herida cortante y profunda a nivel del codo en el brazo izquierdo, que interesó los huesos de la articulación, por lo que fue llevado al médico de Curiapo, quien realizó la intervención cruenta en el miembro herido, sin alivio de anestesia. Tercero: La mayoría de los hechos aquí fríamente narrados y otros que no consideramos procedentes citar aquí, fueron evidenciados por los miembros de una comisión enviada recientemente por el Ministro de Sanidad y Asistencia Social a aquel lugar, bajo la dirección del médico Aníbal Osuna, quien ordenó el traslado urgente de seis moribundos al hospital de Tucupita, donde agonizan y los cuales responden a los nombres de Irmo Vargas, Roso Antonio Núñez, Rafael Rivas, Claudio González, José Antonio Ruiz y Carlos Blanck. Igualmente recomendó el médico se pusiere cese a los trabajos forzados que cumplen los enfermos. Cuanto aquí dejamos expuesto constituye realidad objetiva, desprovista de exageración dramática. Nos limitamos a exponer un acontecimiento irritable, comprobable por quienes estén en condiciones de visitar aquel lugar y observar la crudeza del hecho descrito. Imposibilitadas como estamos las suscritas para comunicarnos con nuestros familiares, intervenir para el alivio de sus males, llagarnos hasta sus lechos de moribundos, prodigarles atenciones de cariño y cuidados humanos, hemos decidido hacer conocer de Uds. La desgracia de aquellos y nuestra propia aflicción, en la seguridad de que por razón de la responsabilidad que tiene contraída muchos de los destinatarios de esta carta con la salud física de nuestro pueblo, han de sumar su generosa iniciativa para atenuar la agonía de los confinados en Guasilla. La Federación Médica Venezolana, el Colegio de Médicos del Distrito Federal, el Colegio de Farmacéuticos, la Cruz Roja Venezolana – especialmente—pueden sumar su cooperación para enviar medicinas, procurar asistencia médica, despachar alimentos y vestidos, proporcionar recursos higiénicos y aliviar a los centenares de venezolanos que agonizan abandonados en un medio inclemente, lejos de sus familiares, al margen de la civilización en la selva orinoqueña. Confiadas, esperamos en la solidaridad humana que caracteriza a la mayoría de quienes recibirán esta carta y en su sensibilidad como miembros de una sociedad civilizada. 52


Atentamente”, Débora Álvarez, Rosa Morales, Ernestina Álvarez, María Vivas, Eusebia Martínez, María Rodríguez, Umaira Arismendi, Ana David, María Gómez, Petra Sánchez, Isabel Torres, Hilda Túa, Níbia Álvarez, Reina Rodríguez, Guillermina Rodríguez, Andrea Castro, Aura Castro, Ramona Álvarez, Ramona Aquiero, Saturna Castro, Rosario Álvarez, Rosa Túa, Leonor Gámez, Ana de Zambrano, Agustina Arias, Ángela Ladino, Ángela Meléndez, María Camacaro, Saira Arias, Lilian Álvarez, Constancia Zambrano, Romelia Álvarez, Edith Martínez, Carmen Rodríguez, Felicia David, María Martínez, Ana de Álvarez, Perfecta Zambrano, Aleida Álvarez, Georgina Morales, (...) Acongojada, las lágrimas empañaron su visión, impidiéndole que continuara leyendo los otros cien nombres de mujeres suscritas; mujeres como ella, que sufrían a consecuencia de los métodos de terror, persecución y tortura implantados por la S.N. contra los ciudadanos sospechosos de ser adversarios al régimen. Compartir el sufrimiento y el clamor expresado en el documento, fue como una sensación de sutil consuelo para su corazón oprimido por el dolor y la impotencia. *** Faltaba mucho trecho para llegar al morichal frecuentado por los venados y otros animales de la fauna del llano que se extiende al oeste del Orinoco, allá se dirigían para asechar sigilosamente y consumar la cacería, los doctores Baumgartner y Meinhard, armados con un Winchester y un rifle Marlin, respectivamente, acompañados por Ceferino Tamavi con su escopeta y el baquiano Julio Castillo. El camino estaba trillado; no obstante, para llegar hasta el abrevadero tenían que salvar el obstáculo formado por una colina pétrea, negra y lisa, cubierta de peligroso limo resbaladizo. El paso menos riesgoso lo indicó Julio caminando adelante, lo seguían Baumgartner, Meinhard y detrás iba Ceferino. Subieron lentamente durante media hora para llegar a la cumbre donde la laja se partía en dos, ofreciendo una enorme grieta de casi tres metros de ancho, un abismo negro recorría la colina a todo lo largo, como si un coloso la hubiese partido de un hachazo certero. Los cazadores habían colocado dos troncos resistentes para salvar el precipicio y por el improvisado puente pasaron los dos primeros. Julio alumbraba con su linterna de frente los vacilantes pasos del Dr. Meinhard, que sin problema había llegado a la mitad del paso, cuando 53


repentinamente una lechuza o un murciélago se le abalanzó y al tratar de esquivarlo, perdió el equilibrio, tambaleándose peligrosamente. —¡Cuidado! ¡Cuidado!—gritó Baumgartner al mismo tiempo que Ceferino Tamavi se lanzaba sobre el tronco para tratar de sostener a Meinhard. Lo sujetó un instante, justo cuando estaba cayendo; ambos gritaron por causas diferentes. Luego uno quedó montado como un jinete exhausto sobre su caballo. Habiendo perdido su escopeta y su linterna de frente en el acto, Ceferino solo estrujaba en sus manos crispadas de impotencia un trozo de tela de la camisa del Dr. Meinhard como testigo de su vano esfuerzo. CAPITULO VI EL HIJO DE LA SELVA La motonave “Apure” de la C.A. Venezolana de Navegación, remontaba portentosamente el ancho río. Faltaba poco para avistar el puerto cuando el capitán accionó el silbato repetidamente. Se escuchó a lo lejos, y mucha gente del pueblo se movilizó hacia el puerto para presenciar el arribo del barco que llegaba allí cada veinte días. Había partido desde Ciudad Bolívar, pernoctó en Caicara, arrimó en la Urbana, Puerto Páez y otras pequeñas poblaciones ribereñas establecidas entre los terminales de Ciudad Bolívar y Puerto Ayacucho. El viaje se hacía en cuatro días subiendo y tres bajando el Orinoco. La motonave había entrado en servicio en 1936. Disponía de camarotes privados donde se ofrecía un excelente servicio, también comida internacional y frutas exóticas. Tenía capacidad para sesenta pasajeros en primera clase, pero en este viaje bajaron solo catorce. En segunda clase alojaba cincuenta pasajeros pero ahora solo traía dieciséis. Entre ellos, llegaron muy pocos forasteros, casi todos los viajeros estaban residenciados en el pueblo. Las bodegas daban cabida a cuatrocientas toneladas de carga ordinaria y doscientas cabezas de ganado, de las cuales, más tarde desembarcarían el ganado de don Jesús María Cardozo y el del hato del gobierno, atendido por Manzol Medina. El resto del cargamento pertenecía a los negociantes locales, entre ellos don Juan Maniglia, don Pastor Sánchez, don Oswaldo Alcalá, don Pedro Moreno, don Cícero Pereira, Carlos Rivas y Manuel Díaz Vera, quienes se apersonaron a retirar sus mercancías y remesas. Mientras esperaban, conversaban con otros vecinos y familiares de los recién llegados, la mayoría fundadores del poblado como don Pedro Rodríguez, 54


don Jesús Rodríguez, Nicolás Ruiz, doña Isabel Navarro, Juvenal Villamizar, doña Emma Blanco, Cecilio Bravo, Vicente García, Elías Michelangelli, Cícero Pereira, Rafael Fuentes, Ramón Valor, Agustín Moreno, Maximiliano y Pedro Hermoso, Ángel Suzarini, Francisco Azabache y muchos otros, familiares de los Navas, Silva, Guape, Caballero, Conde, Enríquez, Escobar... casi todos los muchachos y muchachas del poblado. Ceferino Tamavi compartió con ellos mientras esperaba para desembarcar siete toneladas de herramientas y equipos. Uno de los comerciantes comentó que el “Apure” y sus similares “Orinoco” y “Margarita” habían sustituido a los vapores de chapaleta que operaban desde los tiempos de la C.A. de Navegación Fluvial y Costanera, destacándose entre estos vapores el “Nuevo Fénix” de 150 Toneladas. Otro aclaró que esta compañía había sido fundada en 1909 y su primer presidente fue el General Román Delgado Chalbaud. Desde el puerto, Ceferino trasladó la mercancía en un camión hasta la medicatura y más tarde fue a notificar al Dr. Meinhard, quien aún estaba convaleciendo de los golpes y traumatismos sufridos en la caída que tuvo aquella noche aciaga de frustrada cacería. Tenía enyesada la pantorrilla y el antebrazo, varias contusiones, moretones y dos heridas en la cara cubiertas con “curitas”. Después de cinco semanas de convalecencia ya estaba impaciente por partir hacia Kanariapo. El Dr. Meinhard había encargado a Ceferino de contratar el transporte. Ceferino se movilizó y diligentemente consiguió el camión de los Maniglia para el viaje a Samariapo, y a Julio Castillo para transportar en su falca “II República”, la mercancía y equipos al campamento de Kanariapo, —¿No hay otro transportista sino ese...Castillo?—inquirió el médico denotando su inquina por Julio. Si bien, Julio solo transportaría la mercancía, pues Meinhard con Lucrecia y Ceferino viajaría en el veloz yate, el médico había perdido toda confianza en el guía que lo llevó a su postración. —Caramba, doctor, por allí está don Eloy Fajardo, pero está ocupado con el doctor Anduze y esa expedición a las cabeceras del Orinoco. Esa tarde, cuando se presentó Ceferino, Lucrecia mecía a su esposo en la poltrona, también lo tranquilizaba y le aconsejaba viajar de nuevo a Caracas para rehabilitarse en una buena clínica, mientras él alternaba su atención entre ella y la lectura de la revista “Elite” enterándose de los acontecimientos políticos que ocurrían en el país: preparativos, mítines y concentraciones de los partidos COPEI, URD y el partido oficial FEI, aún cuando las actividades de los dos primeros eran controladas, vigiladas y censuradas por el gobierno, en sus mítines pedían garantías políticas, amnistía para los presos políticos y entrada 55


para los exilados. También Lucrecia leía esas noticias que, en cierto modo, la esperanzaban. *** El caserío Kanariapo se encontraba enclavado en una sabaneta situada frente a una isla anegadiza del Alto Orinoco. Ésta tiene forma de luna con sus puntas orientadas hacia la orilla, de tal manera que permite el acceso al puerto por ambos lados en invierno y solamente por uno en verano. En esa época del año aflora en un extremo de la isla, una hermosa playa de fina arena interrumpiendo el paso de las aguas para formar una apacible laguna. Río abajo desemboca un afluente que surte de agua potable al vecindario que antiguamente había sido un barracón cauchero. El sitio estuvo abandonado durante largos años, aunque ocupado ocasionalmente por alguna familia piaroa, hasta que fue redescubierto por el alemán como lugar propicio para sus planes. Desde esa ocasión, el sitio recobró vida y se extendió abriéndose campo entre la tupida selva. Las nuevas casas estaban situadas a unos cien metros del barranco del río. Eran amplias; con techos de palmas, altos con inclinaciones a dos aguas; paredes de bahareque y piso arcilloso bien compactado; estaban alineadas en dos calles alrededor de un gran caney que fungía de casa comunal y escuela, luego se situaba el dispensario, constituido por otro caney y dos casas medianas. Separadas por un matorral, a unos doscientos metros del poblado, se asentaban tres grandes barracas que usaban como dormitorio, comedor con cocina separada y taller con depósitos respectivamente; además, tres casas grandes para habitaciones y oficina. Este conjunto estaba totalmente cercado con alambre de púas y, en cada esquina de la empalizada se alzaba una garita, lo cual, obviamente, lo asemejaba a un fuerte militar... O un presidio. Continuando hacia el norte, donde terminaba la sabaneta, se extendía la selva tupida, con muchísimas palmeras de seje y manaca; más allá se presentaba un pantano interminable que rodeaba la sabaneta y la selva alrededor de la misma. Por último, a lo lejos se divisaban las primeras estribaciones de la serranía del Guayapo. Atravesando el río homónimo se llega a la serranía del Sipapo, en cuyo corazón se encuentra el mítico cerro Autana. “El tronco pétreo denominado cerro Autana, subsistió del “Caliebirri-nae Cudeido”. Era el árbol de la vida, que producía todos los frutos de la tierra y emanaba aromas agradables, cuando aún no existía el hombre. Lejos de allí, atravesando el Orinoco se encontraba Cudeido, la comunidad donde vivían los animales bajo la guía de Camale (el danto). Allí todos trabajaban, cazaban y 56


hacían vida diurna a excepción de Cuchicuchi, el animal que no cazaba y dormía de día. Como no había árboles con frutos en Cudeido, Cuchicuchi caminaba de noche hasta lugares lejanos buscando frutos; en una oportunidad descubrió el Caliebirri-nae Cudeido. Luego de tan fabuloso descubrimiento, su cuerpo emanaba los olores de todas las frutas que se comía, causando curiosidad e intriga entre su comunidad. Los animales le pidieron a Camale que enviara alguien a seguirlo para saber que comía y Camale envió Bunu (el picure), pero Cuchicuchi despistó a Bunu borrando sus propias huellas. Ante el fracaso de Bunu, Camale envió a Opajjebu (la lapa), que puede ver de noche. Cuchicuchi percibió que Opajjebu lo seguía y trató de evadirlo, pero ésta se movía rápidamente y cruzó a nado el Orinoco, después de muchos tropiezos pudo descubrir el secreto del Cuchicuchi, quien tercamente se resistió a compartirlo; al contrario, desafió a Opajjebu y entablaron singular combate, utilizando como armas, tizones de candela. Cuchicuchi quemó a la lapa en las caderas y los cachetes, mientras ella quemó a Cuchicuchi en las manos, la barriga y los ojos, quedando ambos identificados con sus marcas características para siempre. Al ser develado el secreto de tan alto árbol de frutos inaccesibles, varios animales como el piapoco, el loro, la guacamaya y el carpintero, trataron de derribarlo pero fracasaron en su intento; luego llegó Materri (la ardilla), aspiró yopo para trabajar sin descanso, después llegaron los bachacos enviados por Camale para cargar las virutas que, al caérseles a los esforzados cargadores en el río, se convirtieron en piedras, formando los raudales de Atures, Maipures, el Muerto, Castillito y Santa Bárbara. “Materri logró cortar el tronco del Árbol, que comenzó a traquear y balancearse, pero no caía porque estaba sujeto al cielo. Entonces Materri subió a cortar los bejucos de toluma que sujetaban al gran árbol del cielo; ésta osadía le costó la vida, pues el Caliebirri-nae lo arrastró al caer hacia la boca de la meseta donde se alza el cerro Cuima (comején de agua). El gigantesco árbol estrelló a Materri contra el cerro, y allá quedó grabada su figura eternamente, mientras que el tronco se convirtió en el tepuy Autana. “Los animales pasaron muchos años en francachela, hasta agotar todas las frutas. Entonces dijo Camale: como todo se terminó, ahora vamos a recoger las semillas y las sembraremos para tener frutos perennemente. Y fue así como la semilla de la yuca, piña, guama, plátano y de todos los demás frutos se regaron sobre la faz de la tierra. Igualmente estos frutos dieron a cada pareja de animales, cinco hijos humanos: tres varones y dos hembras que fueron el origen de todos los grupos humanos, como los guahibos, los piaroas, los ye’kuanas, los yanomamis, los banivas, los puinaves y otras nueve etnias de la región Orinoquense.” 57


Felícita había atraído la atención de todos sus compañeros adultos que siempre se reunían aparte, pero esta vez prefirieron escuchar junto a los niños reunidos a su alrededor, la historia del Caliebirri-nae Cudeido, actualmente conocido como cerro Autana, el ara natural mítico e inmanente de los hijos de la selva, pero inusitada por mandato del destino. —Así que cada tribu desciende de un animal –, comentó Ceferino Tamavi – ¡Caracha! será por eso que hay algunos que se parecen a un mono, otros a un danto y hay otro que se parece a un piapoco ¿Verdad? —No juegue chico—replicó Zita.—¿Tu vas a creer en esos cuentos? Bueno, son tradiciones de los guahibos—intervino Lucrecia— ¿No es así Felícita? —Así es tía, así fue el origen del hombre de acuerdo a la cultura guahiba. —Okey, okey —intervino Froilán Balzán— no hay por que extrañarse. Oigan, el investigador científico Darwin nos dice que el hombre desciende de los antropoides por evolución... —¿Antropoides? ¿Y qué es eso, aah?—dijo Felícita y luego bostezó despreocupada de la respuesta, y Froilán recalcó: —Monos, descendemos de los monos, por selección natural. —¡Jm! ¿Será?— dijo Felícita. Titubeó antes de retirarse sin escuchar la explicación de Froilán acerca de la revelación que había intrigado a todos sus compañeros, ella deseaba quedarse pero tenía otro propósito y se despidió. —¡Otro cuento! ¡Otro, otro! ¡Otro cuento Felícita!... ¡Échanos otro cuento! — Coreaban los niños tras ella. —Ya está bueno niños, ya es tarde, a dormir ya, váyanse a dormir ya, hasta mañana y que pasen buena noche todos. Que sueñen con los angelitos. Felícita se desembarazó de la chiquillada, pero no fue a dormir sino a pasear por la playa de arena bañada por la luna clara. Allí se acostó y esperó con la mirada fijada al cielo, evitando contar las estrellas para no volverse loca, tal como le aconsejó Blandina. De pronto, sintió unos pasos y se levantó quedando extrañada al reconocer que no era la persona que esperaba. —Muchacha, ¿qué haces tú aquí?—le dijo Lucrecia al acercase y sin esperar respuesta agregó: —Mira, Felícita, yo quería conversar contigo para... bueno chica, más bien para pedirte un favor. —Claro que sí, tía, dígame pues. ¿Qué será? —Mira, se trata de Paúl. Posiblemente Felícita cambió de color por el susto que le causaron estas palabras, por supuesto Lucrecia no percibió nada en la penumbra. —Bueno, tú sabes que la sinvergüenza de Zita se fue con el zángano de Próculo. ¡Bersia! Verdad que la gente no se entiende, ella estaba tan bien con 58


Ceferino, no le faltaba nada, solo sarna pa´rascarse y prefiere irse con ese negro tan feo y faramallero, el “Peramán” ese. —Sí tía, me da miedo ese hombre, yo no sé si es verdad, pero yo oigo decir por allí que él convierte en tigre y también que sedujo a mi tía Zita viéndola con esa pepa que él tiene, con el ojo de tonina, tía. Con eso, “Peramán” consigue enamorar cualquier mujer que vea. —¿Umjú?—hizo Lucrecia asombrada y agregó —: Barajo el tiro ¿Y quién te dijo todo eso, muchacha? —Bueno tía — expresó Felícita nerviosa—, pero no diga que yo le dije... Blandina me contó que eso era verdaíta, que mi pobre tía Zita no pudo resistir el poderoso encanto del ojo de tonina, pero que también había otra cosa... bueno, tía..., ella dijo que... —Pero dilo de una vez, chica—intervino Lucrecia exasperada—. ¿Qué otra cosa es? —Caramba, tía, ella dijo que Próculo aprovechó también la ocasión de que mi tía estaba brava con mi tío Cefe, porque... bueno, usted sabe que Blandina está pendiente de todo y ella dice que mi tía descubrió que mi tío Cefe tiene otra mujer en San Fernando y tuvieron un tremendo zaperoco por eso. —¡Barajo! ¿Así es la cosa? Chica, yo no sabía nada... lo tenían bien calladito. Bueno pues, de todas maneras como Zita era la que me ayudaba atender a Paúl, mientras yo estaba en el dispensario, lo que te iba a pedir era que me ayudaras en eso, ya tu sabes como está Paúl de chocho, además, con este barrigón te imaginarás que no puedo andar con tanto ajetreo – Lucrecia notó el suspiro de Felícita; fue una exhalación de angustias acumuladas. —Pero no es para tanto chica, para que suspires así... ¿Me puedes ayudar o no? —¡No, no, tía! No es eso. ¡Sí, sí, está bien! Yo le ayudo a cuidar al doctor, claro que sí, pero avísele con tiempo a ver si está de acuerdo, porque ese señor es muy delicado en sus cosas – fingió la muchacha, sobreponiéndose a la sorpresa —. Otra cosa tía, usted tiene que decirme también, de qué oficios me voy a ocupar... *** Una mañana asoleada y atemperada por brisa fresca, el Dr. Meinhard salió a recorrer todas las instalaciones del campamento en compañía de Froilán, Ceferino y Próculo. El médico caminaba cojeando, con su bastón, revisando minuciosamente cada detalle de las rústicas construcciones. Próculo y Ceferino se distanciaban por la fuerza que impelía el odio causado por los celos. Así que 59


el Dr. Meinhard se dirigió a Froilán Balzán quién se mantenía a su lado, atento a sus observaciones y comentarios. —¡Gut! Creo que se acerca el tiempo de entregar este campamento para que vengan sus huéspedes; así podremos dedicarnos completamente a nuestro negocio. Por supuesto Froilán, cuando yo viaje, tú quedarás a cargo de esto, ya sabes como manejar todo. —No se preocupe tío – dijo Froilán—. Vaya tranquilo; es más, debería viajar mañana mismo para ganar tiempo ¿no le parece? —No lo creo, Lucrecia dará a luz de un momento a otro y debo atenderla. —Claro tío, que estúpido soy — rectificó Froilán –, por supuesto que no es conveniente que viajes por ahora. Me refería a que estoy desesperado por subir el Yapacana. —Ya lo sé, perro debemos hacer todo con mucha cautela, como lo hemos planeado. Cuando pasaron por el puerto, Meinhard observó que el interior del yate, su motor estaba parcialmente desarmado y antes que pronunciara palabra alguna, Ceferino intervino: —Con permiso doctor, ese motor ha sido imposible repararlo porque no se consiguen los repuestos ni siquiera en Ayacucho. Pero el motor cuarenta se lo puedo arreglar fácilmente y podemos ir en la falquita con el Archímides a conseguir los repuestos en Las Carmelitas, allá don Néstor tiene de todo. —Pero ese motor esta funcionando perfectamente – protestó el Dr. Meinhard –, hace poco lo usaron para cargar palmas. —Sí señor – dijo Ceferino –, pero en el último viaje se le partió el eje llegando... —¡Yah! Ya recuerdo, ah caramba... bien, ya habrá tiempo para ir a Las Carmelitas. *** Otro día estaba Meinhard observando el remate del techo de una de las torrecillas cuando irrumpieron los gritos de un jovencito que se acercaba a toda carrera y habló jadeando: —¡Doctor...! ¡Doctor Meinhard! ¡Doctor...! ¡Doctor...! Doña Lucrecia tiene... tiene ya los dolores... Felícita le manda a decir que... que vaya ligero porque... ¡Ya doña Lucrecia está pariendo! A medio día Lucrecia dio a luz un hermoso niño, entre las atenciones de su esposo y Blandina; aunque ésta vio al medico como un estorbo porque ella, como comadrona, había perdido la cuenta de los partos atendidos. Era el tercer 60


niño nacido en la medicatura. El Dr. Meinhard estaba muy orgulloso de su hijo acunándolo entre sus brazos y después del ajetreo Blandina lanzó la pregunta: “Bueno, ¿y cómo se va a llamar este hombrecito?” Enseguida el médico contestó: “Juan, ¡Juan Meinhard!” —¡Ajá!... Hoy es tres de septiembre, a ver, a ver... – dijo Blandina y consultó el almanaque del 52, luego asintió —: ¡Sí! Sí, hoy es el día de San Juan, el doctor tiene razón en bautizarlo con ese nombre ¿nardá, doña Lucrecia? —Umjú, sí...sí — balbuceaba la feliz parturienta—, está bien... vamos a ponerle Juan Gervasio —¡Gut! magnífico, en verdad, quiero llamarle Juan en honor a mi amigo Juan Baumgartner— aclaró el médico sonriendo. Los ojos de la madre que antes reflejaban nostalgia, brillaban ahora de alegría y felicidad, al contemplar su retoño que, naturalmente y para su tranquilidad, aún no denotaba semejanza con ninguno de los eventuales progenitores. Con el pretexto de mimar al pequeño Juan, Zita se acercó de nuevo a Lucrecia; pues a raíz de su enredo con Próculo, por vergüenza la esquivaba. Entretanto, Felícita esperaba su primer hijo, Ya le era imposible mantener el secreto de su embarazo, pues la delató su abultado vientre. En esa dulce espera, empleaba el tiempo en atenciones cariñosas hacia el Dr. Meinhard. Habitualmente atendía almibarada a su amado para aliviarle el dolor de la pierna herida con apósitos naturales y prodigiosos masajes. Alternadamente ofrecía mimosos cuidados a su primito, ilusionada por su maternidad. Tener un hijo en la selva, no era motivo de preocupación pues, aunque contaban con un médico, la joven madre estaba preparada para ser partícipe de este prodigio natural auxiliada solo por la comadrona. Si no fuese así, tendría que ser llevada por selvas y ríos varios días de jornada hasta el puesto asistencial debidamente dotado, porque el dispensario, a pesar del empeño del médico, carecía de los instrumentos básicos. A Lucrecia le complacía el encariñamiento de su sobrina por su hijo, tanto como la dedicación eficiente con que ésta atendía a su esposo. Por esa razón cada día la apreciaba más, sin imaginarse la existencia de una intima relación entre éstos.

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CAPITULO VII EL ÚLTIMO CAUCHERO A mediados del mes siguiente al parto de Lucrecia, al apuntar el alba, partió una falca desde el puerto y enfiló por el Orinoco arriba, para después remontar el Ventuari. Navegaba entre la densa neblina que flotaba sobre la faz verdosa del río y penetraba las enmarañadas frondas de sus orillas. La pequeña embarcación a motor surcó el plano espejado y sereno durante medio día, interrumpido no obstante, por muchas piedras, chorros y raudales, sorteados oportunamente. Navegaron sin contratiempo hasta llegar a una vuelta del río donde los viajeros divisaron paulatinamente, a medida que avanzaban, un claro en aquel recóndito sitio del medio Ventuari. Entre la baja vegetación se destacaban piedras aglomeradas llamadas “Yacuray”, por los nativos macos. Observaron sembradíos de plátanos, seguidamente un caney para la elaboración de panela a orillas de una playa color ocre, luego, una casa de dos pisos con ventanas de celosía y techo de zinc, seguida por una gran casa con alto e inclinado techo de palmas, aleros de zinc y paredes de bahareque. Por último, antes de arrimar, remontaron un chorro, vadeando una gran laja que lo provocaba, situada en la punta del recodo. Los recibió Néstor Rafael González en compañía de Octaviano Chirinos y Félix Devia Devia. Ceferino Tamavi que ya era conocido, presentó al Dr. Meinhard y al joven Froilán Balzán, mientras el marinero desembarcaba sus equipajes. —Pues, usted se ha hecho muy famoso por estos lugares, al igual que su señora esposa, por su trabajo a favor del indígena. — Muchas gracias don Félix — repuso el Dr. Meinhard —, también tenía mucho interés de conocerles a ustedes. Me han hablado mucho de Néstor González y de las cosas que hay aquí en Las Carmelitas. —Néstor Rafael —puntualizó don Néstor— porque hay otros Néstor González por allí. Se refería a la costumbre indígena de adoptar los nombres de los “patronos” criollos. —Muy bien. Por cierto, no se siente mosquito por aquí —mintió el doctor siguiendo el consejo de Ceferino, mientras se frotaba el brazo con repelente.— Hemos venido principalmente por repuestos para motor fuera de borda que necesitamos. 62


—¡Cómo no! Ya habrá tiempo para ver eso — dijo don Néstor —, pero ahora vamos a la casa para que se tomen algo y almuercen. Le agradó la opinión del doctor acerca de los mosquitos, pues él no aceptaba que dijeran lo contrario y Ceferino conocía esa clave para granjearse la buena voluntad de don Néstor. —¡Si señores! A buena hora están llegando —anunció don Chirinos —, porque mañana celebramos el día de San Rafael, el santo de mi compadre Néstor. Subieron por el camino que conducía a la casa grande situada en una colina. Luego, por grandes escalinatas de concreto accedieron al corredor, amplio y tan largo como la casa. Desde allí se divisaba la ensenada del río donde habían arrimado. Desde el corredor pasaron a la gran sala, donde don Néstor disponía de un radio y equipo de radio-transmisión. A Froilán la fascinó la vitrola que estaba en una mesa esquinera, le dio cuerda y oyeron: “Yo no como mango verde porque me pica la boca. Yo lo como madurito porque es así que me provoca”. Luego, Froilán entusiasmado le cambió la aguja al fonógrafo y colocó otro disco de 73 r.p.m. ”La mucura está en el suelo y mamá no puede con ella, y es que no puede con ella”... Tomaron agua enfriada por la nevera de kerosén, que estaba también en la sala. El Dr. Meinhard disfrutaba del líquido mientras observaba un gran retrato y don Néstor le informó que era don Chicho, Rafael Federico González, su padre, hijo natural de Federico Dalla Costa, de Ciudad Bolívar. Chicho fundó Las Carmelitas en el lugar donde se encontraban ahora, conocido antes como Yacuray, el 20 de Febrero de 1920; había venido con su hermano Pedro desde Ciudad Bolívar a trabajar el caucho, también se trajo a su cuñado Bartolomé Tavera-Acosta, pero éste se había dedicado al estudio de la naturaleza, de los indígenas y a escribir. Anteriormente, don Chicho dirigía sus trabajos de explotación del caucho, desde un sitio en el caño Yureba llamado Descanso, controlando una región que comenzaba en el Alto Ventuari hasta la desembocadura del mismo río. Estaba asociado con su hermano Pedro, el español Ramiro Queijeiro y el colombiano Federico Pérez, con bases de operaciones en San Fernando y La Urbana. Finalmente dijo: —Bueno, vamos a la pulpería para conseguirles los repuestos del motor, mientras nos tomamos unos toquis. 63


—¿Toquis? – dijo el Dr. Meinhard extrañado. —Sí, un aperitivo mientras sirven la comida—puntualizó don Néstor. La pulpería de las Carmelitas ocupaba la única edificación de dos plantas que se levantaba en todo el Territorio Amazonas de 181.175 Km2, con excepción de Puerto Ayacucho. Estaba situada en dirección diagonal a la casa grande y separada de ella por un jardín en cuyo centro se alzaba una casita, bajo la sombra de un gran árbol de caimito, donde vivía Félix Devia. El Dr. Meinhard se detuvo a leer unos recortes de prensa, pegados en la puerta de madera de la pulpería. Éstos se referían a noticias sobre los primeros meses de la Segunda Guerra Mundial. Estaba tan ensimismado por la lectura que apenas percibió la voz: —¡Salud, doctor Meinhard! —Salud, don Néstor ¡Oh, caramba! Estoy maravillado de todo esto, sí señor. Por cierto, esas instalaciones parra luz de carburo que están en pared de corredor ¿funcionan aún...? Y el alambique ¿está operativo? —¡Noo, que va! —dijo don Néstor—. Eso dejó de funcionar hace tiempo, ahora tengo una planta eléctrica: el alambique está arrumbado allí porque ahora está prohibido fabricar aguardiente. Usted sabe, anteriormente la gente trabajaba, ahora ya nadie quiere producir. —Y esta casa ¿la construyó su padre?—inquirió el Dr. Meinhard. —Sí, claro, también nosotros participamos, todos: don Chirinos y la gente de don Chicho. —¡Sí señor! Así es—intervino don Chirinos —. Cuando usted quiera le cuento toda la historia... —Ya habrá tiempo para eso compadre —acotó don Néstor—, pero ahora vamos a meter los pies bajo la mesa. Cuando se dirigían al comedor, se aproximaron tres indios macos que venían a venderle a Néstor González unas marquetas de pendare. Él y Félix Devia se apartaron del grupo para atender a los indios. —¡Ah caray! Estos parientes si son inoportunos—comentó don Chirinos mientras continuaba con el grupo de visitantes. —Antonío, Julito Maco y Pelo Tieso—saludó don Néstor— ¿Cuántas marquetas trayendo? —Bendición— dijo uno de ellos, luego mostró los diez dedos de la mano, mientras el otro compañero lo imitaba—, veinte no má, poquito pendare, no puede trabajá, ese nosotro teniendo mucha catarrito micuá— y señaló a su comité de mujeres y niños. —Bueno, hay que inyectarles antibióticos –intervino don Néstor—. A las dos de la tarde el compadre les va a recibir el pendare y los va despachar. 64


—Pues sí, se vienen en la tarde. —¿Y mama Nachi? – preguntó Antonío, aludiendo a doña Narcisa, esposa de don Néstor. —Está en Ayacucho con los muchachos que están estudiando. El comedor de la casa grande, era un ambiente rústico, bien ventilado y protegido con celosía y tela metálica, sus paredes estaban adornadas con litografías de rostros de algunos héroes de la independencia Gran Colombiana, con propaganda de la cerveza Bavaria: Don Camilo Torres, el almirante Brión y la heroína Policarpa Salavarrieta. Un retrato de la Reina Isabel II con su príncipe consorte y otro ilustrando el desfile de carrozas en honor a su coronación, de gran tamaño; éstos le fueron enviados a don Néstor desde Inglaterra por un explorador amigo suyo. Un retrato a medio cuerpo del general Gustavo Rojas Pinilla, Presidente de Colombia, que casualmente se cayó el mismo día que el dictador fue derrocado. También estaban colgados otros cuadros pequeños con paisajes colombianos que había colocado Félix Devia, para calmar la nostalgia por su madre patria. Allí conversaban animadamente, mientras saboreaban un sancocho de gallina y luego, morocoto guisado con arroz y plátano maduro para terminar con torrejas y café negro. En Las Carmelitas no se comía “pescado de cuero”, sólo de escamas y era don Lucas Sava, el pescador exclusivo de la casa. Sólo en ocasiones excepcionales era suplido por Andrés Silva. Los indios Antonio, Julito y Pelo Tieso, se surtían en la pulpería de telas, pantalones y camisas, pilas, anzuelos, hilo, cuchillos, sal, azúcar, fósforos y todo lo indispensable para la supervivencia en la selva. Don Chirinos los atendía ya que don Félix estaba ocupado; sacó la cuenta y les dijo: —Bueno, a ti, Antonío te quedan todavía cien bolívares; a Julito, cincuenta y Pelo Tieso, ochenta y cinco. ¿Qué más van a llevar? —Ummjú, queriendo ese realito pa´ nosotros—dijo Antonío. —¿Y que van hacer con real ustedes?—refutó don Chirinos—. Por allí no hay nada que comprar chico, lleva más mercancía. —¿Será? Ese queriendo realito—insistió Pelo Tieso rascándose la cabeza —, poquito rial no má. —¡Sácamelo! Hay que ver que ustedes no entienden –protestó don Chirinos— ¿No les dije que no hay real? los reales los tiene el compadre. Don Néstor estaba conversando con el Dr. Meinhard y su sobrino, pero como siempre estaba atento a todo, se percató de la discrepancia y le recomendó a don Chirinos: 65


—Está bien, compadre, dele lo que piden en efectivo, en la caja queda algo. —Bueno, como usted diga, pero estos parientes usan los bolívares solamente para hacer collares ¡Si que son pasados, no juegue! Ustedes los ven así tranquilitos pero resulta que así como los ven, mataron a José Inés Guerra en el Guapuchí. —Por estar metiéndose con ellos — advirtió don Néstor. Octaviano Chirinos también era el maestro de la escuela de Las Carmelitas. Venía desde Coro, región donde, según él, se daban las patillas más grandes de Venezuela. Estuvo involucrado en la funera y participó en la caída del tirano de Rionegro. Luego, en busca de sosiego y mejores oportunidades, acompañó a Chicho González al Ventuari para fundar el sitio. Allí, cuando pescaba con dinamita, en un leve descuido, perdió el brazo derecho y un ojo. No obstante, con su contextura y fuerte voluntad de coriano atezado, pudo sobrevivir y formar una numerosa y honorable familia. —Bueno, ya ustedes están despachados— dijo don Chirinos finalmente—, desocupen el mostrador que ya viene doña Olimpia. Doña Olimpia es como una doña Bárbara del Ventuario —les contó don Néstor a sus huéspedes –. Después que murió su marido, que era un buen trabajador, ella no abandonó la empresa, siguió trabajando sola y hoy por hoy, es la que más produce pendare, imagínese, y se trata de una mujer sola. —Pues sí, pero una mujer con temple ¡sí señor! – añadió Félix Devia. —Así es, bueno, vamos para que la conozcan—indicó don Néstor. Olimpia de Bosio era alta, delgada y fuerte, sus pronunciadas mandíbulas denotaban su fuerte carácter y energía, caracteres indispensables para lidiar en las selvas con un personal displicente, dedicado a la extracción del látex del árbol de pendare y su preparación en marquetas de treinta kilos aproximadamente. Como ella no tuvo hijos, su instinto maternal lo vertió en su sobrino, quien le ayudaba en las cuentas y escrituras. —Bueno, don Néstor, ya don Devia me recibió el pendare y aquí está mi lista pa´que me despache, me hace el favor. —¡Ajá, como no...! Y el compadre Brice, ¿no lo vio en Marieta? —Caramba, don Néstor, no tuve tiempo, me vine rapidito, sin pararme en ningún lado porque tengo urgencia de llegar a Puerto Ayacucho. —Yo tengo que atender a estos señores —dijo don Néstor devolviéndole el papel con la lista de provisiones —, pero el compadre Devia la va a despachar. —Bueno, está bien, pero ese Devia es muy necio—manifestó doña Olimpia. 66


En realidad, Félix Devia no era necio, sino un bromista; siempre mantenía su característico sentido de buen humor, con un temperamento agradable y agudo que a veces sus conocidos confundían con necedad. Había llegado muy joven a la región junto a Nepomuceno Patiño y otros, en aquella época cuando el gobierno colombiano envió un grupo de policías nacionales, para reafirmar su soberanía sobre el territorio ganado a Venezuela mediante el tratado de 1.941. En precario resarcimiento a tan infortunado tratado, el país afectado asimiló a estos ciudadanos que bien aportaron sus esfuerzos fecundos al progreso del lado Este del Orinoco fronterizo. —El compadre Devia le ha escrito al presidente Eisenhower aconsejándole como debe llevar la política exterior hacia Latinoamérica, imagínese eso—manifestó don Néstor y don Chirinos agregó: —Es que él lee mucho Selecciones del Reader’s Digest. También Félix Devia había hecho negocios con la compra y venta de cueros. En la época caimanera, menguó la existencia de ese reptil saurio y la del perro de agua. No obstante estas especies sobrevivieron cuando aprendieron a reconocer y escabullirse al sentir la presencia de su gran curiara caimanera. Tiempo después, junto a su compadre Néstor, resarció este atentado contra el ecosistema, sembrando miles de tortuguillas en los caños afluentes del río Ventuari, donde solo existía el Terecay y el Cabezón. De esta manera se mantenía el equilibrio entre el hombre y la naturaleza amazonense; esta era la sensación de armonía que se respiraba en Las Carmelitas, el último baluarte de la explotación del caucho en su segunda época. Ya se habían esfumado los “regatones” que vendían en permuta o cambio, de barraca en barraca, a excepción de Rafucho Mendoza, que hacía su periplo navegando en su muy pulcra falca-bodega y su motor perfumado con agua de colonia. Iba de caserío en caserío, puesto que los barracones donde fumigaban el caucho ya no existían. Los gobernadores ya no se dedicaban a cazar indios ni a comerciar con ellos, ni con el producto de su trabajo como lo hacían en el pasado; ya nadie recordaba esto ni a los malos gobernantes con excepción de Funes, mucho menos recordaban a uno de los pocos buenos, como lo fue el gobernador Michelena y Rojas, que combatió a los traficantes, sembró justicia y murió por eso. Tampoco a los más recientes como Bartolomé Tavera-Acosta y Samuel Darío Maldonado. Ya no existían ni hacían falta los “mañoqueros” porque el depósito de mañoco de Las Carmelitas estaba atestado y de allí se surtían los empresarios y sub-contratistas, explotadores de balatá y pendare; así como también se abastecían de gasolina en un depósito situado contiguo al de mañoco. 67


Allá en el puerto, varada y cubierta de arena y musgo, yacía la piragua donde había llegado Chicho González remontando el río a remo y palanca. Flotando aún, pero sin motor fijo, perduraba todavía la lancha grande, donde Néstor Rafael paseaba a sus novias en el Atabapo, cuando quedó a cargo del negocio, después de la muerte de don Chicho en La Urbana. —Disculpe, don Néstor – dijo Ceferino Tamavi — ¿Todavía le quedan fósforos libertador? —Bueno, solo me quedan algunas cajitas de muestra, ya todos los he regalado, lo que pasa es que estos fósforos, el gobierno los prohibió. ¡Lógico! la cajita tenía la imagen del Libertador y la gente, al botarla vacía, la pisaban. —Yah, perfectamente claro —dijo el Dr. Meinhard—. Vamos a llevar estos pantalones Ruston y estas camisas de kaki, seis machetes Collins y tres hachas. ¡Ah! Ya veo que también tiene medicamentos. —Así es, por aquí uno tiene que tener de todo un poco — repuso don Néstor, mostrándole el diccionario farmacéutico—. Con esto me ayudo para recomendar algunos remedios. Por cierto, los macos del caño Guapuchí, aprendieron a inyectarse, si no, la gripe los hubiera matado a todos. —Caramba, señor González, usted tiene aquí más medicinas que nuestro dispensario de Kanariapo—comentó Froilán Balzán. —Están a la orden, les voy a conseguir un lote de muestras médicas con el doctor Levy, un amigo mío allá en Caracas. —¡Gut! Estupendo, le agradeceríamos infinitamente—declaró el Dr. Meinhard. —Bueno, si van a asearse y cambiarse, ya es hora porque pronto estará lista la cena —dijo don Néstor y añadió—: ¡Ah! Ya vieron las tarjetas para las elecciones... Ésta es la del FEI; ésta amarilla, la de URD. Y ésta verde, la de COPEI. —¡Caray!—exclamó Ceferino Tamavi—por cierto, tenemos que ir a Macuruco para votar el 30 de Noviembre. Después de la cena, comenzó la fiesta; el Dr. Meinhard y Froilán Balzán conversaban animadamente con don Néstor y Félix Devia, todos escucharon las fabulosas historias de don Chirinos mientras libaban; Ceferino Tamavi había estado visitando a sus parientes en la casa de los Solano y más tarde se unió a la parranda amenizada musicalmente por el violín Cremona 1666 de Jesús Mayuare, el cuatro de don Pablo y el acordeón de Julio Castillo que apareció a última hora diciendo: —¡Jo, jo! No me podía perder esta gran festividad de don Néstor y menos con estos ilustres amigos—. Y enseguida empezó la música. —Sol mayor—susurró don Jesús Mayuare para afinar: 68


Una pena y otra pena, son dos penas para mí Ayer lloraba por verte, hoy canto por que te vi Cuando pases por el puente, donde corre agua del río No dejes amor pendiente, como dejaste al mío. Callate corazón, callate, cállate corazón no llores Callate corazón, callate, cállate corazón no digas nada. El Dr. Meinhard se entusiasmó con la canción y aplaudió efusivamente, mientras Julio Castillo aprovechaba para tomarse un anís y luego continuó: Yo siempre te he dicho linda, que sufro mucho por ti pero no vale la pena, para que me hagas sufrir. Morena si tú me quieres, no se lo digas a nadie, ponte la mano en el pecho y dile al corazón que calle. Los hombres ingirieron bastante güisqui, anís y ron. Cerveza no tomaron, porque a don Néstor no le gustaba. Algunas mujeres tomaban ponche casero mientras descansaban un poco del baile. Otras que no conseguían pareja, permanecían impasibles y resignadas a escuchar: Yo quiero pegar un grito vagabundo, yo quiero pegar un grito y no me dejan... Al filo de la madrugada, bajo los efectos del aguardiente, ya nadie sabía exactamente donde estaba. A unos les produjo somnolencia, como a Félix Devia y Pastor Mayuare, el motorista y cuñado de don Néstor; a otros los transformó en pendencieros como a Pedro Machuca, el que preparaba el Judas en Semana Santa y amaneció con ambos ojos amoratados. Varios vecinos se envolvieron en altercados infundados y al Dr. Meinhard le dio un soponcio mientras tarareaba con voz gangosa y enredada la lengua: Morena si tú me quieres no le digas a nadie, ponte la mano en pecho y dile al corazón que calle. Cállate corazón, cállate... No obstante, para satisfacción de las muchachas y hasta las mujeres mayores, a la mayoría de los hombres les dio por bailar, pero a Froilán Balzán, la bebida también lo indujo a la persecución lasciva. Al día siguiente, amanecieron algunos bailando en casa de Pastor Mayuare, estrenando el piso de arcilla compactada. Froilán le reveló a Ceferino como se enredó en el chinchorro con una nativa doméstica, a quién había tumbado después de leve persecución, practicando lo que había leído sobre las costumbres indígenas, pero la llevó a su chinchorro y como era la primera vez que lo compartía, aparatosamente se cayó dos veces; quedándose dormido en el tálamo de pleno suelo a consecuencia de su embriaguez. Ceferino por su parte 69


le contó que había convidado a una de sus parejas a pasear por la laja, donde se explayó tanto, tratando de seducirla, que lo sorprendió el despunte del día. Apareció la gente en busca de agua y disipó su idilio; así que fue a preparar el viaje de regreso. Sin embargo no viajaron ese día como habían previsto, a causa del trasnocho y la resaca. Lo hicieron al día siguiente, una vez recuperados. Don Néstor los despidió en el puerto, observando que todos estaban nostálgicos dentro de la pequeña falca, como manifestación inequívoca de agradecimiento, puesto que, para el dueño de Las Carmelitas no eran otros visitantes más, sino nuevos amigos, a quienes había recibido sin reservas, como era su conducta de acción generosa, trato cordial, ameno y radiante. Acrecentaba amistades por su carácter aquilatado de condiciones humanas: dinámico, íntegro, sincero y enérgico, que le acarrearon el prestigio y la reputación de ser apodado “el gobernador de Las Carmelitas”; hasta que, mucho tiempo después, lo atrajo el poderoso imán capitalino y se estableció en la ciudad. Y allá perdió ese apelativo en el apogeo de su vida...

CAPITULO VIII LOS TENTÁCULOS DEL MAWAARI

“...Que es piedra encantada dicen los naturales. Los que pasan, supersticiosos, dejan exvotos para aplacar a los espíritus, para aplacar al Máwari. Por aquí también se vive bajo el signo de Máwari.” Pablo J. Anduze 70


Al atardecer, los niños de Kanariapo alborozados rodearon a Felícita para escuchar una de sus historias. —Bueno, bueno ¡Ya va! Acomódense pues—. Les ordenó la muchacha y ellos se aglutinaron como pollitos alrededor de la gallina. Esperaron en suspenso. —Vamos a ver... ¡Ajá! Les voy a contar algo sobre los Mawaari, el poder de las profundidades fluviales; que es diferente al Máwari, el Señor de la Muerte, el fantasma asesino. Los Mawaari son boas gigantescas, distintas sin embargo, de las culebras de agua normales, a causa precisamente de sus tamaños descomunales y por la pinta que adorna sus cuerpos, que son plumas de guacamayas, piapocos y otras aves de plumas coloridas. Forman una manada monstruosa bajo las órdenes de un demonio que tiene la misma forma llamado Wiiyu que es el jefe supremo. —¡Uhoow! —Hizo Jacinto y varios de sus compañeritos gritaron de susto, Felícita lo reprendió y al calmarse todos, continuó.— Se dice que el arco–iris son las plumas que Wiiyu se quita para ponerlas a secar en el cielo. Pero también se aparecen con otro aspecto, tal como una tonina encantada que enloquece a los viajeros. Impiden la navegación en los ríos donde moran, originando poderosos remolinos y grandes olas hacen trambucar a las embarcaciones y se alimentan de carne humana. Habitan en muchos sitios encantados, moradas secretas donde residen los seres progenitores de todas las especies acuáticas, en el mundo subacuático y subterráneo, en grutas y cavernas. Pero dicen que su morada predilecta es la laguna de Máwari-nikainde, allá en el Casiquiare. Otros señalan que habita en Temendagui, la ciudad encantada, en la profundidad de alguna parte del Río Negro. Entre los maquiritares, los Mawaari son la encarnación terrestre de los ancestros de shamanes, son esencialmente terribles y peligrosos, y como tales son poderes familiares a los cuales acude el Shamán en busca de las Fuerzas Inmanentes de la Naturaleza. Sin embargo no son demonios propiamente, porque no son únicamente malignos, sino que aparecen como fuente de Mal y de Bien, que el Shamán toma prestado de acuerdo a unos ritos mágicos por intermedio de los antepasados, para obtener influencia sobre los Poderes Guardianes y Dueños de las especies animales y vegetales, especialmente del mundo líquido de las profundidades. Cada salto o cada raudal cercano a un caserío posee sus Mawaari particulares, los cuales llegan a ser humanos y hasta miembros del grupo comunitario que allí reside, por el frecuente contacto con ellos. Así pues, cada grupo étnico tiene sus Mawaari y hasta los criollos tienen arraigado algo de 71


estas creencias, ligada a muchas otras de la herencia española. Culpan a Mawaari por los que se ahogan, por las inundaciones que arrasan sus casas, por los bongos que se trambucan, por las sequías que arruinan los conucos y por las calamidades que pasan. —¡Viene una lancha! ¡Ya está llegando la gente...! ¡Ya viene el patrón!—. Interrumpieron los gritos provenientes del puerto. —Después seguimos con la historia – dijo Felícita al levantarse, se alisó la falda con las manos y caminó apresuradamente, agarrándose el vientre para evitar su bamboleo. Mientras caminaba hacia el puerto, recordaba otros conocimientos que le había transmitido el padre de Macedón, un anciano miembro de la familia ye’kuana, el pueblo de las canoas. Caminaba tan abstraída que casi tropieza con su tía. —¡Barajo muchacha! Anda con cuidado —le aconsejó Lucrecia—; chica, ten cuidado con esa barriga. —¡No, no, tía... Digo... Sí, sí, sí!— tartamudeó la encinta, disimulando su nerviosismo y ansiedad con repetidos movimientos de cabeza. Lucrecia con su niño encasquetado en la cintura, se adelantó rápidamente, pues bajaba al puerto para recibir a su marido, acompañada por casi todos los habitantes de Kanariapo. Más tarde, cuando ya los recién llegados estaban en la casa, intercambiaron noticias y habiendo repartido los regalos traídos desde Las Carmelitas, Meinhard recordó: —¡Oh, caramba! Querida, casi olvido entregarte esto, es un obsequio de don Néstor parra nuestro niño. —Ay, que precioso —expresó Lucrecia eufórica—, ese señor si es amable. —Así es ¡si señor! nos atendió muy bien allá, estupendamente, el gobernador de Las Carmelitas es un hombre muy atento y excelente persona. —Esto es lo único que ha llegado — dijo Lucrecia entregándole a su marido un sobre laqueado —, lo trajo ayer una comisión de Sanidad. —Gracias querida, —dijo el Dr. Meinhard y dejó el sobre en la mesa— vimos a este correo en el camino; después veré qué contiene, porque ahorra vamos a cenar ¿no es cierto? —Por cierto, doctor, hablando de correos — intervino Ceferino—, usted sabía que en los años cuarenta, aquí se repartía el correo en curiara y canalete. —¡Oh! Muy interesante, en vez de caballos como en el Oeste norteamericano.

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—Bueno, pues si, llegaban hasta Santa Rosa de Amanadona desde Sanariapo. ¡Ida y vuelta, a canalete! Bueno, hay que ver cómo le echaron bola hombres de la talla de Alberto Orozco. —Bueno, ya está lista la cena —interrumpió Zita Dupueni—. Pasen rápido que se enfría la comida. Afuera, el sol naranja se hundía entre el horizonte de selva y agua. Era el tiempo de iniciar su monótono concierto los insectos y batracios. El término para que las bandadas de pájaros diversos se posaran sobre las enramadas. Después de una corta plática de sobremesa, se dispersó el grupo. Lucrecia se retiró a cuidar su bebé y el Dr. Meinhard se metió entre sus papeles y equipos de laboratorio, rompió el sobre laqueado y leyó el contenido de la copia del oficio firmado por el coronel L.F. Llovera Páez y otro documento firmado por el gobernador del Territorio. El mandatario solicitaba su presencia para darle instrucciones directas acerca el plan para trasladar a los presos políticos, que serían confinados en el campo de concentración. “Bien, en ese caso, pasado mañana estaré en Puerto Ayacucho, voy a ordenarle a Ceferino que mañana mismo arregle el motor.” Se encaminó hacia la puerta y al abrirla se topó con Felícita. —¿Dónde va usted a esta hora? – susurró la muchacha sorprendida. —Espérame, ya regreso, voy hablar con Ceferino. —Bueno, apúrese pues, que yo quería decirle algo a usted y ya es bien tarde—dijo Felícita mientras se metía en la hamaca. El Dr. Meinhard se encontró con Ceferino, cuando éste regresaba de apagar el generador eléctrico. Después de darle las instrucciones, caminó bajo la luz de la luna nueva. Por casualidad, dio un recorrido desacostumbrado por el patio trasero de la casa principal. Al pasar inadvertidamente, descubrió a una pareja que se acariciaba en la esquina de la casa. La noche estaba oscura, preludio de tormenta, no obstante, las siluetas les eran familiares y pudo reconocerlas. ¡Malditos! Imprecó furioso de tal manera que, alertó a la furtiva pareja y ésta se esfumó enseguida. El médico continuó con marcha iracunda, pisoteando el suelo y maldiciendo cada paso, hasta entrar violentamente a su aposento. Se dirigió directamente a la mesa con gavetas donde guardaba su revólver; lo empuñó y rápidamente volvió sobre sus pasos, sin considerar la presencia de la mujer que lo esperaba con ansia. —¿Qué hace? ¿Adónde va usted con esa arma? – le atajó Felícita angustiada. —¡Apártate mujer!, ¡apártate!, ¡voy a matar a esa ramera y al depravado traidor!— vociferó el hombre furioso empujando a la mujer. Felícila dio un 73


traspié, pero reponiéndose, valientemente se atravesó en la puerta, dispuesta a frenar al hombre engañado. —¡Deja eso chico! ¡Tú estás loco! ¿A quién tú vas a matar?– lo tuteó por primera vez, tal vez sin darse cuenta, le habló con vehemencia, pero el hombre furibundo insistió: —¡A un lado! Por favor, apártate, no quiero hacerte daño, pero a esos perros, Froilán y Lucrecia ¡los voy a matar ya! ¡Ya! ¡Malditos! ¡Ingratos...! ¡Degenerados...! Entonces, Felícita cambió de táctica persuasiva. Se abalanzó abrazándole y deslizándose por su cuerpo tembloroso, hasta quedar arrodillada oprimiendo las piernas de su amante; él quedó enhiesto mientras ella sollozaba y le suplicaba: —Tú me tienes a mí, prometiste que nunca me dejarías y ahora voy a tener un hijo tuyo, eso era lo que te venía a decir. Este hijo que voy a tener no es de Macedón como tú piensas, ¡es tuyo! ¿Es que no te importa eso...? Entonces quiere decir que ella te importa más... Yo no sé porque te interesa ella, si tu sabes muy bien que ella no te quiere... ¡Ella no te quiere!, ¡pero yo sí!, ¡yo si te quiero...! Continuó su monólogo plañidero por un momento, pero viendo que así tampoco lograba conmover aquel corazón pétreo de su amado, de sopetón, tomándolo por sorpresa, le arrebató el arma y corrió desesperadamente. El Dr. Meinhard corrió tras ella, hacia el monte umbrío. Comenzó a llover torrencialmente y un relámpago intermitente le permitió ver el celaje de la mujer; después, con su agilidad y experiencia, Felícita se desvaneció entre la negra fragosidad y el chubasco. Meinhard, agotado y cegado por la intemperie y la rabia, regresó a su habitación y empapado se dejó caer en la hamaca. Afuera, el cielo fulminaba sobre la selva mientras sus nubarrones se descargaban y Felícita, aprisionando el arma, titiritaba acurrucada debajo un árbol. Un sentimiento de culpabilidad embargó a Lucrecia al enterarse de los sucesos que le contó la misma Felícita, que amaneció engripada; sin embargo, no quiso afrontar la delicada situación, ni romper el aislamiento de su marido, pues éste, sufriendo también un resfrío, pasó todo el día siguiente al incidente, estornudando, encerrado en su habitación. Ella esperaba que el viaje del Dr. Meinhard disipara la tensión entre ellos por este embrollo. Sin embargo su despedida fue tan indiferente, con calculada frialdad metálica que saturó el corazón de Lucrecia de angustia, temor e incertidumbre. —Y todo eso, por la necedad de Froilán –le confesó a Zita, preocupada por la reacción del marido. 74


—Pero ¿por qué...? ¿Qué tiene que ver Froilán contigo chica? – dijo Zita angustiada—. No me digas que tú y él están... —¡No! ¡no! Mana, qué va, ni quiera Dios – interrumpió Lucrecia—; nojose, es que yo de pendeja también, le hice caso a ese zoquete que me llamó para decirme unas bobadas, bueno, tú sabes cómo es él. —No, mana yo no sé nada ¿y entonces? —Oye pues, me dijo que estaba enamorado de mí y un montón de cosas más, después trató de besarme, bueno... Y no sé que me pasó, yo no me explico por que no reaccioné a tiempo, total que por mala suerte, por casualidad en ese momento, precisamente, pasó por allí Paúl y nos vio, según Felícita. —Bueno pues, ¿y cómo sabe ella? – dijo Zita. —Ah, yo no sé, chica, tú sabes que ella anda metiendo la nariz en todas partes, por cierto que los dos se engriparon esa noche... – Lucrecia quedó pensativa, luego añadió, — bueno, además tiene que ser verdad porque él anda insoportable —¡Jm! Hay que ponerle cuidado a esa niña, porque es demasiado fisgona. Bueno, mana, entonces cuando el doctor regrese dile la verdad — le aconsejó Zita—, eso no es para tanto, peor es el enredo que tú tienes con tu gran Gervasio Manterota. —Manterola, chica, Manterola – refutó Lucrecia y continuó –: Bueno, sí... pero es que yo sola no tengo la culpa de esta situación, yo creo que él insistió en casarse conmigo solo por interés de quedarse en el país, bueno, tampoco fue que me obligó, yo también creí que me convenía, después de todo, nos apreciábamos mutuamente y yo necesitaba un padre para mi hijo. ¡Ay chica! Ya no sé qué pensar. Si yo hubiese sabido que Gervasio estaba preso y no que me había abandonado... ¡Virgen Santísima! ¿Por qué me pasa todo esto? —Pero mana... No te aflijas, más a mi favor, si es así, el doctor tiene que estar conciente que lo de ustedes no fue por amor, y tu no tienes por que mortificarte tanto. ¡Nojose! ¡Háblale claro a tu marido y se acabó...! Además chica, tú no puedes seguir con esa angustia, con esa indecisión, porque tú no sabes cuándo será que va a salir Gervasio del calabozo, ¡si es que sale! Naturalmente, el doctor Meinhard recapacitó sobre el engorroso incidente, y en consecuencia, abandonó su actitud resentida, para darle paso al advenimiento del odio. Pese a todo, al despedirse de su amante, ella le devolvió el revólver y él le agradeció por haberlo disuadido de cometer un crimen: —Realmente no sé que me pasó, si no tengo motivos para esos arrebatos, esos traidores no valen la pena para que yo me desgracie, ya pensaré algo mejor. Pronto, cuando termine mi trabajo aquí, nos iremos muy lejos de estos 75


lugares tan apacibles y tranquilos, que predisponen al sentimentalismo y eso es malo para la razón. Así que, ellos se quedaran y nosotros vamos a disfrutar de su trabajo. —¡Sí, sí, doctor! ¡No me vaya a dejar, pues! – Exclamó Felícita con voz ronca, eufórica e ilusionada. *** Semanas después, Paúl Meinhard regresaba a Kanariapo. En medio del río se entretenía leyendo un libro escrito en alemán, luego lo dejó y se dedicó a cavilar sobre su plan secreto para despejar la incógnita referente a una fabulosa leyenda amazonense, tenía todo preparado para atrapar a un salvajito como llaman los criollos al ogro de la selva, “yamandú” en lengua Baré. Se trata de una especie de semi-hombre salvaje que según dicen, tiene los dedos de los pies vueltos hacia atrás y el talón hacia delante. Un género semi-humano de tamaño pequeño pero extremadamente fornido, de fuerza descomunal, con el cuerpo totalmente cubierto con una espesa capa de gruesos pelos parecidos al chiquichique, impenetrable hasta para los proyectiles de armas de fuego. La creencia en la existencia de esta especie de hombre bestia es corriente entre los habitantes de la selva, le atribuyen la particularidad de que tiene especial atracción por las mujeres bonitas, cuentan de varios raptos y hasta se dice que una de las mujeres escapó después de cinco años, con sus hijitos salvajes, que luego, en una oportunidad que su madre los llevó al conuco, huyeron, internándose en la profundidad de la selva. Estos cuentos llegaron a oídos del Dr. Meinhard por boca de Felícita. Ahora se le presentaba la gran oportunidad de capturar al salvajito, pues ya disponía del señuelo apropiado. Por supuesto, no había otro cebo mejor que la atractiva Lucrecia Dupueni. Cuando declinó el sol, Meinhard cavilaba sonriente, sentado sobre el banco de la falca cargada de comestibles, equipos para la detección de metales, motobombas, mangueras de succión, picos, palas y combustibles, todo esto enviado por el mayor Roy Norton y sus socios. La embarcación remontaba el río con destino a Kanariapo, donde ya todo estaba preparado para recibir al primer contingente de prisioneros políticos. El Dr. Meinhard había repasado la lista donde, entre muchos otros, figuraban algunos reconocidos por él, como Carlos Andrés Pérez, Alejandro Izaguirre, Cruz Villegas, Ismael Hernández, Edgardo González Niño, Dionisio Álvarez Ledesma, Rodolfo Quintero, Manuel Malpica y... Gervasio Manterola... “¿Manterola? Este apellido... lo he oído... A ver, a ver... ¡Oh, claro! Ya recuerdo, éste es el caballero del mensaje de Guasina, el amigo de Lucrecia” Hizo una pausa y pareció entristecerse. “En fin, 76


a estas alturas ya no me interesa en absoluto esa, esa... Lustdirne ¡Oh, no...! ¡Sebo perfecta!..¡Herlich! ¡Buena carnada...! ¡Jah, jah, jah!” —¿Cómo dice, doctor?— inquirió Ceferino Tamavi, intrigado por el jocoso murmurar de Meinhard. —No, no es nada, solo pensaba en voz alta. A propósito Ceferino, ¿dónde vamos a pernoctar? —En Síquita, doctor, ya vamos a pasar el chorro de Castillito y llegaremos a Síquita al oscurecer, allí hay donde dormir. La piedra Castillito emerge sobre las linfas en desliz, negra patinada, con surcos milenarios tallados con cinceles de gotas de lluvia. Apareció para irrumpir la descarga del caudal orinoquense, estableciendo un eterno combate entre fuerzas inexorables: La mole pretende atajar al indomable río pero él resiste y embate con la certidumbre de que, ayudado por el tiempo, desleirá a su rival; se deriva de este trance la perenne convulsión de las aguas, embravecidas estallan entre las rocas menores, que acompañan reverentemente a la corpulencia pétrea, provocando un retumbo que advierte el peligro de la colisión bravía a los irreverentes transeúntes del río. El ruido del motor fuera de borda provocó el desdeño de la advertencia a los tripulantes de la endeble y cargada falca que, irrumpió en medio de fuerzas en conflicto en mal momento; éstas la rechazaron con violencia, la fuerza del raudal empujó la embarcación hacia la piedra y ésta la golpeó fuertemente, quebrantando el casco de madera y otra vez las aguas presionaron penetrando a borbollones. Una y otra vez las aguas bravas y las empecinadas piedras batieron a la indefensa embarcación, no solo para impedirle el paso, sino también para destrozarla y tragársela. Sin perder la calma, Ceferino Tamavi había localizado un salvavidas y se lo dio al Dr. Meinhard, mientras el marinero y él lograron aferrarse a un tambor vacío, la vorágine fue de tal manera que, cuando perdieron contacto con los restos de la falca, ya pocas cosas flotaban, como las tablas, algún tambor de gasolina y el casco roto de la embarcación. Los tres náufragos se mantenían a flote, Ceferino sostenía al Dr. Meinhard con ambas manos, rodeando entre ambos al tambor, mientras el marinero se sostenía por uno de los extremos. Ceferino hacía esfuerzos por arrimarse al resto flotante del casco de la falca. —¡Aguanta vale!— le gritó al marinero— ¡Vamos a pasarnos pa’allá, porque este tambor se nos puede zafar en el chorro que viene! En la penumbra de la noche, se extienden desde Temendagui, la ciudad abismal, los extensos tentáculos etéreos del Mawaari, el Señor de las Aguas, suprema fuente del poder mágico. Habíanse éstos convertido en tenebrosas corrientes, abrumando y absorbiendo hasta el cuello al baquiano Ceferino 77


Tamavi, impidiéndole calcular la cercanía del chorro y no había terminado de hablar cuando, súbitamente el tambor que los sostenía comenzó a estremecerse, a bambolearse al ser golpeado por las fuerzas en pugna: La corriente y las rocas que aún no consumaban su furia contra los irreverentes humanos, entrometidos en su perpetuo, espectacular y peculiar conflicto. —¡Agarrase duro doctor! ¡No se vaya a soltar!— fue el último grito de Ceferino antes del revoltijo de los náufragos entre la corriente, las piedras y el tambor. Después de innumerables volteretas, sobrevino la calma tensa y solo quedó, rezagado entre el remanso, el tambor que fungió de salvavidas, era como un inerte y mudo testigo de la desgracia. Al rato, gritos de angustia, rasgaron el velo silencioso de la noche oscura, era la voz atormentada de Ceferino Tamavi, al volver en sí y notar la ausencia del Dr. Meinhard, se hallaba sobre una laja, acompañado del marinero y con ellos, el río, la selva y la soledad. —¿Qué pasó con el doctor, vale? ¡Coño, el doctor! ¡Hay que buscarlo! —Yo no lo vi más—dijo el afligido marinero. — Cuando salimos del chorro, yo te vi a ti solo y tú estabas desmayao, entonces te traje nadando hasta aquí, pero también yo le grité al doctor y él me contestó dos veces, la última vez se oyó leeejo. Caray don Ceferino, yo veía mucha corriente fuerte, más que otra veces, muy raro eso, muy raro caray; pa’mí será que fue ese máwari que se lo llevó. —¡Que máwari ni que carajo hombre! Hay que buscarlo, caray, como sea, vale, hay que buscar al doctor — recalcó Ceferino desconsolado, y el marinero le aconsejó: —Tenga cuidado patrón, que te rompites la cabeza. —¿Dónde?—Levantó la mano instintivamente, tocándose el cuero cabelludo y luego notó su mano ensangrentada. —¡Ah cará! bueno, no es gran cosa... ¡Vamos pues! ¡Vamos a ver como salimos a buscar al doctor!—Su voz se ahogó entre el retumbo del raudal y el remoto trueno que anunciaba la tormenta.

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CAPITULO IX EL CASERÍO APACIBLE “...En esa selva, que todos consideran peligrosa, enfermiza y llena de asechanzas, yo encontré la paz del vivir natural, del mundo sin hipocresías, sin inhibiciones, sencillo, primordial.” Pablo J. Anduze Al día siguiente de haber zozobrado la falca del Dr. Meinhard la búsqueda era intensa. Una vez que Ceferino y el marinero dieron la alerta, se movilizaron tanto las autoridades como los amigos de Lucrecia y lugareños, para dar con el paradero del náufrago. En lanchas voladoras, bongos, falcas y hasta en curiaras a canalete, los hombres escudriñaron el río y sus orillas afanosamente. —¡Carajo! Tiene que aparecer... Si tenía el salvavidas puesto. Tiene que aparecer. Repetía constantemente Ceferino Tamavi atribulado, dirigiéndose a Froilán Balzán y otros voluntarios que también buscaban sin descanso, desde el amanecer hasta el oscurecer. Durante siete días estuvieron rastreando, indagando con los pescadores y moradores de las riveras, río abajo de la piedra Castillito. El río no develó nada, todo fue infructuoso, esfuerzos en vano. Finalmente, con resignación culposa abandonaron la búsqueda. Después de aquellos días de angustiosa espera, Lucrecia y Felícita, también admitieron la frustración de la esperanza de encontrar al hombre que, de manera separada y subrepticiamente, había dejado huellas profundas en sus vidas. Aunque amainaron sus llantos, seguían desconsoladas y atribuladas por el fracaso de la búsqueda, evidentemente una más que la otra; mientras Froilán Balzán hacía esfuerzos por consolarlas. Igualmente Ceferino Tamavi hizo lo imposible por tranquilizarlas y confortarlas.

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—A lo mejor está perdido en el monte, mija... —le aseguró Ceferino a Felícita — mientras tanto cuente conmigo, que nada le va a faltar... tiene que aparecer... hay que tener fe. —Él me dijo que nunca nos abandonaría, tío Cefe... ¡Dios mío!— gimoteó Felícita —. El dijo que nunca nos abandonaría, nunca... nunca... Ojalá lo hayan salvado las toninas, aunque lo tengan encantado, por lo menos existe la esperanza de verlo después que regrese del mundo encantado de Temendagui. Ojalá Dios mío, ojalá que aparezca en algún sitio... Con un gesto de incredulidad, Ceferino murmuró: “ahora ésta niña con esas pendejadas, igual que el otro...” y la dejó hablando sola. El mes siguiente a la desaparición del Dr. Meinhard transcurrió en un ambiente de calma y melancolía. Froilán Balzán se había ido a Caracas para esclarecer algunos asuntos relacionados con el angustioso accidente de su tío y al mismo tiempo visitar a su novia. Ceferino aunque lo disimulaba, también estaba desolado por la desaparición de su patrón y amigo, entonces Zita aprovechó para acercársele de nuevo con el pretexto de confortarlo. Ella estaba embarazada de Próculo, quien después de haberla seducido, mirándola a través del ojo de tonina, sació su caprichosa apetencia carnal durante dos meses y la abandonó sin reparo. Esperaba ahora su séptimo hijo, su hija mayor tenía catorce y otros de trece y doce años, eran de su primer hombre que murió en la selva, cuando trabajaba el balatá y la sarrapia. Después tuvo tres hijos más con Ceferino Tamavi que tenían ocho, siete y seis años, dos varones y una hembra respectivamente. A pesar de esos partos, Zita aún se conservaba atractiva, mantenía en su porte altanero, su manera de menearse cuando caminaba, presumiendo de sus anchas caderas y su pomposo y turgente trasero. En las mujeres de su etnia escaseaban esos atributos, así que ella probablemente los adquirió a consecuencia del mestizaje. Había heredado de su madre, de las banivas, su cara redondeada, sus ojos negros, nariz pequeña y labios gruesos, el pelo azabache muy abundante, sedoso y largo, también, al contrario de su hermana, cuello y brazos redondos y gruesos; sus piernas fuertes y macizas. Ella lucía con gracia y arrogancia todo su temple, provocando la apetencia de los hombres, por lo cual Ceferino se mortificaba y era extremadamente celoso, aunque ella no le dio nunca motivos ciertos, hasta que lo sorprendió cuando se fue con Próculo. Nada que alterase el ritmo apacible y monótono de la vida, acontecía en Kanariapo salvo el arribo de algunas de las escasas embarcaciones que transitaban el río. Casualmente en ese tiempo llegó la falca de don Melicio Pérez. Venía repleta de plátanos y maíz, desde San Juan de Manapiare, caserío por él fundado el 14 de enero de 1942, como base de operaciones para sus 80


trabajos de explotación de chicle y sarrapia. Después, desde 1944, se había dedicado a la siembra de conucos. En la noche, antes de apagar el generador, Ceferino y don Melicio mantuvieron una conversación amena, tratando tópicos diversos, sobre todo lo referente a la pica que forjó don Melicio entre San Juan de Manapiare y Puerto Ayacucho en el año 37, con el esperanzador intento de establecer una ruta que uniese a esas poblaciones. Él recordó con pormenores las peripecias experimentadas por su grupo durante catorce días de travesía por selvas, ríos y montañas. En el apacible caserío, Lucrecia continuaba trabajando en el dispensario, atendiendo cada día a más pacientes con la ayuda de Zita y Felícita, a quienes ella había instruido sobre la práctica de enfermería. Entretanto Blandina se encargaba de la cocina y aseo de la casa. En ocasiones se unían a las mujeres indígenas para preparar casabe y mañoco en el caney, aunque a Lucrecia y Felícita les desagradaba el olor penetrante del murujui, la yuca fermentada que impregnaba sus ropas y sus cuerpos; tampoco les gustaba rallarla, pero sí pelarla, exprimir la masa en el sebucán para extraer el tóxico yare y tostar la harina en el budare. A veces, Lucrecia departía con sus compañeras sobre temas cotidianos, mientras retorcían a mano fibra de cumare sobre sus muslos desnudos, para que Blandina tejiera los chinchorros. En una oportunidad les habló acerca de cómo los hombres, influían en sus vidas, generalmente de manera trágica. —Es increíble que los hombres sigan jugando como cuando eran niños, sin importarles lo que malogren, destruyan o utilicen para lograr sus propósitos, sobre todo a nosotras, las mujeres, como si tan solo fuéramos un juguete más para ellos. Fíjense que tantos sabios y tantos inventos, tanta técnica y maquinaria moderna, son utilizados por los políticos y militares para propiciar guerras y matanzas, en vano, porque al final el resultado de todo es esto que vemos aquí; la gente sigue pasando las peores penalidades en la ruina y la desgracia. Pero no vayan a creer que solo aquí hay pobreza, no hombre, hay muchos lugares del mundo, donde la gente se muere de hambre... Bueno, volviendo al caso, nosotras las mujeres, solo desde hace un año más o menos, es que podemos votar en las elecciones, antes no podíamos. —¿Verdad, tía? — interrumpió Felícita –, y ahora en noviembre nos toca votar otra vez. ¿Por quién va a votar usted, tía? ¿Por el FEI? —¡Nojose chica! ¡Cómo se te ocurre!— refutó la tía—. Tú no ves que esa gente es la que tiene preso a Gervasio. Mira, nosotras tenemos que votar amarillo, por la democracia; por cierto, si nosotras las mujeres nos uniéramos, la 81


cosa sería diferente, sin embargo, yo tengo la esperanza que llegará el día que las mujeres alcancen a disfrutar los mismos derechos que tienen los hombres. —¡Uhm! Sí hombre, yo te aviso— apuntó Zita. —Bueno chica—repuso Lucrecia —, no será ahorita, falta mucho para eso, para que la mujer se ponga a valer igual que el hombre, pero así tendrá que ser para que las cosas cambien y mejoren. —¿Será, tía? Caramba, eso esta muy bueno, pero yo tengo que irme a ver a los niños. —Anda pues, mija—dijo Lucrecia y continuó conversando con Zita y Blandina. Felícita intentaba olvidar la aflicción que sentía por la pérdida de su amado, manteniéndose ocupada en las labores diarias y dedicándose a la atención y enseñanza de los niños del caserío. Aún así, revoloteaban en su recuerdo las leyendas de los Mawaari, espíritus de supremo poder mágico, malignos y benéficos, fuente de mal y bien que reinan en el mundo líquido de las profundidades. Mitos paganos de dioses ambiguos que pudieron llevar a su querido Dr. Meinhard a recorrer para siempre las interminables cavernas del averno o disfrutar las encantadas ciudades de las profundidades fluviales rivales de las regiones celestes donde mora Nápiruli, el creador, con todos los dioses de los banivas, barés, kurripakos, guarequenas, puinaves y piapocos. O sencillamente pudieron haberlo salvado a través de las toninas encantadas. No... Dios mío, que me está pasando, eso es pura leyenda, pero que pendeja soy yo, solo son cuentos de parientes indígenas, nosotros somos católicos y debemos tener fe en Dios y la Virgen... Y afectada por la incertidumbre, se decidió por una leyenda que trataba el tema inequívoco entre el bien y el mal, a semejanza de su religión. Se sentó en medio de los niños y acomodándose la barriga, se dispuso a narrar el cuento. Bajo el cielo estrellado, disfrutaban la brisa fresca de verano cargada con la fragancia de las orquídeas y otras plantas en floración. —Hoy les voy a contar la “Leyenda de Nápiruli” de los banivas, que trata sobre la creación del primer hombre y de los chorros de Yépuri-pana, allá en el alto Guainía: “Cuando el Uenni era un lago sereno casi sin corrientes, Nápiruli, el dios supremo, creó al primer hombre, la inteligencia, a quién subordinó todos los demás seres que existían para entonces. Esto desagradó profundamente a Dacapá, el genio del mal, y se reveló contra Nápiruli. Entonces, el primer hombre, o sea, la inteligencia inspirada por la divinidad, trató de someterlo y al efecto ordenó a todos que redujeran al rebelde a la obediencia; pero Dacapá, 82


lleno de rabia y orgullo se escapó, buscando la dirección por donde viene la sombra. —¿De dónde viene la sombra maestra?—interrumpió uno de sus pupilos y ella respondió —: la sombra viene del Oeste, por donde se oculta el sol. Y no me interrumpa más Jacinto, porque se me olvida el cuento. “Lo persiguieron algunos y quizá lo hubieran capturado rápidamente, pero como Dacapá era muy poderoso y se le temía muchísimo, fue protegido en su fuga por la mayor parte de los peces, aves, anfibios, cuadrúpedos y hasta por muchos árboles, de manera que al hijo de Nápiruli apenas si le quedaron como aliados el buitre, el zamuro, el perro de agua, la tonina y otros muy contados. Todo favorecía la evasión de Dacapá; pero el primer hombre no desistió y para no ver burlada su autoridad, desplegó sus facultades creadoras y empezó a formar diques de granito para interceptarle el paso y acorralarlo en un estrecho. Construyó primero el raudal del Yauri-uenni o sea, “El Raudal del Tigre”; pero Dacapá con su potencia eléctrica se abrió camino. Asimismo hizo por entre los demás raudales que sucesivamente iba formando el primer hombre. Pero con todo, más rápida que Dacapá, seguía la inteligencia humana levantando barreras del seno de las tranquilas ondas. Así surgieron los numerosos raudales que desde entonces quedaron en el cauce del Guainía, el cual se fue estirando como una enorme serpiente y transformando de esa manera el caudal de sus aguas roji-negras. Siguió activamente la persecución, hasta que al fin, el rebelde extenuado ya, quedó detenido por el último dique que se alzó, el de Yépuri-pana, o sea, “La Mansión del Diablo.” Desde entonces el genio del mal fue sometido a la voluntad del hombre y se afianzó para siempre el poder de la inteligencia divina. Después de quedar el vencido Dacapá encerrado entre las murallas de piedra, se crearon los demás seres humanos. El primer hombre, humano al fin; lleno de venganza, condenó a los aliados de Dacapá a ser cacería y alimento de los humanos, prohibiéndoles a éstos comer de los animales que, como el zamuro y la tonina, habían permanecido fieles a él durante la contienda contra Dacapá, el genio del mal.” Después de terminar, Felícita se quedó sentada mientras los niños se retiraban, así estuvo por un rato, imperturbable, meditando hasta que concilió el sueño. Al día siguiente, mientras saboreaban el café, le comentó a Lucrecia: —Caramba tía, yo estuve pensando en las cosas que usted nos dijo ayer, pero mire... yo veo que hasta en las leyendas indígenas, contimás nuestro credo cristiano, el hombre está todo el tiempo primero que la mujer y por encima siempre, usted sabe que Dios creó primero al hombre y después... En 83


consideración de que estaba solo, creó a la mujer para que lo acompañara, para mí eso que usted dice sobre la igualdad, va a costar mucho... —Está bien, está bien — repuso Lucrecia—, es bueno que tu pienses así, pero no te preocupes tanto, siempre alguien tiene que ir primero en la fila, pero ten en cuenta que tú, como mujer no tienes por que vivir frustrada, sin derecho a nada, ni tienes que vivir en sumisión de nadie; aspira ser dueña de ti misma y bueno, tomar tus propias decisiones. —Bueno tía, después me explica mejor eso, porque Blandina me está esperando para ayudarle con el desayuno. Al transcurrir el tiempo, la casa del dispensario resultó insuficiente para atender a las comunidades circunvecinas, que cada vez utilizaban con más frecuencia sus servicios, en tal situación, utilizaron las barracas construidas por el Dr. Meinhard para otros fines, que ellos ignoraban. De manera que no tuvieron problemas para prestar la asistencia médica requerida y desarrollar otras actividades; también dispusieron de suficiente comida, equipos y medicamentos que había dejado el médico. Dos meses después regresó Froilán Balzán en la lancha rápida con más provisiones, también trajo muchas herramientas, maquinarias y motobombas de agua. El día que arribó Froilán fue excepcionalmente afanoso, los peones descargaron del yate, su equipaje y las herramientas. Además la mercancía embalada, seis vacas y un toro del catamarán que arribó posteriormente, contratado a Eloy Fajardo por la gobernación a para transportar el ganado. Froilán le había fletado la carga que no cupo en su yate; Eloy Fajardo tuvo dudas acerca del contenido de esas pesadas cajas que embarcó en Samariapo, no obstante, cuando recibió como complemento de pago del flete, un rallador de yuca que venía en uno de los embalajes, quedó convencido de que todo el cargamento consistía en equipo y maquinaria agrícola; esa misma tarde, don Eloy continuó su viaje por la vía del Casiquiare hacia Maroa, donde además de ejercer el cargo de pagador, dirigía la cuadrilla que abría la carretera YavitaPimichín, bajo la gestión del gobernador Antonio Silva; también promovía los trabajos agrícolas en la comunidad, de manera que sentía gran satisfacción de llevar por primera vez a esos confines, el equipo que había negociado. En la noche, las mujeres comentaron sus apreciaciones, Lucrecia le manifestó a Zita y Felícita con cierta incertidumbre que, algo había cambiado en la conducta de Froilán Balzán. —No sé que es, pero tengo el presentimiento que viene con algo malo... ¡Ay, no sé! Virgen Santísima, pero sospecho que viene con malas intenciones... Quién sabe que será. 84


—Barajo tía, no me diga que usted también es adivina — argumentó Felícita— ¿No será mejor preguntarle a Blandina, tía? Ella puede leer las cartas. —Yo no sé, chica —dijo Lucrecia—, lo que sí quiero hacer, es irme a Puerto Ayacucho después que tú des a luz; para hablar con el ingeniero Pérez de Prada, el que está construyendo la catedral, para que me dibuje el plano de una casa grande con todas sus comodidades, que pienso construir en Ayacucho… Montamos una pensión allí y la atendemos entre todas. ¿Qué les parece? Lucrecia había pasado de la incertidumbre a la euforia, pero a Zita y Felícita no les interesó en lo mínimo la idea de Lucrecia, solo se limitaron a sonreír mirándose mutuamente. —Umjú, usted lo hace y yo la veo—manifestó Zita en tono indiferente. Días después de su llegada, Froilán Balzán encargó a Próculo Marsal de una cuadrilla de macheteros indígenas para incursionar hacia lo profundo de la selva. Estuvieron una semana trabajando, abriendo un camino de penetración hasta el cerro Yapacana, por esa ruta envió luego todo el equipo y maquinarias que había traído. Después, Froilán salió por el camino abierto en una expedición bien equipada con pertrechos y provisiones como para abastecerse durante meses. Se marchó sin dar muchas explicaciones, dejando el campamento de Kanariapo a cargo de Ceferino Tamavi, aunque ya las actividades no eran muchas, pues se esperaba que, con la llegada de Froilán, éstas se reanudaran, pero no fue asi. Ahora solo funcionaba el dispensario rural. El 30 de noviembre de 1952, día fijado para las elecciones nacionales, todos los votantes de Kanariapo, viajaron a Macuruco para ejercer sus derechos y regresaron al día siguiente bajo el sol candente de verano. Lucrecia estuvo atenta los días subsiguientes, al igual que Ceferino, de las noticias a través de la radio. Ella tenía la esperanza que si triunfaban los amarillos, en seguida liberarían a Gervasio y los demás presos políticos. Los últimos boletines publicados daban los resultados en el Distrito Federal: a U.R.D. con 42.031 votos; el F.E.I. con 27.803 votos y COPEI con 17.236. En el estado Carabobo: a U.R.D. con 5.857 votos; el F.E.I. con 3.256 votos y COPEI con 1.620 votos. La situación estaba confusa, puesto que, ni los uerredistas pensaron obtener un triunfo rotundo, ni el gobierno sufrir una apabullante derrota, por lo que, el 2 de diciembre, desconociendo el resultado de las elecciones, una asamblea de oficiales nombró al coronel Marcos Pérez Jiménez, Presidente provisional, previa renuncia de la Junta de Gobierno. 85


—Bueno, que se va hacer, estas elecciones echaron a perder hasta la celebración del cumpleaños de don Néstor, que cayó el mismo día... que vaina ¿no?— se lamentó Ceferino. —Claro, tú te quejas porque no pudiste ir a tomar ron en Las Carmelitas como la otra vez ¿verdad?— le reprochó Zita graciosamente, propinándole un fuerte pellizco en el brazo y simultáneamente para que no lo sintiera, un pinchazo con una puya de raya ensalmada. La última noticia relacionada con las elecciones que oyeron en Kanariapo, fue el 17 de diciembre: “Jóvito Villalba, máximo dirigente del partido Unión Republicana Democrática, abandonó ayer el país, por invitación del gobierno; acompañado del Dr. Luis Hernández Solís, Dr. Ramón Tenorio Sifontes, Profesor Humberto Bártoli, Br. Víctor Raffalí, Sr. Raúl Díaz Legórburu y el Profesor Alfonso Medina Sánchez; todos directivos de U.R.D. quienes abandonaron el país esta mañana en avión expreso que despegó al amanecer, desde el aeropuerto de la Carlota con destino a Panamá(...)” *** Después de haber permanecido alejado por varios meses, Froilán Balzán regresó enflaquecido y atezado. Durante los últimos días del año, permaneció en el campamento descansando. Allí disfrutaba de la vida bucólica, dedicándose tan solo al trabajo de arreglar algunos motores y herramientas. Al anochecer, destinaba su tiempo a cortejar a Lucrecia como todo un caballero, muy atento y galantemente; tanto así, que sus atenciones y lagoterías terminaron por embelesarla, motivándola a olvidar en ocasiones, sus penas ocultas. Y así, disfrutando su amorío, con emoción desbordante y espontáneamente, Lucrecia le confesó a Zita, en medio de risas y cuchicheos, sus experiencias: caricias tan íntimas, como besos apasionados que la estremecían, provocándole el flujo lúbrico desde el abismo de su ser. —Entonces, tú y él están... —dijo Zita asombrada, pero Lucrecia la interrumpió. —¡No, no chica!... ¡Que va! Tampoco la cosa es así, no hemos hecho nada todavía; ni pienso hacerlo... —Pero bueno —refutó Zita—, todo el tiempo tú estás con eso: nada con el doctor y ahora con éste, nada tampoco, nojose chica, ya me cuesta creerte. —¡Ah! Pero que te crees tú, acaso tú piensas que soy una puta, no hombre, chica, tú no entiendes nada porque tú... 86


—Bueno, bueno, ya, si tú lo dices por mí, allá tú con tu conciencia... Yo, por lo menos no ando con esa vaina. Para mí, un hombre es mío o no es. O es chicha o es limonada. —¡Umjú? – hizo Lucrecia, murmuró una frase y se retiró enojada. Por su parte, Ceferino Tamavi, ajeno a esos lances, dedicaba todo su tiempo, entusiasmo y energía a la cría del ganado y las aves, así como a la agricultura en los conucos. Al mismo tiempo evitaba el meloso asedio de Lucrecia, de Felícita, de Blandina y hasta de la propia Zita para que la aceptara de nuevo. Ganas no le faltaban, pues era penoso convivir con la soledad, pero estaba su pundonor de por medio. De ésta manera, los legatarios del Dr. Meinhard continuaban con interés acendrado la obra que éste había iniciado en el apacible caserío, sin sospechar que estaban contribuyendo a fraguar una confabulación urdida por uno de ellos, que los arrastraría inexorablemente al abismo de la infamia y la crueldad.

CAPITULO X CACERIA MISTERIOSA La modesta celebración comenzó de madrugada cuando Ceferino mató el cochino que había engordado para ese último día del año y recibir del Año Nuevo. Después cocinó los crujientes chicharrones en una gran paila balatera. Mientras Blandina, Lucrecia, Zita y Felícita, preparaban las hallacas y las morcillas en un ambiente afectivo. Chicharrones y morcillas conformaron el plato fuerte del suculento almuerzo que todos degustaron. Al anochecer, prevalecieron en la cena gustosas hallacas y la cabeza del cerdo que sirvió de centro de mesa. Seguidamente oyeron música de una vitrola y se abstuvieron de bailar porque aún pesaba sobre ellos el luto por el Dr. Meinhard. Todas las mujeres estrenaron vestido y como era costumbre, permanecían separadas del 87


grupo de hombres, conversando apaciblemente mientras tomaban refresco y ponche caseros, en tanto que los hombres libaban ron y anís, a excepción de Froilán que tomaba güisqui. Al filo de la media noche, cuando ya todos se habían retirado, después del abrazo del feliz año. Froilán Balzán miraba inmutablemente la cabeza de cochino que permanecía sobre la mesa, ya consumida su carne, desgarrada y solitaria. Súbitamente se levantó de la silla y se le acercó a Lucrecia por la espalda, sigilosamente; ella estaba recogiendo algunas viandas en el comedor, se estremeció al sentir otro abrazo y otro ¡Feliz año! de Froilán, muy cerca sintió su vaho alcohólico sin sorprenderse, puesto que en el transcurso de la celebración, él se comportó muy amoroso y gentil. Pero de pronto, antes de reaccionar por instinto, la sorprendió el destrizar de su vestido en las manos crispadas y violentas del impulsivo borracho, ansioso por desfogar la pasión que ella había despertado en él. Lucrecia en su asombro, no obstante logró zafarse y correr, corrió desesperada, dándole así a Froilán, la satisfacción de practicar algo que había leído en el libro “Vida Indiana” de Matos Arvelo. Se sintió exaltado y excitado por la idea de ir tras ella para tumbarla a la manera tradicional indígena. En efecto, corrió para atraparla y estaba a punto de lograrlo cuando inesperadamente dio un traspié y besó el suelo, proporcionándole ventaja a la mujer que se dirigía hacia la casa donde estaban Felícita y las mujeres de servicio, pero a la mitad del camino, una raíz le atajó el pié y también Lucrecia fue a dar al suelo, perdiendo su ventaja. Al momento de levantarse, el perseguidor la agarró de nuevo y esta vez ambos rodaron sobre el pajonal, Lucrecia resistía con desesperación al manoseo del hombre y se desgañitaba en cuanto podía, mientras él proseguía exultante su arrebato, desgarrándole el vestido y besuqueándola apetecidamente. Estaba tan desvivido que no vio el foco de luz proyectado por la linterna de Ceferino Tamavi, pero lo sacudió el manotazo que éste le propinó. Sorprendido, el arrebatado y estupefacto hombre trató de enfrentar a su atacante, si embargo, en las condiciones que estaba, su reacción fue torpe y desmadejada; al momento recibió otro ramalazo que lo lanzó sobre el húmedo pajonal, cayendo pasadamente exánime. —¡Dios mío...! ¡Gracias a Dios que viniste, Ceferino...! ¡Virgen Santísima! —Exclamó Lucrecia y se abalanzó sobre Ceferino sollozando. Él la estrechó entre sus brazos durante un momento, sólo hasta percatarse de la desnudez de su torso. Enseguida se quitó la camisa y la cubrió con ella. —Bueno, todo esto es un bochinche, yo salí a buscarla porque aquellas mujeres tienen un alboroto armado. Ahorita mismo Felícita está dando a luz y la necesitan a usted con urgencia. 88


—¿Cómo? ¿Felícita está pariendo? —exclamó sorprendida Lucrecia—. Bueno, pero dime ¿cómo está ella, ah? —Caramba, yo no sé —dijo Ceferino—, ella estaba pujando con los dolores cuando Blandina me pidió que la buscara a usted y al ratico oí los gritos y me vine corriendo. —Si hombre, gracias manito—dijo Lucrecia y olvidándose momentáneamente de la vejación sufrida, propuso: ¡Vamos ligero pues! ¡Vamos corriendo a ver! —Vamos que pa’luego es tarde—afirmó Ceferino mientras arrancaba a correr. —¡Espérate! —Lucrecia se detuvo y se agachó adolorida —espera un poco que me duele mucho el pié. ¡Cónchale! parece que me lo torcí. Sin inmutarse, rápidamente Ceferino la levantó y la cargó acunada. *** Después del altercado con Froilán Balzán, Ceferino Tamavi esperaba la reacción de aquel, entre un ambiente tenso, sintiendo que el tiempo pasaba lento. Así, entretanto, aplicó uno de sus conocimientos al “sobarle” la torcedura de pié a Lucrecia y lograr reponer la articulación, soportando los alaridos de aquella. Después, estuvo toda la mañana frente al caserón donde vivían las mujeres. Éstas no cesaban de cuchichear acerca del color blancuzco del recién nacido, pues su genética coincidía con la de un caucásico, no con la de Macedón a quien Felícita había achacado naturalmente la paternidad de su hijo, cuando fue imposible disimular su embarazo. Pero todos estaban tan preocupados por la salud de Felícita y del recién nacido, que sus tías dejaron la inquisición para más tarde. Después de almorzar, Ceferino resolvió calarse su chácara y su escopeta morocha calibre 16, e internarse en la selva con el propósito de calmar su ansiedad o matar el tiempo; de paso, podía matar un danto, o una lapa, un paují o una gallineta, un picure o bien, un báquiro; pero era muy probable que no lograra cazar nada. Ceferino Tamavi, como buen cazador, conocía muy bien los lugares de cacería, las costumbres de los animales, sus sitios de comer, beber y dormir, identificaba cada una de sus huellas y las expresiones de los mismos, también imitaba perfectamente el lenguaje de sus presas, para atraerlas o darles confianza. No obstante, en ocasiones la fauna escasea en la selva inhóspita, sobremanera cuando está iluminada por la luna o empapada por torrenciales lluvias. Esa tarde de verano precisamente, la selva estaba solitaria. 89


Desencantado y cansado, Ceferino Tamavi se reclinó bajo un árbol seco, semi-quemado, en medio de un rastrojo, bajo el sol candente. El silencio pasmoso, tenso, casi absoluto a no ser por la tenue orquestación del gorjear de aves y los chirridos de insectos, fue interrumpido por la tremolina de una bandada de pericos que emergió de la espesura arborescente; al momento, un tremebundo ruido que provenía del mismo sitio desde el cual salieron las asustadas aves, alertó al inquieto cazador, que no veía aún la causa del estrépito, solo oía el destrizar de árboles. Seguidamente, el suelo se estremeció ante las devastadoras patadas de la gran manada de fieras que, en estridente estampida, se dirigía hacia el impávido y alelado cazador. Accionó dos veces su escopeta, pero los disparos no menguaron el alboroto del tropel que tan solo se desvió un poco. Cuando sintió que tenía encima la manada, se encaramó rápidamente sobre el árbol seco y desde allí vio atónito pasar la estampida bajo sus pies. El árbol a duras penas pudo resistir hasta que pasó el último animal y se vino abajo con el hombre acuesta, pero antes de caer, éste saltó ágilmente para tocar el suelo evitando un percance. Enseguida, tras haber superado el pánico, el cazador cargó y disparó de nuevo, dejando en el maltrecho suelo del rastrojo al último y más débil de los báquiros. Volvió la calma y el silencio se adueñó de la bochornosa tarde. Ceferino Tamavi levantó su presa dispuesto a regresar a casa por la misma dirección en que apareció la manada. De improvisto, otro susto: soltó al báquiro instintivamente y cargó su arma temblorosamente con el último par de cartuchos. Tenía al frente a un enorme tigre mariposo que invadía desdeñoso, todo el espacio estropeado y despejado por la manada de báquiros. El viento levantó una densa polvareda que hizo desvanecer la figura por un momento, cuando aclaró, el cazador disparó. Fue un disparo certero, a menos de veinte metros; seguidamente, otra tolvanera barrió el lugar y todo se veía difuso, pero al pasar, el descollante animal estaba allí. El cazador, impávido, imprecó “¡Malhaya sea!” Y disparó de nuevo, pero inexplicablemente, la fiera seguía de pie, imponente, incólume. —Carajo, las bolas se me encogieron y se me subieron aquí — Ceferino indicó su garganta momentáneamente cuando le contaba el lance a Zita. — Retrocedí con mucho cuidado y tropecé con mi cacería, pero que va, la dejé allí mismo y paticas pa’que te tengo; eché un carrerón hasta el primer palo que vi, pero apenas me subí y voltié a ver... ¡Bersia, chica! allí no había nada, ni tigre ni presa. Basié, a mí no me quita nadie que ese tigre es el mismito Próculo “Peramán”. Nojose, con esos tiros, tres en boca, no pude haberlo pelado, que vá, ese condenao se convierte en tigre como dicen por allí... Y dígame, usted que anduvo con ese diablo, nojose, hay que estar bien... 90


—¡Que vá mijo! No venga ahora a pagarla conmigo — interrumpió Zita para defenderse—, no hombre, yo no tengo la culpa de que usted llegó aquí con sus pantalones orinados. —¿Cómo? ¡Carajo!— vociferó Ceferino muy molesto—no se le ocurra volver a repetir esa vaina ¡Respéteme, nojose...! Bueno, hasta el más guapo se le afloja el murujui con una vaina de esas. ¡Ah! ¿Y cómo es eso que ahora en la casa del vagabundo ese están comiendo báquiro? Que va, mujé, nosotros nos vamos de aquí ahora mismo, ya son dos contra mí, pero no es por eso, yo no me acobardo ni que fueran tres pero por sensatez, tengo que ponerlos a salvo a ustedes primero; sí señora, así que vaya recogiendo a sus muchachos, los coroticos y las magayas. Zita había dado a luz su séptimo hijo hacía pocos meses y en esa condición, no despreciaría ahora la ocasión de irse con Ceferino, pues éste, tácitamente había perdonado su desliz e infidelidad. Después de todo, tanta insistencia de Lucrecia y Felícita, aunado al sincero arrepentimiento de Zita, conmovieron y doblegaron el orgullo de Ceferino y lo persuadieron de perdonar o por lo menos, olvidar la afrenta. Esta era la oportunidad de aceptarla nuevamente, pero llevándosela lejos de vecinos chismosos. Aunque por su lado, Zita estaba segura que su hombre había sucumbido bajo el hechizo de la puya de raya; ahora aprovecharía la ocasión de apartarse de aquel que la había engañado, que ahora odiaba con toda el alma y además, evitaría seguir oyendo las humillantes murmuraciones. Y entre la penumbra de una fría madrugada, el frustrado cazador reunió sus corotos, su mujer y sus muchachos, pero cuando caminaban hacia el puerto, recapacitó: “que estoy haciendo, no me puedo ir así, con el rabo entre las piernas, noo, que va; yo no me puedo picurear así” y le indicó a Zita que siguiera adelante con sus hijos. Se desvió hacia la casa donde dormía Froilán, golpeó la puerta contundentemente y no obtuvo respuesta, entonces con su escopeta en mano, gritó: —¡Oiga, don Froilán! ¡Le vengo avisar que yo me voy de aquí porque no puedo seguir trabajando con una persona tan perversa como usted! ¡Ya usted me tiene arrecho con sus amenazas! ¡Pero sepa que si vuelve a meterse con doña Lucrecia, se las va ver de nuevo conmigo!... ¡Bueno, por si acaso, voy a estar en San Fernando! Como no obtuvo respuesta, volvió a repetir la cantaleta y tampoco recibió contesta, así que se dirigió a su bongo, intrigado, creyendo que el aludido no estaba allí. Las personas que se habían despertado con el alboroto, los vieron embarcarse con su familia. Puso en marcha el motor de 15 HP que su amigo Meinhard le había regalado, después, cuando se alejaban del puerto río abajo, 91


vieron a Froilán que corría hacia la orilla vociferando insultos que no podían escuchar, vieron también que hizo varios disparos con su revolver. Pero la lejanía evadía la furia de Froilán Balzán, que había amenazado a Ceferino con hacerle la vida imposible, y tenía manera de cumplir, siendo dueño y señor del sitio. Lucrecia estuvo indecisa pero se negó acompañarlos, explicándoles que: “Eso pasó en un momento de borrachera de Froilán, yo no creo que voy a tener más problemas y también, tengo que seguir con el dispensario por lo menos hasta que venga otro enfermero, además, Felícita está recién parida y no puedo dejarla sola, váyanse ustedes adelante, que yo me voy después, nos veremos en San Fernando, si Dios quiere.” Zita la miró con su picaresca sonrisa y le susurró: “A vaina mana, yo sé que es lo está pasando contigo, pero piénsalo bien que ese hombre no te conviene” En efecto, Froilán Balzán, la trató duramente, reprendiéndola por su complicidad en la huída de Ceferino Tamavi y su familia, alegando que el guarapo que le dio esa noche lo había amodorrado. Finalmente rezongó: —¡Seguro que eso era un somnífero para que no me despertara a tiempo! ¡Bueno!, ¡que caray! Para lo que servía el indolente ese. — Luego exigió —: Y tú, prepárame más remedio para los rasguños que me hiciste, gata salvaje. —Tengo que ir a la enfermería a buscar los ingredientes. —Vamos entonces pues, que también necesito algo para mejorarme de esto que me hizo el desgraciado ese—dijo Froilán señalándose el ojo moreteado. Una vez en la medicatura, Lucrecia estaba mezclando 4 gr. de ácido bórico y 300 gr. de vaselina en un envase de vidrio y tal vez por el nerviosismo que la dominaba, se le resbaló el envase, quebrándose al caer, enseguida recogió los trozos de vidrio pero se hirió la mano al hacerlo, paró rápidamente la hemorragia aplicándose un poco de café molido, remedio casero que ella comúnmente utilizaba en aquellos lejanos lares. Froilán Balzán estaba afuera y no percibió el accidente, cuando entró, Lucrecia aún preparaba la pomada. —¡Ah caramba! ¿Todavía no está listo eso?— la regañó de nuevo, y Lucrecia se contrariaba aún más, por el inesperado cambio que afectaba al hombre que hasta hace pocos días casi logra enamorarla. Al terminar, aplicó la pomada a Froilán en los rasguños de la cara, en el pecho y en los brazos, luego untó aceite alcanforado en el ojo moreteado. En ese acto trató de besuquearla pero ella lo esquivó sin inmutarse. El hombre se marchó disgustado, mientras Lucrecia se dedicó a preparar una loción contra la picadura de mosquito; midió los ingredientes 92


cuidadosamente: 60 gr. de ácido acético; 5 gr. de cencel; 5 gr. de timol; 2 gr. de salicilato de metilo y 500 gr. alcohol 60º c.s.p. Después elaboró un jarabe contra la alcoholomanía, a base de: 30 gotas de espíritu de silvio, 3 gr. de tintura de capsicum, 5 gr. de glicerina y 70 gr. de infusión de cascarilla. Dándole este brebaje a Froilán Balzán, le evitaría una futura borrachera, y para ella asegurar su integridad y pudor, preparó el mejunje con la fórmula que Blandina le había confiado, para suministrarle al Dr. Meinhard y que lo mantenía inerte sexualmente al momento de pretenderla, esto le fue posible porque casualmente había encontrado un par de alfileres, los cuales previamente ensalmados, eran esenciales para combinar la fórmula de protección contra los posibles asedios sexuales de Froilán Balzán. Felícita, una vez recuperada, se vio en la necesidad de inventar un cuento para justificar el embrollado caso del color de su hijo, para disipar la sospecha que tenía Lucrecia acerca de la paternidad del niño y asimismo calmar la murmuración de sus compañeros. Entonces le adosó su hijo al musiú más buenmozo de los que llegaron a Kanariapo ¿Pero cuál? ¡Cómo se llamaba...? Roy, Roy Rogers. ¡No! ¡no! Ron Norton... No recordaba, y aguantó de todas maneras el torrente de regaños y críticas que para su tranquilidad fueron disipándose al transcurrir el tiempo. Volvió a la escuela y viendo que la mayoría de sus alumnos habían cumplido con las tareas que ella les había asignado, los premió con una de sus fábulas: —Les voy a contar el cuento de la guacamaya: “Había una vez, un hombre que vivía solo en su casa menospreciado por todos sus vecinos, nadie lo quería y hasta las mujeres lo despreciaban. Como estaba tan solo, un día se fue al monte a cazar. Encontró un pichón de loro, lo crió y transcurrido el tiempo, el loro aprendió a expresarse con palabras y le pidió al hombre que trajera una guaca. Entonces volvió a la montaña y atrapó un pichón de guacamaya, también se la trajo y la crió. Entonces eran tres: el loro, la guacamaya y el hombre; cuando él salía al monte, dejaba los animales en la casa para que le cuidaran el sitio. Cuando alguien se acercaba, hablaba con la guaca o el loro y si preguntaba por el dueño del sitio, ellas le informaban que andaba cazando o pescando. Al fin, después de cumplir un año, la lora y la guaca hablaban perfectamente y además hacían todos los oficios de la casa y hasta le cocinaban al hombre; esto lo hacían mientras él estaba ausente, de manera que cuando regresaba a la casa, la comida estaba preparada, ya lista para que él comiera. —¡Caramba!—exclamó el hombre, un día que llegó contento con buena cacería—. Si tú fueras mujer, me casaría contigo. —Eso es muy sencillo — respondió la guaca –, pues yo soy una mujer. 93


En ese instante, mientras el hombre estaba de espalda, la guacamaya se convirtió en una bellísima mujer. —¡Ah...! ¡Qué bueno! —dijo el hombre sorprendido. —Entonces vamos a vivir juntos como la gente. —Está bien —dijo la mujer—. Yo viviré contigo Y la guaca, o sea, la mujer, fue del hombre y se fueron a vivir al pueblo de ella, situado en un cerro. Después regresaron a su sitio y allí vivieron de nuevo. Pero los vecinos ahora envidiaban al hombre por tener la mujer más bonita de todas. Y lo envenenaron, por culpa de ella, de esa guacamaya que se convirtió en mujer. Por eso dicen que ella fue la culpable de la muerte del hombre”. —Maestra, maestra ¿y qué pasó con el loro?—balbuceó el pequeño Jacinto. —¿Ah? Ya va – exclamó sorprendida por la pregunta del niño. — ¡Noo! El loro y la guaca, después que murió el hombre, se fueron para siempre. Después, se enfrascó en averiguar el por qué de la culpa de la mujerguaca; finalmente dispuso agregarle como moraleja al cuento que: “Siempre le echan la culpa de todo al más tonto, pero la culpa de las desgracias, la tienen las malas acciones de la gente, como el desprecio y la envidia que le tenían al hombre.” Después de varios días, Froilán le propuso insistentemente a Lucrecia, que lo acompañase a una expedición al cerro Yapacana. —Querida, necesito que vengas conmigo, volveremos a ser como antes, de veras quiero tenerte a mi lado, vamos a pasar un tiempo allá donde el clima es suave y tendremos una buena casa. ¿Qué te parece? —Usted debe estar loco, hombre, ya le he dicho que no. ¿Es que no entiende? Mi lugar está aquí, en el dispensario y no en su cerro haciendo quién sabe qué cosa, además, todavía me duele el pie. ¡Por favor!, ¡déjeme tranquila! —Bueno, como tú quieras..., ya veremos querida..., ya veremos... ***

Fue un despertar terrible para Lucrecia, abandonó su hamaca de madrugada para enfrentarse al tormento maquinado por Froilán Balzán. Mientras ella, angustiada, le imploraba, le exigía, o le imprecaba; él, imperturbable, se limitaba a repetirle inexorablemente: 94


—La única manera de ver a tu hijo es que vengas conmigo al campamento del Yapacana, el niño está allá bien cuidado por Blandina. —¡Cónchale! Pero que le hice yo a usted para que me salga ahora con esa infamia, ¡Desgraciado! ¡Sinvergüenza! Devuélvame a mi hijo ya ¡Carajo! —Ya te he dicho mil veces, solo aspiro que me quieras un poco—dijo Froilán con una expresión hipócrita en el rostro —. Ven conmigo y verás a tu hijo, no creo que te niegues hacer ese pequeño sacrificio por él. —¡No diga eso hombre! Yo haría cualquier cosa con tal de recuperar a mi hijo... Hasta ir con usted, en contra de mi voluntad. —Vamonos entonces, ya verás que la vamos a pasar muy bien, querida — musitó Froilán complacido. Luego sobrepuso el brazo delicadamente sobre el hombro de Lucrecia, empero, ella abatida como estaba, se zarandeó bruscamente y se alejó de él. Fue a prepararse para salir esa mañana. Le aguardaba un día de zozobra y desconsuelo, comienzo apenas de una larga y cruel pesadilla.

CAPITULO XI EL VOLCAN DE ORO “Corría el oro solamente y no había ni plata ni billetes.(...) Quien mató y atropelló, enmudece cuando se recuerda esos tiempos.” Pablo J. Anduze Transitaban a través de la tupida selva por el camino que habían abierto los hombres de Froilán Balzán meses atrás. Era prácticamente un estrecho túnel. Caminaban uno tras otro sobre una gruesa capa de hojas y ramas podridas, primero un baquiano machetero, luego Próculo Marsal y tres indígenas cargados de provisiones, seguidos por Lucrecia y Felícita con su bebé, tras ellas, Froilán Balzán y por último Macedón Barana. Se dirigían hacia las cumbres del cerro 95


Yapacana, allí Froilán había construido un campamento, donde tenía secuestrado al hijo de Lucrecia. Al mediodía acamparon para descansar y comer, Macedón se ocupó de calentar los alimentos y servirlos. Froilán Balzán, tratando de apaciguar a Lucrecia, le sirvió personalmente, sin embargo, ella permanecía silenciosa y hosca; todo lo contrario de Felícita, que estaba muy contenta de convivir con Macedón Barana. Después de varios meses de celibato, la muchacha deseosa de recuperar el tiempo, no dejaba escapar las oportunidades de estar con su nuevo marido, mientras Froilán abordaba a Lucrecia. Macedón Barana andaba por el alto Parú, cuando supo de la muerte del Dr. Meinhard por boca de unos cazadores procedentes de San Fernando. Enseguida les dijo a sus compañeros: “Voy a buscar a mi mujer, después yo vengo” y se embarcó en su curiara. Canaleteó río abajo, salió a la confluencia de ese río con el Ventuari, llegó hasta Las Carmelitas, allí se reabasteció vendiendo parte de la cacería y luego bajó hasta desembocar al Orinoco, bajó un trecho más y arribó a Kanariapo, pero allí, mientras intentaba robarse a Felícita, Froilán Balzán lo capturó y le ofreció perdonarle el castigo por atentar contra su tío a cambio de que trabajase para él. Lucrecia y Felícita se olvidaron del asunto, y la hija de Blandina ya no se interesaba por él, pues ya había conseguido marido. Caminaban sin cesar, sin apresuramiento y sin hablar pero con perseverancia hacia el suroeste. Salieron del primer túnel que atravesaba la espesura, hacia una extensa sabana de suelo arenoso y húmedo, muy interesante por su variedad, por los distintos grados de evolución, así como por presentar condiciones y adaptaciones ecológicas muy particulares ya que, existen conexiones florísticas del Neotrópico (Sur América) y Paleotrópico (Asia sur oriental). Atravesaron este paraje bajo el sol ardiente de la tarde, avistando frente a ellos, la silueta inalcanzable, lejana y azul del cerro Yapacana, una meseta de arenisca cuarzosa perteneciente a la formación Roraima; este tepuy no está ligado a ninguno de los sistemas montañosos del sur del país, de manera que se levanta como un gigantesco hito sobre la selva siempre verde, conformando un maravilloso recurso escénico. Los nativos cuentan que es un antiguo volcán que hizo su última erupción en tiempo inmemorable, vomitando una enorme bocanada de lava dorada... El oro se esparció por el contorno sobre las sabanas que le rodean. No obstante, en su interior quedó fundido el grueso del precioso metal, una monumental paila de oro a más de mil metros de altura. Arriba, en la embocadura de la meseta petrificada, yacía todo el oro del mítico Dorado. 96


Después de largo trajinar, la columna penetró a través de la espesura por otro pasadizo previamente abierto por los peones, bajo las sombras ya no sufrían las inclemencias del sol, pero sí del calor húmedo y sofocante. Millares de pasos, y cada paso adelante, un paso menos para llegar; a cada paso marcado por la incertidumbre, angustia y zozobra de Lucrecia, le seguían las pisadas que aplastaban las de ella, eran los pasos de la codicia, ambición y agresividad de Froilán Balzán. Una vez más, el suelo amazonense absorbía las lágrimas y el sudor de sus hijos, esclavizados por la ignominiosa avaricia de los saqueadores de sus entrañas. Cuando al fin salieron a un claro de selva, ya el astro rey los había abandonado, dejando tras sí, la fugaz penumbra que les permitió justo a tiempo, acampar improvisadamente bajo el pequeño caney que Froilán Balzán había ordenado construir con anterioridad. Agotados todos por la jornada, colgaron sendos chinchorros y pronto quedaron rendidos; sólo quedó despierto un peón haciendo guardia, bajo la tenue luz de un farol a kerosén. A media noche, Lucrecia se despertó ya repuesta del cansancio. Más tarde, la preocupación y la ansiedad de ver a su hijo, le impedían reconciliar el sueño; escuchaba los indescifrables diálogos entre los dueños de la selva: saurios, batracios, aves e insectos, todos con insomnio; conjugábanse esta multiplicidad de jergas con los ronquidos de sus compañeros y secuestradores. Entonces vio la silueta de Macedón Barana dirigiéndose hacia el vigilante para turnar la vigilia; también observó como, al poco tiempo Felícita se levantó cuidadosamente de su chinchorro para no despertar al bebé y se unió a Macedón, luego percibió los suspiros amorosos de su sobrina, que había aprendido a desinhibirse con su finado amante; ahora se entregaba al que pudo haber sido su primer hombre, con su exuberante pasión de juventud y de mujer ardiente como el picante que comía. Macedón aceptó con resignación su indignidad y consideró al hijo del Dr. Meinhard como propio. Había que someterse a las duras condiciones sociales y entender que una mujer sola, buena moza y safrisca como lo era Felícita, resultaba presa fácil de los depredadores sexuales “yaránabes”; a menos que contase con la protección de un compañero que la representara y defendiera, y él, que tuvo la oportunidad de hacerlo, no lo hizo oportunamente. Ahora, en consecuencia de su desliz, Felícita le enseñaba las variadas posiciones y movimientos que ella había aprendido durante el acto de satisfacción de sus deseos carnales. A él le era muy difícil aceptar y adaptarse a eso, puesto que, en sus genes solo estaba grabada la posición copulativa que las mujeres en sus cuchicheos llamaban “el pilón”, de invariable y monótono movimiento de entra y sale. 97


Finalmente, Lucrecia retomó el sueño, pero al poco tiempo de haberse dormido sintió un sacudón, era la misma Felícita que la llamaba: —Venga tía, vamos a lavarnos al caño antes que se despierten los hombres, ya es de madrugada, tía. Amaneció con radiante sol y rápidamente se evaporó el rocío. El grupo se preparó para continuar el viaje y después de un frugal desayuno, tomaron camino. Ahora se encontraban al pie de la mole granítica que emergía solitaria sobre la inmensa alfombra verde denominada región Orinoco-amazonense; desde el Ventuari se divisa apenas con tinte de azul claro que se confunde con las nubes, pero desde el Orinoco se ve imponente la enorme silueta de azul oscuro, similar a un titán petrificado por los siglos de los siglos, abrigando el tesoro acuífero más grande de las entrañas de aquellas tierras. Los primeros rayos solares iluminaron el cerro desde el Este, haciendo resplandecer a millares de hojas acicaladas que lucen los árboles milenarios. Los ojos de Froilán Balzán brillaban también de codicia al apreciar la cercanía de su dorado destino. Comenzaron el ascenso por una parte previamente arreglada y limpia; no obstante, el camino era estrecho y anfractuoso, tanto así, que Lucrecia se vio en la necesidad de aceptar la ayuda de Froilán para escalar algunos trechos. Al cabo de cuatro horas de caminar en ascenso, se toparon con un farallón. Debían pasar por un trayecto angosto labrado al costado de una pared vertical. Ese lugar provocaba vértigo, pero también ofrecía una vista espectacular y grandiosa del manto de terciopelo verde tendido a los pies del Yapacana. Como estaban bastante agotados, Froilán Balzán dio la orden de parar para descansar; sin embargo, uno de los peones siguió de largo, tal vez para salir del peligroso refaladero y luego sí, descansar sin preocupación. Ya estaban todos recostados o tendidos cuando oyeron el grito. El cargador había pisado una piedra resbaladiza y cayó, pero con agilidad se asió desesperadamente de una rama. Al segundo grito, Macedón Barana se dirigía rápidamente a socorrerlo, seguido por Froilán Balzán; enseguida, todos los demás corrieron tras ellos. El cargador no tuvo una tercera oportunidad, pues un segundo antes de llegar Macedón a rescatarlo, lanzándose de bruces, tal como lo hacía desde el barranco del caño de aguas cristalinas de Kanariapo, la rama cedió al peso del hombre y su guayare. “¡Salva la carga! ¡Agarra el morral!” Gritó Froilán Balzán en ese momento; pero en las manos crispadas de Macedón Barana sólo quedaron las raíces del arbusto mientras el grito del desesperado hombre se disipó en el vacío, atragantándose en cada uno de sus compañeros de viaje. Todos se sintieron acongojados, excepto el jefe de la expedición, quien se dedicó a reprochar la desobediencia del infortunado caletero y deplorar la pérdida del morral que contenía municiones y algunas armas. 98


Las lágrimas de las mujeres se mezclaron con el sudor de sus rostros en silencio, y la cruel actitud de Froilán Balzán arreció el odio que sentía Lucrecia por él. Nadie quiso comer, sólo tomaron yucuta de mañoco, a excepción de Froilán que tranquilamente destapó su vianda y le ofreció gallina horneada a Lucrecia, pero ella lo rechazó con gestos. Más tarde, reanudaron el ascenso por el tortuoso camino hacia la cima de la montaña, lentamente fueron avanzando para no dejar a las mujeres relegadas. A los hombres se les facilitaba el trajín por estar ya acostumbrados a transitar por el serpenteante sendero, Aún así, las mujeres hacían esfuerzos sobrehumanos para mantener el paso, por cuanto Lucrecia y Felícita estaban impulsadas, una por la fuerza del deseo de encontrar a su hijo, y la otra por su energía juvenil. Cuando Lucrecia llegó a la cúspide seguida por Felícita, ya los hombres habían comenzado a bajar de nuevo, pero esta vez hacia el interior de la meseta, hacia una planicie rodeada por salientes rocas pronunciadas e irregulares que daban al lugar la configuración de un gran cráter sellado o enorme caldera, razón por la cual los nativos la habían bautizado con el nombre de “La Cocina”. A un lado continuaba extendiéndose otra gran parte de la mole del tepuy. A pesar de que la visualidad del paisaje natural es de una belleza espectacular, llamaba la atención la presencia de grandes oquedades irregulares, algunas abandonadas y otras repletas de hombres semidesnudos dedicados a socavar, tal cual un hormiguero. Al acercarse la columna a los sitios de trabajo, Lucrecia distinguió con asombro a varios cientos de indígenas dedicados a escarbar con la ayuda de motobombas y rampas lavadoras de tierra. Exasperadamente lavaban gruesas cantidades de tierra en busca del metal precioso; alrededor de ellos, algunos criollos vigilaban armados con sendas escopetas. Entonces comprendió la causa de su desdicha y la actitud ignominiosa de Froilán. A media tarde entraron a una de las casas de paredes de bahareque y techo de palmas. Era espaciosa y amoblada rústicamente,. Apenas los cargadores dejaron los bultos y abandonaron el rancho, Lucrecia se dirigió con ansiedad a Froilán Balzán, exigiéndole la inmediata entrega de su hijo. —¡Caray!, ¡ya va!—Replicó Froilán y ordenó —: anda, Próculo, tráete a Blandina y al carricito. La larga espera tenía exasperada a Lucrecia e impulsivamente quiso salir tras Próculo pero Froilán Balzán se lo impidió enérgicamente diciéndole:

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— Quédate tranquila que el niño está bien, pero tienes que esperar aquí mismo, donde vas a vivir con Felícita, Blandina y los niños; hazme caso y verás que todo saldrá bien. Lucrecia no respondió, se dedicó angustiosamente a recorrer la casa, luego fue apreciando a través de las ventanas, un panorama también exuberante, pero muy diferente al que había visto desde lo alto del risco, debido a la diversidad del entorno. Desde otro ángulo, observó como brotaba el agua desde los peñascos para conformar pequeñas cascadas similares a lo largo del trayecto riscoso. Al unirse éstas, formaban varios riachuelos, uno de los cuales pasaba cerca de la barraca. Mientras observaba este maravilloso y apacible paisaje, Lucrecia se entretuvo y apaciguó sus ansias, hasta sentir el crujir de la puerta cuando la abrieron violentamente. Entró Próculo seguido por Blandina con el niño encasquetado en su cintura. Acto seguido, las mujeres y el niño se fundieron en un abrazo entonado por sollozos y suspiros de alegría. —Ya me voy jefe, si no hay más nada que hacer aquí — dijo Próculo mirando de reojo a las mujeres y al niño, luego gesticuló una señal de desprecio. Froilán observaba complacido, con ojos brillantes y disfrutando un cigarrillo, le ordenó a su secuaz que enviara una cuadrilla de hombres a buscar el morral que había caído y de paso, dijo, al infortunado caletero para darle cristiana sepultura; enseguida el subalterno se retiró. Transcurrieron los días siguientes, muy plácidamente. En la mañana y al anochecer, el tepuy se cubre de neblina, proporcionando un clima agradable, en el resto del día, la brisa de las alturas templaba la temperatura a pesar del sol intemperante. La tranquilidad del lugar, no obstante, era interrumpida en ocasiones por el monótono ruido de las motobombas o la algazara de los mineros al atrapar un lote de metal precioso. Lucrecia se dedicó a coser las ropitas de los niños, mientras Felícita y Blandina se encargaban de cocinar y lavar. Froilán vivía en una choza contigua y se marchaba de madrugada hacia las fosas mineras; regresaba a la hora del almuerzo y volvía enseguida a la mina. Cuando retornaba, al atardecer, se bañaba en el caño que bordeaba la casa, se cambiaba de ropas para luego compartir la cena con Lucrecia. En esos momentos y otros ratos que le hacía compañía era atento y cortés con ella; sin embargo ella ignoraba sus zalamerías y le exigía su libertad. Un día Próculo le comentó a Froilán la noticia referente a la cercanía de mineros brasileros y colombianos, entonces él se preocupó mucho y le dijo: —Bueno, Próculo, si es cierto que esos garimpeiros están cerca, tenemos que apurar todo, para no tener problemas con esos carajos. 100


—Pero bueno jefe, caramba, es que no hay problema, si ellos quieren subir aquí, tenemos plomo suficiente pa’hundirlos a toditos en el caño Yagua. Por mí, desde allá no pasarían. —Sí, sí, claro... —afirmó Froilán Balzán —, ya arreglaremos eso después. Sin embargo, no estaba seguro sobre la acción a tomar, pues estaba preocupado por otros asuntos de mayor urgencia. Aprovechó que se encontraban cerca de la cabaña de Lucrecia y se dirigió rápidamente hacia allí para pedirle más loción contra los mosquitos que lo tenían abrumado. A la sazón, Lucrecia Dupueni se bañaba subrepticiamente en el caño cristalino, como lo hacía diariamente, protegida por frondosos arbustos y esplendorosas palmeras. El murmullo del agua entre las piedras no le permitió escuchar los leves sonidos que se originaban a su alrededor. Se enjabonó la cara con los ojos cerrados y en ese momento, de improvisto, sonó un disparo ensordecedor. Rápidamente se restregó los ojos antes de abrirlos y estupefacta vio que, al frente, tenia al hombre que ahora era su tormento, imponentemente parado sobre el barranco, revolver en mano con el cañón humeando y todavía apuntándola. Del asombro, Lucrecia pasó a la ira y le gritó furiosa: —¡Desgraciado!, ¡ahora que quiere...! ¿Matarme...? ¡Mátame pues!, ¡mátame de una vez degenerado...! ¡Piazo e’bicho! ¡Mátame ya...! ¡Qué está esperando, ah?—Su voz se quebró, al pasar de la furia a la impotencia. Froilán Balzán, impávido, le apuntó ahora con el dedo índice y le dijo: —Yo no te iba a matar querida ¿cómo vas a decir eso? pero la culebra que tienes atrás sí, una mordida de esa, no te deja viva. Entonces ella giró y al ver a la víbora, su rostro se desfiguró por el rictus del pavor. Prorrumpió un alarido histérico y pavoroso al mismo tiempo que, chapoteando desesperadamente trataba de salir del agua, pero en la barrosa orilla resbaló y cayó, golpeándose la cabeza. La enorme culebra mapanare quedó sin vida en la orilla, semi-sumergida en las tranquilas aguas, mientras Froilán Balzán cargaba con Lucrecia inerte, acunándola entre sus brazos. Su empapada bata adosada al cuerpo, traslucía su desnudez. Al volver en sí, Lucrecia estaba en su chinchorro, seca y con camisón. Para reconfortarla, Froilán le llevó un vaso con brandy y ella se lo tomó completamente, Entonces él se le avecindó, colmándola de nuevo con sus caricias y besos que ella aceptó impasiblemente, tal vez en agradecimiento por salvarle la vida. —¡Espera...! ¿Y qué hacías tú allá...? ¿Espiándome, ah?—indagó Lucrecia tratando de disuadir al seductor. 101


—¿Espiándote yo? No, querida, nada de eso, solamente venía a pedirte un poco de loción contra los mosquitos; bueno, y decirte que te prepararas porque nos vamos pasado mañana. — ¿Pasado mañana? ¡Qué bueno!—interrumpió Lucrecia. —Sí, sí, muy pronto estaremos saliendo de aquí. —Y... ¿para dónde vamos ahora? Tú me haces el favor y me dejas en San Fernando. —Bueno, como tú quieras, querida—respondió Froilán sin darle importancia a sus palabras, ya que estaba a punto de poseer a la mujer que había estado asediando desde hacía mucho tiempo. Ahora nada se lo impediría, pues su pretendida estaba mareada y no había nadie ni nada que lo molestara en los alrededores. Sin embargo, Lucrecia reaccionó negativamente, gritó y llamó a Felícita y Blandina, pero éstas no respondieron. Su condición emocional le impedía salir del apretado cerco de los brazos de Froilán, ahora sí que estaba bajo el amparo de la pusana disuasiva preparada con la fórmula de Blandina Cuando Froilán la bajó del chinchorro y la tendió en la estera de palmas, ella percibió que no llevaba ropa íntima, pero estaba tan embelesada por el licor y las caricias que dejó de resistir y quedó a merced del hombre; sin embargo éste, aún cuando trató de poseerla con anhelo, no alcanzó la satisfacción de su deseo, pues, contrariamente a sus pretensiones y después de tenaz insistencia, su virilidad no le obedeció. Se levantó poseso de rabia y frustración, se vistió y se encaminó con pasos firmes hacia las oquedades de las minas, martillando el suelo con sus botas a cada paso. Allá se confundió entre los mineros. Su indignación y vergonzosa furia sin límites por la insólita e imprevista disfunción sexual, la descargó a través de un pico, maltratando las entrañas de la tierra hasta quedar exánime al final de la jornada. Lucrecia quedó excitada emocionalmente por el devaneo, pero al reaccionar se alegró al comprobar que su poción adormecedora la había amparado del asedio del maniático y pérfido amante. A media mañana, la gente del campamento minero fue sorprendida por la percepción de un sonido impetuoso y monótono producido por una máquina; ésta se acercó velozmente, primero la vieron los que estaban reunidos en el caserío, apareció elevándose sobre los riscos, era una bola de cristal que contenía a dos individuos, amarrada a tubos metálicos resplandecientes que se prolongaban a manera de cola, semejante a la antena de radio que habían instalado en Kanariapo; este conjunto estaba sostenido por grandes aspas en movimiento que, tal enorme ventilador, estremecía el verde follaje, agitando ramas y levantando la hojarasca. Luego la vieron los atónitos mineros, sintiendo 102


el estrago de las aspas al levantar una enorme polvareda. A excepción de Froilán Balzán y Lucrecia Dupueni nadie más había visto jamás un helicóptero; así que todos estaban absortos. La asombrosa máquina voladora pasó sobre ellos, mostrándoles su aplanado vientre y luego se posó suavemente sobre un claro previamente marcado. Felícita, asustada y azuzada por Blandina, se lanzó bajo un mesón para guarecerse, dándose un topetazo que la desmadejó, tal cual ocurrió en los socavones de las minas, algunos indígenas desconcertados, se arrojaron entre los parapetos y armazones de lavado de tierra para agazaparse, golpeándose también con éstos. Mientras tanto, Lucrecia tomó a su hijo y jaló a Blandina por un brazo sacándola del pasmo y la fascinación; trataba de aprovechar la confusión y algarabía que reinaba en el ambiente para huir del campamento minero. Buscaron a Felícita, pero no dieron con ella. —¡Vamos ya! No podemos demorarnos— gritó Lucrecia pero Blandina entrando en una barraca, refutó: —Espera un poquito, voy a ver si está aquí, debe estar por aquí... no, tampoco está. —¡Vámonos rápido, chica! –Insistió Lucrecia, — apúrate y tráete un machete, por si acaso, que yo llevo esta magaya bien pesada. Dieron un rodeo para evitar ser descubiertas, pues a pesar del alboroto, la mayoría de guardianes estaban en sus puestos. Pero otros estaban más interesados en observar la misteriosa nave, que vigilar efectivamente; en tal situación, las mujeres tuvieron suerte de que los guardianes apostados en la salida, habían abandonado en ese momento sus puestos para curiosear. Una vez posada la maravilla volante, su rugido aminoró paulatinamente hasta exhalar el último jadeo, seguidamente, bajaron el capitán Jim Brown y Mr. Dick Carson. Contrastaban sus cuerpos enormes con la contextura de los nativos; a éstos parecíanles seres venidos de otro mundo, tal vez semejantes a otros visitantes ancestrales, cuya presencia quedó grabada en imágenes pétreas, en tiempos inmemorables. Mientras los visitantes se alejaban de la nave caminando agachados, los asombrados indígenas y criollos la rodeaban a prudencial distancia. Froilán Balzán se adelantó a saludarlos efusivamente. —O raig, amigo Balzán, —advirtió el capitán Brown— tenemos que despegar pronto, probablemente vamos a tener mal tiempo. —Por supuesto—admitió Froilán y dirigiéndose a Próculo y sus guardianes, les ordenó: —¡Despejen el área! ¡Que se vayan todos a sus sitios de trabajo!, ¡rápido! 103


Luego condujo a los recién llegados a su cabaña. Más tarde salieron de allí los tres hombres con sendos envases metálicos muy pesados. —Son exactamente doce mil quinientos para cada uno ¿Okey? —aclaró Froilán Balzán ufano. —¡Jefe!... ¡Jefe! – prorrumpió Próculo Marsal jadeando—. Mire, doña Lucrecia no está por ningún lado, como usted me dijo que se iba también, yo mismo la busqué por todas partes y no la encontré, es más, la vieja Blandina tampoco aparece. —¡Carajo! Pero ustedes no pueden hacer nada sin que uno esté encima — vociferó encolerizado Froilán Balzán y le ordenó a su secuaz —: bueno, entonces mete su equipaje en el helicóptero ¡Anda rápido! Rápidamente, Próculo fue y regresó con las manos vacías. —Caray jefe, la magaya de doña Lucrecia no está, yo busqué por todas partes y nada ¡Será que se lo llevó! —Óyeme, manda una comisión a buscarla y me la tienes aquí de regreso ya, y con el maletín ¡Sin falta! Esa no puede ir muy lejos... Si no ¡Vaya usted mismo, hombre! ¡Rápido pues! —Eerr, de cualquiera manera, – intervino el capitán Brown—otra pasajera no poder venir con nosotros, ya estar full capacity carga de helicóptero. Mañana regresar a buscarla... —¿Cómo es la vaina?—replicó Froilán Balzán alterado todavía, ya comenzamos mal, coño ustedes me prometieron dos puestos para salir de aquí. ¿Qué vaina es esa ahora, capitán Brown? —Okey, okey, —dijo el norteamericano—tranquilizar amigo, ya explicar: para volar debe tener cien por cien margen de seguridad, no poder llevar sobrecarga, aand probablemente señora no gustarle viajar en helicóptero. —¡No hombre! ¡Déjese de pendejadas y vámonos pal’carajo! El helicóptero se elevó de nuevo seguido de las miradas atónitas de los mineros de “la Cocina.” Después de desaparecer el aparato entre las nubes, los hombres se dedicaron a libar el ron que Froilán Balzán les había dejado como regalía por sus titánicos esfuerzos de succionar de las entrañas de la tierra el metal dorado, fuente de codicia del hombre para conducirlo indistintamente hacia la ventura o la desgracia. En las alturas, Froilán Balzán discutía con sus socios para convencerlos de que bajaran en busca de Lucrecia. Suponía que ella había escapado, y tuvo que hacerlo por el único camino existente, así que, probablemente ya era tiempo de que estuviese bajando por esa senda. A tanta insistencia el piloto accedió a sobrevolar el tortuoso camino de acceso a la mina. 104


La montaña se cubrió de nubes en su cima, largas nubes blancas que en lontananza hacia el sur se tornaban azules, luego grises, y más oscuras hasta tornarse negruzcas, formando una cortina celeste infranqueable. Al mismo tiempo, hacia el norte, el sol iluminaba con potencia vital, generando una irisación de abundante colorido, variable y contrastante que se expandía en amplio espectro, con impresionante y sobrecogedora belleza. —¡Allá están!, ¡allá están!, ¡allí, hacia la izquierda!—gritó Froilán Balzán, eufórico y haciendo señales. —Okey, allá vamos — dijo imperturbable el capitán Brown, manipulando las palancas de mando y enseguida la nave se disparó hacia abajo. Las mujeres sintieron el azote de las aspas sobre sus cabezas y el fuerte sonido martilló sus oídos cuando la enorme tara metálica las fustigó contundentemente. Por instinto de supervivencia, buscaron refugio entre la maleza, fuera del camino; pero entre el matorral se ocultaba el abismo. Cayeron simultáneamente a una fosa rodando aparatosamente, sin embargo, las abrumaba tanto temor que, a pesar de los golpes y magulladuras, se sintieron a salvo. Arriba, el irritado criollo y los tercos extranjeros, discutían. —Coño, ya no las veo, vamos a bajar capitán Brown ¡Baje ya, carajo! —Oh caramba, I am sorry, no poder hacerlo, abajo estar maleza muy alta aand poder malograr mi aparato, ya ser demasiado tarde, haber perdido mucho tiempo aand ya acercarse tempestad. —Bueno, a ver si esto te convence – dijo Froilán Balzán al tiempo que apuntaba el cañón de su revólver en la nuca del piloto— ¡Te digo que bajes, carajo! —Okey, quit, tranquilo amigo—intervino Mr. Carson que hasta ahora se había mantenido al margen. —¡No te metas gordo! Que la vaina no es contigo. —O raig, apartar arma de mi cuello amigo. ¡Okey! Vamos abajo ahora— dijo el capitán Brown haciendo una guiñada a Mr. Carson. Captando la señal de su compañero e impulsado por la ira de sentirse humillado y amenazado por el latino, Mr. Carson atacó por sorpresa en el momento preciso que Brown hizo sacudir el aparato. No obstante, se encontraba en una posición incómoda para iniciar el ataque y eso le impidió arrebatarle el arma a Froilán en un primer intento. Forcejaron desesperadamente por la posesión del revólver. Justamente cuando el capitán agarró a Froilán por el cuello con el gancho de su fuerte brazo, el arma se disparó. La sangre salpicó la cabina y el voluminoso cuerpo de Mr. Carson quedó inerte. Acto seguido, Brown aflojó, al sentir el metal presionándole el pecho. Mientras apuntaba 105


impávidamente al piloto, Froilán soltó la hebilla del cinturón de seguridad del pesado occiso y con el pie lo empujó, arrojándolo al vacío. —Quieto, sigue manejando tranquilo negro, que ahora no tenemos mucho peso ¿Okey? *** Lucrecia estaba recostada en el fondo de la fosa, confortando a su niño que lloraba. A su lado, yacía Blandina desmadejada sobre la hierba. Oyeron de nuevo el ruido del helicóptero al acercarse, pero no podían verlo debido a que había mucho follaje en el borde del barranco. Estaban a la expectativa, tan asustadas como indefensas cuando súbitamente, casi al frente de ellas, cayó del cielo un cuerpo inerte y enorme. Quedó colgado por las piernas, sostenido por bejucos desde los matorrales y se balanceaba espectralmente, sus brazos trataban inútilmente rasguear el suelo. Las mujeres quedaron petrificadas al momento, pero de súbito, sus gritos histéricos y al unísono, irrumpieron desde la fosa rebasando el zumbido del helicóptero, desvaneciéndose luego el eco de la barahúnda entre el infinito verde. Mas tarde, como final de una pesadilla, se enseñoreó el silencio selvático. Abrazadas, unidas por las cadenas del pánico, las mujeres y el niño vieron los ojos desorbitados de Mr. Carson oteando un horizonte invertido, luego, vieron como caían de los bolsillos de su chaqueta, dos bolsas repletas de oro cochano manchadas de sangre que manaba del cuerpo, rociando también la verde hierba que había retoñado en aquella cárcava hecha tal vez por los hombres de Wendehaque, el famoso cauchero fundador de San Antonio del Orinoco, cuando hurgaban las entrañas de la tierra amazonense en busca del metal aurífero vomitado por el volcán de oro. Ahora, mucho tiempo después, cuando esa herida en la tierra había cicatrizado, la selva estaba a punto de complementar su tratamiento curativo, engulléndose lentamente a estos humanos atrapados como estaban, en sus fauces. Muy lento sí, contrariamente a como lo hace, de manera vertiginosa, el remolino en los raudales del río. Pero Lucrecia recurrió a su capacidad ancestral para sobrevivir, se apoyó en sus reservas de paciencia y confianza en sí misma. En el aire, el capitán Brown se mantuvo impasible mientras se recuperaba de la inesperada reacción de su peligroso pasajero, pero en cuanto recobro el aliento, ejecutó un fuerte viraje y al mismo tiempo lanzó un ramalazo, tomando esta vez ventaja sobre Froilán Balzán cuya arma saltó de su mano y cayó a su espalda. Pero en cuestión de segundos Froilán realizó un ágil movimiento y el revolver volvió a su poder, precisamente en el instante que el capitán Brown 106


empuñó la pistola que portaba en la cajuela y disparó. Sonaron dos disparos consecutivamente, ahogados por el estruendo de la máquina. El cuerpo del capitán cayó sobre el bastón de mando y el helicóptero se fue en picada. Froilán Balzán pudo moverse, inicialmente con esfuerzo, luego ágilmente saltó sobre el occiso y recobró la palanca, empujando hacia el vacío el cadáver con el cráneo perforado. El aparato cabeceaba mientras el motor emitía señales de desperfección. Froilán pudo constatar que la bala disparada por el capitán Brown, había roto una manguera con fluido hidráulico. Inmediatamente, su cuerpo frío comenzó a exudar, mientras se mantenía aferrado a la palanca de mando, tratando de controlar los vaivenes de la nave dañada letalmente. Entonces fue cuando notó que de su pierna izquierda fluía sangre.

CAPITULO XII LOS FUGITIVOS DEL YAPACANA “...Ya podrán las manos débiles del hombre, abrir brechas en su seno, pero, tarde o temprano, ella cubre sus heridas con cicatrices verdes.(...) Vendrán otros que oirán a un viejo decir: “Aquí vivió fulano” o “Esto fue antes el pueblo tal”. Pablo J. Anduze Ceferino Tamavi frecuentemente visitaba a don Gilberto Mendoza; departía con él y también compartía la lectura de la prensa que éste recibía ocasionalmente en San Fernando de Atabapo. Un día, leyó en El Universal de fecha 3 de diciembre de 1953: “Inaugurada la autopista Caracas-La Guaira. El coronel Pérez Jiménez, se refirió a la autopista para decir: después del canal de Panamá, la mayor obra de ingeniería y la primera en su tipo 107


realizada en América Latina”(...)Siguió leyendo en voz baja las demás noticias y luego otro titular en voz alta: “Inaugurado el Circulo Militar de las Fuerzas Armadas”. Después tomó otro periódico, era La Esfera, con la misma fecha atrasada y leyó: “Otra de las obras inauguradas ayer por el Presidente Pérez Jiménez, con ocasión de cumplirse el primer año de su actuación presidencial, fueron las del Centro Comunal Administrativo de la Ciudad Universitaria, (...) —¡Oiga esto don Gilberto! ¡Cójame este trompo en la uña! —Exclamó Ceferino y continuó leyendo: “La Mercedes Benz regaló un auto de carrera al presidente Pérez Jiménez, el auto se denomina “el Bólido de Plata”. —Sí, sí, ya me leí todo eso—aclaró don Gilberto. —Ajá, pero escuche esto: “El Ministerio de Relaciones Interiores anuncia que Venezuela inicia el año con una envidiable situación de paz y convivencia consagrada con trabajo y progreso, estimulado por un gobierno que promueve la ciencia y la técnica y supera el atraso y la ignorancia. La obra del gobierno es civilizadora, como una prueba de la estabilidad que disfruta la nación, el Presidente de la República pondrá en libertad a algunos ciudadanos presos por razones de orden público, mientras que a otros dará facilidades para su salida al exterior”. —Se fija, don Gilberto, caramba ¿no será que las cosas se van a mejorar de verdad? —dijo Ceferino apartando el periódico de su vista—. ¿No le parece? —¡No hombre! No se haga ilusiones amigo mío, eso es puro cinismo. Vea, aquí mismo están esos jóvenes condenados al ostracismo solo por el hecho de creer en sus ideales, usted ya los va a conocer, aquí están Carlos Andrés Pérez, Alejandro Izaguirre, González Niño y un tal Manterola. —¿Cómo dijo, don Gilberto? ¿Manterola?—preguntó Ceferino asombrado — ¿será Gervasio Manterola? —Así es, pero no debe ser del Partido, yo no lo he oído nombrar jamás. ¿Y usted lo conoce? En ese momento tocaron rudamente la puerta que daba a la calle. “¡Seguranal!” Oyeron todos en el comedor, donde se encontraban. —Es la Seguridad Nacional... ¿Qué querrán?—susurró don Gilberto—. Esperen aquí, voy a ver que pasa. —¿Se encuentra el ciudadano Gilberto Mendoza?—preguntó el policía. —Sí, como no, a su orden—contestó el aludido. —Acompáñenos a la prefectura, ciudadano. Ceferino Tamavi quedo muy conmovido por la inesperada visita de los policías que se llevaron sin contemplación a don Gilberto, pero reconociendo que no podía hacer nada por su amigo, se propuso solventar la situación concerniente a Gervasio Manterola. Había oído a su mujer Zita mencionar este 108


nombre y reservadamente comentaba que el hijo de su hermana no era de Paúl Meinhard sino de ese tal Manterola o Manterota, un joven estudiante de medicina que se metió a político y por eso estaba preso en Guasina. También Lucrecia le había comentado algo sobre él, superficialmente. “Bueno, lo menos que puedo hacer es avisarle a Lucrecia”, expresó murmurando al mismo tiempo que abandonaba la casa en compañía de otro vecino, después de aplacar el alboroto que formó la familia al enterarse de la detención del preboste. “Pero antes, voy a conocer a Manterola y, ¿por que no?, convidarlo a que me acompañe”. Ceferino tenía casi un año de haber llegado con su familia a esta población y seguían esperando todavía la llegada de Lucrecia, aunque recibían sus esporádicas salutaciones a través de algún viajero, por lo que Zita dio por confirmada su sospecha de que su hermana se había enredado con Froilán. Con todo, al día siguiente, de madrugada, Ceferino salió solo con su marinero, porque a Gervasio, le negaron el permiso las autoridades. De don Gilberto le dijeron: “no se preocupe que solo son averiguaciones rutinarias”, pero resultó que fue a parar a la cárcel de Ciudad Bolívar. *** Entretanto, aguas arriba de San Fernando, a muchas horas de viaje por el Orinoco, pasando los raudales de Santa Bárbara, hacia el sureste, en un punto de la extensión verdinosa que rodea al cerro Yapacana; una mujer agobiada por el intenso calor, cavaba una fosa utilizando un machete como única herramienta disponible. Era Lucrecia Dupueni, esforzándose por dar cristiana sepultura a la que fue su inseparable compañera; estaba atribulada por la desgracia y sin embargo escarbaba aquella tierra muy cerca de la excavación hecha por los hombres de Wendehake para extraer oro, intentando ofrecer de esta manera, una ofrenda de conciliación con la selva iracunda. La vieja Blandina no soportó tanto zarandeo. Cuando cayó al foso minero sus viejos huesos cedieron, rompiéndose unas costillas y un peroné. Para colmo, sufrió un fuerte impacto emocional al presenciar la macabra caída del cadáver de Mr. Dick Carson. Cuando Lucrecia se recuperó de la conmoción, tomó a Blandina por sus huesudos brazos para levantarla, pero estaba inerte, creyó que estaba desmayada y trató de reanimarla en vano; entonces como enfermera que era, confirmó que su compañera estaba muerta. Sin un halo de vida, muerta, y una vez más, sus lágrimas cayeron, como caen de las hojas, las gotas del rocío al amanecer. El llanto de Lucrecia emulaba aquellos indetenibles brotes de linfa que alimentaban subrepticiamente los numerosos y grandes ríos de la inmensa 109


selva orinoquense, pese a que esas lágrimas, apenas confortaban una cavidad de su adolorido corazón. Se detuvo agotada, soltó el machete y se sacudió el polvo. Se irguió para respirar profundamente y en eso, vio cuando se acercaban dos personas a toda carrera. Levantó a su hijo y manteniéndolo en vilo, trató de esconderse tras un matorral, pero en el acto reconoció a Macedón Barana y Felícita con su niño en un catumare a cuesta. Sosegada ya, después del emocionado y plañidero encuentro, Lucrecia decidió llevarse el cadáver para darle sepultura en el cementerio de Kanariapo, para esto Macedón cortó algunas varas y bejucos y preparó un catre. Declinó el sol entre espesas nubes ocasionando una extensa sombra imperceptible sobre la sabaneta. El grupo se encaminó hacia el oeste y penetró la selva fundiéndose en la penumbra. Caminaban en fila con Macedón Barana al frente, en busca del refugio para pernoctar, envueltos en las tinieblas rasgadas momentáneamente por el zigzagueante destello de los relámpagos lejanos. El baquiano Macedón Barana poseía una visión nictálope y solo usaba su linterna de cacería a petición de sus acompañantes, en especial Lucrecia, pues repetidamente percibía a través de sus pupilas acuosas, terribles escenas fantasmagóricas que solo desaparecían ante la luz de la linterna. El sueño en la noche oscura, triste y húmeda después del aguacero, le dio oportunidad a Lucrecia de apartar de su mente, la martirizante retentiva de los acontecimientos que le afectaron profundamente. Sin embargo, necesitaría muchas noches, de muchos años, para limpiar totalmente esos aterradores recuerdos. Con la aurora partieron del caney por el camino trajinado y después de una larga jornada llegaron al caserío de Kanariapo. —Esperen, primero hay que ver como están las cosas en el pueblo — advirtió Lucrecia. — No vaya a ser que Froilán esté por allá. Anda tú primero Macedón, pero ten mucho cuidado que nosotras te esperamos aquí. Macedón se alejó abriendo otro camino para dar un rodeo, mientras las mujeres con sus hijos se sentaron bajo la sombra de un sasafrás. Al rato, con gran alboroto se acercaron un grupo de niños y vecinos acompañando a Macedón, pero al enterarse todos de la situación, entraron al caserío consternados en procesión, escoltando los livianos restos de Blandina. Lucrecia y Felícita fueron al río con sus hijos para asearse y cambiarse sus haraposos y sucios vestidos. Más tarde, mientras ellas descansaban en la enfermería, les contaron que la maravilla voladora, sorprendió y asustó a todos cuando sobrevoló el poblado, dando tumbos, bamboleándose y arrojando humo 110


hasta caer lejos del río, hacia el rebalse. Que un grupo de curiosos muchachos fue a ver donde había caído pero atravesar ese rebalse era muy peligroso, pues estaba infestado de culebras de agua, babos y rayas, así que no dieron con el paradero del helicóptero, no obstante, otros dieron versiones diferentes: uno aseveró que el aparato se había estrellado y otro que se había hundido en el río. Después de oír todos estos comentarios, Lucrecia deseaba en el fondo de su corazón, que una de estas últimas versiones fuese la verdadera, pero conociendo a su gente, sabía que el suceso les agudizó la imaginación, así que, estaba segura que la primera era ciertamente la más aceptable. Esa misma tarde, dieron cristiana sepultura a los restos de Blandina. Con la última luz del día, llegó al puerto Ceferino Tamavi. Después de efusivos saludos, le informó a Lucrecia sobre la llegada de Gervasio a San Fernando. Ella recibió la noticia con sorpresa y lloró de alegría, sosegando su espíritu entristecido. Posteriormente cenaron frugalmente y, aunque todos estaban ansiosos de comunicarse con el recién llegado, prevaleció la costumbre indígena de que “cuando comiendo, comiendo; cuando hablando, hablando”. Después sí, Ceferino escuchó los relatos de Lucrecia, Felícita y Macedón, relacionados con la ansiedad, la aflicción, el miedo, la zozobra y de todos los demás pormenores vividos por éstos en la inesperada y tenebrosa aventura en el Yapacana. Finalmente conversaron sobre otros motivos, de esperanzas, de mejor vida para todos; la tertulia perduró hasta que los venció el sueño y el cansancio. Al día siguiente muy temprano, cuando Ceferino Tamavi saboreaba un café tinto que le ofreció Felícita, Lucrecia se le acercó nerviosa y preocupada, luego de los buenos días le susurró: —Venga cuñao, tengo que contarle algo, Dios mío, no sé que hacer... —A pues, dígame con confianza, qué es lo que pasa Lucrecia. —Mire, hace ratico cuando estaba acomodando mis cosas, encontré en mi talega, que traje desde las minas, una bolsa repleta de oro ¡Hay como diez kilos de oro cochano, cuñao! Con razón la bicha pesaba tanto. —¡Ah caray! Bueno, pero si se lo encontró, eso es suyo ¡Caramba, cuñaíta! – exclamó Ceferino asombrado al mismo tiempo que se rascaba la cabeza—. ¿Y qué va hacer con tanto oro? —No hombre, cuñao, usted no me ha entendido todavía, mire, ese oro es de Froilán, de quién mas, por eso era que estaba empeñado en llevarme el muérgano ese y segurito que vendrá a buscarlo, y yo voy a tener que darle su oro porque si no... Virgen Santísima, qué voy hacer... 111


—No, no, qué va —interrumpió Ceferino—. Mire, seguro que el condenao va a volver, probablemente se fue para tratar de engañarla y sorprenderla aquí, pero usted no le va a dar nada ¿oyó? Mire, yo sé como podemos distraerlo. —¡Cónchale Ceferino! No sé, no sé; será que podemos, ese hombre es muy peligroso, mire lo que ha hecho, ya mató a ese musiú para quedarse con su oro, creo yo. Tengo mucho miedo. Mejor le devuelvo su oro. —Bueno, ya va, — intervino Ceferino con aplomo—. Yo sé que la codicia de ese hombre no tiene límite, mientras más tiene, más quiere; pero no lo vamos a complacer, porque de todas maneras es capaz de jodernos a todos; por eso debemos irnos ahora mismo. Y nos vamos por la orilla derecha con mucho cuidado, por si acaso tenemos que bajar el río para llegar a San Antonio. Por allá no va a poder hacer nada ese desgraciado. —Sí, bueno, como usted diga cuñao... ¡No juegue hombre! Con razón el zipote ese, nariz de piapoco, estaba tan empeñado que lo acompañara, era solo para usarme como mula de carga, engañar a los musiús y poder sacar más que ellos... y yo de pendeja, creyendo que estaba enamorado de mí ¡No te digo! —Ya está bien Lucrecia, olvídese de eso— dijo Ceferino abrazándola suavemente—Mire, ya se me ocurrió una idea para resolver el asunto, vamos para que se aliste que tenemos que salir pronto, mire que aquel hombre debe estar allá ansioso esperándola, y Zita se va a llevar una sorpresa; bueno, las espero en el puerto. Se toparon a medio día: el raudo yate picaba las agitadas aguas orinoquenses, ensoberbecidas por el tributo que le ofrece el caudaloso Ventuari. Ceferino Tamavi presintió la embestida y se aferró inmutablemente al timón de su motor fuera de borda que impulsaba al bamboleante bongo. En ese momento remontaban los peligrosos raudales de Santa Bárbara; sin embargo estos chorros eran su salvación y hacia ellos enrumbó la proa; sólo allí podían guarecerse entre las piedras, para evitar el embate del veloz yate blanco. Mas no tuvo tiempo de llegar y la potente lancha arremetió contra el bongo. Las mujeres abrazaron protectoramente a sus retoños y sus gritos histéricos compitieron con el ruido de los potentes motores. Pasó rozando la popa de la curiara, gracias a la maniobra certera de Ceferino Tamavi al virar el motor en el último momento antes de la colisión. El borbollón levantado por la lancha los bañó e inundó el bongo... ¡Achiquen! ¡Achiquen rápido! Gritó Ceferino, luego alcanzó a detallar la risa burlona en el rostro de Froilán Balzán, como dando a entender que solo se divertía con ellos. Obviamente, en esas condiciones no le interesaba hundirlos y así lo consideró Ceferino, dispuesto a beneficiarse de esa ventaja. El 112


yate blanco giró detrás del bongo en un amplio radio para evitar las rocas que sobresalían amenazadoras entre las olas, esto le permitió a Ceferino y sus amigos introducirse entre las piedras hacia la orilla. De pronto, sintieron el tronar de unos disparos y Ceferino aminoró la marcha, dando lugar a que la lancha se acercara hasta pocos metros detrás de ellos. Se aproximaba lentamente, entonces se oyó la voz tronante de Froilán Balzán: —¡Oye Lucrecia...! ¡Solo quiero que me devuelvas el oro! ¡Déjalo sobre una de esas rocas y se pueden ir tranquilos! ¡Oye bien! ¡Ustedes son mis amigos! ¡Si no, hace tiempo los hubiera matado! ¿Entiendes? ¡Dame mi oro y se van tranquilos! ¿Okey? Ceferino consultó a Lucrecia con un gesto y ésta le respondió: ¡Sí, sí! ¡Vamos a entregárselo todo! Entonces, con decisión y coraje aceleró a fondo el motor girando al mismo tiempo a babor, en busca de la costa, sin tomar en cuenta las protestas de su cuñada. Oyeron el silbido característico de las balas al rebotar sobre las piedras. Seguidamente, apenas escucharon los gritos ininteligibles del furioso Froilán Balzán que trató de seguirlos pero, las piedras se lo impidieron así como el bajo nivel de las aguas en el sitio donde el bongo penetró. Los perseguidos saltaron a tierra y se escondieron entre la breña. Froilán Balzán insistía en conducir su lancha entre las rocas y chorros pero le fue imposible; así que desistió y trató por otro lugar río arriba, fracasando de nuevo en el intento. Entonces tozudamente probó por el lado contrario, río abajo, pero todo fue en vano, el yate calaba demasiado para llegar hasta la orilla, sin embargo llegó tan cerca de Ceferino y sus amigos que le oyeron vociferar diciendo: —Ya veremos si no van a salir de allí ¡Voy a esperar que salgan! O mejor ¡Vamos a bajar para cazarlos! ¡Les doy una última oportunidad para que dejen el oro en la orilla y se vayan! —¡Está bien!, ¡está bien...! Usted gana – contestó Ceferino presionado por la insistencia de Lucrecia —¡Voy a entregarle el oro, pero cumpla con su palabra! Ceferino Tamavi se acercó sigilosamente a la ribera y desde la espesura, arrojó la bolsa sobre una laja que sobresalía del barranco. Esta precaución le salvó porque de antuvión, resonó una descarga de plomo que silbó sobre su espalda. Mientras Froilán Balzán ávidamente trataba de recuperar la bolsa con el oro, Ceferino llegó rastreando hasta sus compañeros y les aconsejó:

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—Prepárense para caminar mientras el condenao se distrae con su oro, tenemos que ir hasta Macuruco y conseguir una curiara allá para llegar a San Antonio, así como le dije, Lucrecia. —Bueno, y si nos vamos hasta Guachapana —propuso Macedón Barana que era conocedor de esos lares, cuando ya habían tomado camino—, después nosotros caminamos hasta Moriche y seguimos por caño Morocoto pa’caerle a caño Caname y de allí vamos directo al Atabapo: por allí es más cerca. Pero Ceferino, aún cuando sopesó la proposición, la rechazó cortésmente: —Sí, lo que pasa es que tenemos que llegar a varios puertos y no estamos seguros de conseguir embarcación y bastimento. En cambio, en San Antonio yo tengo conocidos que segurito nos van a ayudar, así que mejor nos vamos por allá. —Está bien, entonces vamos por donde tú dices—opinó Lucrecia y entregándole un bolso de cuero colombiano agregó —: lleva esto, cuñao, que pesa mucho. —Más bien tuvimos suerte que ese hombre no nos mató –señaló Felícita, a quién el susto había mantenido muda. —Si hombre, y también que nos salvaron los raudales, —agregó Lucrecia —, dígame si nos encuentra en medio del río. —¡No hombre, que va!— refutó Ceferino Tamavi, ufanado, — eso lo tenía yo todo previsto. Hombre precavido vale por dos. Macedón Barana abría el paso entre los altos pajonales con su machete, llevaba consigo el canalete y guayare al hombro, tras él caminaban los demás por las sabanas de Santa Bárbara. En Macuruco no consiguieron motor, pero sí, tres canaletes más y una pequeña curiara. —¿Y con qué vamos a pagar eso? – dijo Lucrecia desconsolada—si entregamos todito el oro, cuñao. —No se preocupe doña Lucrecia, abra ese maletín pa’que vea –dijo Ceferino sonriendo con picardía, esperando hasta que Lucrecia encontrara otra bolsa llena de oro y al mirarlo extrañada buscando una explicación, agregó —: Allí tiene su tesoro completico. —Caramba, Ceferino, usted tiene cada ocurrencia, pero no entiendo, y entonces... ¿Qué le dio usted al sinvergüenza aquél? —Bueno pues, ese “Piapoco” va a zapatear de rabia, cuando se dé cuenta que le dimos solo virutas de cobre... Bueno, a mí también me embaucaron una vez con esa vaina.

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Entrada la noche, arrimaron a San Antonio, un antiguo sitio cauchero fundado por Carlos Wendehake, venezolano de origen franco-alemán, a quién apodaban “el Caballero de la Selva”. Este empresario antes tuvo sus barracas en caño Yagua, se dedicaba a la extracción del caucho, el balatá y el oro. Trabajó con maquiritares y puinaves, estableciendo prácticamente un poblado, con trapiche y alambique para fabricar panela y destilar aguardiente. Cultivaban la caña en la temporada que no se extraía el caucho, pues el mismo personal se dedicaba a ambas actividades. A la vez, eran los principales clientes del negocio del aguardiente. San Antonio era su base para el control de la región cauchera a través del río, que se extendía desde la desembocadura del Ventuari hasta el río Mavaca, excepto la zona bajo el control de Jesús Maria Noguera, quien desde Tamatama dominaba su territorio que finalizaba en la bifurcación del Casiquiare; desde allí la zona era controlada por el alemán Paúl Sprick y Salomón Kházen el turco, quienes tenían su campamento en Capibara. El quehacer de estos hombres ocurrió en el tiempo del auge de la explotación cauchera que terminó al iniciarse la década de los treinta. Ahora sólo quedaban restos y rastros de aquel poblado productor que fue San Antonio. Entre esos restos, un viejo caney donde colgaron sus chinchorros los transeúntes. Sin embargo se olía el ambiente perfumado por los azahares, porque aún quedaban algunos limoneros que sembraron las damas del caballero de la selva. Finalmente, después de algunos días pudieron comer caliente, un ajicero con casabe pajoso que les ofreció el amigo de Ceferino. Luego descansaron luego bajo el techo de palmas salpicado de casas de avispas chinata. Afuera, podían ver con la luminosidad de la luna llena. —¡Bueno, mujeres...! ¡Hay que madrugar! –anunció Ceferino—, porque todavía nos faltan tres días para llegar a San Fernando —¿Cómo? ¿A canalete?—inquirió Felícita desconsolada. —Si, señora—aseveró Ceferino —, a pie hasta el caño Caname, después a canalete por ese caño hasta desembocar en el Atabapo, son dos días canaleteando y allá, en la boca del Caname, veremos si conseguimos pasaje con alguno que baje por el Atabapo a San Fernando. Desde la madrugada y hasta mediodía atravesaron un extenso sabanal elucidando cada quien la fragosa y alta maleza, para evitar los rasguños de las afiladas hojas, hasta alcanzar la galería del caño. Ceferino y Macedón cargaban sus guayares y la curiara que les protegía un poco del inclemente sol; Lucrecia y Felícita: sus hijos y los canaletes. Después caminaron uno tras otro, abriéndose paso entre la tupida selva. El camino que alguna vez abrieron los gomeros hacia el caño en la galería, estaba 115


cerrado; había sido suprimido totalmente por el brote de la vegetación, fértil y exuberante. Cada copa de árbol es un ecosistema ambiental, albergue y lugar de nidificación de volátiles, refugio de mamíferos grandes y pequeños, filtro iluminado de la incandescencia solar. Era un panorama espectacular y mostraba la cara bella y esplendorosa de la selva. Pero abajo, la cara inversa y sombría. Cada árbol alberga en sus raíces un sinnúmero de habitantes, mamíferos roedores, reptiles e insectos. El suelo húmedo bajo la hojarasca estaba profusamente lleno de raíces y bejucos que atormentaban a los fugitivos. Cada paso lo daban precavidamente, atentos a la presencia de víboras o nidos de las mismas. Un sistema de intrincado enramado, con tentáculos espinosos que resistían los machetazos de Macedón Barana y Ceferino Tamavi, se adosaban a las ropas de los fugitivos rasgando tela y piel. ¡No pasarán! ¡No pasaran...! ¡Atrás, atrás! Parecían oírse las señales afónicas de la maraña multiespinosa, guardián infranqueable del monte umbrío. Caminaban desenmarañando el camino, bajo la amenaza de la no menos temible picadura de la hormiga veinticuatro, de un ciempiés u otro arácnido venenoso. Durante los días subsiguientes, el recorrido por el serpenteante caño, dentro de la pequeña curiara, fue menos calamitoso, sin embargo, navegaban lentamente el trayecto arriesgándose al peligro de los múltiples avisperos que casi rozaban sus cabezas. También las ramas y troncos atravesados a lo largo del estrecho río, entorpecían la jornada, así que debían despejar el canal acechados por mortíferas culebras tragavenado, cuaima-piña y mapanare. No obstante, pudieron librarse del peligro gracias a la agilidad de Macedón Barana con su machete y la fina puntería de Ceferino Tamavi con su escopeta. Finalmente llegaron a la desembocadura del caño al Atabapo, fue como salir de un oscuro túnel hacia el espacio abierto. Una vez en el Atabapo resolvieron ir aguas abajo, con la esperanza de conseguir una embarcación a motor que bajara el río. A San Fernando llegaron después de cuatro días de haber salido de Kanariapo. A pocas horas de haber abandonado la boca del caño Caname, los alcanzó don Eloy Fajardo que por casualidad bajaba en su falca. Al fin viajaban cómodamente y Ceferino tuvo la oportunidad de intercambiar opiniones con el noble y servicial prefecto de Maroa. Como habían pasado por alto su desastroso aspecto y sus caras hinchadas a consecuencia de las picaduras de avispas, al desembarcar se sorprendieron de que, al primer momento, no fueron reconocidos por los vecinos que se acercaron al puerto, motivados por la curiosidad lugareña. Entre éstos estaba un hijo de Ceferino que diligentemente corrió para avisarle a su madre y a Gervasio. 116


Pronto estuvieron frente a frente, Lucrecia Dupueni y Gervasio Manterola, ambos estaban enjutos, casi irreconocibles el uno del otro. La belleza de Lucrecia estaba estropeada, su piel atezada, sus ojos cansados e inexpresivos y hasta su linda cabellera escondida bajo un viejo sombrero, parecía un pajonal seco; por su parte, Gervasio todavía conserva profundas huellas de sufrimiento, aunque ya tenía varios meses de haber resurgido del averno de Guasina. —¡Lucrecia! ¡Lucrecia...! ¡Gervasio! Virgen Santísima, al fin te veo ¡Gracias a Dios! Sí, mi amor, vine a estar contigo para siempre... Se unieron en un abrazo intenso. Se empaparon sus rostros con lágrimas de gozo y después, un beso suave y después otro y otro cada uno más y más emotivo, para sellar el anhelado encuentro de aquellos seres trémulos de emociones. —Doctor, doctor, éste es su hijo Juan Gervasio—los interrumpió la entrépita Felícita, separándolos con la intromisión del pequeño y, por supuesto, Gervasio se emocionó tanto que se apartó para mimar al niño. Estaba anocheciendo cuando llegaron a casa de Ceferino y después que los recién llegados se asearon, cenaron todos. Macedón y Felícita con su hijo colgaron sus chinchorros en el corredor de la casa y se acostaron temprano. Ceferino se disculpó y cayó rendido. Lucrecia durmió a su hijo y a pesar del agotamiento departió hasta media noche con Gervasio, quien se vio obligado a dormir en la casa donde vivía como huésped, ansioso de mudarse pronto con su flamante familia a la casa que había adquirido, pero que aún no estaba habitable.

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CAPITULO XIII REMINISCENCIAS “...Gente que conocí y que de pronto recuerdo. Cuentos que me refirieron y que no tuve la precaución de anotar. Se pierde uno en el mundo de las reminiscencias.” Pablo J. Anduze San Fernando de Atabapo, capital política de Amazonas desde su fundación en 1.758 hasta 1.928, y otrora capital del caucho, se encontraba ahora en una situación crítica que afectaba a su población, de apenas ciento cincuenta habitantes. En estos aciagos días de opresión política, los locuaces moradores del poblado andaban taciturnos y cautelosos, sobre todo después del arresto de don Gilberto y otros honorables ciudadanos. La presencia de confinados políticos también ocasionaba desconfianza, de tal manera que la llegada de Lucrecia y sus amigos, casi pasó inadvertida. Pese a todo, fueron atendidos solícitamente por Gervasio, especialmente Lucrecia; también Zita preparó infusiones con hojas de pasionaria para calmar la angustia de las mujeres y así pudieron descansar durante todo el día siguiente a su llegada, resarciéndose de las penurias sufridas durante la travesía por la selva, mientras sus hijos estaban bajo el esmerado cuido de sus padres. Gervasio Manterola terminó de arreglar la casa que había conseguido y negociado con alguna dificultad, en el sector de Maracoa, mientras Ceferino andaba en busca de Lucrecia. Las casas en esa calle no tenían jardín anterior pero contaban con un patio trasero que daba hacia el río Atabapo. Estaban estos lares salpicados por altas palmeras de manaca y otros árboles frondosos que antecedían la zona baja, inundable durante el invierno, ofreciendo una panorámica espectacular que invitaba a disfrutar plácidos atardeceres. Internamente la casa era espaciosa, con amplia sala, a cuyos lados se situaban los dormitorios. Contiguo a la sala, el comedor constituía el centro de la casa, 118


luego seguía la cocina, cómoda y rústica, con fogón. Sus paredes eran de bahareque blanqueadas con cal y estaba techada con palmas de moriche. Una tarde, mientras Lucrecia visitaba a Zita, Gervasio preparó la cena ayudado por Felícita para darle una sorpresa a su mujer; la hizo con bocón frito, arroz, tostones de plátano y torrejas, acompañada con limonada endulzada con panela. Sirvió la mesa y por último adornó el centro de la mesa con flores silvestres. Este detalle impresionó a los comensales, pues no era usual en ellos. Fue imposible conseguir una botella de vino como apetecía. Aunque deseaba intimidad, compartieron la comida con Ceferino y Zita, quienes acompañaron a Lucrecia de regreso. Mientras comían, Felícita se entretenía feliz con los niños en el frente de la casa. Después de cenar, Ceferino se dedicó a comentar las aventuras y desventuras referentes a la fuga a través de la selva. Entonces Gervasio le pidió el favor a Macedón para que fuese por unas cervezas frías, y así, estimular al intrépido narrador. A Gervasio le llamaba la atención el conocimiento de los misterios de la selva y sus habitantes, mientras Ceferino se interesaba por los temas políticos que casualmente dominaba muy bien su interlocutor. Ceferino conocía a todos los habitantes de San Fernando, pero con nadie se podía aprender algo nuevo a excepción de don Gilberto que estaba ausente y Félix Devia, pero éste solo pasaba esporádicamente por el pueblo y cuando Ceferino le preguntaba algo, antes de responder soltaba una carcajada, lo cual le disgustaba. Por eso, encontró en Gervasio Manterola una fuente para saciar su sed de conocimiento. —No hay cerveza, don Gervasio —informó Macedón—, en ninguna parte. —¡Que vaina! –exclamó Gervasio—. Bueno, está bien, pero aquí tengo un anisito ¿Qué te parece Ceferino? —Bueno, cuando no hay perro se caza con gato, nojose. En otra época había de todo aquí, hasta cerveza alemana, en los años cuarenta, cuando la Rubber y la Chicle. Después esto quedó solo, no hubo más movimiento comercial. También sucedió algo parecido después que fusilaron a Funes. Esta región llegó a un extremo de pobreza tal, que para conseguir media libra de sal en San Carlos de Río Negro, había que venir hasta aquí ¡en curiara y canalete! Para colmo, cuando Arévalo Cedeño invade por segunda vez al Territorio, en mayo de 1.924, tomó nuevamente a San Fernando y apresó al gobernador interino, coronel Domingo Aponte, pero después fue combatido y derrotado por el gobernador titular que era el coronel Francisco Méndez, en la boca del Casiquiare. Entonces los empresarios de San Carlos, alarmados y temiendo represalias del gobierno, emigraron a Brasil. Los Fuentes y los Henríquez, que eran familias numerosas, se fueron, también las familias Álvarez y Silva, la de 119


Clemente Calderón y Dámaso Azabache, la del corso Galletti, la de Hugolina Rivas y otros más salieron del país. Después, al transcurrir los años regresaron algunos, sobre todo, los hijos de esta gente. —Pero no sólo eso acabó con este pueblo —intervino Lucrecia—, este pueblo se acabó cuando mudaron la gobernación para Ayacucho. —¡Ah, sí! En el año veintiocho el gobernador Carlos D’Gregorio se mudó con su tren ejecutivo para allá –informó Ceferino—. Imagínese usted doctor, que contrariedad, el gobierno ordena una carretera para facilitar la comunicación con la capital, y después que está construida la carretera, se acabó la capital. Bueno pues, todo el mundo se fue para Ayacucho, más allá de Atures, donde el presidente Gómez había decretado que se estableciera la nueva capital, pero allí no había condiciones para instalarse el gobierno, por eso el gobernador tuvo que ocupar el campamento que había utilizado el ingeniero Santiago Aguerrevere durante la construcción de la carretera. Bueno, el 22 de noviembre de 1.928, se instaló en su nueva sede provisional. —Provisional para todo el tiempo –acotó Lucrecia sarcásticamente—. Solo quedaron aquí en San Fernando cinco familias; si no fuera por eso, ésta sería una gran ciudad. —¿Y usted, Zita, es de aquí, de San Fernando? – indagó Gervasio. —Noo, que va, yo soy maroeña como Lucrecia, mi mamá era de Victorino, ella era baniva pero mi papá era de Caicara. Lo que pasa es, que conocemos estas cosas porque nos cuenta don Gilberto. Bueno, de aquí era la mamá de Ceferino y también todos sus hermanos. —Mi padre era del Guárico—dijo Ceferino—y yo nací en Perico. —Ah, Ceferino ¿Y tú trabajaste el caucho también? —Sí, como no doctor, yo estuve trabajando aquí en San Fernando con don José Inés Sué, cuando la Rubber, en los años cuarenta. En esa época todo el mundo se puso a trabajar el caucho. Empezó a verse mucho dinero. Mire, yo recuerdo a don Emilio Véliz, el papá de Delfín Hernández, que tenía permiso de explotación en Guaname, allá trabajó con cien hombres, mientras su mujer, doña Camila, trabajaba en Temblador con cuarenta obreros. Sacaban como cien toneladas al año. Eran los caucheros que producían más. Doña Camila también era una gran partera, ayudaba mucho en aquellos tiempos que no había médico. Otro era Clemente Calderón que fundó El Porvenir en el Casiquiare. También los hermanos Antonio Díaz, Héctor y Nani Arvelo trabajaron en San Lorenzo, en el río Siapa. Juan Díaz trabajó en Buena Vista con su mujer, doña Prajedes y su hija Yolanda que después fue la primera reina de carnaval de Ayacucho. Lo acompañaba su yerno Casimiro Manzol. En Cárida trabajaron: Pastor Sánchez, Valentín Coronel y los hermanos Ramón, Lionzo y Ambrosio Cortés. Por el 120


Ventuari, en el caño Yureba, trabajó Cupertino Chacín y Felipe Nieto. Por cierto, recuerdo que allá me encontré con Sergio Coronel y Ángel Mayabiro, muchachos: se la pasaban pescando los carajitos esos. También recuerdo a Tobías Angulo, Gilberto Álvarez y por supuesto a don Juan Maniglia que comerciaba con todos los caucheros. Aquí tenían negocios grandes: Zulvarán, pero le quemaron todo el comercio; doña Madama Saba, y Mr. Ross, que era un negrito inglés y fue el primero que trajo un automóvil a San Fernando, era un Ford. Bueno, además habían venido contratistas de todas partes del país, los llamaban “churos”, pero no sabían trabajar en el monte. Después que se fue la Compañía en el año 45, trabajé con Néstor Rafael González, que fue el único empresario que quedó trabajando independientemente después de la guerra, comerciaba con el señor Levy, quien era el exportador del producto, que no era caucho, sino pendare y balatá. —Sí, nosotros estuvimos en Las Carmelitas hace dos años—intervino Zita, —¿Verdad Ceferino? Y todavía sacan pendare. —¿Y cual es la diferencia entre el caucho y el pendare? –indagó Gervasio —¿Cómo se trabajan esos productos? —Mire—respondió Ceferino muy solícito—. La goma y el pendare se trabajan en el tiempo comprendido entre septiembre y octubre hasta marzo o abril, según se presente el verano. Para trabajar el pendare, uno primero se sube con las espuelas al árbol, se sostiene con la guaya para tener las manos libres cuando se va subiendo, se hace un canal con el machete, una ranura; entonces se empieza a picar desde arriba para abajo con un corte en “V”. Algunos comienzan al revés de abajo para arriba, pero eso es malo porque al subir uno, se mancha mucho la guaya. No se debe picar sino media cara del árbol, si se pica todo, el árbol se seca. Se deja la otra cara para la próxima cosecha, el próximo año. El tamaño del corte es según lo ancho del árbol. Después se va recogiendo la leche en una bolsa de lona o “burra” pequeña, de allí se vierte todo en una bolsa más grande de lona también o “burra” grande para transportar el látex hasta el campamento, donde se pone a cocinar en una paila grande, mas o menos de diez galones. Luego, cuando está a punto, se vierte en un molde rectangular forrado con hojas de platanillo para que no se pegue, resultando así, una marqueta de treinta a cuarenta kilos. —Pero el pago lo hacen con pura mercancía—interrumpió Zita. —Un momento, déjame terminar —prosiguió Ceferino—. Con el caucho se procede distinto: se pica el árbol de abajo hacia arriba con un cuchillo de castrar, se dan tres o cuatro cortes junticos en forma de bandera o “espina de pescado” a más o menos un metro del suelo. También se deja la mitad del 121


tronco sin picar. De antemano se coloca debajo de dicho corte, una faja hecha con la penca filamentosa de palma de moriche en contorno del tronco y arreglada de tal manera, que forme un seno hacia abajo para canalizar la leche hacia la petaca, que es un envase hecho con el tallo de la manaca y se pone al pie del árbol. Cuando hay, se usa un “taturo” que es un envase de lata. Así se va haciendo de árbol en árbol a través de la estrada, o sea, un camino previamente arreglado. Después se recoge la producción del día y se vacía en baldes o envases mayores para transportar el látex al campamento o barrancón, donde se realiza la esfumación del caucho para condensarlo. Para hacer humo se utiliza madera de “masarrandú” que produce humo blanco y fuerte. Sobre el fogón se coloca un hollón que es un cono de lata para canalizar el humo y sobre éste, se coloca una vara donde se va haciendo el bolón de caucho, sostenido por dos horquetas. Se va girando la vara para que el humo vaya secando el caucho, al agregar gradualmente látex va creciendo el bolón, hasta alcanzar unos cincuenta o sesenta kilos. Este método se utilizó al principio, pero después se secaba el caucho en láminas. La Chicle y la Rubber no quisieron más los bolones porque los adulteraban con otros productos y hasta con piedras y palos. Las láminas se fabricaban en unas cubetas y agregando al látex, una o dos cucharadas de una sustancia o ácido, no me acuerdo cómo se llamaba; a la poca gente que dominaba la técnica, les daban las máquinas laminadoras. —¿Se la daba la Compañía? –preguntó Gervasio. —Sí, las vendían o las prestaban –continuó Gervasio –. La Chicle le daba a uno las guayas, las espuelas, la comida y los motores. Sí, la Chicle trajo los primeros motores fuera de borda, le daba a cada empresario la gasolina y el dinero para comprar mañoco, bueno pues, le daban todo. —Le daban todo, no – interrumpió Lucrecia que estaba atenta a la narración –porque al arreglar cuenta, le cobraban todo eso, no se lo regalaban. —Bueno, sí chica, eso quiero decir —aclaró Ceferino—, le facilitaban todo o lo avanzaban, como una especie de crédito. Bueno, hasta tenían las lanchas “Caribe” y “Caimán” para remolcar los bongos cargados de caucho, desde el barrancón hasta el sitio de acopio. —Muy interesante, bueno ¿Y por qué ahora no se trabaja el caucho? —Muy sencillo, doctor —respondió Ceferino –. Eso ocurrió debido a una economía de guerra. Después de eso, el caucho natural perdió valor comercial y por eso las compañías se fueron. —Y después que se fue la Chicle y la Rubber ¿Cómo quedó esto? — indagó Gervasio. —Bueno, imagínese, como le dije antes, prácticamente quedó acabado porque la gente se fue a trabajar productos forestales a Colombia. Allá estaba 122


don Carlos Palau con la compañía Aída comprando fibra. Otros con Néstor González al Ventuari, y otros con Eloy Fajardo al Río Negro. Aquí la fibra la compraba Díaz Vera en Puerto Ayacucho, Rumeno Armas Salazar, que es amigo mío, trabaja con él. Pero la gran mayoría, nos fuimos a Puerto Ayacucho. —¡Ah, Ceferino! Otra cosa. ¿Tú conociste a Rodríguez Franco y al general Alfredo Franco? – interrumpió Gervasio cambiando el tema—. ¿Tenían ellos alguna relación con el coronel Emiliano Pérez Franco? ¿Acaso eran familiares? Los oí mencionar hace unos días. —¡Sí, cómo no! —Exclamó Ceferino —. No, Rodríguez Franco fue quien expulsó al gobernador Jesús Canelón, un coronel tachirense que medía como dos metros, con una voz potente, un ogro pues. Todo el mundo le tenía miedo; vivía con tres muchachitas, el muy sinvergüenza, una que había traído de Guayana y dos que compró en Ayacucho, según dicen. Y si alguien osaba reclamarle algo lo amarraba a la pata de una mesa. Bueno, este gobernador quiso faltarle el respeto a Monseñor De Ferrari, entonces intervino el padre Bonvecchio, el mismo que está aquí, y lo desafió a duelo: “Usted es un hombre igual que yo —le dijo—. Saque su revólver para que se bata conmigo.” Y el otro se ablandó. Un tiempo después, Canelón intentó robarse a una hija de los Maniglia que era ahijada de Monseñor, acompañado de un agente de la Sagrada. Como los Maniglia eran vecinos de la misión Salesiana, que estaba en la laja cerca del parque Humboldt, resultó que los sorprendieron y el mismo padre Bonvecchio les echó plomo. Enseguida disparó también Jesús Álvarez, el chofer de los Maniglia y los raptores desaparecieron; eso ocurrió aproximadamente a la una de la madrugada y a eso de las dos, salió del puerto la lancha “Amazonas” del gobierno, en comisión urgente. Sucedió que al mes y medio del incidente, se presentó en el pueblo el fracasado raptor con la mano vendada todavía. Entonces Monseñor les aconsejó a sus compadres que se asilaran con su hija en Puerto Carreño, Colombia. Todo esto me lo contó don Gilberto, que, siendo niño, conoció personalmente a este gobernador. En aquellos tiempos muere el presidente Gómez y viene de gobernador el general Alfredo Franco; fue el primer gobernador del régimen de López Contreras. Franco había peleado al lado de Arévalo Cedeño pero desertó de él, después que le gastó la plata que produjo la venta de los 370 quintales de balatá que ellos le habían decomisado a don Ramiro Caijeiro, socio de Chicho González. —Y entonces ¿Qué pasó con el coronel Canelón?—Dijo intrigado Gervasio Manterola. —Ya va, oiga bien. Rodríguez Franco estuvo aquí en tiempos de Funes. Regresó con el gobernador Alfredo Franco y se encuentran con que Canelón se negaba a entregar el gobierno y abandonar Puerto Ayacucho, aparte de que el 123


pueblo no lo quería. Entonces, como el gobernador Franco no tenía armas, el comisario de Puerto Carreño le dio parque y vino Félix Devia, Nepo Patiño, Antonio López, Andrade, don Pancho y otros más, desde el lado colombiano. Llegaron a Corocito, donde ahora están los Baloa y durante la noche, con Rodríguez Franco al frente, entraron a Puerto Ayacucho y sacaron a Canelón del pueblo. Unos años más tarde, Canelón, enfermo en un hospital del Zulia, fue asesinado por un joven ahijado suyo, vengando así, la muerte de su padre. “Después, una vez instalado el gobierno, el gobernador Alfredo Franco y Rodríguez Franco viajaron en septiembre de 1936 hasta Maroa llevando regalías, los acompañaba el padre Bonvecchio. De allá el cura se trajo a éstas que estaban carajitas -–Ceferino señaló con un gesto de la boca a Zita—, pero ésta no quiso estudiar. Yo tendría unos quince años cuando eso. Este señor, J.V. Rodríguez Franco era muy malo. Funes le encargó a él, al coronel Eliseo Henríquez y otros, matar al general Manuel María González. Aunque fue un intelectual, un hombre muy preparado, fue secretario de gobierno y redactaba todos los documentos oficiales. Muy inteligente pero muy malo, lo define don Gilberto. “El otro personaje de apellido Franco que usted oyó mencionar es el coronel Emiliano Pérez Franco, era coriano y dueño de La Esmeralda, donde tenía ganado, siembras de yuca, plátano, maíz y explotaba caucho y sarrapia. Estaba casado con Elvira Yanave, casiquiareña como éstas –señaló con la boca a las mujeres. – No señor, maroeñas somos nosotras — protestó Lucrecia. — Está bien dijo Ceferino y continuó: Su gente remontaba el Padamo y el Orinoco hasta la boca del Mavaca en busca de caucho y cacería. Le iba muy bien hasta que, en el año veintinueve más o menos, un grupo de Guaicas llegó a La Esmeralda a eso de las diez de la mañana, armados con flechas y rodearon la casa; eso ocurrió mientras uno de sus hijos, que era su brazo derecho, había salido para Tamatama. El coronel quiso disparar pero recapacitó y no lo hizo, dejando que los indios entraran. Ellos venían a robar y no a matar. Sin embargo, ante las amenazas de las flechas, la familia del coronel se encerró en su cuarto. “Los indios, supuestamente guiados por un antiguo peón, entraron y registraron todas las habitaciones. Resueltamente sacaron toda la comida y herramientas, nojose. El asalto duró hasta eso de la una de la tarde, después los indios se fueron rumbo al río Iguapo. Enseguida Pérez Franco despachó una comisión para Tamatama en busca de auxilio. Más tarde llegó su hijo con un grupo de hombres y salieron inmediatamente en persecución de los ladrones. Los alcanzaron a orilla del Iguapo y les echaron plomo. Los indios abandonaron parte de los objetos robados y huyeron monte adentro para volver a sus tierras. El hijo de Pérez Franco los recuperó y regresó a su casa. Dos meses más tarde, 124


Pérez Franco en tres balsas de rolas de cedro caleteó su ganado a Santa Bárbara, donde lo vendió y después abandonó definitivamente La Esmeralda para irse a Puerto Ayacucho. Allá fue presidente del Consejo Municipal entre 1937 y 1939. “Bueno, bueno, ya está bien, yo hablé bastante ya, ahora le toca a usted doctor, cuéntenos sus correrías que según ésta –señaló a Lucrecia con un gesto —son muchas y muy interesantes. —Sí, por supuesto que les voy a contar, pero antes háblame de Funes, tú debes conocer bien la historia de Tomás Funes. —Bueno, los pormenores de la época de Funes no los conozco muy bien. Pero lo cierto es que el coronel José Tomás Funes nació en Cúpira. Se viene al Territorio en el año 1902, se dedica a la explotación del caucho y al poco tiempo surge como uno de los principales empresarios. Hasta el punto que éstos le apoyan para dirigir la asonada, de la noche del 8 de mayo de 1913. Asaltó la casa de gobierno, asesinó al gobernador Pulido, a sus hermanos y a todos sus seguidores: fueron cuarenta y tres los asesinados esa noche. Fue secundado por Manuel María González y Sebastián González Perdomo, sin embargo, al final de su régimen, mandó a matar estos dos secuaces también. Bueno pues, el hombre era un tirano y como tal se mantuvo en el poder como lo hacen todos ellos, o sea, a la fuerza, sometiendo y sembrando terror sobre sus enemigos. Me acuerdo de mi gran amigo, el doctor Meinhard, que en paz descanse; me dijo una vez que para conservar el poder, hay que ser duro con el enemigo, hay que exterminarlo. Si no se puede con él, hay que ir a la guerra como solución definitiva. Y eso fue lo que le faltó hacer a Funes: se conformó con explotar esto solamente; aunque ahora dicen que tenía planeado conquistar el resto del país. Bueno, aquí todo lo convierten en mito. Eso es pura fantasía. Mire doctor, le voy a decir una cosa, es mi humilde opinión, muy particular: lo que pasa con el coronel José Tomás Funes, el más renombrado de todos los mandamás de esta tierra, es que fue el hombre que mató más gente, y este tipo de “héroes” ocupa un lugar prominente en la historia de los pueblos: mientras más gente mata, mayor será su fama. Pero eso no va conmigo. Usted es letrado y me entiende ¿no? —Sí, claro. —Bueno, déjeme decirle una cosa –continuó Ceferino—.Yo soy de la opinión que la humanidad debería enaltecer más bien a los hombres honrados y trabajadores ejemplares. Dése cuenta que nadie nombra a los gobernadores Francisco Michelena y Rojas, a Samuel Darío Maldonado, a Federico Montolieu, ni a Bartolomé Tavera-Acosta ¿ah? ni siquiera a Rufino Blanco Fombona. ¿Por qué...? Sencillamente porque no fueron malvados sino todo lo contrario, benefactores de los indios, promotores de la civilización y la cultura, 125


defensores de los desamparados contra los abusos de los explotadores, no joda, por eso fue que mataron a Michelena y Rojas. —Ah, sí, ¿cómo y cuando fue eso? —interrumpió Gervasio. —Mire, Francisco Michelena y Rojas fue dos veces gobernador de esta región, primero, cuando era Provincia de Amazonas en 1856 y después cuando era Territorio Federal en 1876; en esta época mantuvo una controversial posición con los empresarios y negociantes por las muchas irregularidades que encontró, especulación en los precios de las mercancías y, bueno pues, muchas cosas negativas. Haciendo un recorrido por Río Negro, de regreso a San Fernando, por el camino Yavita-Pimichín, dicen que el capitán indígena Carinaña con sus compañeros, mandados o contratados por aquellos negociantes de Río Negro, lo atacó asestándole un golpe en la cabeza con un palo y le fracturó el cráneo. Otros dicen que no es cierto, sino que fue un accidente, ocasionado por la caída de una rama de un árbol sobre el gobernador, cuando era conducido por los indios en un chinchorro soportado con una vara, ya que estaba muy viejo. Con todo, algunos comentan que por abusar de las indias, los mismos yaviteros lo asesinaron. Total que no se sabe a ciencia cierta, ya eso es otro mito. “El Catire”, como le decían los indios, murió horas después, a la una de la madrugada el 27 de septiembre de 1876 en Yavita donde lo habían traído desfallecido y fue sepultado en la iglesia del pueblo. Después de quince años, sus restos fueron exhumados y llevados a Caracas. Bueno, ése si era un hombre vergatario, honorable y dinámico, no joda. Lo llamaban el viajero universal, porque había recorrido los cinco continentes y le había dado tres veces la vuelta al mundo. Era un gran explorador y además, cuando joven, fue secretario del Mariscal Sucre en Lima, Perú. Voy a ver si le consigo su libro “Exploración Oficial”. “Nojose, parece que hay que ser bien malo para que lo reconozcan a uno, a la gente de bien y trabajadora no se le toma en cuenta. ¡Caracha! Por eso estamos como estamos. —Caramba, Ceferino, tu tienes razón —opinó Gervasio Manterola—, nosotros no valoramos bien. Yo sé, por ejemplo, que el general Nogales Méndez es un héroe en otros países, pero aquí no, nada de eso, a pesar de que luchó por la libertad contra la dictadura gomecista. —Por eso le digo, mire —prosiguió Ceferino —, otra cosa: Funes no fue más que el resultado de una situación imperante pero no la única, no señor. Fíjese que antes de él estaba Roberto Pulido, un gobernador que había montado un sistema, un verdadero trapiche para exprimir a todo el mundo, tanto así, que los comerciantes se conjuraron contra él y precisamente aquí se aplica el refrán de que resultó peor el remedio que la enfermedad. ¿Por qué? Porque los 126


comerciantes quisieron librarse de Pulido a través de Funes pero resultó que este señor, después que agarró el coroto, se alzó con todo también. Y después ¿qué se mejoró...? ¡Nada hombre! Todo fue peor, porque a la tiranía económica se le añadió la asechanza criminal. Ocho años bajo el signo del terror ¿sirvieron acaso para borrar lo malo y corregir los vicios, como quieren justificar algunos defensores de los tiranos? ¡No! ¡Que va! —¡Shitt! ¡shitt!—interrumpió Zita llevándose el dedo índice a los labios —. Chico, Ceferino, tú como que ya estás borracho, mira que por estar hablando así, te pueden llevar preso; será mejor que nos vayamos. —¡Caramba! Pero si apenas son las ocho –dijo Gervasio tratando de prolongar la reunión, sin embargo Ceferino apoyó a su mujer argumentando que después de las ocho de la noche no era conveniente andar por las calles, que lo esperaba al día siguiente para almorzar sancocho de pescado. Antes de despedirse, Ceferino agregó: —Pero también es verdad que “el Terror de Amazonas” como le dicen, no era tan brutal como ahora lo quieren presentar los escritores, porque aquellos eran otros tiempos, tiempos duros que no se pueden ni se deben comparar con los de ahora, porque las circunstancia eran distintas y el hombre actúa de acuerdo a la circunstancia que se le presente. Además, aquí según y que hubieron gobernantes peores que Funes pero no los enaltecieron como a éste, bueno, porque se vivía en el oscurantismo, todo lo convertían en mitos por su propia conveniencia. Uno de los pocos, por no decir el único, que se ocupó de tomar notas fue don Marcelino Bueno y sin embargo sus escritos se perdieron; en fin, para esta fecha nadie ha escrito la historia de Amazonas. ¿Qué le parece? La captura y fusilamiento de Tomás Funes el 30 de enero de 1921, se le debe al general Arévalo Cedeño. Por cierto, que don Antonio Acosta Francis fue capitán de su tropa y conoce muy bien los detalles del ataque, un día de estos se lo presento pa’que le cuente la historia. “Bueno, doctor, mañana le toca a usted, no se olvide del sancocho. —Está bien, mañana hablaremos —dijo Gervasio resignado –, muchas gracias por la visita. Lucrecia, que estaba dormitando sobre el hombro de Gervasio, también se levantó para despedir a sus familiares, aún no estaba restablecida físicamente de los tormentos sufridos en zona del Yapacana y la travesía por selvas y ríos. Tampoco en su rostro se percibía algún vislumbre de paz interior o satisfacción, ni felicidad. Zita, que era tan perspicaz y entrometida, no dejó de prestar atención a la conducta de su hermana, por tal motivo, tampoco resistió las ganas de preguntarle a su hermana, algo que la intrigaba y deseaba averiguar desde el día 127


siguiente a su llegada. Esto ocurrió días después que almorzaron con Gervasio, mientras conversaban acostadas en sendos chinchorros: —Y entonces mana ¿cómo se porta tu hombre? La verdad es que yo nunca me imaginé que tú te ibas a encontrar con él y menos aquí mismo – le susurró con un gesto pícaro —. Fue un milagro de verdad ¿Todo bien, uhm? —Sí, sí... claro, todo está bien –respondió Lucrecia con un ademán de indiferencia. Suspicazmente Zita interpretó el gesto y tomándole la mano para darle confianza prosiguió: —Pero chica, cuéntame, yo no creo que ahora, con el amor de toda tu vida, tu estés tan indiferente, vamos mana, cuéntame ¿sí? Por encimita na’mas. Entonces Lucrecia no pudo contener el llanto y se abalanzó sobre su hermana. Zita mantuvo su espíritu solidario, tratando de calmar a su consternada y sollozante hermana. —Pero mija, que te dije yo ¿uhm? Si te pasa algo malo, dímelo, no juegue. ¿No será que ustedes no han hecho nada, nadita de aquello? ¿No será eso? —Sí, sí... es que no, no... –gimoteó Lucrecia –es que... es que él está impotente, chica... Nojose, algo le pasó en esa horrible cárcel pero él no quiere contarme cómo fue todo, parece que lo maltrataron mucho... y ahora fíjate, tanto esperar... ¡ay, mana! no sé... Será que también es castigo de Dios por lo que le hice a Paúl y a Froilán. —Ah, no hombre, chica ¡Qué va, mana! —refutó Zita —. No te pongas a pensar en eso. Mira, lo que pasa es que él ha sufrido mucho, acuérdate que yo te dije que en Guasina torturaban a los presos, pero bueno, yo he oído que eso en el hombre es transitorio, hay que esperar que pase un poco de tiempo. —Bueno, sí... Ojalá que sea así, pero será que... —Pero nada, mija –interrumpió Zita —, lo que tienes que hacer es darle bastante catara con bachaco. Ahorita mismo te voy a traer una botella que tengo ahí, de San Carlos... ¡Ay Dios mío! Que contrariedades tiene la vida: cuando hay, uno no quiere, y cuando no hay, uno sí quiere. Bueno, hermaná, cálmate ya, tú vas a ver que vamos a componer a ese hombre a fuerza de catara y palo de arco; si no, con zorro guache. —Ay, si estuviera Blandina para ayudarme con esas cosas —dijo Lucrecia con nostalgia. Al haber compartido con Zita y descargado en ella sus angustias y sus pesares, sentíase ahora consolada y un poco aliviada. Así que se dedicó durante los días subsiguientes, a preparar su viaje a Puerto Ayacucho. Tendrá que ir sin la compañía de Gervasio, pues las autoridades le negaron la salida de San 128


Fernando. En tal caso la acompañarán Ceferino y Felícita, para denunciar ante las autoridades de la capital lo que estaba aconteciendo en el Yapacana, ya que el sargento de la Guardia, comandante de la guarnición de San Fernando, no tenía los medios para tomar acción alguna, tan solo les recomendó que fuesen al cuartel de la Guardia Nacional en Puerto Ayacucho y hablasen con el capitán o, en último caso con el gobernador. —Caray, menos mal que encontré mi motor enterito, aunque bien enchumbado, porque el bongo sí tenía algunos agujeros de balas pero lo carené todo – recordó Ceferino Tamavi cuando se estaban embarcando —. Estaba hundido en el mismo sitio donde lo dejamos, cuando tuvimos que huir de la balacera de “Piapoco” Balzán. A las seis de la mañana, salió el bongo desde la ensenada del puerto, se alejaba sobre las apacibles aguas rojinegras del Atabapo, mientras en la orilla, quedaron Gervasio, Zita y sus hijos, Macedón, el sargento Ortiz y otros amigos, agitando sus pañuelos o simplemente sus manos.

CAPITULO XIV LOS DENUNCIANTES I —¡Caramba! ¡Como ha crecido este pueblo! ¡Todo está cambiado! – exclamó Ceferino Tamavi cuando comenzaron a recorrer la avenida principal de Puerto Ayacucho, recientemente asfaltada, con amplias aceras, áreas verdes con árboles de mango y almendrones recién sembrados. —Si hombre, qué bonito está todo —asintió Lucrecia —; mira, los postes de alumbrado son como los de Caracas, con cables subterráneos y luz de mercurio. En efecto, la capital de Amazonas, bajo la administración del Dr. J. M. Guzmán Guevara, había adquirido el aspecto de una pequeña ciudad bien 129


organizada. Se habían construido edificaciones modernas para albergar las oficinas públicas; un funcional centro de salud, la casa indígena, el acondicionamiento del aeropuerto; se construyó un muelle fluvial con todas sus instalaciones para el cabotaje, un moderno grupo escolar, la casa del gobernador que nunca llegó a ocupar, la remodelación de la plaza Bolívar y la construcción de las principales avenidas de la pequeña ciudad de unos 3000 habitantes. Todo esto se edificó de acuerdo a un plan de desarrollo urbano. Aunado a esta estampa, se presenta impactante la nueva catedral, en cuyo interior se reunían los devotos cristianos desde diciembre de 1953, la misma contaba con una extensa casa parroquial anexa. Poco tiempo después construyeron los salesianos, el edificio más grande del pueblo, que continuó siéndolo después de muchísimos años: el Colegio Pío XI. Sin embargo, las viviendas particulares permanecían inalterables, eran casitas de bahareque, techos de palma y piso de tierra apisonada, generalmente construida por el jefe del hogar con la ayuda de su familia. Eran excepción, las casas apareadas construidas por el gobierno con paredes de bloques y techo de láminas de zinc. —Bueno pues, es lo que yo digo comadre —comentó Ceferino —. Mire, la carretera de Sanariapo no sirvió para ir hacia arriba, al interior, sino más bien, al contrario, sirve para que la gente se venga a Puerto Ayacucho, vea como está creciendo esto y en cambio, el resto de los pueblos muriéndose. Lucrecia asintió sólo con un gesto, sonriendo y propuso que llegasen a la pensión de doña Andrea porque ahora no tenían acceso a la medicatura. Al día siguiente, al saber que habían llegado, los visitó Julio Castillo y entre otras anécdotas, les contó una nueva sobre sus correrías: —De casualidad no estoy preso ahorita — dijo al comenzar el cuento de que estando en la plaza Bolívar, cantaba acompañado de su acordeón el porro colombiano que exaltaba al presidente: Coronel Marcos Pérez Jiménez presidente constitucional elegido por el pueblo con orgullo nacional. Venezuela te quiere bastante y te aclama con gran alegría viva el nuevo gobernante símbolo de garantía. —Bueno ¿y qué tiene de malo que usted cantara esa canción? — dijo Lucrecia extrañada. 130


—Bueno, oiga. Lo que pasa es que, cuando yo decía “Venezuela te quiere bastante”, soltaba las teclas del acordeón y con este dedo hacía la señal de costumbre –. Julio levantó verticalmente su dedo medio al tiempo que cerró la mano en forma de puño, representando un falo erguido –y estando en eso, me vio uno de la S.N. —Barajo, Julio, usted se pasó –exclamó Lucrecia avergonzada. —¡Jo! ¡jo! Total que se me puso fea la cosa, el tipo me llevó a la Seguridad y allá, el jefe me dijo: ahora cante igual a como lo estaba haciendo en la plaza y yo comencé a darle... “¡No, no!, ¡así no! Me dice el tipo, haga lo mismo que usted hizo allá”. Bueno, yo me negué rotundamente hasta que al fin me dejaron ir, pero eso sí, con la advertencia de que si volvía a repetir esa vaina, iba derechito al calabozo. —¡Ah! gracias a Dios que no pasó de allí —, suspiró aliviada Lucrecia. —Bueno don Ceferino, entonces si no tiene inconveniente, vamos a tomarnos unas cervecitas —, propuso Julio al mismo tiempo que colocaba su mano sobre el hombro de Ceferino —¡Sí, claro! ¡Cómo no! Hace mucho calor —, asintió el invitado mientras caminaban hacia la puerta —Tome, póngase esto en la solapa—indicó Julio entregándole a Ceferino un distintivo metálico con la efigie del presidente—. Así no nos joden tanto. Más tarde, conversaban dentro de la fuente de soda, alternando con tragos de cerveza. —Usted no lo va a creer, pero eso me ocurrió en esa gran fiesta que me invitaron los amigos allá en Barcelos, eso fue cuando yo guiaba a la expedición de la National Geographic. Había un grupo de tres mujeres bellísimas y vestidas con unos trajes muy refinados y, bueno, los hombres hacían cola para bailar con ellas, yo me metí a esperar pero que va, pasó el tiempo, y era un poco más de media noche cuando de pronto, esas mujeres salieron corriendo hacia el río y desaparecieron, algunos salieron a buscarlas pero nada, ni rastro de ellas, era un encanto de toninas. —¿Será? —Dijo Ceferino incrédulo —Bueno, si yo mismo las vi — prosiguió Julio— ¡Que mujeres tan bellas! Pero sólo en ocasiones se presentan a las fiestas. Eso lo tiene que ver uno en persona para creerlo. —¿Cuándo vamos a Barcelos? —Cuando usted diga, pero si quiere ver a esas mujeres hay que esperar porque salen cada veinticinco años y tiene que ser en abril, en la época de fiestas. 131


—No joda, paisano... Bueno, oiga esto que le voy a contar —dijo Ceferino y comenzó su historia acompañándola con muchos aspavientos alegóricos. En la rockola se escuchaba: Yo me voy de esta tierra y adiós buscando yerba de olvido dejarte A ver si con esta ausencia pudiera con relación a otro tiempo olvidarme He vivido soportando un martirio jamás debo mostrarme cobarde arrastrando esta cadena tan fuerte hasta que mi triste vida se acabe —¡Carajo, chico! Entonces el bicho se me vino encima —, refería Ceferino su percance con el hombre-tigre, mientras Julio se empinaba una media jarra. Recordando aquel proverbio que dice más vale tarde que nunca compadre. —¡Oigan ciudadanos! —indicó un hombre mientras se les acercaba, de pequeña estatura, usaba sombrero y pantalones de ruedo angosto —¿Quién de ustedes puso ese disco...? ¡Ah! Usted otra vez. Julio reconoció al hombre de la S.N. que lo había apresado cuando tocaba en la plaza. —Caramba, la verdad es que nosotros llevamos rato aquí, pero no hemos puesto ni medio en la rockola ¿No es verdad don Ceferino? —Así es señor, le aseguro que mi amigo dice la verdad. —¡Ah, bueno! —dijo el policía cuando observó la insignia que llevaba Ceferino, en la solapa de la camisa.— Mucho cuidado pues, tranquilos entonces. Y se alejó hacia el mostrador para interrogar a otros clientes. Arrastrando esta cadena tan fuerte hasta que mi triste vida se acabe. —Bueno, pues, y ¿qué tiene de malo oír “cabeza de hacha?” 132


—Después te cuento —susurró Julio llevándose el dedo índice a la boca —, hay moros en la costa, mejor pedimos la otra y nos vamos. *** El teniente les tomó la declaración, no sin antes hacerlos pasar un mal rato, amedrentándolos y amenazándolos con detenerlos por sospechosos. De acuerdo a las preguntas que él les hacía, parecía que los culpables eran ellos y no los denunciados. Después de un largo interrogatorio, Ceferino y Lucrecia hablaron con el capitán; éste les ofreció tomar cartas en el asunto y enviar una comisión al lugar de los acontecimientos. El teniente se había comportado muy circunspecto y severo, mientras cumplía sus obligaciones pero después de abandonar la oficina, fue muy atento con Lucrecia y cortésmente se ofreció para llevarlos en su Jeep. Era un joven andino salido de la adolescencia, su ansiedad de vivir plenamente y su energía vital rebasaban sus escasas actividades en la pequeña guarnición, donde no tenía mucho que hacer, por eso, a veces cometía arbitrariedades como molestar a los borrachitos populares o abusar de la autoridad que le otorgaba su rango. Una de esos desafueros lo cometió contra un humilde camionero al propinarle un planazo por negarse éste a servirle una cerveza, pero resultó que el camionero, sorprendentemente se desquitó, derribándolo con una contundente trompada. No obstante, aquí estaba mucho mejor que en Guasina. Aquí, revelaba poco del proceder cruel y abusivo que tuvo en aquella isla de castigo, gracias a su apariencia jovial y sus elegantes modales que disimulaban aquella conducta y embelesaban a las muchachas, aunque desentonaban con la sencillez de los pobladores. Cuando llegaron a la casa de huésped de doña Andrea, Ceferino se despidió. Felícita se asomó a la puerta y Lucrecia le presentó al teniente; luego de algunas expresiones amables, él se despidió muy cortésmente, pero al hacer patinar el Jeep en la arrancada, las dejó bien empolvadas. —¡Ay, pero qué buen mozo es! — suspiró Felícita, y Lucrecia sacudiéndose el polvo, la reprendió diciéndole que se dejara de coqueterías y que se hiciera respetar como mujer con marido y con hijo. Pero la muchacha le había puesto la vista al teniente, así que un día después del sermón de su tía, con esmero se emperifolló con su mejor vestido y con suma confianza se dispuso a esperarlo en la ventana. En su primera cita el joven teniente colmó a Felícita de piropos y frases melosas, que extasiaron a la muchacha. El corto paseo por las recién asfaltadas calles de la pequeña ciudad fue suficiente para que la impetuosa joven se prendara del galante oficial. Ella no había sentido jamás tanta ternura, fina 133


galantería y tanto encanto de un hombre, ni con Paúl Meinhard, el difunto, ni mucho menos con Macedón Barana, su marido. Con todo, por discreción tuvo el acierto de pedirle que la dejase pronto de regreso en la pensión; “mañana pásame buscando en la tarde por aquella casa de puerta azul que allí viven unos familiares míos”, le dijo al despedirse. Posteriormente Felícita se las arregló para despistar a su tía, mientras ésta se ocupaba de hacer sus diligencias a veces acompañada de Ceferino, entre ellas, gestionar el permiso para que Gervasio pudiese trasladarse a Kanariapo. Esto implicaba dedicar mucho tiempo de espera para hablar con el jefe de la S.N. y también con el gobernador; además debía hacer algunos contactos para solicitar ante el Ministerio, medicinas y equipamiento para el dispensario y comprar sus provisiones particulares. Felícita cuidaba a su hijo obviamente y también a su sobrino, el hijo de Lucrecia mientras ésta se encontraba ocupada. A diario los llevaba a casa de sus familiares y allá los dejaba mientras se escapaba con su enamorado. Casualmente su tía no se enteró de estos encuentros. Entregaron sus cuerpos el uno al otro, recíprocamente, en amor penetrante. Unas veces bajo la sombra de los grandes árboles en pleno sol candente de mediodía, otrosí se revolcaban en hermosos parajes donde no sentían el resonar de los raudales, ni el rumor de las cascadas, ni las picadas de mosquitos, tampoco sentían el calor sofocante, ni mucho menos oían el trinar de aves. Otras veces se amaban sobre una solitaria y desnuda laja tenuemente iluminada por la luna llena, donde estaban protegidos de las alimañas nocturnas. También se amaron apasionadamente sumergidos en las cristalinas aguas de caño Loro, del Carinagua y del Periquito amparados por frondosos follajes, sin importarles las incomodidades de los parajes selváticos, ni sentir sus murmullos amedrentadores, ni el serpear de los reptiles. Tal vez, lo único que sentían era el palpitar de sus corazones durante el vertiginoso viaje sibarítico. Felícita, la arrebatada safrisca, revivió la pasión que habíale despertado una vez el Dr. Meinhard, se le erizó de nuevo la piel caoba, tersa y sensible sobre sus carnes firmes y experimentó de nuevo la impresión de compartir la preeminencia del hombre blanco sobre la mujer indígena. Y así, mientras la pasión de sus premurosos encuentros proliferaba, el galanteo del teniente menguaba, a tal punto que, en sus últimas citas, antes de Felícita emprender viaje de regreso a San Fernando, no pronunciaba palabra alguna, haciendo honor al conde Baldassare quien alguna vez dijo que: “El que ama mucho, habla poco.” Pocas veces Lucrecia y Felícita salían juntas, pero una vez Lucrecia invitó a su sobrina a casa de una amiga peluquera y ambas se hicieron un peinado “permanente” que casualmente estaba de moda. Felícita estaba muy contenta de que al fin embellecería su maltratado pelo negro y broncíneo, pero al regresar a 134


la casa se deshizo el peinado furiosamente por que no le gustó. “Lo que pasa es que tú no estás acostumbrada a verte elegante” le dijo su tía. Después de estar dos semanas en Puerto Ayacucho, regresaron. Lucrecia, Ceferino, Felícita y los niños remontaban el Orinoco, bajo sombra de toldilla estrenando una lancha rápida, empujada por un nuevo fuera de borda, de suave ronronear. Lucrecia estaba muy contenta por haber adquirido la lancha y por el éxito de sus gestiones; tal vez por eso advirtió en su sobrina un evidente contraste. Felícita andaba melancólica pero ya no oteaba con ansia la orilla del río, con la esperanza de encontrar entre las breñas al Dr. Meinhard haciendo señales de auxilio. Más bien andaba absorta, de rostro ensoñador y su mirada extraviada entre el fresco y ancho paisaje ribereño. —¿Y a ti qué te pasa, muchacha...? Barajo, te noto bien rara, a vaina, tú como que te enamoraste del teniente, o no será que tú estás preñada otra vez. ¿Qué tienes, aah? —No, no, tía cómo usted va creer eso, yo no tengo nada con ese señor — dijo esbozando una sonrisa nostálgica –, ni siquiera, no me pasa nada tía, de verdaíta, ni estoy preñada tampoco. ¡Qué va! La brisa fresca sobre el río agitó su pelo y acaricio su rostro. Ella se protegió con las manos para disimular su perturbación.

II En la capital del país, un hombre bien trajeado y con sombrero, se desplazaba sigilosamente al anochecer por una angosta calle del centro de la ciudad. Cargaba una maleta que parecía muy pesada, por el modo de caminar del hombre, que cojeaba. La limosina se acercó lentamente por detrás de él y mantuvo la velocidad al mismo ritmo que marcaba el paso del hombre de la maleta; entonces éste, al percibir el acecho, palpó su revólver, preparado para defenderse. Enseguida oyó la voz del conductor: —¡Fritz Balzán! ¡Oiga señor Balzán!, ¡suba! ¡suba! Al reconocer al pasajero, sin pestañear, Froilán abrió la portezuela del auto y subió al asiento trasero donde se encontró con su socio. —¡Oh caramba! Tu hacerte difícil para encontrar, yo sospechar que tú querer escapar con oro. ¿Por qué no estar en lugar de nuestra cita? ¿Eh?

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—No hombre, que va mayor Norton, me demoré porque tuve un inconveniente de última hora; mire, aquí tiene su oro completico, ni un gramo menos, ni un gramo más, tal como quedamos. —All right, abrir maleta con cuidado y mostrarme. El mayor Roy Norton examinó cuidadosamente el contenido y luego cinceló con su navaja una de las barras. —Okey —murmuró —, parece que todo está correcto. —Claro, yo soy un hombre de palabra —aseveró Froilán Balzán —. Ya le dije que cumplí con nuestro plan al pie de la letra. —Oh caramba, no totalmente— protestó el mayor Norton —. Mi helicóptero haberse perdido y eso no estar en plan, tampoco estar esto, —le mostró un recorte de prensa –Aquí denuncia sobre muerte de Brown y Carson, solicitan a un tal Froilán Balzán como sospechoso de crimen, parecer que no ejecutarse correctamente mi plan. Tu asegurarme que no haber interferencia de autoridades. —Y en efecto, mayor –explicó Froilán —mire, ante todo ese no es mi verdadero nombre como ya usted sabe... —Okey, Fritz o como sea, me da igual. —Y después, esa vaina pasó porque estuve hospitalizado por la herida y no pude neutralizar a esos carajos que me estaban jodiendo allá, saboteándome el trabajo, pero yo los voy a callar para siempre. Oiga, yo voy a volver al Amazonas, le voy a reparar su helicóptero y problema resuelto, ¿está bien? —No jugar conmigo Balzán, okey —sentenció el mayor Norton y sorpresivamente sacó su pistola para amenazar a Froilán, indicándole decididamente: —Mejor hacer otra cuestión, darme cheque por valor de helicóptero y cerramos negocio, no querer mas compromiso contigo. —Pero... espera, ¡ya va! —protestó Froilán Balzán —. ¡Ya te dije que te devolveré el helicóptero! ¡Además, esa es una pérdida compartida, hombre! —Y yo decir: ¡darme dinero! —refutó el mayor y le presionó la pistola 45 en las costillas —.¡Ya! No querer discutir más. —Está bien, coño, quítame esa pistola de encima, ¡no joda! — exigió Froilán Balzán y tan pronto Norton enfundó el arma, después de acordar el precio, comenzó a elaborar el pago de mala gana. Seguidamente, extendiéndole el cheque firmado, agregó: —Aquí tiene hombre, mejor así, para no tener nada pendiente. —¡All right! Así está mejor, probablemente no vernos más. Por supuesto, si estar todo correcta, no querer trampa tuya —advirtió el norteamericano y le ordenó al chofer que se estacionara en la próxima esquina, luego, presionando su dedo índice contra el pecho de Froilán Balzán le dijo: —Ahora salir, ya saber 136


que estar siguiéndote como sombra, tenerte bajo control con mis hombres, así que no tratar de interferir en mis asuntos ¡Get out! —¡Vete a la mierda, gringo’el coño! – vociferó impotente pero furioso Froilán Balzán y continuó imprecando contra su ex-socio, mientras éste se alejaba rápidamente. —A esos carajos no se le gana una –dijo. Y se lamentaba también por haber gastado parte de su fortuna, pues su intención era convencer a Norton para quedarse con el helicóptero gratuitamente. Pese a todo, en el regateo había logrado una ganga, considerando los costos de reparación del aparato en plena selva. Después de caminar largo trecho encalabrinado, sin darse cuenta por donde iba, se detuvo en la puerta del bar Pasapoga y entró. Pidió un güisqui solo, con hielo y sorbió; estuvo tentado a diluir su desencanto en muchos tragos. Observó desde la barra aquellos vejetes permutando sus sombreros, gorras y bastones por aquellas féminas de voluptuosos cuerpos emperifolladas con ceñidos trajes. Se babeaban por una caricia pintarrajeada, repartiendo billetes sin contar. Entonces reflexionó, pues aún tenía planes por delante para estar allí, desperdiciando su tiempo; recordó su cita con Felisa, luego salió y llamó un taxi. Pero sus intenciones con Felisa se convirtieron en desafecto. Con su riqueza, esa relación le resultó indiferente y trivial, burlándose del destino de aquella infeliz mujer. Y buscando otro para él, insólitamente lo encontró días después cuando se dirigía a una casa de cambio, para vender su oro. Tres hombres armados con sendos revólveres lo emboscaron en un lugar solitario, lo neutralizaron junto a su escolta, uno de los asaltantes le arrebató el maletín y huyeron sin el menor contratiempo en un auto que a la víctima le pareció igual al que usaba el mayor Norton. Froilán Balzán no solicitó auxilio a la policía, pues no le convenía por el caso de la muerte de Brown y Carson. Sin embargo, al poco tiempo se encontraron con tres policías uniformados y otros agentes trajeados de civil que indagaban sobre el asalto. “Ustedes, ciudadanos ¿no fueron ustedes a los que asaltaron?” “No, no, nada de eso, ni quiera Dios...” “¿Vieron algo? ¿La placa al carro...?” “¡Sí! ¡No!, no, no me dio tiempo, por allá se fueron”—apuntó nerviosamente el escolta. “Acompáñenos ciudadano, usted también, tengan la bondad. Vamos a la delegación.” Froilán (Fritz) Balzán se vio obligado a utilizar sus mejores influencias para solventar la indiscreta intervención de su escolta y librarse de las sospechas y procedimientos de la S.N. No obstante, prometió a un amigo suyo, jefe de la policía, una buena recompensa, si lograba capturar a los asaltantes y recuperar el oro. 137


Al día siguiente aparecieron dos de los hombres que lo habían asaltado, los encontraron muertos dentro del vehículo destrozado, pero las autoridades no encontraron al tercer hombre ni rastro del maletín con el oro. A pesar de todo, todavía le quedaba oro a Froilán. Con esa riqueza, en vez de formar un hogar con Felisa, como lo había planeado, la abandonó dejándola embarazada. Se dedicó a la vida mundana y sibarita durante más de un año. Después de eso, cuando hubo derrochado su fortuna, decidió volver a su fuente de riquezas: Amazonas. Recordó a Lucrecia, volvió su inquina hacia ella, que se había quedado con una parte de su botín y, además lo había denunciado públicamente. Entre imprecaciones murmuró: “La picia, esta vez la vaina va a ser diferente, que va, yo me jodí bastante para que otros disfrutaran, no joda, ahora no voy a dejar que nada de eso ocurra... esta vez va a ser diferente”. Así, comenzó a prepararse para regresar al Amazonas en busca de más riquezas.

CAPITULO XV AMANTE PERFIDO I El teniente Leovigildo Soto Pozo arribó al puerto de San Fernando en una lancha rápida de aluminio, acompañado de un cabo motorista y tres guardias. Fue recibido oficialmente por el sargento Ortiz, el prefecto y el juez; también acudió al puerto por simple curiosidad, un grupo de vecinos entre los cuales se hallaba Felícita. El oficial la saludó parcamente, se entendieron más con sus intercambios de miradas. Después de pasar revista, se hospedó en la habitación de oficiales que aún olía a pintura fresca del cuartel recién construido a la orilla del río. 138


Al día siguiente, citó a Gervasio Manterola con el objeto de entregarle un permiso para viajar y residenciarse en Kanariapo, también citó separadamente a Ceferino Tamavi y Lucrecia Dupueni para iniciar los preparativos del viaje al Yapacana. Sin embargo, los citados se presentaron al mismo tiempo y cordializaron de tal manera que el teniente les devolvió la visita a los pocos días. En casa de Ceferino conoció a Sabina, la hija mayor de Zita, una linda jovencita de diecisiete años; no era hija de Ceferino pero él la quería tanto como a sus propios hijos. Con ella, el teniente se condujo galantemente como era su costumbre y la muchacha, no habituada a zalamerías, quedó alelada, y así, hechizada, permanecería posteriormente cada vez que, al presentarse el crepúsculo se reunía con el teniente en la plaza del pueblo. Más tarde, en la noche y en otro frente, el joven oficial se encontraba con Felícita y se estremecían contra las tibias lajas o se revolcaban sobre las blancas arenas en las solitarias orillas del sereno Atabapo, tal como estaban acostumbrados: a impetuosos, ardientes, fugaces y secretos encuentros de fruición plena. Al quinto día de su llegada, el teniente salió de comisión, reforzada ahora con un guardia de San Fernando. El mismo día, también viajaron Gervasio, Lucrecia, Ceferino, Zita y Felícita con sus niños. Por otro lado, zarpaba Macedón Barana con los hijos varones de Ceferino, conduciendo el bongo repleto de provisiones, gasolina y equipos. Ceferino salió primero timoneando la nueva lancha de Lucrecia y enrumbó hacia la desembocadura del Atabapo. En el trayecto venía subiendo don Eloy Fajardo, el prefecto de Maroa; con señales se saludaron entre todos al cruzarse las embarcaciones. Ceferino observaba con atención el catamarán de don Eloy compuesto por dos bongos con sendos motores y una plataforma de tablas, donde transportaba un vehículo Jeep, desde Samariapo, que había enviado Mr. William Phelps como regalo a la comunidad maroeña por su esfuerzo en abrir la pica de 18 km entre Yavita y Pimichín. En la punta del recodo, la lancha del teniente, más veloz, giró a la derecha, río arriba, y los dejó atrás entre el vaivén de las olas. Viéndola alejarse, Felícita suspiró profundamente y entonces Zita, con sus ojos de trazos oblicuos la observó prolijamente, tratando quizás de interpretar las emociones ocultas de su sobrina. La lancha rápida de Lucrecia y sus acompañantes arribó a Kanariapo una hora después de haber llegado la del teniente Soto Pozo. El oficial los esperaba en el puerto al medio día, recibiéndolos con tal donaire que dio la impresión de ser el dueño del caserío donde por cierto, ahora vivían tan solo tres familias piaroas, pues el encargado del dispensario se había ido. “¿Cómo que se fue? ¿No le pagaban acaso?” Expresó Gervasio extrañado de esta anomalía y 139


Lucrecia le explicó que eso era habitual en la gente; no les daban importancia al trabajo ni a los compromisos adquiridos. “¡Ni pagándoles bien!” aseveró ella. Los guardias habían conseguido algunos pescados, el cabo motorista preparó un sancocho bonguero y explicó que se le daba esta denominación porque cuando se viaja en bongo no se dispone de condimentos ni verduras, solo de agua y sal; sin embargo todos comieron satisfactoriamente. Todo el campamento estaba en situación de abandono, el generador eléctrico inservible, los postes y cables desmantelados, las ventanas con la tela metálica rasgada y la suciedad reinaba por doquier. Pasaron la tarde arreglando algunas cosas, lo imprescindible para pasar la noche y entre chistes rumoreaban acerca de la ausencia del oficial y Felícita, pues mientras Macedón estaba por llegar, la tarambana Felícita se escabulló con el teniente entre las sombras de los gigantes árboles, luego, ocultos por el follaje, sobre un tronco derrumbado como diván, se entregó una vez más... y su amante le correspondió con pasión, hasta el éxtasis del deseo consumado. Mientras tanto, en el campamento, Lucrecia y Gervasio trataban de reorganizar a la gente para reanudar las faenas. —¿Y qué pasó con la gente que vivía aquí? –preguntó Lucrecia a uno de los piaroas que aún permanecían en el caserío, pero él no contestó. Entonces el marinero que venía con ella le hizo la misma pregunta en lengua piaroa: —¿Tocu päi’ina’acuättö ttöja pene kacuiijinätörömä? ¿Thuä döttecuinä? –Y el piaroa respondió: —Ihuinätö, yate surottöja’isa yähuinä yepe’äu. —¿Qué dice él? —Bueno, él dice que se fueron —tradujo el obrero piaroa —porque los corrió un hombre muy malo que se convierte en tigre. —¡Carajo! — exclamó Ceferino Tamavi —. ¿No es un negro feo con el pelo chicharrón que le dicen “Peramán”? —Aa jauta jaa, Mänikä —afirmó el piaroa, ya confiado. —Sí, dice que es el mismo “Peramán”. —¡Bersia! ¡Ese gran carajo de Próculo está matando gente! –señaló Ceferino –. ¿Cómo haremos para atraparlo? Hay que buscar la forma de joderlo… Al ocultarse el sol llegaron Macedón Barana y los hijos de Ceferino en el bongo de andar lento. Después de un refrescante baño en las tibias aguas del río, Lucrecia y Felícita prepararon “farofa”, una cena rápida a base de huevos, sardina y mañoco revueltos. Como el teniente no pasaba el mañoco, Felícita le preparó otro plato. Colgaron sus hamacas y chinchorros y se acostaron 140


temprano pues muy de mañana, saldría la comisión del teniente Soto Pozo guiada por Macedón. Ceferino Tamavi y Gervasio Manterola se dedicaron a organizar los trabajos de reconstrucción del campamento. Sin perder tiempo, Ceferino salió esa misma mañana en su bongo rumbo a San Antonio a buscar gente para cortar madera y palma para refraccionar las casas y la medicatura. Regresó al día siguiente con tres familias y dos hombres jóvenes solteros; mientras tanto Gervasio y Lucrecia se entregaban afanosamente a reorganizar el dispensario. Quedaban agotados completamente al finalizar cada día, menguando de esta manera sus deseos de entrega íntima y amorosa; en cambio, así mantenían la armonía y comprensión recíproca. Lucrecia toleraba pacientemente esta situación, al contrario, Gervasio sufría un suplicio bochornoso al no ser capaz de satisfacer los anhelos eróticos de su mujer o de ambos. El trabajo constante y tesonero era el único alivio a su aflicción. Por esta razón, se convirtió en el ídolo de todos, principalmente de Ceferino, quien lo admiraba cada día más por su constancia y laboriosidad, pues era incansable, solícito y ejemplo para los trabajadores indígenas, que no salían de su asombro al ver un “yaránabe” trabajar mucho y mandar poco. Gervasio organizó las labores y participó junto a los indígenas en la siembra de yuca dulce y amarga para hacer casabe, mañoco y catara; intervino en la siembra de ají dulce y picante y también ayudó a sembrar plátano, cambur, maíz y caña; además atendía al ganado que aún quedaba, pues el tigre había matado a varias reses. Como le faltaba poco para ser médico, sabía bien que debía guardar reposo, adoptar un régimen alimentario adecuado: suprimir los embutidos, especies de encurtidos, chocolate y carne de cerdo, abstenerse de café y cigarros, alejarse de las influencias eróticas por algún tiempo, nada de bebidas alcohólicas y sobre todo, buscar tratamiento con un especialista. Al transcurrir una semana, ya se había corrido la voz sobre el regreso de la enfermera y la maestra, así que comenzaron a llegar a Kanariapo las familias indígenas que antes allí moraban, también regresó de improvisto el teniente Soto Pozo, lo traían dos indígenas en una parihuela, con dos de sus guardias y Macedón. —¡Vamos saliendo rapidito! —dijo el cabo cansado y agitado —. Vamos con un picao e’culebra... A mi teniente lo picó una mapanare, tengo que llevarlo urgentemente. 141


—¡Qué vaina! Mire —indicó Ceferino—, pero Macedón conoce un remedio casero muy bueno para eso... ¡el palo e’mato! —Sí, sí, no; ya él mismo le aplicó un mejunje en la mordida y le dio para tomar —manifestó el cabo —, pero eso no lo convence, que va, tengo que llevarlo a San Fernando. Mientras el cabo hablaba, montaba el motor y la gasolina, Enseguida los indios que transportaban al teniente, lo embarcaron en la lancha rápida. —Pero tienen que comer algo antes de salir —sugirió Gervasio Manterola —. Lucrecia les va a preparar algo para que coman. —Bueno, está bien —asintió el cabo —pero lo llevamos para comer en el camino. —¡Claro! Pero dígame una cosa —intervino Ceferino aprovechando la demora —. ¿Cómo quedó todo allá arriba? ¿Encontraron gente en la mina?... ¿Por casualidad no vieron a un minero llamado Próculo Marsal? También le dicen “Peramán” —¡Sí, cómo no! —contestó el cabo —encontramos algunos indígenas y colombianos pero los criollos se habían ido todos. Los sacamos y destruimos todas las instalaciones, pero a ese tal Próculo no lo vimos. —Ah, bueno, está bien, — dijo Ceferino dirigiéndose al aquejado —. Y usted no se preocupe mi teniente que ese remedio que le dio Macedón es muy efectivo, ya verá. —Ojalá... eso espero –murmuró el teniente –, pero cuando vuelva voy acabar con todas esas malditas bichas. Ya estaban listos para partir, cuando apareció Felícita corriendo y solo atinó a decir con aflicción: “¿Ya se van?” En las miradas cruzadas notaron algunos presentes la complicidad entre ella y el teniente. Esa tarde Felícita la pasó muy triste. Al anochecer, reunió a sus niños después de la cena y como todas hablaban del teniente mordido de culebra, aprovechó la ocasión para contarles una historia de los guarequenas sobre mordedura de culebra y su contra. —“Había una vez un hombre que caminaba por el monte, y un mono que andaba delante de él. El mono por ser inquieto y tremendo, llegó a descubrir una cueva bajo de un tronco. Allí metió la mano pero entonces una culebra que estaba adentro lo mordió. ¡Ay! ¿Qué será lo que me mordió? —dijo el mono adolorido— ¿Será una culebra? Entonces se orinó en la mano y con eso se curó. El hombre lo vio y siguió su camino. Cuando había caminado durante dos horas más o menos por el monte adentro, llegó y escuchó un alboroto y se dirigió rápidamente hacia el sitio de donde provenía el ruido. Allí vio a un lagarto llamado mato peleando con una culebra Daya muy venenosa. El hombre 142


se acercó con cautela y se quedó mirando por largo tiempo. Después de media hora de pelea, el mato corría a morder un palo y se ponía a asolearse. La culebra esperándolo. Al rato volvían a fajarse. Cuando el mato ya no aguataba más, corría hacia el palo a morderlo y así, finalmente el mato acabó con la culebra. Entonces el hombre dijo: “Ah, ya que el mato mató a la culebra, quiere decir que el palo que el mato mordía, debe ser bueno contra la mordedura de culebra”. En otra ocasión, el hombre fue picado por una culebra, como ya él conocía el palo, fue a buscarlo, raspó la corteza y se la tomó. Con eso se curó”... —Bueno niñitos, ya saben que por eso Macedón le dio al teniente la raspadura de la concha del “palo e’mato” y ese remedio natural le salvó la vida. Después que los niños la dejaron, Felícita empezó a sollozar, acongojada por sentimientos adversos y compartidos entre dos hombres involucrados casualmente en aquel suceso y sobremanera, también en su corazón. Por sus prominentes pómulos corrieron lágrimas de indignidad y traición. Más tarde, en pos de tranquilidad, le reveló su perturbación a su tía Zita; después de consolarla, ésta llegó a la conclusión de que su sobrina estaba perdidamente enamorada, que sus lágrimas eran motivadas por la ausencia del teniente, pues saltaba a la vista que Macedón solo merecía su gratitud por haber salvado al otro. *** Al alborear, un grupo de indios piaroas esperaban frente a la casa donde dormían Gervasio y Lucrecia; él salió a ver y sorprendido del aspecto que presentaban, entró de nuevo a la casa para avisarle a Lucrecia, Luego ambos observaron atónitos como cada una de esas personas presentaban graves síntomas de maltratos corporales, algunos más visibles que otros. —¡Dios mío!, ¡que horror!, ¡quién les habrá hecho esto? — profirió Lucrecia al examinar a uno de ellos que presentaba la espalda purulenta con huellas de sangre violácea. Al mismo tiempo Gervasio examinaba a otro y evidentemente reconoció las marcas de los planazos a las que estaba familiarizado. —¡Carajo! —exclamó inusualmente —. Estos son planazos y no hay duda que fue... —¡Pero no puede ser! –interrumpió Lucrecia y preguntó otra vez —: ¿Quién les hizo esto? ¿De dónde vienen ustedes, aah? Un silencio estéril y desesperante se interpuso a la respuesta: —Ese viniendo de Yapacana, allá sacando oro, poquito no más —expresó el que parecía jefe del grupo —. Entonces llegando esta... la vardia y sacando a 143


nosotros de allá, dando mucho plan de machete pa’nosotros y corriendo nosotros de esa la mina, esa vardia quitando oro de nosotros pa’ellos. —¡Que bandidos! –opinó Gervasio Manterola —. Todos son iguales, pero bueno, vamos entonces a llevarlos a la enfermería ¡Vengan, vamos por aquí! —Sigue tú adelante – indicó Lucrecia — que yo voy a buscar comida para esta gente. —Está bien, mi amor... y para nosotros también. Más tarde, ambos atendían con deferencia a los malogrados mineros indígenas, contentos de ser útiles para aliviar las calamidades de sus congéneres, pero cuando salió el último grupo, los sorprendió otro gentío, también victimas de planazos. Entre ellos había piaroas, macos y criollos, todos provenientes de la mina. Gervasio y Lucrecia entrecruzaron sus miradas y sin decir palabras regresaron a continuar su humanitaria labor, luego Ceferino Tamavi, habló con los indios ya curados, para ofrecerles trabajo y vivienda en Kanariapo. Más de la mitad aceptó la oferta, el resto abandonó el caserío unos días después, recuperados ya de sus heridas. —¡Barajo! Ya no se puede creer en nadie —le comentó Lucrecia a Gervasio –. Dígame eso, nosotros que confiamos tanto en el teniente Soto Pozo y fíjate como sale con esto ¡No lo puedo creer! Todavía me cuesta creer que ese hombre haya sido capaz de hacer eso. Tan bondadoso que se ve... —Tienes razón mi amor, pero a mí no me extraña porque yo si lo conozco... desde Guasina... —¿Cómo? Pero ma’mor ¿Por qué no me lo dijiste antes? —Bueno,... es que... —Gervasio se arregló el cabello con la mano —, lo que pasa es que no quise preocuparte más de la cuenta, lo siento mi vida... Sí, definitivamente, el abuso de poder es uno de los peores males que padecemos y lo peor es, que de esa manera no lograrán eliminar, ni siquiera disuadir la práctica de la minería ilegal, ya vas a ver que pronto regresarán a las minas. —No, si ya me dijo uno —interrumpió Lucrecia —que por allí van unos colombianos directo al Yapacana y bueno... vendrán los brasileros también. —¡Vengan a cenar!, ¡a comer ya! — gritó Zita desde la puerta del comedor y fue en ese momento cuando percibieron lo cansados que estaban por haber pasado todo el día atendiendo ininterrumpidamente las víctimas del amante pérfido. *** Leovigildo Soto Pozo llegó a San Fernando en busca de suero antiofídico, pero no consiguió. La única enfermera que vivía allí, doña Nieves, revisó, curó y vendó la herida pero el teniente, inconforme con eso, resolvió partir 144


rápidamente hacia Puerto Ayacucho. Algunos guardias residentes en San Fernando le aseguraron la eficacia del “palo e’mato”; no obstante, envió un mensajero para que localizara el jefe del telégrafo, Santos González, esposo de doña Nieves, para que se comunicase con el cuartel de Puerto Ayacucho y solicitara el envío de un vehículo a Samariapo. Sabina, al enterarse de la presencia del teniente, salió apresuradamente emocionada hacia el cuartel y llegó cuando la lancha estaba por zarpar. El teniente al verla ordenó esperar a que la joven se acercara. —Espérame que regresaré pronto, mi amor —le susurró al oído y le dio un beso fugaz. Ella quedó estática, en la orilla, con semblante ruborizado. —¡Jm! Mi teniente ni picao e’culebra pierde el tiempo con las mujeres —, comentó en voz baja un guardia. —Ni con el oro tampoco –, murmuró suspicazmente el sargento. II El tiempo de invierno cedió paso al de verano, como ocurre invariablemente en la zona tropical. El sol calcinante descollaba en el cielo azul blanquecino, desnudo de nubes, formando un ámbito celeste deslumbrante. Sobre la superficie espejada del río de tibias aguas, extenuadas por la evaporación, se desliza rápidamente la lancha guiada por Ceferino, con Lucrecia, Gervasio, Zita y los niños. Todos aferrados a la veloz embarcación enfrentan la brisa fresca del estío, que en esa circunstancia mitigaba el sofocante calor. Acá y allá, a lo lejos, el fuego en gigantescas hogueras esparcidas por la selva, montañas y sabanas, formaban nubes de humo insalubres, estáticas por la ausencia del viento que contribuían en sumo grado a enardecer el ambiente, ocasionando la respiración sofocante y transpiración excesiva. A pesar del ardiente verano, como factor de equilibrio natural, la mayor parte de la selva milenaria se mantiene incólume, conservando su verdor y esperando con ansias, las primeras gotas refrescantes y revitalizadoras. Sólo así, las franjas calcinadas pronto recuperarían su frondosidad. En el caserío Kanariapo, se habían quedado Macedón Barana y su mujer Felícita, a cargo de los trabajadores del campamento, que contaba ahora, además del dispensario y la escuela, con una capilla. —Hay que llevar al padre Bonvecchio para que inaugure la capilla con una misa, —dijo Ceferino y a tal proposición Lucrecia advirtió: —Si hombre, mira Gervasio, ma’mor acuérdate que él quiere que nos casemos y seguro que va aprovechar para casarnos a todos. 145


Pero Gervasio evadió el tema con un gesto de indiferencia. —Bueno, pero que vamos hacer, —opinó Zita – si prácticamente ya estamos casados todos hace tiempo; lo que falta es firmar el papel, lo que sí hay que aprovechar es para bautizar a los muchachos. Venían a descansar un poco a San Fernando y particularmente cada uno tenía sus motivos: Lucrecia venía con la intención de convencer a sus medio hermanos que vivían sin ocupación estable, para que trabajasen con ella en Kanariapo. Gervasio, a encargar unos libros para actualizarse y comprar herramientas. Ceferino y Zita venían a ver a sus hijos mayores que vivían con la abuela. Ceferino Tamavi maniobraba la embarcación demarcando grandes curvas para evadir las peligrosas piedras y evitar las aguas bajas, donde surgen extensas playas de bronceadas arenas. Ya no se veían los caimanes como en épocas recientemente pasadas, ni tampoco las manadas de báquiros atravesando el río, huyendo de los incendios y las sequías, como lo describió Chaffanjon en 1886, inspirando al genial Julio Verne en la concepción de “El Soberbio Orinoco.” Sin embargo, ocurrió que Ceferino divisó un borbotón de agua avanzando río abajo, súbitamente se levantó para apuntar y el disparo de su escopeta resonó sacudiendo a los somnolientos pasajeros. Ágilmente acercó la lancha al bulto que flotaba y con la ayuda de Gervasio, recogió el enorme danto. Llegaron en época de fiestas patronales y para sorpresa de todos, los recibió en el puerto el mismo teniente Soto Pozo, tomado de la mano por Sabina, la hija de Zita. Ésta, como saludo, recibió una reprimenda de su madre. “Mi abuela me dio permiso para venir con Leovigildo” explicó la jovencita, luego susurrando agregó: “Mira, mamá, él dijo que nos íbamos a casar, él tiene buenas intenciones conmigo.” Ceferino, muy inquieto y preocupado no dijo nada, aún cuando el teniente le dirigió unas palabras de caballerosidad y compromiso con su hija. Por su parte, Lucrecia prefirió no opinar en esos momentos. —¡Con su permiso, mi teniente! –intervino un guardia –. Los ciudadanos trajeron allí una cacería, es un danto y no tienen permiso. —Bueno, sí; lo cazó Ceferino en el camino —aclaró Gervasio Manterola —, pero lo vamos a repartir entre los amigos, no es para comerciar. El teniente se apartó del grupo para hablar con el guardia y éste, cumpliendo sus instrucciones no ejecutó el procedimiento acostumbrado, que consistía en decomisar parte de la pesca o cacería para alimentar a los guardias en el cuartel o en sus casas.

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Zita Dupueni estaba muy preocupada por su hija Sabina, su intuición femenina y principalmente su experiencia, le hacían sospechar que la relación de su hija con el teniente era mucho más íntima y comprometida que lo manifestado por los jóvenes enamorados; estaba persuadida de que la pareja había tenido relaciones sexuales; además, ya el oficial había hecho fama con Felícita; de manera que, para calmar su ansiosa curiosidad, emplazó a Sabina a decirle la verdad. Al principio se desarrolló una conversación confidencial entre madre e hija, luego aquella presionó más y más, pero la muchacha mantenía su posición original, que sólo se besaban, se abrazaban y se decían cosas muy bonitas; esto no satisfizo la necesidad de la madre y siguió presionando. Más preguntas y menos respuestas, hasta que subió el tono de la voz: “¡No creas que me vas a engañar! ¡Mira que yo también soy mujer y sé también como son los hombres...! ¡No creas que yo soy pendeja! ¡Dime la verdad! ¡Dime, dime!” Y el tormentoso interrogatorio llegó al extremo con gran variedad de amenazas e improperios; luego bajó el tono: “Pero en cambio, si tu me dices la verdad, que te acostaste con él, no pasaría nada. ¿Qué va a pasar...? Guá, nada. ¡Pero dime pues muchacha’el carajo!” Entonces no aguantó más, la acosada muchacha soltó el llanto y gimoteando le reafirmó a su madre que no se había entregado a su novio, de verdad, verdad, porque no quería ser como ella, que tenia hijos de varios hombres, sino tener un hogar como la gente decente, que aguantaría eso hasta después de casarse...como lo manda la ley de Dios. Después, un tenso silencio separó diametralmente a las mujeres. La madre se alejó furiosa pero volvió enseguida con un mecate mojado en la mano y totalmente ofuscada se olvidó de la promesa de que nada pasaría. Se olvidó del mal ejemplo que ella misma le había dado a su hija. Se olvidó de que la joven tenía derecho a la esperanza de casarse. Se olvidó de todo y ofuscada, descargó su ira a través del mecate enchumbado sobre la espalda, las nalgas y las piernas de su atribulada hija, mientras gritaba: “¡Pa’que aprenda a respetá a su madre, carajo! ¡Sinvergüenza!” entre interminables insultos y regaños incongruentes. Ya no eran aquellos zurriagazos sobre la núbil que formaban parte del rito consumado antes del matrimonio, bajo la influencia de las antiquísimas culturas Baré y Baniva. Similares a los que se subsistieron hasta hace poco tiempo, acompañados de consejos dados por los ancianos, advirtiendo a la iniciada acerca del trato para con su esposo, especialmente si este era “yaránabe”; para que se entregara sólo de cuerpo pero jamás de corazón. Aquellos ritos ya no tenían vigencia alguna, porque la tradición fue disuelta por el torbellino de costumbres foráneas diferentes. Aquellas ceremonias profundamente religiosas y formativas ya no eran practicadas por las recientes descendencias, a causa de 147


que eran consideradas incivilizadas o, porque no satisfacían el sentimiento de identidad de estas generaciones displicentes, cautivadas por nuevos cultos. Aquellos olvidados ritos de antaño, significaban la iniciación a la vida plena de mujer; ahora, lo de Sabina es otra cosa. Esta paliza es el castigo por develar la vergüenza de una madre enfrentada a una rebeldía juvenil que se empeñaba en formar parte de la intromisión del “nuevo yaránabe”, para fomentar irreflexivamente el mestizaje de aquellas familias, contribuyendo de esa manera a la conformación de un solo pueblo mestizo. Cuando Ceferino Tamavi se enteró de la tunda que recibió su hija adoptiva, supuso lo peor, que estaba preñada, no había otra cosa peor; de manera que justificó el castigo y se indignó bastante sintiéndose ofendido. Esa noche tomó mucha cerveza en el botiquín y lucía envalentonado; sucedió que el teniente Soto Pozo casualmente entró a la estancia y cuando lo saludó, sorpresivamente Ceferino le respondió conectándole un derechazo que lo derribó, luego se volvió alardeando entre los alborotados paisanos pero en ese momento, Soto Pozo se levantó y se desquitó, zarandeándolo a trompadas dentro del cerco bullicioso de los hombres. Cuando Ceferino quedó tendido en el suelo, rigió el silencio, llegaron dos guardias y el oficial ordenó: —Llévenselo y me lo dejan ocho días en el calabozo por faltarle el respeto a la autoridad — y el desmadejado Ceferino salió arrastrado por un guardia ante la sorprendida clientela del bar. —¡Carajo! Se lo llevaron arrastrao como el bacalao, ¡Sí, como el dibujo del frasco de Jarabe de Scott!, donde sale el hombre del bacalao —, comentó uno de los parroquianos.

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CAPITULO XVI EL RETORNO DE LOS MINEROS Ceferino Tamavi fue puesto en libertad después de solo ocho horas de encierro, pues el requerimiento de Sabina, fue una orden de excarcelamiento que el teniente cumplió solícitamente. Desde luego, para calmar los ánimos y en honor a su condición militar, Soto Pozo se presentó a la casa de la familia de Sabina, deshizo el pleito disculpándose con todos y sobremanera con Ceferino, a quién prometió velar por la muchacha y respetar su relación con ella. Después de hacer las paces, prepararon todo para la ceremonia del bautizo pero, como el cura estaba viajando, solo le “echaron el agua” a los hijos menores de Zita y el de Lucrecia; se encompadraron varias parejas y al momento de la fiesta, Ceferino mandó a buscar unas cajas de cerveza. Compartió la celebración con el teniente Soto Pozo, dando por olvidado el lío y aceptando lo que era irremediable: el amor entre los jóvenes, el imán que atrae irresistiblemente a los adolescentes de polos opuestos. Sabina se divirtió mucho. Estaba realmente feliz, aunque después no disfrutó de las fiestas patronales, pues no salió esos días de la casa, tanto por vergüenza como por los dolores que aún sentía a consecuencia de la paliza. Contrariamente, el teniente no se perdió de ninguna celebración. Separados de los grupos de bailadores y tomadores, Zita trataba de reconfortar a su cuñado Gervasio, quien sin tomar licor alguno, departía con desánimo. Entre otros temas conversaron sobre Lucrecia, sin premeditación, casualmente. —Caramba, chica, a veces me mortifica la actitud de Lucrecia, mira, últimamente la noto muy distante, me da la impresión de que está decepcionándose de mí – se atrevió confesar Gervasio sin saber que Zita conocía su problema íntimo. —Bueno, cuñao, yo le voy a decir una cosa, yo si conozco a Lucrecia y estoy segura de que ella actúa siempre con franqueza —, comentó Zita que ya estaba bajo el efecto de muchos tragos de cerveza -–. Mire, esa mujer sí que ha llorado por usted y si estuvo viviendo con el doctor Meinhard, fue porque lo creía a usted muerto o desaparecido, más sin embargo, como ella siempre tuvo esperanza de que usted volviera, se mantuvo... como le digo, mantuvo su honestidad, su virtud pues, eso se lo puedo jurar yo, y de que lo quiere a usted, no hay duda. Lo quiere. 149


—Pero más a mi favor, es por eso que me preocupo, que después de esperarme tanto, ella se consigue que ahora yo no soy...— se dio cuenta que casi revela su secreto y rectificó — yo sólo soy un pobre confinado, no tengo nada que ofrecerle y ella se comporta tan paciente, como si nada pasara... —¡Pero cuñao! ¿Usted no me tiene confianza?—dijo Zita bajando el tono y se acercó más a Gervasio, dejando a un lado el vaso vacío. —Mire cuñao, yo conozco la situación de ustedes, usted sabe muy bien que mi hermana no es una mujer cualquiera, fíjese como ha estudiao y se ha superao. ¿Usted cree que le va a estar exigiendo como una necia y desconsiderada? No hombre, ella lo entiende todo y me dijo que ella tiene mucha esperanza de que usted se cure pronto. —¿Sí? ¿Pero... ella te dijo algo...? —Claro que sí —, afirmó Zita sobándole la espalda al avergonzado Gervasio para confortarlo y para atenuar su indiscreción agregó —: pero prométame que no le va a reclamar nada a Lucrecia por lo que me dijo. Barajo doctor, no parecen cosas suyas, no juegue, usted sabe que la culpa no es suya, más bien tenga paciencia y tenga fe en Dios y la Virgen, confíe en Lucrecia, que ella lo merece. Mientras hablaba, Zita había fijado su atención en el teniente que se dirigía, hacia el patio trasero, sembrado de manacas, aguacates y mangos, tupido de maleza. Le siguió con la vista hasta que se detuvo, sin que Gervasio lo notara. Enseguida agregó: —Caramba, cuñao, lo dejo porque tengo que hacer, pero ya sabe, usted verá que todo saldrá bien con el favor de Dios y María Santísima—. Y se dirigió a buscar a Sabina, para llevarla al lugar donde Soto Pozo había orinado; dieron un rodeo al patio para evitar que éste las viera cuando venía, todavía abrochándose la bragueta. Mientras Zita y su hija practicaban un ensalmo, Gervasio Manterola quedó reconfortado por sus palabras consoladoras. Sin embargo ese estímulo fue fugaz, pues la Fe no formaba parte de su depurado acervo espiritual. *** Un año después, en una tarde de intenso sol y sofocante calor, protegido por la sombra de un techo media agua de palmas de cucurito, Gervasio Manterola se mecía en su hamaca meditando su infortunio, hastiado de leer y reposar como le indicaba la terapia para la cura de su disfunción eréctil. Tenía ya tiempo probando distintos tratamientos, sin resultado positivo, toda la gama de afrodisíacos naturales de la región, tal como la catara y el chichiguache 150


conque aderezaba todas las comidas; del zorro guache tomaba disuelto en café, un polvillo obtenido de su hueso viril raspado en sentido correcto, tuvo gran cuidado de no raspar el hueso equivocadamente porque así los efectos eran totalmente contrarios a la virilidad; también comía mucho sancocho de pura cabeza de caribe. Sin embargo, todos les resultaron inútiles. Tampoco las indicaciones del Dr. Baumgartner le habían dado resultados, aún cuando eran tratamientos basados en medicamentos excitantes del centro de la erección, como la tintura de nuez vómica y la yohimbina. La última esperanza era el tratamiento de un especialista en Caracas, pero su condición de confinado político se lo impedía. Había logrado, a fuerza de tesonera constancia, dejar el vicio del café y el cigarrillo; aunque era poco adicto a las bebidas alcohólicas, las había desechado a excepción de la copita de brandy que tomaba invariablemente todos los días, con corteza macerada de palo de arco. Inesperadamente, las nubes fuscas ocultaron el sol, la brisa refrescó el ambiente y oscureció como si hubiese finalizado el día. De pronto, se abrieron aquellos nubarrones y cayó el chaparrón. Se desató un fuerte chubasco acompañado de relampagazos, tanto así que Gervasio viendo que el techo ya no lo protegía, descolgó y con el mismo chinchorro se cubrió para salir a guarecerse en el dispensario, llovió durante toda la tarde y continuó lloviendo en la noche, hasta la madrugada. Para calmar su ansiedad, se había dedicado con afán al trabajo diario en el dispensario, a la lectura voraz, al apoyo y asistencia a los indígenas en sus labores de siembra y cría; además, invertía su tiempo libre en coleccionar orquídeas extrayéndolas de la selva. Su orquidiario ya contenía la mayoría de las variadas especies de la región como la “brassia angusta”, con flores amarillas en forma de araña; la “catasetum pileatum” la flor de nácar; la “catasetum splendens,” con racimos de flores amarillo intenso; la “maxillaría desvauxiana”, anaranjada; la “oncidium lanceanum,” amarilla moteada de rojo y labelo rosado; la “rodriguezia leeana”, blanca con tonos amarillos y violáceos; la “Zygosepalum lindeniae”, de pétalos estrellados y labios blancos rallados de rojo. Además tenía la “sobralia violancea Linden” o “cattleya violancea” conocida también como flor de mayo. Una vez, cuando paseaba con Ceferino Tamavi entre las bellas parásitas le dijo: “ven acá y mira esto, detalla bien esta orquídea, obsérvala bien y dime a qué se parece”. Entonces Ceferino observó detenidamente la bella y delicada flor desde varios ángulos y después de largo escrutinio dijo que no veía similitud con nada por él conocido.

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—Pero chico, no creo que no te des cuenta—señaló Gervasio, — pero no ves que es igualita al órgano sexual femenino, mira esta preciosidad, el primero que se fijó en eso fue Bomplant, el compañero de Humboldt. Ceferino se rascó la cabeza impaciente y replicó: —¡Jm! La verdad es que yo ni sé como es ese órgano que usted mienta, que va, yo lo uso y no lo veo... Caramba doctor, yo no tengo tiempo para esas ociosidades, ni soy doctor para estar observando y comparando órganos, ¡Que va! eso no es conmigo ¡Basié! Más tarde Ceferino le comentó a Zita su intranquilidad: —Caramba chica, me tiene muy preocupado el doctorcito, imagínate que en ese jardín que tiene de puras orquídeas, muy bonito por cierto. —Sí, es precioso — asintió Zita, luego Ceferino continuó: —Se pone a mirar una y después me dice que se parece a una cuchara, ¡Jm! Cómo se ve que está bien obsesionado con eso y si sigue así, segurito que va a parar en loco ¿Verdad? —No hombre, mi amor, lo que pasa es que esa gente blanca del centro es así, bien rara, no te mortifiques por eso—: Zita lo calmó con sus palabras, ya que ella sí conocía el problema sexual de Gervasio. Su marido desconocía esa circunstancia y ella no le revelaría el secreto, a petición expresa de Lucrecia, pues ya había cometido el desliz con el propio Gervasio al propasarse de tragos en la fiesta de bautizos. *** Lucrecia no logró convencer a ninguno de sus tres hermanastros —hijos de su padre— para que trabajasen con ella; tampoco había conseguido a otras personas dispuesta a vivir en Kanariapo, pues ya estaban acostumbrados a las comodidades que ofrecía la vida urbana, como la luz eléctrica, el acueducto y el aguardiente; de manera que Ceferino Tamavi y Gervasio Manterola comenzaron a trabajar arduamente en la fabricación del dispensario fluvial, cuya ejecución había decretado el Ministerio. Avanzaban lentamente por la falta de mano de obra calificada. Un personal de seis indígenas trabajaba en labores de carpintería, dirigidos por Ceferino quien por primera vez aplicaba sus conocimientos en una construcción de envergadura, siguiendo las instrucciones de Gervasio. Sin embargo contaban con el apoyo económico de Lucrecia, pues durante su estadía en Puerto Ayacucho, ella vendió su oro y depositó el dinero en el banco. De acuerdo a los cálculos hechos por Gervasio, tenían todo previsto para comprar el equipamiento del barco, ya que posteriormente el Ministerio les reintegraría el dinero. Al cabo de cierto tiempo ya habían fabricado el ancho y 152


chato casco. La embarcación tenía suficiente tamaño para albergar dos camas para pacientes, camarotes para el médico, para la enfermera y para los tripulantes; con dos sanitarios, también tenía un ambiente para la atención externa. Estaría equipada con nevera a kerosén y generador eléctrico de emergencia. La impulsaría un motor diesel. Además remolcaría un bote de apoyo propulsado con fuera de borda para la movilización del médico en los sitios inaccesibles al lanchón. Los días transcurrían con tranquilidad en Kanariapo, hasta que, un día de verano los apacibles lugareños oyeron un zumbido que reconocieron sin dificultad, indudablemente era el sonido de un helicóptero. Nadie lo vio, pero estaban seguros que era el mismo que había caído cerca de allí hacía algún tiempo. Días después oyeron el ruido asonante de dos motores que se alejaban hacia el sur-este. Posiblemente con rumbo al cerro Yapacana. Más tarde verían pasar por el este a dos helicópteros volando muy alto, en la ruta noreste-sureste. Al día siguiente observaron que solo pasó un aparato de ida y vuelta. Lucrecia y Felícita no dudaban que Froilán Balzán había regresado a recuperar su estruendosa máquina volante para volver al Yapacana. Naturalmente, la inquietud y la preocupación se adueñaron de sus corazones, sin embargo ellas se mantenían calladas y proseguían sus labores acostumbradas con aparente normalidad. Felícita había quedado embarazada a consecuencia de sus amoríos con el teniente Soto Pozo, aunque ella obviamente jamás lo reveló. Continuaba como siempre, dedicada al entretenimiento de los niños. Una noche de firmamento refulgente, rodeada de aquellos pequeños, recordó una leyenda que le contó Sergio Coronel una vez, cuando él viajaba hacia el Ventuari. La misma tuvo su origen en las inmediaciones del cerro Yapacana cuando en Amazonas se trabajó profusamente el caucho hevea, pues este producto forestal era solicitado esencialmente por los aliados contra las fuerzas del Eje, durante la Segunda Guerra Mundial, a comienzos del año 1940 y hasta finales del 45. Así pues, les contó que: “En aquellos tiempos las orillas de los ríos se llenaron de barracones; éstos no eran más que los campamentos donde los empresarios del caucho, despachaban las provisiones y mercancías a sus trabajadores a cuenta de la extracción y elaboración de los bolones de caucho, y también donde almacenaban la producción. Uno de estos gomeros, de nombre Juan Francia, que trabajaba en los sitios llamados Perro de Agua y Mata e’Palma, cerca del cerro Yapacana, tuvo una experiencia asombrosa que le resultó una lección para recordar el resto de su vida. A finales del mes de abril, cuando termina la cosecha de la goma a causa de las lluvias, el gomero procuraba recoger todo lo que podía para rendir al máximo el peso o la cantidad de látex a entregar como 153


cosecha final. Por esta razón, Juan Francia se fue a sus estradas o caminos donde se encontraban los árboles de caucho y una vez allá, comenzó a picarlos por todas partes y hasta más allá donde alcanzaba con sus manos, adaptándole una vara a la cuchilla para poder sacarle mayor provecho al árbol, a expensas de que éste podía morir a consecuencia de las exageradas cortadas. Contó él mismo que, cuando había sacrificado acerca de veinticinco árboles, se le apareció una mujer muy alta, de larga cabellera, vestida toda de blanco y le dijo: ¡Basta ya! No siga cortando los árboles de esa manera, porque ellos tienen derecho a vivir y lo que usted hace es una gran maldad, pues el año que viene ellos volverían a darle látex para su manutención, pero en la forma que usted los trata solo ocasionará su muerte. ¡Yo soy la dueña de los árboles y le exijo que jamás vuelva a repetir lo que ha hecho ahora! El hombre no se impresionó mucho. No sintió miedo en ese momento, pero luego de llegar al sitio donde estaba su curiara, se embarcó para atravesar el río con la intención de llegar a su barraca; ocurrió que sólo tuvo tiempo de remar hasta el medio del río, allí su canoa comenzó a girar en círculos vertiginosamente. El pavor se apoderó de él y entonces perdió el conocimiento. Eran las seis de la tarde cuando sus compañeros de barraca lo rescataron, pero él había quedado mudo del susto, no podía pronunciar ni una palabra y esa noche Juan Francia fue víctima de una fiebre delirante muy alta, que depuró parte de la falta que había cometido. Deliraba pronunciando frases incoherentes y palabras como Temendagui, Máwari-nikainde... Al día siguiente fue cuando pudo contarle a sus compañeros lo que había sucedido, con total convicción de las advertencias recibidas. —Eso fue un delirio que tuvo Juan de tanto trabajá, — dijo su mujer; pero ella ocultaba la verdad. Y la verdad es que la selva y los ríos tienen sus encantos protectores, poderes guardianes y los Mawaari, dueños de las especies, que los defienden”. Ya varios niños se habían dormido en el regazo de Felícita al terminar el cuento, luego, cuando los llevaba a dormir, aparecieron por el camino que conducía a los conucos, cuatro indígenas cargando sobre un chinchorro colgado en una vara a un quinto hombre mal herido. Felícita le avisó enseguida a Lucrecia, y ésta con Gervasio lo atendieron solícitamente. —Lo hirió un tigre —dijo el piaroa—. Ese mi pariente yendo pa’Yapacana y cuando él andando solo, tigre atacando, nosotro no viendo rastro de tigre, no pudiendo seguir esa huella, nada, nadita de rastro de ese tigre, bueno, nosotro viendo solo rastro de gente... Al oír esto, Ceferino Tamavi espabiló y salió en busca de Macedón Barana. 154


—Caracha vale —le dijo –, a mi no me quita nadie de la cabeza que ese tigre que atacó al pariente es el mismísimo muérgano de “Peramán” ese. ¡Si señor! —¿Será? Entonces vamos a cazarlo pué, ya usté sabe como —. Manifestó lacónicamente Macedón Barana. Mientras sus amigos luchaban por salvar una vida, Ceferino Tamavi preparaba la munición de muerte; colocaba bala por bala en la prensa y cuidadosamente con una segueta hacía hendiduras en forma de cruz en la punta de cada una. Durante la noche, Lucrecia y Gervasio atendieron constantemente al hombre herido, pero sus esfuerzos fueron en vano, en la mañana expiró. —Cuando llegó aquí, ya había perdido mucha sangre — explicó Gervasio y luego preguntó por qué estaban o qué hacían los indígenas en el cerro. Lo hizo varias veces pero ellos callaban, hasta que uno de sus hombres intervino: —¿Däje ttusàttö jäkä müakanä? Y logró que el piaroa hablara: —Ijuttö shattöjä jäkáraa oro usu. —El dice que estaban en el Yapacana buscando oro. —¡No te dije! — exclamó Ceferino y agregó — el gran carajo de Próculo está espantando a la gente de allá para quedarse solo con su gente en la mina. Al día siguiente al amanecer, Ceferino Tamavi salió con Gervasio Manterola y Macedón Barana hacia el Yapacana, se apertrechó de bastante munición cruzada en su chácara y del rifle Marlin que le había regalado el Dr. Baumgartner. Si bien no consideraba conveniente la compañía de Gervasio, porque éste no conocía el monte y representaba una carga más para ellos, él insistió tanto que finalmente lo llevó. Por otra parte, Lucrecia tampoco aprobaba el deseo de Gervasio, tal vez por que su sexto sentido le advertía que podían toparse con Froilán Balzán o el tigre cebado que estaba acabando con el ganado. *** Fritz (Froilán) Balzán fue al cuartel a buscar al teniente Soto Pozo, con quien se había asociado en Puerto Ayacucho. Habían planeado salir hacia las minas en el helicóptero de Froilán, piloteado por él mismo. Ya estaban listos para salir cuando el teniente dijo: —Oiga Fritz, espéreme un momento que voy a despedirme un tantito. —Bueno ¡Vaya y vuelva pues! no se demore mucho— sugirió Froilán mientras el oficial se alejaba. Después, cuando iba lejos, le comentó al sargento Ortiz: —Caramba, el hombre como que está bien enamorado, ¿verdad? 155


—¡Umjú! Si señor, para mí, fue esa gente –sentenció el sargento —. La mamá de esa muchacha que le echó una vaina a mi teniente, basié, meterse con indio es peligroso. —¡Caramba hombre! –exclamó Froilán —. Y ¿qué quiere decir usted con eso? ¿Qué vaina le echaron al teniente? Usted sabe que él es amigo mío, a ver, cuénteme. —Mire, los indios por acá tienen sus mañas y curiosidades —explicó el sargento –. Para vengarse usan por ejemplo, la “pica-pica” o el daño como le dicen. Para obtener ventaja, ya que hablamos de mujeres, lo que usan generalmente es pusana. Las pusanas son menjunjes a base de plantas, bejucos o animales, para atrapar o conquistar a la persona que se desee; preparados y ensalmados por curiosos “mala-mañas” o pusaneros indígenas. —Ah, ¿Pero cuáles son esos embrujos y cómo lo hacen? — interrumpió ansioso Froilán Balzán. —Ya le cuento –continuó el sargento. —Mire, eso es el arte secreto de agarrar o pegar a una persona para que le corresponda a uno. Hay muchas variedades de pusanas, yo sé de algunas como la del piapoco, el ojo e’tonina, vaya y vuelva, garrapata, seso de tucusito y la puya de raya. Para preparar la pusana del piapoco, el curioso toma la lengua del pájaro, la pone a secar al sol y después la coloca en un frasco del perfume preferido del que hizo el encargo, luego lo ensalma y listo. Si el hombre se va lejos, cuando escucha el canto del piapoco, la nostalgia que siente lo hace volver rapidito al lado de la mujer. La pusana de tucusito se prepara de modo parecido a la de piapoco, pero con el seso del pajarito. Con el ojo e’tonina sucede que la persona siente unos deseos intensos de estar con la otra que la ha visto por el huequito del ojo, esta abertura se hace con una aguja mientras se diseca el ojo extraído del animal; entonces cuando el “mala-maña” va a empusanar, toma la aguja y la ensarta en su ropa del lado del corazón, con la punta hacia adentro; luego agarra el ojo, por el huequito contempla a la persona pretendida y pronuncia el nombre de ésta. Claro que todo esto se hace con un ritual y oraciones que yo no conozco. La “garrapata” y la “vaya y vuelva” se preparan con raíces, y para preparar la “puya de raya”, se pesca la raya, se le extrae la puya y se le deja ir, una vez ensalmada, con esta puya se pincha a la persona deseada como en broma, y a los pocos días ese hombre o esa mujer caerá rendido a los pies de la persona que disimuladamente le dio el pinchazo; también se pincha el suelo donde el hombre ha orinado y éste sentirá el embrujo y deseo de la persona que pincha. Para mí, fue eso lo que le hicieron a mi teniente, porque de verdad está loquito por esa muchacha, que por cierto, estará llevando más machete que la cabeza de un garabato de veguero. 156


—¡Que va! Yo no creo eso — aseveró Froilán — como tampoco creo mucho en esas pusanas, al contrario, me parece que la carajita lo tiene loco por no haberle dado nada. Pero dígame una cosa sargento, ¿será posible conseguir un ojo de tonina de esos? —¡Ah pues! ¿No dijo que no creía en las pusanas? —No, bueno, es que se me ocurrió hacer una prueba con cierta persona, no se pierde nada probando. —¡Aah!, caramba doctor Fritz, mire, por allá en el Ventuari vive un tal Próculo que sabe mucho de esas cosas, le dicen “Peramán”. A Fritz (Froilán) Balzán le brillaron los ojos cuando escuchó mencionar a Próculo. Iba a aclarar que no era doctor pero recordó que en Amazonas le decían así a cualquier forastero, y enseguida dijo: —Voy a buscar al teniente, porque si no, se queda todo el día con la carajita esa—. Se despidió y salió cojeando. Despegaron a media mañana, retardados por la larga despedida del teniente. Llevaban provisiones a los guardias que resguardaban la mina del Yapacana. Al cabo de una hora de vuelo, aterrizaron en el elevado valle de “la Cocina”, recogieron su preciada carga dorada en envases de aluminio y partieron sin contratiempo. Froilán Balzán consiguió el ojo de tonina de manera fortuita: “Caracha jefe, usted no lo va a creer —le dijo “Peramán” Marsal —, pero adiviné que usted necesitaba uno y le preparé este. Venga pa’ decirle cómo va a usarlo y tiene que tener mucho cuidado de no perderlo, porque se le revierte la suerte.” Pasado el mediodía sobrevolaban a Kanariapo y Froilán decidió ver a Lucrecia a través del ojo de tonina, también para ponerla al tanto de sus intenciones. —Teniente, vamos a bajar en Kanariapo para saludar a una amiga, —hizo un ademán indicando el caserío situado en un claro de la selva, a orillas del Orinoco. —Está bien, yo también tengo una amiga allá. Aterrizaron en una sabaneta muy cerca de la medicatura y enseguida el maravilloso aparato fue rodeado por la chiquillería y los asustados pobladores. Lo habían visto desde lejos hacía casi dos años y ahora lo tenían al frente. Lucrecia Dupueni era la más asustada, no por el helicóptero, obviamente, sino por el piloto; entonces llamó a uno de sus obreros y también a Felícita para que la acompañaran. —No te vayas a dejar engañar por ese teniente otra vez mija —aconsejó a su sobrina luego de reconocer al pasajero —, acuérdate que ahora está comprometido con tu prima. 157


Estas palabras avivaron en Felícita los sentimientos de celo y rabia de mujer burlada; de manera que la frialdad con que ambas mujeres recibieron a los visitantes, creó un escudo separativo entre ellos. Froilán permanecía dentro del aparato, mientras el teniente se había adelantado, éste se sintió incómodo y, notando la ausencia de Gervasio dijo amenazadoramente: —Oiga señora, tenga la bondad y dígale a su marido que la orden que tiene es quedarse aquí en el caserío, si no, que se atenga a las consecuencias. Caramba, se les da un dedo de confianza y mira lo que hacen, se agarran todo el brazo. —Bueno, bueno, aquí como que no hay ni comida, —dijo Froilán burlonamente al unírseles – estas mujeres no tienen ni siquiera el fogón prendido... ¿Qué le parece teniente? —¡Sí hombre! Podríamos cocinar nosotros pero ya es tarde y debemos irnos –afirmó. Enseguida se acercó a Felícita y le susurró al oído — : pero si tú quieres me quedo contigo, mi consentida. Le acarició el cuello pero ella se sacudió como una fierecilla salvaje, diciéndole: —¡Hachee porquería! ¿Quién te va querer a ti? Entretanto, Froilán Balzán actuando con firmeza tomó a Lucrecia por el brazo y obligándola a acercarse a él, le dijo: —Tengo que felicitarte por la artimaña que usaron para engañarme, espero que te haya servido de algo, pero no importa, mi vida, tú sabes que sólo me interesas tú, ese oro servirá para comprar tu cariño, ahora yo sé que me lo vas a dar y hasta me vas a rogar, después... —¡Yo no le voy a dar nada!, ¡ni venderle!, ¡ni quiero nada con usted!, ¡carrizo! –alcanzó a replicar la asustada mujer al mismo tiempo que se sacudía de los brazos que la sujetaban. —Oye bien gata salvaje —le advirtió impávidamente Froilán —, ahora tengo que irme, pero volveré pronto, entonces veré que voy hacer contigo si no te portas bien conmigo. ¡Ah! Y la próxima vez espero que me atiendas mejor que ahora, amorcito. Lucrecia comenzó a temblar de pies a cabeza, cuando el hombre la soltó, luego, al alejarse los indeseados visitantes, se dejó caer pesadamente en la silla de madera y Felícita notándola tan pálida y sudorosa, salió en busca de un paño húmedo en agua de colonia, después le dio a chupar limón y eso la reanimó. Estaba atiborrada de sentimientos contradictorios y confusos hacia el hombre que le había sacudido el alma con sus lagoterías. De pronto sintió un deseo inexplicable de salir tras aquel hombre renco. Había sido tentada por el encanto... 158


Entretanto, las aspas atizaban la barahúnda que formaron los niños, jóvenes y mujeres del caserío al elevarse el admirado aparato. La algazara fue apagándose a medida que la nave se alejaba. Después, seguían oyendo el zumbido monótono del helicóptero que se disipaba paulatinamente. Lucrecia lloraba acongojada por no haberse ido con el hombre que le había lacerado el corazón. Pero de pronto, su destrozado corazón saltó al escuchar un ruido estridente seguido de estampidos consecutivos y finalmente, un silencio súbito, inquietante...

CAPITULO XVII LA TRANSMUTACIÓN DEL SHAMAN Cuando llegaron a la cima del cerro, Ceferino, Gervasio y Macedón, agotados, fueron sorprendidos por el helicóptero de Froilan Balzán que había despegado en esos momentos y pasó sobre ellos muy bajo, tan cerca que pudieron detallar los felices rostros de sus ocupantes. Después, realizaron una rápida y encubierta exploración del campamento minero y finalmente decidieron ocultarse en un sitio cerca del caney donde vivía Próculo Marsal, desde allá lo vigilarían constantemente. En efecto, pasaron dos días con sus noches en ronda, hasta que finalmente Próculo abandonó el campamento. Observaron cuando la mujer joven con quién vivía en la choza le dio el guayare y lo despidió, luego se encaminó escopeta en mano hacia la salida de “La Cocina” por el tortuoso camino. Entonces comenzaron a seguirlo desde lejos y sigilosamente. Al salir de la zona arbolada a la sabaneta del pie de monte, ante ellos se presentaba un arco-iris celeste que Gervasio observó maravillado de su resplandor. Al señalarlo, Macedón quedó impresionado por esta acción y se apenó por él, pues estaba seguro de que aquel dedo insolente de Gervasio se le 159


podriría; además, al contrario de sus compañeros, él evitaba mirar de frente al arco-iris para no exponerse, según su creencia, al signo fatídico de las iridiscentes plumas del demonio Wiiyu, el jefe supremo de los Mawaari y así evitar un mal de ojo con fiebres malignas y quién sabe que otros maleficios más. Perdieron de vista a Próculo Marsal, posiblemente ya había penetrado al bosque de galería que alberga el caño donde esperaría a su presa, sin embargo, Ceferino advirtió que no pudo haber caminado tan rápido. Caminaron por horas escudriñando los alrededores con las armas preparadas. El ambiente era tranquilo, ausente de brisa. El sol se ocultó tras la selva alta y enmarañada dejando tras sí la luz crepuscular. De pronto, oyeron una voz a sus espaldas que les heló la sangre, el susto fue mayor para Ceferino y Macedón, porque al voltear notaron la ausencia del árbol que habían observado al pasar hacía un momento. En su lugar estaba la humanidad triunfante de Próculo Marsal apuntándoles con su escopeta calibre 12. —¡Ah cará! Conque andan cazando los señores. ¡Vamos!, ¡vamos! Dejen sus armas en el suelo ¡Con cuidado...! ¡Se acabó la cacería! – Sentenció amenazante y emitió un fuerte silbido. Al instante emergieron desde los matorrales dos guardias armados y se acercaron rápidamente. —Bueno muchachos, ya ustedes saben como enseñarles a estos señores que aquí está prohibida la cacería y también sacar oro del Yapacana ¡Regístrenlos pa’que vean! Cuando el guardia cacheó a Gervasio sacó del bolsillo de su pantalón un puñado de oro cochano, éste, clavó su mirada en la mano del guardia y sumido en estupor balbuceó: —No, no, no puede ser, eso es imposible, yo no tenía eso, yo no... —¡Conque no! ¡Guá! Y todavía lo niega el vergajo éste — dijo el guardia levantando la peinilla para descargarla sobre la espalda de Gervasio. —¡Un momento! Esperen —gritó Ceferino Tamavi —¡Qué abuso es ése! Pero sus voces no detuvieron la trayectoria del machete. Más bien, sintió igualmente el golpe seco de la hoja acerada en su espalda y luego otra y otra vez, hasta caer doblegado. —Dale otros planazos al indio y que se vaya, —dijo uno de los guardias – pero a estos dos hay que levantarles un expediente y llevarlos a Puerto Ayacucho. Los amarraron con un mismo mecate y los subieron al cerro, una vez en el campamento los ataron a un tronco y los mantuvieron sin beber ni comer hasta el día siguiente. Ni siquiera le curaron la herida que tenía Gervasio en la mano, a consecuencia del planazo. 160


Entretanto Macedón Barana, adolorido, tomó camino hacia Kanariapo en busca de ayuda. Al oscurecer se sintió preocupado por la falta de linterna y un machete. Más tarde, su preocupación se transformó en pánico cuando a mitad de camino percibió el rugido de un felino... El tigre cebado había olfateado su sangre. En condiciones similares a las que se encontraba Macedón Barana, el rugido de un tigre le afloja el esfínter hasta al hombre más valiente. *** El hijo de Felícita y el teniente nació una noche antes de morir Macedón Barana, así que, él no llegó a ver al niño que ya había considerado como su propio hijo y estaba dispuesto a criarlo y quererlo, aunque fuese catire de ojos azules. Esta vez no hubo mayor suspicacia por el catirito, puesto que ya era evidente su paternidad, pues Felícita con su simpatía se había ganado la complicidad de sus compañeros y familiares. Macedón Barana fue abandonado por su Dios Wanadi a causa de su infidelidad; pues prefirió irse con los criollos “yaránabes”, renunciando a colaborar con él en la constitución de un gran pueblo Ye’kuana; todo por la atracción de una mujer que a la postre le fue infiel. De acuerdo a la tradición ye’kuana, sucederá que después de la muerte de su cuerpo (hiuno) y su sombra (tïhato) y luego el soplo vital (ahïnmadi) que tiene una postvida muy efímera, quedará su energía vital e inmortal (dótaadi) para comprender por qué un yaránabe llamado Próculo Marsal apodado “Peramán”, se había apoderado del secreto de Kanaima. El antiguo secreto que se originó cuando en las faldas del Roraima-hidi, en el poblado eetti de Kanukunya vivía el más perverso de los shamanes; éste, cansado ya de matar a otros, se suicidó con su propia escopeta. Su hijo, shamán también, de nombre Kanaima, se embadurnó con la sangre de su padre suicida y al instante se convirtió en un horrible y monstruoso tigre, dedicando el resto de su vida a beber la sangre de sus víctimas. Así nació la perversa generación de los kanaimas, que son legiones y viven únicamente de la sangre de sus víctimas. Siempre aparecen metamorfoseados en tigres monstruosos con largas y aceradas garras. Sus víctimas preferidas son los ye’kuanas solitarios o bien los que se arriesgan en las tinieblas de la noche. Fue así como el Kanaima de los eetti o kakushi-pemones, se infiltró entre los ye’kuanas. El primer shamán ye’kuana que se inició en la metamorfosis theromorfa se llamaba Kudaayawa; éste se transformaba en tigre, vampiro, serpiente, comején y en Kanaima... Su único objetivo era segar las vidas de sus hermanos de raza. 161


Macedón tenía conocimiento de todo esto, pero murió sin saber cómo, al transcurrir el tiempo, la facultad de trasmutación de los shamanes ye’kuanas, malignas y con la finalidad de destruir vidas, fue a parar al dominio de gente extraña como Próculo Marsal. Y así como Macedón, nadie lo sabía...Hasta después de la muerte. *** El helicóptero se sacudió fuertemente y perdió altura, al mismo tiempo, su motor hacía detonaciones repetitivas y el tubo de escape esparcía una densa humareda, mientras el piloto maniobraba angustioso la palanca de mando. —¿Qué pasa, que pasa? ¡Coño, cuidado con esta vaina! ¡Nos vamos a estrellar! –exclamó nervioso el teniente Soto Pozo. —¡Ah carajo! ¡No sé qué le pasa! Parece que chocamos con un zamuro ¡Sí! ¡Un maldito zamuro nos jodió! –replicó Froilán Balzán tratando de mantener el control del aparato, pero sus maniobras no daban resultados y la nave seguía perdiendo altura. Entonces dijo: —Vamos a tener que caer al río, no hay alternativa, ¡Esta vaina se jodió! ¡Prepara la carga y los salvavidas, voy a tratar de acuatizar cerca de la orilla! —¡Mira! ¡Allá hay una playa, a tu derecha! ¡Aterriza allí! —señaló el teniente angustiado. No les dio tiempo porque el motor dejó de funcionar tras una última y fuerte explosión. El aparato cayó estrepitosamente en medio del río. Como era época de verano, a unos veinte metros de la colisión afloraba la playa y hasta ella nadaron. El teniente resultó herido con el impacto y llegó exhausto; al contrario, Froilán Balzán salió ileso. Ambos estaban a salvo y con su valioso cargamento. No obstante, al sobreponerse, Froilán notó la falta de dos latas con su preciado contenido. Convencido de que las había dejado en el helicóptero se lanzó de nuevo al agua, desesperadamente nadó a grandes brazadas hacia el aparato que humeaba profusamente mientras se mantenía parcialmente hundido, sostenido inestablemente por alguna laja. Llegó a su objetivo y tomó los envases, fue como si esta última acción hubiese accionado un percutor, en ese momento estalló el tanque de kerosina con tremendo fragor, irrumpiendo la placidez de la rivera orinoquense. La ambición desmedida había matado a Fritz (Froilán) Balzán y su ataúd fue de acero retorcido bañado en oro. Mucho tiempo después, algunos pescadores encontrarían pepitas de oro en aquella playa que fue testigo indiferente del accidente. 162


El teniente Soto Pozo fue rescatado después por unos pescadores y llevado a San Fernando de Atabapo. Allí evadió toda clase de preguntas y para evitar más embrollos de los que le había ocasionado la desaparición de su socio, mandó una comisión a buscar a los guardias que tenía en la mina del Yapacana y se fue a Puerto Ayacucho, al parecer escarmentado por el trágico suceso. *** Cuando llegó la comisión a Kanariapo, procedente de San Fernando, fue atendida por Lucrecia. Los guardias acamparon, comieron y partieron en la mañana siguiente guiados por un baquiano indígena que ella les facilitó. Tanto Lucrecia como Felícita, estaban abatidas, gimoteando constantemente por la muerte de Macedón y por la suerte de Gervasio y Ceferino. Al momento de despedir a los guardias, ellas, con todo su dolor, les solicitaron que trataran de encontrar y auxiliar a los hombres perdidos. Los guardias dijeron que no se preocuparan, que los buscarían y los traerían sanos y salvos. Después se dedicaron a los preparativos del enterramiento de los restos de Macedón, que casualmente fueron encontrados esa madrugada por unos cazadores, despidiendo ya el fétido olor característico de la muerte... Los mismos, también hallaron al tigre moribundo con una estilla de rama hundida en su pecho. *** Al llegar los guardias a “la Cocina” del cero Yapacana, efectivamente encontraron a sus compañeros; también a Ceferino Tamavi y Gervasio Manterola, prisioneros, encerrados en un cuartucho. Próculo Marsal no estaba presente, pues andaba de cacería. —Bueno, mañana nos vamos, nos llevamos a estos sujetos y todo el oro que tengan, —ordenó el jefe de la comisión. —Si, mi cabo, —dijo el aludido —pero vamos a llevarnos al tal “Peramán” también, porque ése es el que dirige a toda esta gente aquí, le levantamos un expediente y lo metemos preso. A media noche, cuando regresó Próculo Marsal, su mujer le contó lo que había oído decir al guardia, entonces él se enfureció y dijo amenazante: “Así que esos carajos me van a traicionar y meterme preso. ¡Que va! ya van a ver quién es Próculo Marsal.”

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Más tarde, se escuchó el rugir de un monstruoso tigre mariposo y los guardias echaron a correr para guarecerse. Ceferino se despertó con el alboroto y vio por una rendija el desarrollo del ataque felino. —¿Qué está pasando Ceferino? – preguntó Gervasio somnoliento y aturdido. —¡Guá! Que cuando ronca tigre no hay burro con reumatismo. ¡Mira esta vaina! En efecto, la presencia del enorme tigre dentro del campamento, colmó de adrenalina la sangre de los guardias cuando dispararon sus armas sin lograr herirlo, no obstante, uno de ellos casualmente tenía el rifle de Ceferino a su alcance, cargado con balas de punta cruzada. Instintivamente tomó el arma y apuntó al blanco, con la visualidad de la tenue luz de los faroles disparó en el preciso momento que el tigre se levantó para derribar a un guardia de un zarpazo. La bala penetró el cuerpo del animal de piel con pintas de mariposas que enseguida cayó pesadamente pero aún con vida, al lado del guardia herido. Otro disparo retumbó en la noche estremeciendo al animal que pronto estiró las patas. Seguidamente ocurrió algo insólito, los guardias no podían entender lo que veían atónitos, estaban aturdidos por lo que tenían al frente: ya no era el cuerpo de la fiera, sino el de un hombre... ¡Era Próculo Marsal! el hombre, el animal y el vegetal en un solo ente. Era aquel que había logrado alcanzar el secreto de pertenecer a la legión de los kanaimas. Aunque el guardia disparó en defensa de los suyos y también propia, sentía remordimiento por haber matado al ser que había compartido tiempos de trabajo, calamidades y alegrías. Además habían participado juntos en fechorías contra los indígenas. Cuando se acercó al cadáver susurró: “Que vaina, como iba yo a saber que era “Peramán”, ¿y por qué carajo nos atacó...? Bueno, si no lo mato, él nos hubiera liquidado a todos; no había remedio.” Fue tanto el asombro, que habían desatendido al guardia herido del zarpazo. Gervasio Manterola no pudo averiguar más allá de lo que vio acerca de la metamorfosis de Próculo Marsal, a pesar de su insistencia, pues en sus indagaciones sólo obtuvo una explicación exotérica, mas no encontró un esclarecimiento razonado ni aceptable por su mentalidad científica. Ni tampoco por su razonamiento teológico, ya que él como algunos católicos, no le daba importancia al alma ni al poder de la Fe, equivalente a la energía vital o “dótaadi”, lo cual es necesario para entender que esas fuerzas, cualesquiera sea su origen, son capaces de conducir al ser humano a la realización de actos insospechados, con resultados tanto milagrosos como abominables. De manera 164


que Gervasio asumió el caso de la transmutación como una alucinación, incomprensible por su lógica, como un mito más de los tantos que se extienden en estos confines legendarios. *** Todos salieron a recibir a la comisión cuando llegó a Kanariapo, como era costumbre en acontecimientos imprevistos, pero los apacibles habitantes del caserío se sorprendieron al ver a sus patrones amarrados y rodeados por los guardias. Lucrecia giraba entre el júbilo y la zozobra; por una parte estaba contenta por ver de nuevo a su marido y su cuñado, y por otra, muy preocupada por la situación legal de éstos. —Caramba señora, lo lamento mucho pero la ley es la ley, —argumentó el cabo, jefe de la comisión –no somos nosotros que los llevamos presos sino la ley. Ya saben que está prohibido sacar oro en el Yapacana y a ellos los encontraron con la mano en la masa, ¡Jm! Mejor dicho ¡Con la mano en el oro! —¡Pero eso no es cierto! —aseveró Lucrecia ofuscada, —ni Gervasio, ni Ceferino andan con esas cosas, dígame eso, y que buscando oro, mire señor, si nosotros estamos aquí es para atender a los indígenas, para curarlos y mejorar su salud, y sus condiciones de vida y la de todos por aquí ¡Ustedes no se pueden llevar, así como así, a Gervasio ni a Ceferino! ¡Además él está herido! ¡Hay que llevarlo al dispensario! ¡Eso es una injusticia! —Cálmese señora, cálmese un poco, — intervino el cabo. –Mire, mi deber es llevarlos a San Fernando y allá se podrá aclarar todo y mis superiores decidirían, ahora disculpe pero tenemos que irnos ya. —Si, tía, va a tener que ir a San Fernando – dijo Felícita abrazándola y reconfortándola. —Sí, sí, vamos a preparar todo para irnos también, —asintió Lucrecia y agregó desconsolada ante el infortunio: —¡Nojose! ¡Qué carrizo! ¡Con tanta lavativa, ya no dan ganas de estar en este sitio! —Bueno, tía, yo voy a decirles a los muchachos que preparen la voladora. Mientras montaban el motor y embarcaban el equipaje en la lancha, para irse la comisión, Lucrecia limpió la herida de la mano derecha de Gervasio, le aplicó desinfectante y se la vendó, pero quedó preocupada porque el dedo meñique estaba violáceo. A pesar de todo también atendió la herida purulenta en el brazo del guardia. Luego se despidió, susurrándole que no se preocupara por que allá en San Fernando solucionarían todo y él le dijo igualmente que 165


tuviera fe porque todo eso era producto de una trampa malévola, que allá hablarían con el sargento Ortiz y el prefecto para esclarecer el incidente. A bordo, Gervasio Manterola entristecido, observaba su obra casi terminada; la lancha-dispensario varada, lucía flamante, pintada de blanco y azul, lista para recibir el motor y su equipamiento. Desde la orilla, frente a ese barco, todos los pobladores de Kanariapo contemplaban con ojos empañados, como se alejaba el bote con los detenidos hasta que desapareció tras el recodo del río.

CAPITULO XVIII EL HEROE Lucrecia esperaba ansiosamente, sentada en el vestíbulo del despacho del gobernador. Hasta allí había llegado después de fracasar en todos sus intentos por liberar a Gervasio y Ceferino en San Fernando de Atabapo. Allá buscó el consuelo y el consejo del padre Bonvecchio pero no lo consiguió, pues éste se había ido con el padre Luis Cocco, en julio del año 57 al Alto Orinoco, para fundar la misión de Santa María de los Guaicas en la desembocadura del río Ocamo. Así pues, se vino tras su marido. Estuvo cuidando de la herida de su mano. Sin embargo, todo fue inútil: se estaba gangrenando. Fue imposible evitar la amputación de los dedos anular y meñique. El guardia que lo planeó, corrió con peor suerte, pues la herida que le ocasionó el tigre, tuvo el mismo síntoma y perdió su antebrazo. Después de haber intentado durante toda la semana obtener una cita con el mandatario regional, estaba a punto de lograrla. Mientras esperaba, observaba 166


de vez en cuando una mesita donde había otros periódicos y revistas viejas. Por último, tímidamente tomó al azar El Nacional de fecha 5 de noviembre de 1.957 y leyó: “El Presidente de la República, Marcos Pérez Jiménez, anunció ayer en el Palacio Legislativo en la sesión extraordinaria que fue convoca para oír su mensaje especial, que la próxima elección presidencial se realizará por medio de un plebiscito en el cual votarán todos los venezolanos con límite de edad de dieciocho años y los extranjeros con dos años de residencia en el país.” Tomó la noticia con indiferencia, pues su atención estaba concentrada en su inminente entrevista con el gobernador para solicitarle la libertad de Gervasio y Ceferino, fundamentándose en los buenos servicios que éstos prestaban a las comunidades del Alto Orinoco y sus afluentes, atendiendo la salud y educación de los moradores de aquellos recónditos lugares de la selva profunda. Sin embargo, su larga espera fue en vano, pues el secretario privado le dijo que lo sentía mucho pero el gobernador, que también era médico, estaba por realizar una operación de emergencia en el Centro de Salud y le era imposible atenderla en este momento, que volviese dentro de quince días. Y quince días después... de nuevo en la sala de espera. En esta oportunidad leyó El Nacional con fecha 20 de noviembre: “Procedimiento para efectuar la votación del 15 de diciembre”. (...)”Al votante que sea llamado se le hará entrega de un sobre y dos tarjetas: una de color azul y otra de color rojo. La tarjeta azul expresará el voto afirmativo o sea, que el elector vota por la reelección del Presidente y por la nómina de diputados al Congreso Nacional presentada por el Ejecutivo Nacional. La tarjeta roja expresa el voto negativo” (...) —Tenga la bondad de pasar al despacho señora – anunció el secretario. El gobernador Guzmán Guevara fue muy atento, pero también evasivo a una respuesta convincente; que si no había pruebas suficientes, que si era labor policial donde el ejecutivo no debía intervenir sobre el poder judicial y así, otros argumentos que soslayaban una acción directa para proceder a liberar a los detenidos. Lucrecia abandonó el despacho sin mucha ilusión, no obstante sin desánimo y para reforzar sus esfuerzos habló también con el diputado al Congreso, Santana Tovar; pero solo le dio esperanzas. Después de la consulta plebiscitada fraudulenta, lo cual precipitó los planes de conspiración contra el gobierno, las diligencias realizadas por Lucrecia no habían logrado efecto alguno, al contrario, empeoró la situación de los presos debido a los acontecimientos ocurridos en la capital de la República. 167


Y seguía esperando ansiosamente, mientras sus gestiones se desvanecían como la estela que deja el barco sobre el río... Lucrecia vivió los últimos días del año con mucha tristeza, y casualmente recordaba que Gervasio le decía: “Así como el acero necesita del fuego para templarse, el alma requiere de sufrimiento para favorecer el florecimiento del amor y fortalecer la nobleza humana. De manera que, el fuego es para el acero lo que el sufrimiento es para el alma”. Con todo, desde luego, compartió con sus seres queridos. En San Fernando pasó la Navidad con sus parientes y regresó rápidamente a Puerto Ayacucho para recibir el Año Nuevo con su marido, trayéndose esta vez a su hijo Juan Gervasio y su sobrina Sabina. Las muy estrictas autoridades le permitieron una corta visita marital. Por su cuenta, Sabina comenzó a indagar acerca del paradero del teniente Leovigildo Soto Pozo, a la postre llegó hasta la casa del capitán, comandante de la tercera compañía del destacamento Nº 98 de la Guardia Nacional y diligentemente habló con la esposa de este oficial. La amable señora le confirmó lo que antes había averiguado en el cuartel: que el teniente había sido transferido a otra guarnición pero estaba convaleciente de una rara enfermedad, que podía ser paludismo, no sabían su paradero exacto. —Pero espere mija —dijo la señora —espere allí. Mire, yo necesito una muchacha para hacer los oficios de la casa. Y trato hecho, Sabina fue a buscar su maleta y ese mismo día comenzó a trabajar como doméstica en la casa del capitán Sánchez. Fue allí donde se enteró que en Caracas la situación era conflictiva. El primero de enero se sublevó la aviación militar, aunque en Puerto Ayacucho no repercutió el movimiento insurgente que comandó el teniente coronel Hugo Trejo. Sabina oía cuando el capitán conversaba con su esposa sobre los preocupantes acontecimientos y se los contaba a Lucrecia. Atenta a la situación, ésta escuchó la alocución del presidente el dos de enero; notó que en su voz ya no transmitía la seguridad de otras veces a la que se habían acostumbrado los venezolanos. Ahora hablaba con frialdad y displicencia, con una dureza en el tono que revelaba la ira y el resentimiento que sentía al haber sido traicionado por oficiales, en quienes había depositado su confianza. La acción conspiradora llegó al límite el 23 de enero de 1958 y en la madrugada de ese día, el general Pérez Jiménez abandonó el país, forzado por la rebelión de las Fuerzas Armadas, en acción conjunta con civiles agrupados en la Junta Patriótica. Ese día también abandonaron sus cargos y huyeron, tanto el gobernador del Territorio, quien salió por el puerto para refugiarse en Puerto Carreño, como sus colaboradores más allegados, incluyendo agentes de la 168


Seguridad Nacional. Al día siguiente quedaron libres Gervasio Manterola y Ceferino Tamavi, en gran alharaca fueron liberados por la multitud, junto a otros políticos y ciudadanos comunes, recibiendo un tratamiento de héroes de la democracia. Luego la turba tomó la casa de gobierno y quemó el bar de madera de chaparro, desapareciendo así, lo que había sido catalogado como símbolo del dispendioso gobierno. De esta manera dio al traste el régimen dictatorial de diez años cuyo brazo represivo se estiró hasta la comunidad amazonense atropellando a pacíficos ciudadanos como Pastor Sánchez, Oswaldo Alcalá, Antonio Mijares Tovar, Abilio Maray, José Manuel Baldayo, Cuto Maniglia, Pedro Moreno, Antonio Saldeño y Juventino Jiménez; envió a la cárcel a doña Trina Mirabal y doña Camila de Véliz. También envió a la Cárcel Modelo de Caracas a Pedro Felipe Mejía, Manuel Bustos, Juan Mirabal, Francisco Azabache, Enrique Henríquez y Manuel Henríquez. Entre el júbilo por la libertad y el jolgorio estimulado por el alcohol, Ceferino y Gervasio en compañía de Lucrecia marchaban eufóricos confundidos entre la muchedumbre por las calles del pueblo. Portaban pancartas alusivas a las conquistas democráticas. Más tarde Lucrecia sugirió ir a la pensión para asearse y descansar un poco. Sus compañeros aceptaron y Ceferino muy entusiasmado propuso: —Pero antes, vamos a conseguir un cuatro para cantar una canción que le compuse al compadre mientras estábamos presos. —¿Cómo...? ¿Una canción? –dijo Gervasio complacido y extrañado a la vez. —¡Caramba chico!, ¡qué bueno! —añadió Lucrecia eufórica —. Compadre, yo no sabía que usted era poeta, bueno pues, ya vuelvo que voy a conseguir prestado un cuatro. Al momento regresó Lucrecia con el instrumento ya que por casualidad pasaba la marcha frente a la casa de don Lucas Frontado, uno de los mejores músicos locales; seguidamente Ceferino lo afinó y dijo: —Bueno, para mi gran amigo, compadre y compañero de calabozo, el doctor Gervasio Manterola, ¡Ahí va!: I Desde el Oriente vienes, como el sol, buscando tú ser, tu alma maltratada refugio a la idea postergada, a las cenizas del texto inspirador. 169


II En el umbral de la muerte te asomaste con la fe de la gente esperanzada, proclamando libertad a bandera izada. A luchar contra la barbarie, te entregaste. III Al caer la bruma de la gloria pasada el incierto destino que te espera, se diluye en los ríos de cascadas de la tierra ignota que surgir quisiera. IV Manteniendo tú lidia con mortal denuedo, triunfaste en forma contundente. Lograste con el verbo, faena y desvelo, la utopía de tu sueño insurgente. V En el seno de esta tierra que te ampara hierve la idea con vida aprisionada, a la espera de alguien que gritara: ¡Liberar de injusticia su faz acongojada! —¡Qué bonito está eso! – exclamó Lucrecia emocionada —. Mira, pero no dijiste cómo se llama la canción. —¡Ah! Bueno, sí, vamos a ponerle... ¡Al héroe de la democracia! —Caramba Ceferino –añadió Gervasio complacido —, ese gesto tuyo me ha dejado... bueno pues, esa canción es fenomenal, te lo agradezco mucho, de veras... ¡Venga un abrazo, mi hermano! Posteriormente, se reunieron de nuevo para celebrar la recuperación de las libertades ciudadanas en todo el país y la composición musical. El entusiasmo de todos por la libertad personal de los amigos, familiares o conocidos alentó a Gervasio a relegar la abstinencia y bebió como nunca lo había hecho. La celebración fue grandiosa. Lucrecia lo llevó a dormir a pesar de que él protestó farfullando, luego, cuando estuvo frente al lecho se dejó caer como un fardo y debió quitarle las ropas con mucha dificultad, considerando que ella también había tomado mucho. 170


Al día siguiente, Lucrecia se despertó cuando la mañana había avanzado y el sol ya estaba candente. Desganada y somnolienta abrazó a su esposo que aún dormía plácidamente. Al acariciarlo, se sorprendió gratamente al sentir la voluptuosidad erguida del hombre. Luego Gervasio, todavía obnubilado, creyó que soñaba aún, tendido bajo la silueta de una hermosa amazona que lo jineteaba con frenesí. Al palpar la carne despertó totalmente y, turbado por el apasionante despertar, trató de pronunciar algunas palabras, pero Lucrecia calló su balbuceo con besos apasionados y le musitó frases melosas que lo incitaron a arremolinarse en el torbellino de pasión que los transportó por el sendero erótico hacia el éxtasis, quemando ambos todas sus energías instintivas. Después, como despojos del embeleso, empapados sus desnudos cuerpos, regresaron vertiginosamente a la realidad por el expedito túnel que desemboca en el mundanal tálamo. Se sintieron sofocados por un calor insoportable, atizado por las aspas de un ventilador que sofrenó sus apasionados deseos de permanecer entrelazados. Afuera, el sol pasaba por el cenit. Lucrecia salió apresurada en busca de su hijo, a quien había dejado en casa de sus parientes. En su rostro de piel tersa con ojos enternecidos de ensueño por la satisfacción, reverberó la luz del astro rey. Desde aquel día de su liberación física, Gervasio Manterola quedó igualmente liberado sorprendentemente de la angustia provocada por su disfunción. Un nuevo e intemperante lazo pasional había resurgido entre Lucrecia y Gervasio, reforzando la unión y el amor entre ellos. Se paseaban tomados de la mano en las tardes por las plácidas y modernas avenidas, atrayendo la atención de los vecinos y provocando los consabidos cuchicheos de los grupos familiares o de amistades que salían a sentarse al frente de sus casas para recibir el frescor de la temprana noche, tal vez porque aquella conducta era expresión contraria a las costumbres lugareñas, pues en la pequeña ciudad, cuando las parejas caminaban juntas, lo cual era infrecuente, lo hacían manteniendo cierta distancia entre ellas, una detrás de la otra. Al año siguiente otra pareja se exhibiría semejantemente: fue el gobernador que sustituyó a Felipe Santiago Testamarck, el mayor Guillermo Peña Peña y su esposa. Esta pareja además de andar tomada de manos, se trajeaba elegantemente, tanto para asistir a los actos protocolares como a la misa, estilo inusual en aquellos tiempos, tanto así que, cuando el mandatario dispuso que sus empleados usaran corbata provocó revuelo y una serie de protestas populares que exigían su renuncia. En esa ocasión, fue detenido de nuevo Ceferino Tamavi, acusado de alterar el orden público, por lanzar piedras frente a la gobernación junto a la gente alborotada y participar en la algarada 171


liderizada por Marcolina Orozco, su compañera de partido y cuya voz descollaba”: ¡¡Que se vaya Peña Peña...!! ¡¡Que se vaya Peña Peña!! No obstante, esta vez fue liberado con prontitud por la intervención de su amigo don Oswaldo Alcalá, a la sazón Presidente del Concejo Municipal, cargo que recibió de manos de don Octavio Maniglia, quien estuvo seis años ejerciéndolo. —¡Pero compadre! Usted metiéndose en esas cosas, no parecen vainas suyas—. Le increpó el presidente y Ceferino le manifestó eufórico: —¡Guá, compadre! ¡Es que estamos en democracia! Después de aquellos acontecimientos políticos, Ceferino Tamavi viajó a bordo de una falca de Malariología, pues tanto su motor como el de Lucrecia se habían dañado. Iba a San Fernando de Atabapo con el propósito de llevarse a su familia a Kanariapo y allá esperar a Gervasio y Lucrecia. En la conmovedora despedida de sus compadres, abundaron los abrazos y las promesas de verse lo más pronto posible. Hacía días que soportó otros momentos de tribulación cuando Sabina, su hija adoptiva se despidió solamente diciendo: “Yo me voy papá... cuando pueda vengo a visitarlos, yo me voy a trabajar con la familia del capitán, ellos me tratan muy bien y me van a dar oportunidad de estudiar, dígale así a mi mamá que yo regreso pronto... Bendición” Cruzó los brazos para recibirla, luego dio media vuelta y se alejó para siempre... “Tanto lidiar con los hijos y después, mire, todo se acaba—, le comentó Ceferino con tristeza a Lucrecia —. Cuando crecen cada quien arranca por su lado, ya no es como antes, que uno compartía más tiempo con los hijos.” Gervasio esperaba viajar pronto a Caracas con Lucrecia y su hijo, pero las circunstancias se lo impedían. El vuelo semanal del DC-3 de Aeropostal estaba copado; además, la situación en la capital era todavía delicada, hubo saqueos en la residencia del ex presidente y sus allegados, también el edificio sede de la Seguridad Nacional fue destrozado por el pueblo enardecido. Al fin, Gervasio y Lucrecia abordaron el avión con rumbo a Maiquetía, haciendo escala ahora sólo en Puerto Páez y San Fernando de Apure. Llevaban con ellos para obsequiar a sus amigos, un lote de cuadros con obras de Marcos Testamarck, el pintor más famoso de Amazonas, el que plasmaba los hermosos, placidos y exóticos paisajes de la tierra mágica.

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CAPITULO XIX GERVASIO Y LUCRECIA Gervasio y Lucrecia rebasaron la época de angustias y desencantos, de injusticia y violencia. Dejaron lejos, en el olvido, la vida de ánimo deprimido y relaciones con personas de mente tortuosa; desistieron del trabajo intenso, agotador y muchas veces infructuoso de reconfortar las penurias de los humildes orinoquenses, aunque era estimulante y eso compensaba sus avatares allá en la selva misteriosa, lejana y mágica. Todas sus aflicciones fueron arrasadas por el torrente arrebatador de la pasión que ahora estremece sus vidas compartidas, sus tribulaciones fueron lavadas por las aguas plácidas de la felicidad que ahora los empapa. Todas sus aflicciones se habían desvanecido, como se desvanece la espuma del río. Gervasio y Lucrecia se casaron sin protocolo, en una íntima ceremonia entre familiares. Ahora disfrutan los días de sol y frío de los paseos a las playas de Macuto, de la Colonia Tovar, saborean platos exquisitos, aunque Lucrecia añora la comida típica de su tierra, como el sancocho de morocoto y el cuajao de pescado asado, el pijiguao, la catara, el wuaruve y el mañoco, así como las bebidas de túpiro y moriche; las yucutas de seje, manaca y mañoco. En la alegría y despreocupación disipaba la idea de regresar a su terruño. Tanta felicidad estimuló sentimientos de egoísmo hacia las personas que esperaban por ella. Había relegado su abnegación. Embelesados mutuamente, disfrutaban su luna de miel, postergada por las intervenciones caprichosas del destino, así que ahora tratan apasionadamente de recuperar el tiempo. Disfrutaban de bailes, restaurantes, teatros el cine, el teleférico del Ávila y del club campestre Los Cortijos, lugar preferido por el niño Juan Gervasio quien anda ya por los seis años y le fascina la piscina y los caballitos. También la pareja se entretiene en las pocas francachelas de los amigos de Gervasio, pues generalmente, éstos ocupaban la noche en reuniones políticas. Para glorificar la unión de los esposos, floreció de nuevo la vida dentro de ella y cuando le anunció a Gervasio el feliz acontecimiento, éste multiplicó su alegría por ambos, madre e hijo. Ella contenta de su embarazo dedujo que había ocurrido en los últimos días de enero, así que es hijo del espíritu del 23 de Enero opinó Gervasio mientras la alzaba dándole volteretas confundidas entre voces, risas y promesas. Ambos almibarados en un remolino de dicha y después... un prolongado beso. 173


Pero las cosas buenas escasean, así como las situaciones felices. Aparentan ser efímeras y se alternan con épocas desdichadas, aparecen y desaparecen dejando solo el recuerdo, como la tonina en su nadar deja solo su estela que se desvanece en la corriente del río. Así que Gervasio Manterola se vio obligado a limitar su tiempo de tranquilidad hogareña para entregarse a los estudios y también a la política. —Mi vida, después de graduarme nos vamos para el Amazonas, voy como médico rural. —Dios te oiga ma’mor —repuso Lucrecia entusiasmada —ojalá que sea lo más pronto posible. No obstante, ocurrieron algunas interrupciones de las actividades universitarias, como los sucesos del 14 de mayo del 58, cuando una multitud impidió que el vice-presidente de los EE.UU. Richard Nixon, llegara al Panteón Nacional. A pesar de extremadas precauciones fue imposible evitar que grupos de exaltados militantes del Partido Comunista, al cual pertenecía Gervasio, entre numerosos manifestantes en diversos sitios de Caracas, lanzaran objetos contundentes, causando daños a los automóviles de la comitiva de Nixon. Después ocurrió la crisis de gobierno por el alzamiento del Ministro de la Defensa, general Castro León, la cual se resolvió con la salida del general del gabinete en julio y luego del país, acompañado de otros oficiales conspiradores; miles de estudiantes se concentraron en la Universidad dispuestos a defender con las armas a la Junta de Gobierno, entre ellos Gervasio Manterola. Posteriormente, el alzamiento del 7 de septiembre, en el cual dieciocho oficiales, algunos de ellos expulsados del país por la anterior conspiración, intentan mediante un golpe usurpar el poder, no obstante a que el complot fue develado por las Fuerzas Armadas, arrojó un saldo de diecinueve muertos y más de cien heridos. Esa noche, Gervasio Manterola no durmió en el apartamento de su madre donde vivía con su esposa e hijo. Lucrecia tampoco, tratando angustiosamente de dar con el paradero de su esposo, lo cual no logró sino hasta la madrugada, cuando recibió una llamada desde el hospital Vargas. Allá estaba Gervasio ayudando al equipo de médicos en la sala de emergencias, recuperado ya, de una herida en el brazo. —¡Lucrecia, mi amor! Te mandé a llamar tan pronto pude... —¡Gervasio, chico! ¡Dios mío!, ¿qué te pasó allí? Déjame ver, Virgen Santísima, que susto me diste. —Bueno, está bien, todo está bien, la herida es leve, no es nada, no te preocupes, creo que ya podemos irnos. —Si, claro ma’mor, ya son las seis —. Dijo Lucrecia acariciándose el abultado vientre. 174


El 30 de octubre Lucrecia dio a luz un niño al que bautizaron con el nombre de Rufino, en honor a Rufino Mendoza, camarada de Gervasio, mártir de la resistencia contra la dictadura que fue asesinado en la colonia de Turén en 1952. La feliz madre está ansiosa de compartir su alegría también con su hermana y demás familiares que se encuentran en la lejana tierra amazonense, pero es difícil comunicarse, —a menos que sea —dijo Gervasio —por la banda ciudadana, yo tengo un amigo que se comunica con don Néstor en Las Carmelitas y él enviará el mensaje a Kanariapo. —Está bien ma’mor —asintió Lucrecia —pero de todas maneras vamos a ponerles un telegrama a ver si lo reciben. Acuérdate que también vamos a invitarlos para tu graduación. —¡Claro que sí!— dijo Gervasio eufórico —. El compadre Ceferino no puede perderse eso. Él y la comadre Zita tienen que venir. En diciembre suspendieron las clases y Gervasio aprovechó el tiempo libre para dedicarse abiertamente a la actividad política, desatendiendo por ende a su esposa y sus hijos, tanto en el calor del hogar como en las tertulias sociales. El día siete de este mes se realizaron las elecciones para elegir al Presidente de la República y los cuerpos deliberantes. Ganó Rómulo Betancourt, el candidato de Ceferino y Zita, y perdió el candidato de Gervasio, Lucrecia, Felícita y casi todas las mujeres: el contralmirante Wolfgang Larrazábal. *** Ceferino Tamavi recibió la noticia del nacimiento de Rufino a través de su radio receptor, sintonizando la onda de radioaficionados lo cual hacía todas las mañanas. Posteriormente recibió el mensaje escrito que le envió don Néstor con don Silvio Espinoza, aprovechando la ocasión de que éste regresaba a Puerto Ayacucho en uno de sus viajes comerciales por el Ventuari; don Silvio se había dedicado a esta actividad después de retirarse del servicio de Malariología, cansado ya de rociar DDT junto con Wladimiro Zuarich y Julio Castillo. Cada mañana, después de escuchar la radio, Ceferino se dedicaba al mantenimiento del campamento, principalmente a la reparación de las instalaciones, su trabajo predilecto, que era atender el ganado, ya no le ocupaba mucho tiempo, pues quedaba muy poco. Del lote que sobrevivió a las garras del tigre, tres vacas se envenenaron con “yare” dejado por descuido en el caney donde exprimían la yuca para la preparación del mañoco; así que Ceferino no pudo seguir tomando café con la leche que él mismo ordeñaba todas las mañanas. También atendía la medicatura, ayudado por su mujer. A pesar de no satisfacerle este oficio y estaba deseoso que regresara Lucrecia o enviaran otro 175


enfermero. Mientras no estaba en el conuco, se dedicaba a reparar el barcomedicatura. Por haber estado abandonado mucho tiempo en tierra, la madera se había resquebrajado. En vista de eso, Ceferino decidió carenarlo y bajarlo a la orilla de manera que flotara al subir las aguas. Zita se encargaba de la casa principal, también del conuco, atendía la cría de gallinas, recogía los huevos o los dejaba empollar por la culeca; alegre y esmeradamente alimentaba a los pájaros enjaulados que aún así, en cautiverio, alegraban el lugar con sus melodiosos y graciosos canturreos. Mientras tanto Felícita quedaba a cargo de la escuela; después de la muerte de su marido ya no era la tarambana de antes. Se había entregado por completo a los niños, propios y ajenos. En las noches solía distraer a sus alumnos contándoles uno de sus cuentos. No obstante al trabajo mancomunado de todos, en el caserío no cesaba la lucha constante contra la adversidad de las fuerzas innatas de la selva que trataban de mantener su integridad, oponiéndose pertinazmente a ser hollada por el criollo y sus objetivos; traducíase esto en contratiempos domésticos y cotidianos, ocasionándole a Ceferino situaciones imprevistas y engorrosas que se le acumulaban a medida que transcurría el tiempo, mientras esperaba la llegada de sus patronos. Los niños continuaban creciendo involuntariamente pero tal vez ansiosos de hacerse adultos para liberarse del maltrato de sus padres, pues los consejos que recibían y los castigos por sus travesuras eran generalmente respaldados por una buena tunda de correazos por parte de la madre. El padre raramente presente, se mantenía al margen de la crianza, en este aspecto Felícita era como un oasis en la desierta vida afectuosa de los niños. Los indígenas que pernoctaban o permanecían algún tiempo en los caneyes en busca de medicinas, tenían una conducta social diferente con respecto a la formación de sus hijos: no eran tan violentos como los “racionales”. Ceferino Tamavi se fue a Caracas con su mujer Zita, dejando a Kanariapo con este panorama, sus hijos quedaron en custodia de sus abuelos en San Fernando, pues era época de invierno y de vacaciones. Felícita quedó sola con el personal a cargo de la medicatura. En esos días estaba muy preocupada a causa de los comentarios acerca de la ferocidad de los guaharibos y del singular caso de Helena Valero, la joven de origen carioca que fue raptada por los yanomamos en 1933 cuando contaba con 14 años. Su familia fue atacada por aquellos en las inmediaciones del caño Dimití, tributario del Río Negro brasileño. Sus padres y su hermano pudieron escapar pero ella no. Estuvo secuestrada durante 23 años. Tiempo en el cual vivió una odisea en la selva, 176


tupida de peligros, pasó terribles penurias, atravesando ríos y montañas, víctima de guerras inter-tribales y persecuciones, siete meses sola entre acecho de fieras y alimentándose con especímenes y frutos de la selva. Fue la esposa del cacique Fusiwë y enviudó con dos hijos, otra fuga, después otro matrimonio, Akawë le dejó dos hijos y la maltrató mucho. En 1956 emprendió la última fuga hacia el norte, llegó a la boca del Ocamo, allí se encontró con Juan Eduardo Noguera y se vino con sus hijos a San Fernando, donde finalmente pudo reencontrarse con sus familiares. *** Gervasio y Lucrecia acompañados de sus hijos esperaban en el aeropuerto de Maiquetía. Al arribar el avión de la Línea Aeropostal Venezolana procedente de Puerto Ayacucho, recibieron a Ceferino y Zita con gran efusión y alegría. Más tarde subieron a Caracas por la nueva autopista. —¡Bersia! ¡Esta sí que es una obra vergataria! — exclamó Ceferino maravillado —¿Y cómo harían para hacer estos túneles tan largos? —Bueno, eso es producto de la política del concreto, —opinó Gervasio Manterola –pero espera que lleguemos a Caracas para que veas lo bella que es, por eso le dicen la sucursal del cielo. A propósito ¿trajiste una chaqueta? Mira que hace mucho frío, bueno, no importa, mañana saldremos de compras. —Como usted diga compadre —, afirmó Ceferino Tamavi, entretenido en disfrutar el paisaje montañoso y maravillado luego de los grandes avisos luminosos de la gran urbe, aunque no tanto como Zita, quién visitaba la capital por primera vez. Después de llegar al apartamento, Ceferino dio cuenta de todas sus actividades en Kanariapo, de la oportuna madurez de Felícita y desde luego, contó algunas anécdotas. —Dime, compadre ¿y cómo está la gente de San Fernando? — indagó Gervasio —¿Qué hay de la vida de don Gilberto, González Niño, Oesile y Manuel Henríquez, Santos González, Tito Azabache y toda esa gente, chico? —¡Noo, sí, sí! Toda esa gente, imagínese pues ¿Cómo va estar? Más contenta que muchacho con caramelo, como no, algunos se vinieron para Ayacucho pero González Niño se fue para el Alto Orinoco, a conocer a los yanomamos. ¡Ah! También el padre Bonvecchio subió por el Orinoco para fundar otra misión en Platanal, más allá del Ocamo. Además se refirió Ceferino a la visita que tuvo del Dr. Pablo J. Anduze, famoso entomólogo y miembro de la Comisión Indigenista Nacional que andaba recorriendo el Territorio comisionado por el Ministerio de Justicia para hacer una investigación de tipo 177


confidencial sobre la situación indígena, y aclarando determinadas denuncias contra algunos chicleros. —Por cierto que don Néstor es uno de los indiciados — señaló Ceferino y luego de una pausa agregó—: Yo creo que el doctor Anduze es el último de los exploradores de Amazonas, y algún día será gobernador... al estilo de Michelena y Rojas, Tavera-Acosta y Samuel Darío Maldonado; grandes benefactores del Territorio que fueron excepción dentro de la cantidad de malos gobernantes que hemos tenido. —A todos esos políticos corruptos y empresarios capitalistas los vamos a fusilar—anunció Gervasio —. Y, hablando de otra cosa, saben que Lucrecia va a trabajar en la Comisión Indigenista, que de ahora en adelante va a ser el único organismo encargado de desarrollar la política indigenista y coordinar los trabajos de las demás instituciones con programas en las zonas indígenas. Ceferino quiso sondear a Gervasio con respecto a los fusilamientos, pero ya estaba acostumbrado a oír semejantes expresiones en boca de los comunistas, que no pasaban de ser bravuconerías. Asi que no lo hizo y prefirió celebrar. —¡Caray, qué bueno! Felicitaciones pues, comadre – dijo eufórico, y Zita confirmó el pláceme con un abrazo a su hermana; luego Ceferino agregó: — Entonces, así sí va a mejorar todo en Kanariapo, aunque yo humildemente opino que es bueno buscar especialistas para dirigir un programa de esos, con un plan para que el indio evolucione progresivamente en su propio medio, manteniendo en lo posible sus costumbres o idiosincrasia, su libertad y su cultura. Hay que evitar que los cambios se hagan violentamente porque entonces el resultado será una comunidad de inadaptados sociales convertidos en mendigos y una carga para el gobierno. Bueno, es lo que pienso yo. —Tú tienes razón compadre, —manifestó Lucrecia. —Mira, después, con tiempo nos vamos a sentar a preparar un buen programa de trabajo para presentárselo al Comisionado, aunque existan especialistas en asuntos indígenas, siempre hace falta la experiencia de los que están metidos en el campo. Y bueno, Gervasio también nos va a ayudar con la parte de salud, ¿verdad ma’mor? —¡Claro que sí, cariño! — afirmó él. — Es más, ya tenemos como un hecho concreto la medicatura fluvial, eso va a ser fenomenal, ya verán... *** El acto de graduación se realizó durante la tarde en el paraninfo de la Ciudad Universitaria. Después de la ceremonia, entre congratulaciones, risas y lágrimas de alegría se mezclaron todos los familiares, amigos y condiscípulos 178


de Gervasio en abrazos, besos y apretones de manos según el grado de relación. Por un momento Ceferino y Zita se sintieron segregados. No obstante, al disgregarse el gentío se reagruparon con sus amigos todos muy felices. Desde la Universidad salieron hacia el Club Los Cortijos a celebrar. Lucrecia, a pesar de su tercer embarazo ya de siete meses, bailó hasta el agotamiento con su esposo recién graduado, compartiendo uno que otro baile con Ceferino, mientras Zita además de bailar bastante, hizo muchas amistades entre sus tertulianos hablándoles sobre las particularidades del Amazonas. Entretanto Ceferino, en el poco tiempo que le permitió su mujer, acaparó la atención masculina de la mesa contándoles acerca de los misterios de la selva, la cacería y sobre todo, de los curiosos afrodisíacos. —¡Salud, por el nuevo doctor! —interrumpía a cada momento su narración para brindar con efusiva alegría, también lo hacía por el nuevo empleo de Lucrecia y tanto bebió que llegó a perder el equilibrio cayéndose de la silla con aspaviento. Esto provocó que Gervasio, desde luego, un tanto molesto y avergonzado, convenciera a Lucrecia y Zita de abandonar la fiesta. Ya era de madrugada y la mayoría de los invitados se habían ido, incluso su madre y su hermana solterona. Al día siguiente, Ceferino se vio obligado a lavar el automóvil donde había vomitado de regreso al apartamento, con tanta pena como deseo de regresar inmediatamente a su tierra. Posteriormente, pasado el bochorno, le manifestó a Gervasio sus opiniones: —Que va, compadre, yo no me hallo aquí, no me gusta nadita el comportamiento de la gente de la ciudad. Bueno, entre otras razones, una es la manera sarcástica como tratan al pueblerino por su manera de andar, sobremanera al cruzar las calles con tantos carros. Al contrario, el campesino es comprensivo con la ridiculez de un patiquín citadino atravesando un conuco y mire que las situaciones son semejantes aunque contradictorias. Otra es la manera impersonal como saludan. Mire, francamente aquí yo no siento ese calor humano que transmite un campesino cuando saluda, aquí el saludo es una acción mecánica, ausente de aprecio y cordialidad. Es más, compadre Gervasio, aquí hablan como si se dirigieran a ellos mismos, están pendiente de todo pero no ven sino con el rabillo del ojo, en cambio nosotros miramos de frente, damos la cara donde aparece el bulto ¡si señor! En fin, a pesar de que ahora estoy entre mucha gente —y no lo digo por ustedes, que va—sino que en la calle, entre ese gentío yo me siento, compadre, más solo que allá en mi rincón de selva, en mi monte. En ese momento se les acercó Zita y Ceferino aprovechó para sentenciar: —Ya cumplimos y ya nos vamos. 179


—¡Pero chico! — replicó Zita — tenemos que ir a la playa. Mira, vinimos de tan lejos y no vamos aprovechar para bañarnos en el mar. Yo no conozco eso, chico, no seas maluco. —Compadre, deje el apuro que nos vamos a ir todos juntos, —le propuso Lucrecia que vino en refuerzo de Zita. —Mira, después nos podemos ir en una avioneta del Ministerio, directo a Kanariapo. —No hombre, que va —insistió Ceferino—, mejor nos vamos adelante para yo tener todo preparado cuando ustedes lleguen allá. Sí, es mejor así, que yo no me acostumbro a esto. ¡La picia! aquí hace mucho frío. —No juegue chico, y para que tienes esta cobija – aludió Zita señalándose así misma con insinuación. –Vamos acompañar por unos días más a Lucrecia, mira, mañana vamos al balneario Los Caracas, donde hay un caño tan bonito como el Carinagua ¿Verdad doctor? Tanto insistió Zita, así como Gervasio y Lucrecia que, finalmente Ceferino accedió a quedarse por unos días más. —¡Bueno pues! Está bien — admitió el tozudo hombre y enseguida, dirigiéndose a su mujer puntualizó: —¡Ajá! Pero tú tienes que quedarte hasta que Lucrecia dé a luz, claro, eso es lo mejor, pero éste que está aquí, se va la próxima semana.

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CAPITULO XX ENCANTO DE TONINAS “...El nombre original del pueblo fue Jamánadona, que significa “Morada de Toninas”. Cuenta la leyenda que en la anfractuosidad de la laja que está en el puerto, vivían unas toninas encantadas.” Pablo J. Anduze Dos meses después de su graduación, el médico Gervasio Manterola atendió el parto de su tercer hijo varón. La pareja se sintió algo desilusionada porque confiaba en tener una hembrita. Sin embargo ese sentimiento fue muy fugaz, pues Lucrecia estaba feliz y era atendida esmeradamente por su hermana, su cuñada solterona y su suegra. Obviamente mimada por su esposo, quien había esperado hasta esa fecha para comenzar su trabajo como novel médico rural. Prevenidamente había solicitado una mora especial que le fue concedida a propósito por ese tiempo; una vez vencido, deberá partir hacia la tierra de mitos y leyendas. —Comadre Zita, prepare sus cosas que viajamos pasado mañana directo a Puerto Ayacucho en la avioneta del Ministerio—. Zita asintió, posteriormente comenzó a recoger y empacar sus cosas, que consistían principalmente en bagatelas y regalos para sus hijos y parientes. Una vez instalado en Puerto Ayacucho, el Dr. Gervasio Manterola comenzó su labor con mucho entusiasmo pero a pocos días recibió una infausta e inaceptable noticia: la lancha destinada a ser la primera medicatura fluvial, había sido arrastrada por las aguas del río y se había estrellado contra las piedras. Gervasio zapateó de rabia y luego enmudeció de desconsuelo. Todo se había perdido con esta catástrofe. Se perdió la gran esperanza de solventar los problemas de salud de los indigentes indígenas de las riberas. El río le había arrebatado su sueño, su plan se desvaneció bajo las aguas como desaparece la tonina cuando nada, dejando tan solo su estela efímera en la uniforme faz acuífera. Ya no sintió ganas de volver a Kanariapo, así se lo comunicó a Zita 181


cuando la envió a San Fernando en uno de los bongos del servicio de Malariología. El decepcionado médico se quedó en Puerto Ayacucho por requerimiento del director del Centro de Salud, lo cual coincidió con su deseo. El trabajo en el Centro de Salud ahora le resultaba rutinario y hasta tedioso. Ahora no sentía estímulo en su ámbito de trabajo ni tampoco en el político, pues mucha gente cuando se enteraba de que era comunista, lo evadía disimuladamente, ya que la incipiente democracia estaba contagiada de miedo por esa ideología. Sin embargo, su situación anímica mejoró cuando conoció al joven Prato, baquiano explorador y cazador con quien llegó a tener gran amistad, practicando la caza y la pesca en su tiempo libre, pese a que pocas veces compartía las frecuentes francachelas a las que el baquiano era aficionado. Gervasio Manterola añoraba a su familia y esperaba que llegara pronto. Ahora deseaba comenzar a fabricar otra embarcación, pero en Samariapo, que estaba cerca del centro de suministros. Entretanto, asistía a una de las pocas oportunidades de diversión que el pueblo ofrecía: era el cine de don Oswaldo Alcalá, quien el año 1959 inauguró el nuevo Cine Continental en la avenida Orinoco, presentando la película “Tizoc” con Pedro Infante y María Félix. Fue la primera película a color que se exhibió en el pueblo y Gervasio tuvo la oportunidad de verla. Llegó la época de ribazón, es decir, cuando los peces en grandes cardúmenes, remontan los ríos y se desbordan por demasía, ofreciéndose generosamente a los habitantes ribereños. Estaba el portentoso Orinoco en plenitud de caudal. Entonces, el Dr. Gervasio Manterola y su amigo Prato, acompañados de Tomasini y otros amigos salieron a pescar en los raudales de Carestía, cerca y río arriba de los raudales de Atures. Tuvieron buena pesca y abundante; tanto así que de regreso venían demasiado cargados. El río estaba picado y un embate de agua los inundó, achicaron desesperadamente pero el agua entraba más y más. El pequeño bote de aluminio zozobró en aguas rápidas. Los cuatro hombres que venían a bordo se salvaguardaban, sosteniéndose sobre algún equipaje que flotase, ya sea un envase vacío, un tanque o una cava. Manteníanse los náufragos lo más cerca posible uno del otro. El baquiano orientaba a sus compañeros en medio de las aguas turbulentas: que se quitasen los zapatos fue la primera recomendación, luego mantener la calma, y así continuó manteniendo la confianza entre ellos. Pero estos hombres estaban a merced las corrientes linfáticas, que empujan a su presa imperceptible e inexorablemente hacia lo ignoto: hacia la indescriptible profundidad del mundo acuático oculto bajo la superficie. Hacia Temendagui..., la capital de los encantos. 182


Las aguas bravías volquearon, zamarrearon y zambulleron a los náufragos una y otra vez, incontablemente. Después de un tiempo inconmensurable, la corriente los lanzó hacia el remanso. Pero solo dos cuerpos magullados llegaron a la orilla, a salvo. Gervasio Manterola y su amigo Prato, habían desaparecido. Oportunamente los sobrevivientes avisaron a otros pescadores para que iniciaran la búsqueda de sus compañeros y notificaron también a las autoridades. Rastrearon río abajo del sitio donde ocurrió el accidente. Finalizó el día y no dieron con ellos, sin embargo continuaron la búsqueda en la oscuridad, alumbrando y gritando. Pero las luces de las linternas eran exiguas e insignificantes frente al abrumador manto negro de tinieblas y los gritos de angustia eran sofocados por el furioso bramido de los raudales. Fue al día siguiente cuando encontraron al baquiano, entumecido y abrazado a una pequeña laja. Con mucha dificultad lo despegaron de su piedra salvadora. La fuerza acuífera lo había golpeado contundentemente entre los resquicios, atrapándole una pierna y resquebrándole el peroné; en consecuencia, luego de ser operado y unido el hueso con refuerzo metálico, sus amigos le apodaron “Pata e’ clavo”, olvidándose paulatinamente de su nombre de pila que era José Ovidio. Continuaron buscando al médico, guiados por los datos suministrados por el baquiano. “Chico, claro que sabía nadar” informó “El hombre estaba nadando, estaba bien la última vez que lo vi...” Empeñados, un buen grupo de voluntarios, buscaron día y noche, escudriñaron más abajo de los raudales, inútilmente. El Dr. Gervasio Manterola no apareció. *** —... ¿Y no vieron ninguna tonina? —preguntó Lucrecia, sorprendiendo a los portadores de la infausta noticia. Sin esperar respuesta de éstos, se retiró sollozando a su habitación en compañía plañidera de sus hijos. Solo la mente atormentada de Lucrecia pudo relacionar la cruel realidad con una fantástica leyenda sobre las toninas, en la cual se les atribuye la propiedad de transformarse en mujeres para encantar o hechizar a los hombres que pescan en un río propiedad del Mawári. Aferrándose a la esperanza como última alternativa de aguardar el regreso de su amado, en su desvarío revoloteaban pasajes de aquella leyenda varias veces narrada por su sobrina, quien poseía el extraordinario don de memorizarlas. Allá, en la remota aldea de Kanariapo, a orillas del río Orinoco, Felícita contó una vez que: “Un hombre que vivía de la caza y la pesca, al amanecer 183


salió de su casa a pescar en su curiara llevando como bastimento un trozo de pescado asado. Cerca de la una de la tarde resolvió comérselo sin calentarlo, y no se imaginó las consecuencias extrañas que eso le provocaría. El hombre se había enamorado de una mujer que vivía en un pueblo lejano y de su mente no se apartaba la imagen de su novia. Sucedió que al salir de la laguna hacia el río, vio centenares de toninas que lo seguían. El hombre regresó al sitio donde vivía y las toninas empezaron a saltar cerca de su curiara. Al día siguiente se le presentó la novia vestida elegantemente; el hombre le preguntó asombrado: —¿Y cómo hiciste para venir de tan lejos? —En una embarcación que estaba en el puerto de abajo— le respondió ella. El hombre enamorado no le dio importancia al pormenor de la embarcación y se encaminó con su novia hacia el puerto por un camino solitario, con el propósito de alejarla rápidamente de su hogar. En el trayecto, antes de llegar al río se amaron plenamente, entregando sus cuerpos recíprocamente y, al separarse, ella repentinamente corrió, se lanzó al río y desapareció. La fusión carnal originó el encantamiento a toda plenitud, el hechizo permitía que sólo el hombre viera a su enamorada, mas no los demás habitantes del lugar. Al día siguiente el hombre se fue a pescar como de costumbre. Su esposa presentía su enamoramiento porque eso a veces no se puede disimular, pero ni ella ni su suegra apreciaron nada anormal, tan solo él tenía aquellas visiones encantadas. Al regreso de la laguna, su sitio preferido para pescar, el hombre vio en medio del río a diez toninas jugando con un temare que se lanzaban entre sí. Se fue acercando cuidadosamente en su curiara hasta llegar a escasos metros del grupo de toninas, una de ellas le lanzó el temare y cayó dentro de su curiara, él lo partió y se lo comió lentamente, saboreando el temare más dulce que hasta ahora se había comido. Ese día regresó con tanto pescado que su curiara estuvo a punto de trambucarse. Llegó al puerto y le dijo a su mamá que le había ido muy bien, pues era tanta la pesca obtenida que podía descansar hasta dos semanas. Mientras su madre escamaba y arreglaba el pescado, el hombre fue a bañarse. Al rato ella se dio cuenta de que su hijo no salía del agua y entonces rápidamente lanzó voces de alarma. Los vecinos constataron que, efectivamente el hombre se había lanzado al río, puesto que en la orilla encontraron sus ropas. Unos comenzaron a rastrear el lugar y otros fueron a notificar a las autoridades más cercanas, mientras los familiares fueron a consultar a una curiosa que en el pueblo llamaban “Sacaca”. Ella reveló que el hombre no estaba muerto, que se lo había llevado 184


el Mawári y estaba en Temendagui, la ciudad encantada que se encuentra en el fondo del río. Ordenó dejarle la ropa en el mismo sitio donde la encontraron y se comprometió ante las autoridades de lograr la aparición del hombre sano y salvo, responsabilidad que le costó la sentencia de arresto si no cumplía su oferta. “Sacaca” respondió que por eso no había problema y añadió: “En termino de ocho días aparecerá el hombre por el camino que pasa detrás de su casa, pero a condición de que nadie se le sitúe delante, porque entonces se irá y no regresará jamás; deberán agarrarlo por la espalda; él va a llegar vestido con camisa y pantalón nuevos que guardó en el fondo de su maleta.” Al octavo día, vio la madre asombrada que su hijo venía por el camino indicado, lo llamó para que se acercara pero en ese momento, tres hombres lo sujetaron por detrás, luego lo mantuvieron en un cuarto completamente oscuro, donde su padre —que tenía también conocimientos de hechicería— lo conjuró con las oraciones recomendadas por “Sacaca”. Al pasarle el encantamiento, el hombre contó lo que vio y sucedió, dijo que había recorrido grandes ciudades que como Temendagui, pertenecían al reino de los Mawári, que anduvo con su novia, ahora su mujer, y que ya tenían dos hijos. Con su propia esposa no llegó a tener más hijos, pues nacían blandos como si los huesos no hicieran la función de sostén y después morían. Dicen que es a consecuencia de la relación sexual que tuvo con el encanto; también se afirma que cuando el hombre se encuentra solo, sus hijos salen del fondo del río para hacerle compañía. Alguien que fue a visitarlo, oyó los gritos juguetones de los niños pero al acercarse, no encontró sino al hombre solo quien le dijo: “Eran mis hijos que salieron a verme, pero esa mujer que dejé en Temendagui, ya me olvidó. Se fue con otro a otra ciudad encantada y yo no puedo llegar hasta allá sin su ayuda.” Y entonces se dio cuenta que el hombre por su manera de ver y de expresarse aun estaba poseído del encanto de tonina.” Al día siguiente, habiendo superado ya la conmoción quimérica que le causo la inescrutable noticia, Lucrecia asumió la realidad, recobró la sindéresis y viajó acompañada de sus hijos a Puerto Ayacucho. Aquella angustia que por mucho tiempo se alojó en su corazón, pero que había desaparecido felizmente desde su reencuentro con Gervasio, regresó cruel y posesivamente, aferrándose de nuevo en su alma destrozada. Sin embargo, su incertidumbre se desvaneció al pisar tierra amazonense. En el mismo aeropuerto se enteró de todo: esa mañana, unos pescadores colombianos habían encontrado al Dr. Gervasio Manterola, aferrado a la vida por mero instinto de supervivencia sobre una roca solitaria. Su cuerpo estaba totalmente magullado, entumecido; sangrando, desgarradas y agarrotadas sus manos, brazos y piernas. 185


Cuando lo rescataron perdió el conocimiento y lo llevaron al comisariato. Más tarde, al averiguar aquellas autoridades la identidad del náufrago, lo trasladaron al centro de salud de Puerto Ayacucho. Por boca de él no supieron nada, pues estaba tan aturdido que no era capaz de recordar ni siquiera su nombre. Solamente le escuchaban balbucear pero no entendían que decía: no quiero ir a Temendagui...no quiero ir allá... “...Su esposa presentía su enamoramiento porque eso a veces no se puede disimular, pero ni ella ni su suegra apreciaron nada anormal, tan sólo él tenía aquellas visiones encantadas.” Después de haber visitado a su marido, Lucrecia Dupueni de Manterola y sus tres hijos se instalaron en el Gran Hotel Amazonas. Allí pudo reflexionar un poco acerca de las decisiones que afrontaría próximamente, estaba muy preocupada por la salud de su esposo, lo encontró con el rostro maltratado, con ojos de mirada extraviada y boca abierta, ausente de expresión. Lucrecia se dedicó al cuidado de su esposo con esmero, desvelándose, lo alimentaba dándole la comida en la boca que apenas movía, reunía todos sus conocimientos profesionales para verterlos con amor solícito en la humanidad de su maltrecho marido. No obstante, a medida que transcurría el tiempo, aumentaba su preocupación, pues no apreciaba mejoría alguna en su amado paciente. Al tercer día de observación hipocrática, los dos únicos médicos del centro, tomaron una decisión. Cuando éstos se le acercaron para informarle, ella sintió acercarse la sombra de la desgracia, expresando su aflicción a través del rictus en su rostro y en su mirada húmeda. —Lo sentimos mucho, Lucrecia —dijo el galeno desconsolado, quitándose los guantes de hule –, pero debemos ser francos contigo, más aún cuando se trata de nuestro colega. —Sí, sí, pero dígame de una vez ¿qué es lo que pasa?– intervino desesperadamente—. Dígame de una vez qué está pasándole a Gervasio ¡Por favor! —Tienes que ser fuerte Lucrecia, por favor —dijo el médico tomándole las manos. –Tu esposo ha sufrido, a consecuencia de un golpe, la pérdida temporal de la memoria y parálisis parcial... —¡Dios mío...! ¡Virgen Santísima! ¡No puede ser!— exclamó Lucrecia y abatida se abrigó en los brazos que le tendió el médico mientras continuaba explicándole la situación del paciente y consolándola; por último le informó:

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—Recobrará la memoria con el tiempo, pero difícilmente se recuperará de la parálisis de las piernas. Por supuesto, hay esperanza con los avances actuales, vamos a referirlo a Caracas para terapia intensiva. —Sí, sí, doctor, muchas gracias, mañana mismo me lo llevo. Cuando Lucrecia le participó a Gervasio que lo iban a trasladar a Caracas, limitadamente él balbuceó: no me lleven a Temendagui... no quiero ir a... Pero ella no podía entender nada. “...el hechizo permitía que solo el hombre viera a su enamorada, mas no los demás... tan solo él tenía aquellas visiones encantadas

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EPILOGO No existen héroes inquebrantables. Todo hombre puede ser quebrado cuando las cosas suceden de determinada manera, con una trascendencia y una intensidad que desata los ancestrales miedos de las profundidades de su mente. Aunque sepa lo que debe hacer, de pronto el cuerpo no obedece a la mente. El pánico se vuelve un sonido agudo, insoportable... John D. MacDonal Piel canela Sus manos acariciaban la fría y lisa superficie metálica, como si fuese la lustrosa piel de una tonina. Deslizaba luego sus dedos lentamente hacia la fina y lustrosa madera, como si estuviese palpando aquel embrujo maravilloso. A intervalos esparcía el aceite con suma delicadeza, como evocando sus vivencias de aquellos remotos días bajo las profundidades de las aguas, cuando acicalaba la tersa piel de su amante. Finalmente la colocaba con ceremonia en su estuche y la escondía. Terminaba así el ritual en que había convertido el lento procedimiento de limpieza de su escopeta, esperanzado de que llegase el día que pudiese caminar para acompañar a sus compañeros de partido que estaban enguerrillados en las montañas “el Bachiller” o mejor aún, volver a usarla en los confines de la tierra mágica. Este era su secreto, para eso se encerraba y únicamente murmuraba: debo ir...tengo que volver a Temendagui...Pero nadie le oía. “...el hechizo permitía que solo el hombre viera a su enamorada, mas no los demás.” “...tan solo él tenía aquellas visiones encantadas.” Otros días pasaba el tiempo organizando su fabulosa colección de cerámica precolombina y alfarería primitiva que incluía muchas “monedas” de arcilla o “caritas” recolectadas durante su estadía en San Fernando de Atabapo. También leía con ansias en la prensa diaria, 188


las acciones de la guerrilla castro-comunista contra el gobierno; leía sus libros preferidos y departía con sus amigos. Pero después de todo, de nuevo a la terapia infructuosa que no lograba levantarlo de aquella silla de ruedas que ya consideraba parte de su ser. En tal estado de postración durantes largos años, ahora, hasta las atenciones y los mimos de Lucrecia le resultaban inconsolables. Entonces volvía a tentar y manipular el arma cargada con el único cartucho que le había quedado, desde el tiempo que iba de cacería en las remotas sabanas de Maipures. Casualmente el único, ya que Lucrecia había botado o regalado todos los enseres de caza y pesca que le recordasen la causa que lo llevó a la postración. Le quedaba la escopeta que mantenía oculta. Solo en ocasiones imprevistas la sacaba, la cargaba y apuntaba hacia la ventana; la acariciaba, la descargaba y la volvía a guardar. Una tarde en el ocaso, después de cargarla, la acarició con avidez y turbación llegando al término de tomarla con tanta ansia que, desesperadamente besó la insípida, fría y profunda boca negra del cañón y temblorosamente... apretó. Era un día domingo. Mientras Lucrecia y sus hijos estaban visitando a la madre de Gervasio, el disparo retumbó en el apartamento. Ensordecida y sobresaltada, la criada ye’kuana que lo atendía, lo encontró sobre la silla de ruedas con el rostro destrozado y el cuerpo cubierto de sangre. Al pasarle la conmoción, esta escena le recordó la antigua leyenda que nació en las faldas del Roraima-hidi, en el pueblo de Kanukunya cuando el más perverso de los shamanes se suicidó con su propia bácula. Entre sus amigos, algunos concluyeron que no soportó la desgracia, después de haber encontrado la felicidad y el éxito, sobreponiéndose a muchas calamidades. Otros comentaron que solo los valientes y grandes hombres se suicidan cuando se convencen que su misión en esta vida ha sido truncada. Pero todos estaban igualmente consternados por la pérdida de tan apreciado y querido amigo. Sin embargo, nadie supo acerca de la titánica lucha que sostuvo, tratando de librarse de aquel maléfico encanto, contra las fuerzas inmanentes de la Naturaleza, fuentes de mal y bien. Contra el poder de las profundidades pluviales; contra el poder guardián y dueño de las toninas...Mawaari. Contra el Señor de la Muerte, el fantasma asesino... Máwari. 189


*** Algún tiempo después, a orillas del río Orinoco, dos niños de cuerpos broncíneos se bañaban en sus aguas. Ululaban jubilosos, se zambullían o chapoteaban, mientras su madre permanecía encuclillada sobre la laja, vigilándolos indulgentemente a ratos, cuando no estaba ensimismada, bajo la sombra de un enorme árbol de jobo que había emergido entre un resquicio de la roca. Más tarde, llegan varias lavanderas indígenas y criollas, se arregazan y se dedican al acto de golpear la ropa contra la laja o apalearla con un mazo después de enjabonarlas, luego la enjuagan, la exprimen y la tienden sobre la piedra negra y caliente. Entretanto sus hijos de piel oscura o mohosa se habían reunido con los de piel bronceada, convirtiendo el ambiente en una tremolina de agua, voces y cuerpos desnudos, todo adornado con el matizado colorido de las mariposas arremolinadas sobre la laja con olor a limo, entremezclado con el de jabón azul. A lo lejos, sobre el barranco, se levantan algunas churuatas transculturizadas. Eran las habitaciones de los facilitadores indígenas que trabajaban en el Centro de Atención de la Comisión Indígenísta “Dr. Gervasio Manterola” en Kanariapo, nombre que había exigido Lucrecia en honor a su esposo, pionero del desarrollo de las actividades que ahora realiza la Comisión. Y mucho más allá, hacia la selva, yacen los restos quemados y podridos de la prisión encubierta construida por el Dr. Meinhard, arropados por la enmarañada maleza. Después de haberse bañado innumerablemente en las purificantes aguas del río, Lucrecia aún sentía el olor y la impresión de la sangre que empapó su ropa y su piel cuando le dio el abrazo final a su amado Gervasio. Aquella sangre que también alimentó su gran amor, amor traumático, tan esperado y tan efímero en el disfrute de la felicidad como imperecedero en la nostalgia, en el sentimiento y en el recuerdo. El olor de la tierra y el de selva estimularon su imaginación que deambulaba en el horizonte trazado por el río y también evocó a sus compañeros de tiempos lejanos: Felícita Civayava, la safrisca, buenamoza y atolondrada pero talentosa con sus cuentos y leyendas, ya no estaba en aquella escuelita, se fue a vivir con un guardia nacional a Puerto Ayacucho, donde estudió y ahora es profesora. 190


Ceferino Tamavi, el polifacético mecánico-carpintero y enfermero, también se mudó con Zita y toda su familia a Puerto Ayacucho, donde gracias al arresto que sufrió en la S.N. se convirtió en dirigente político. Después ocupó varios cargos públicos importantes y hasta fue propuesto para cronista de la ciudad, pero le superó don Manuel Henríquez. Llegó a mantener hasta tres mujeres, pues además de su esposa Zita, tenía una querida y una amante, a todas las mantenía contentas en sus respectivas casas. Y Sabina, la que aspiraba ser alguien en la vida con honestidad; visitando frecuentemente a su tía en Caracas, terminó casada con un médico amigo de la familia y estaba dedicada felizmente a su hogar. Había visitado el pequeño y enmontado cementerio, donde aún las cruces de madera tallada indicaban el lugar donde yacían: Blandina, Macedón, el capitán Brown, Mr. Carson y varios indígenas piaroas, banivas y macos. Éste mundo sepulcral se entremezcla en sus reminiscencias de visiones lejanas con el orbe abismal donde borrosamente deambulan Paúl Meinhard, Froilán y Próculo. Todos ellos víctimas de la codicia humana. Lucrecia cotejaba sus recuerdos con la realidad de los nuevos empleados, al servicio de la Comisión, que estaban allí, gracias al esfuerzo que otros habían hecho anteriormente. Sin embargo ella no había vuelto para evocar el pasado, precisamente sobre aquel sitio de la inmensa estera verde, sino a verificar su inequívoca fortuna; pues su suerte se había materializado en un extraordinario premio por soportar penurias, calamidades e infortunios. Entonces la brisa llevó a su memoria las palabras del Padre Bonvecchio: “...Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque seréis saciados. Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis”. (Lc 6, 20-21) “Pero ¡ay de vosotros los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros los que ahora estáis hartos, porque tendréis hambre! ¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis!” (Lc 6, 24-25) Le importunaba considerar la contraparte de las bienaventuranzas, porque justamente después de enviudar, fue notificada por los apoderados del Dr. Paúl Meinhard, de que las acciones heredadas de aquél, las había embargado Froilán Balzán, pero una vez enajenadas, la convertían en socia principal de 191


“Amazonian Golden Company”, siempre y cuando no estuviese casada. Así que, dubitaba si el hecho de ser inmensamente rica, la alejaba de la posibilidad de obtener otro premio en el reino de los cielos. Con deferencia, Lucrecia estableció un parangón según su interpretación de la palabra de Dios, concluyendo que las penurias sufridas en este mundo, tendrán también su recompensa terrena, ya sea por voluntad divina, o bien a consecuencia del fortalecimiento del alma alcanzado a través del sufrimiento, invariablemente. También cavilaba acerca del final del ciclo entre el sufrimiento y la felicidad, puesto que estaba convencida de que estas fases se repiten cíclicamente hasta el final de la vida. Aspiraba evitar el avenimiento de la siguiente fase, evitando cometer errores y sin embargo así, sólo lograría alargar el período de su buena racha... ¡no hombre! —alzó la voz irrumpiendo sus cavilaciones –una cosa es la felicidad terrenal y otra cosa es la celestial, que nadie conoce. Por ahora, me conformo con lo que Dios me ha dado y con ver a mis hijos hechos hombres de bien, de trabajo y de éxito. También fue éste el deseo del padre de sus hijos, manifestado póstumamente en una nota, que finalizaba rogando el perdón de su pecado final. Con el dossier en mano, sirviéndole de abanico, estaba Lucrecia Dupueni sobre la laja lisa y negra. Erguida en todo su esplendor, con elegantes atuendos que la asemejaban a una amazona. Una colorida pañoleta de seda flameaba sobre sus rectos hombros, donde se desbordaba la cascada brillante de pulcro pelo negro que protegía con un sombrero de lona. Altiva, con sus ojos almendrados y melancólicos, como un ángel guardián custodiaba a los niños que retozaban en la orilla. Sementera multiétnica de ejemplares con piel de tonalidades diversas que se mojaba ahora en las ubérrimas aguas, para germinar en el futuro y expandirse por la inmensa faz de la región Orinoquense. La tierra mágica y de leyendas. —Disculpe señora Lucrecia —, la voz del piloto con uniforme de la compañía “AmaGolCo”, desvaneció sus recuerdos. —La avioneta está lista, podemos despegar cuando usted desee. —Gracias, capitán, sí, nos iremos enseguida—dijo Lucrecia y, acercándose a la orilla, colocó su mano en forma de pantalla, gritó —: ¡Muchachos!, ¡ya nos vamos...! ¡Rufino!, ¡Andrés Eloy!, ¡salgan del agua, que nos vamos!, ¡salgan ya! 192


Mientras Lucrecia esperaba a sus hijos menores, vio pasar a lo lejos una lancha grande subiendo el río y muy cargada, demarcando tras sí, una fuerte estela, seguida a distancia por una tonina solitaria. La escena le motivó espontáneamente la remembranza de sus difuntos maridos. La tonina emergía resoplando efusiva y efímeramente para zambullirse de nuevo en incesante nado, buscando seguramente alcanzar el mundo de los encantos. FIN

193


PERSONAJES FICTICIOS LUCRECIA DUPUENI ZITA, hermana de Lucrecia FELÍCITA, sobrina de Lucrecia BLANDINA, sirvienta GRVASIO MANTEROLA, esposo de Lucrecia CEFRINO TAMAVI PAÚL MEINHARD, médico alemán FROILAN (FRIZT) BALZAN, sobrino de Meinhard MACEDON BARANA, práctico ye’kuana PRÓCULO (PERAMÁN) MARSAL LEOVIGILDO SOTO POZO ROY NORTON DICK CARSON JIM BROWN Los demás personajes de la novela, por efímera que sea su mención, corresponden a nombres de personas reales, cuya referencia se ajusta a la autenticidad de sus quehaceres y al tiempo histórico.

3


GLOSARIO Ajicero:

Sancocho a base de mucho ají picante y sardina en lata

Bácula:

Escopeta de cañón sencillo usada para la caza.

Balatá:

Látex del purgo (Minilkara spp.) Sustancia intermedia entre la gutapercha de Asia y el caucho (Hevea), se emplea particularmente en la fabricación de correas de transmisión y suelas de zapatos. Etnia ocupante de la zona de Maroa y sus alrededores, buenos marineros, agricultores y notables fabricantes de chinchorros. Actualmente están transculturizados.

Baniva:

Barajo:

Interjección que denota asombro.

Baré:

Etnia que habitó ambas márgenes del Río Negro desde el caño Tirinquín hasta Cocuy, quedan aún pocos grupos autóctonos que se mantienen casi puros y conservan su interesante dialecto.

Basié, Basirruque: Bongo:

Interjecciones que denotan incredulidad o negación. Curiara mediana o grande, reforzada con costillas de madera y bandas laterales también de madera con la popa arreglada para colocar un motor.

Canalete:

Remo fabricado por indígenas, de madera dura y liviana con un extremo en forma de corazón.

Caray:

Interjección que denota asombro.

Carnestolendo: (Cochlospermun orinocense, stend) Árbol delgado de grandes flores amarillas en racimos. Carrizo:

Interjección que significa desprecio.

Casabe:

Torta delgada de harina de yuca dulce. 195


Catara:

Condimento líquido picante, preparado con el sumo de la yuca amarga (yare), ají y bachaco.

Catumare:

Cesto o morral tejido con bejucos y palmas, usado para transportar productos agrícolas y alimenticios.

Contra:

Objetos, hierbas, amuletos, etc., que poseen la propiedad de contrarrestar algún mal inoculado a una persona. También tienen como finalidad, alejar los malos espíritus.

Curiara:

Embarcación de una sola pieza fabricada por indígenas labrando un tronco de cualquier tamaño.

Curiosa (o):

Persona dedicada a practicar la sanación a base de plantas o pócimas naturales, la adivinanza y las artes ocultas.

Chaparro:

(Curalella americana L.) Arbusto leñoso distinguido por sus hojas ásperas que se emplean como sustituto de papel lija.

Chichiguache: Chigüire: Chinchorro:

Condimento picante preparado como la catara pero de consistencia espesa, fue popularizado por el Sr. Pascual Silva. (Hidrachaerus Capybara) Mamífero, el más grande de los roedores. Hamaca tejida con hilo de cumare (astrocargun), algodón o curagua (brochinia).

Chiqui-chique: (Atatalea fanifera) Fibra vegetal utilizada para fabricar sogas, escobas y techos. Falca:

Embarcación fabricada reforzando y ampliando un bongo mediano o grande que sirve de casco base, cuenta con techo y motor fuera de borda.

Gallineta:

Tinamus sp. (1,5 Kg)

196


Lapa:

(Agouti paca) Mamífero roedor.

Maco:

Reducida etnia que vive diseminada por los afluentes del Ventuari. Son parientes de los piaroas.

Magaya:

Equipo personal, maleta o talega con ropas, chinchorro u otros enseres. (Euterpe oleracea) Palmera de cuyo fruto se extrae una bebida agradable.

Manaca:

Mañoco:

Producto alimenticio de origen arahuaco, es una harina de yuca de gránulos más grandes que los de una harina molida.

Máwari:

Demonio, es propiamente un fantasma, se manifiesta como una aparición. Es el señor de la muerte, el victimario por excelencia. Yuca sumergida en agua que al pudrirse, sirve de levadura en la preparación del casabe o del mañoco.

Murujui: Musiú: Paují culo blanco:

Extranjero. (derivación de messier)

Peramán:

Resina vegetal sólida, color negro, utilizada entre otras cosas, para carenar (impermeabilizar) barcos.

Perro de agua:

Crax alector (3 Kg.)

(Pteronura brasilliensis) mamífero, habita en los ríos.

Piaroa:

Pueblo que ocupa el territorio de la hoya del Sipapo y la región entre las cabeceras del Parguaza, Cuchivero, Marieta y Manapiare. Se dedican a la caza, la pesca, la recolección y la agricultura de subsistencia. Son muy proclives a contraer catarro y enfermedades broncopulmonares. Se llaman Dearuwa, gente de la montaña.

Pica-pica:

Ulceraciones en la piel ocasionadas por preparaciones

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secretas a base de plantas, se le considera un medio para causar terribles daños al enemigo. Puinaves:

Nativos de la hoya del Guaviare, se ubican algunos en el Orinoco, entre San Fernando de Atabapo hasta Santa Bárbara, se caracterizan por su orden y limpieza.

Racional:

Se le decía así al criollo, de raza blanca o negra.

Sarrapia:

(Dipterix odorata) Árbol de tamaño mediano, cuando crece en los abiertos, de follaje tupido y verde oscuro. Su fruto tiene un principio esencial “cumarina” que se usa en la fabricación de perfumes y para darle aroma al tabaco de fumar.

Seje:

(Jessenia Batana) Palmera de cuyo fruto se prepara una exquisita bebida (yucuta de seje) y se extrae aceite medicinal de su semilla.

Sitio:

Lugar donde se asentaba una o varis familias, generalmente a orillas del río, allí establecían su residencia y conucos.

Tabarí:

(Couratai tauri) Árbol típico de la región de Río Negro y Alto Orinoco. Del liber de su tronco se sacan hojas delgadas que después de lavadas, se usan como papel de cigarrillos.

Terecay:

(Podocnemis unifilis) Quelonio.

Tonina:

(Inia geoffrensis) Es el cetáceo de agua dulce más grande del mundo, ha mantenido su estructura anatómica prácticamente intacta desde la era terciaria y por lo tanto puede ser considerada como un verdadero fósil viviente. Los habitantes de las riveras de los ríos frecuentados por las toninas no las persiguen ni las capturan, entre otros motivos porque las consideran elementos divinizados y embrujados. 198


Totuma:

Envase hecho con la mitad de una tapara.

Trambucar

En castellano embarcación.

Túpiro:

Fruto de la familia de las solanáceas (Physalis pubescens) del tamaño de un tomate, su color varía entre el rojo y el amarillo.

Temare:

(Pouteria caimito) Árbol frutal lactífero que crece silvestre en las selvas de Guayana, los frutos son de forma globosa o elipsoidales hasta de 8 cm. de diámetro, cuando están maduros presentan una parte verde y otra amarilla. Epicarpio fino, pulpa blanquecina de consistencia gelatinosa.

Voladora:

Bote de aluminio o fibra de vidrio, de desplazamiento rápido, impulsado por uno o dos motores fuera de borda.

Yaránabe:

De raza blanca o criollo, el que no es natural de Amazonas, (en lengua baniva)

Yare:

Sumo de la yuca, extraída con un sebucán en el proceso de elaboración de mañoco. Contiene veneno, el cual es eliminado mediante cocimiento.

Yucuta:

Bebida refrescante a base de mañoco o casabe, remojado en agua, seje o manaca.

regional,

dícese

al

naufragar

una

199


INDICE Prólogo

3

Capítulo I

El especialista

6

Capítulo II

Tristeza india

12

Capítulo III

Animas milagrosas

21

Capítulo IV

Safrisca

31

Yo soy el gobernador

41

Capítulo VI

El Hijo de la Selva

54

Capítulo VII

El último cauchero

61

Los tentáculos del Mawaari

70

Capítulo IX

El caserío apacible

79

Capítulo X

Cacería misteriosa

87

El volcán de oro

91

Los fugitivos del Yapacana

107

Capítulo XIII

Reminiscencias

118

Capítulo XIV

Los denunciantes

129

Capítulo XV

Amante pérfido

138

Capítulo V

Capítulo VIII

Capítulo XI Capítulo XII

200


Capítulo XVI Capítulo XVII Capítulo XVIII Ca Capítulo XIX

Capítulo XIX C Capítulo XX

El retorno de los mineros

149

La transmutación del Shaman

159

El héroe

166

Gervasio y Lucrecia

173

Encanto de toninas

181

Epílogo

188

Glosario

195

201


AGRADECIMIENTO

A mis amigos que, mediante sus aportes y colaboraciones, me permitieron complementar esta novela. Arsenio Alcalá S. Enrique Silva Carlos Coronel Meza Jesús Ayala Ricardo López Sergio Eladio Coronel Víctor Altamar D. Plácido Barrios José Miguel Fajardo A los autores, cuyas obras fueron para mí, básicas fuentes de información: Ramón Iribertegui Humberto Carreño y Eliseo Jordán Omar González Ñ. Tomás Mariño Blanco Daniel de Barandiarán Pablo J. Anduze

Amazonas: Diálogos de Ayer, 1.989 Leyendas Amazonenses. 1.991 Mitología Guarequena, 1.980 Akuena. Historia Documental y Testimonial del T.F. Amazonas, 1.992 Introducción a la Cosmovisión de los Indios Ye’kuana – Maquiritare, 1.979 Bajo el Signo de Máwari, 1.973

202


SOBRE EL AUTOR Néstor Rafael González Mazzorana, nació en Puerto Ayacucho, en 1947. Su infancia transcurrió en Las Carmelitas, un sitio cauchero que existió a orillas del río Ventuari, fundado por su abuelo “Chicho” González. Estudió primaria en Puerto Ayacucho y terminó la secundaria en el Liceo San José de Los Teques. En 1975 obtuvo el título de Arquitecto en la Universidad Central de Venezuela. Se inicia en el campo de la literatura, coordinando el órgano divulgativo “Impulso” de la Asociación de Estudiantes de Amazonas, de la cual fue miembro fundador. En aquellos tiempos universitarios comienza a escribir su primera novela de aventuras, que deja inconclusa. Después de muchos años de dedicación a la arquitectura y la construcción, tanto en el campo privado como en la función pública, retoma su inquietud literaria y en 1998 publica su primera historia novelada con el título de: “Amazonas 1857, un rastro sobre las cenizas” El año 2002, termina su segunda novela: “Encanto de Tonina. Amazonas 1957” En ella, el autor ubica la narración en el tiempo transcurrido después del fusilamiento del tirano de Rionegro José Tomás Funes, que coincide con la finalización de la explotación cauchera en el Territorio Federal Amazonas y la posterior creación, por parte del gobierno nacional de una Inspectoría de Sanidad y una Brigada Sanitaria Fluvial en 1938. Extrae de esa cantera de reminiscencias, los argumentos para crear la trama que sustenta a esta novela, donde las vicisitudes de sus protagonistas se entremezclan con las de unos renegados del Ejército Norteamericano que en 1943, andaban estudiando la posibilidad de construir un canal navegable por los ríos Orinoco, Casiquiare, Río Negro y Amazonas. Por otra parte, el autor hechiza la narración envolviéndola con ciertos vestigios de sucesos recordados sólo por los humildes moradores ribereños en la selva de ambiente misterioso y fantástico, en el plano sereno de los ríos y lagunas, bajo las extensas playas de arena, entre las piedras, grandes lajas y recónditas cuevas, donde crece la levadura de la tierra mágica, de mitos y leyendas.

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