Roberto Triana o la memoria audiovisual

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PREMIO NACIONAL DE VIDA Y OBRA 2014

Roberto Triana o la memoria audiovisual Por: Ă lvaro Miranda


Investigación

Álvaro Miranda Álvaro Miranda nació en Santa Marta.Estudió Filosofi a y Letras en la Universidad De La Salle.Desde muy joven se aventuró a la tarea de escritor. En el año de 1981 obtuvo el Premio Nacional de Poesía Universidad de Antioquia con su libro: Los escritos de don Sancho Jimeno. Continuó su obra poética que fue recogida en 1996 por la Editorial Thomas de Quincey en: Simulación de un reino (1966-1995). La risa del cuervo, novela considerada por la critica como postmoderna e histórica, publicada por primera vez en 1984 después de obtener el primer premio en las Artes y en las Ciencias de Buenos Aires. Esta obra, reeditada en 1992, en Bogotá, recibe el Premio Colcultura “Pedro Gómez Valderrama” a la mejor novela publicada en el quinquenio 1987-1992. Como investigador en historia ha publicado Colombia la senda dorada del trigo (2000) y las biografías León de Greiff en el país de Bolombolo (2004) y Jorge Eliécer Gaitán el fuego de una vida (2008). Intermedio Editores, a través del Círculo de lectores dio a conocer Crónicas para olvidar la historia y su segunda novela Un cadáver para armar. Ha sido traducido al inglés, ruso y catalán. Con motivo de su residencia en Ciudad de Mexico,escribió El libro blanco de los muertos,( poesía). En la colección de arte del Banco de la República ha dado a conocer: Gregorio Vázquez de Arce y Ceballos: un pintor para mirar el arte colonial; Andrés de Santa María en la universal expresión del color; Arte religioso en la Colonia; Paisaje en el siglo XIX en Colombia; y Paisaje en el siglo XX en Colombia. Intermedio Editores, a través del Círculo de lectores dio a conocer Crónicas para olvidar la historia y su segunda novela Un cadáver para armar. Colabora con las siguientes revistas: El Contemporani y Anthrópos de Barcelona, Bitzoc de Palma de Mayorca, Alforja y Memorias de México, Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República. Es catedrático de la Universidad Javeriana, Universidad del Bosque, Universidad Central y la Universidad Uniagraria.



Ministerio de Cultura Mariana Garcés Córdoba Ministra de Cultura María Claudia López Sorzano Viceministra de Cultura Enzo Rafael Ariza Ayala Secretario General

Programa Nacional de Estímulos

El Premio Nacional Vida y Obra, del Ministerio de Cultura, fue creado en el 2002 y representa el máximo reconocimiento a la labor de aquellos creadores, investigadores o gestores culturales colombianos, cuyo trabajo haya sobresalido en alguna de las expresiones culturales, en los ámbitos local, nacional e internacional y, en ese sentido, haya contribuido de manera significativa al legado y enriquecimiento de los valores artísticos y culturales de nuestro país.

Katherine Eslava Otálora Coordinadora Andrés David Rojas Mora Diana Ramírez González Jorge Iván Berdugo Sánchez Lady Johana Gómez Díaz Ligia Rios Romero María Alejandra Caicedo Rodríguez Miguel Barrero Perilla Olga Lucía Quintero Galvis Viviana Téllez Mendoza

Álvaro Miranda Texto e investigación Susana Carrié Diseño, concepto gráfico-editorial y edición fotográfica Enrique Dávila Martínez Corrección y cuidado de textos

Imprenta Nacional de Colombia Impresión ISBN: 978-958-8827-48-3

Bogotá, octubre de 2015 Ministerio de Cultura Programa Nacional de Estímulos Premio Nacional de Vida y Obra 2014 Material impreso de distribución gratuita con fines didácticos y culturales. Queda estrictamente prohibida su reproducción total o parcial con ánimo de lucro, por cualquier sistema o método electrónico sin la autorización expresa para ello.



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PREMIO NACIONAL DE VIDA Y OBRA 2014

Roberto Triana

o la memoria audiovisual Por: Ă lvaro Miranda


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Premio Nacional de Vida y Obra, 2014

Roberto, en su primera juventud. BogotĂĄ.

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CONTENIDO I. Roberto Triana o la memoria audiovisual

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La imagen en el agua

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El gusto por la lectura detrás de las puertas

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La escritura misteriosa del abuelo Domingo

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La lucha libre de las arañas

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El reencuentro con la niña de la jardinera verde

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Beneda, la pijao, y Quintín Lame, el nasa

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El mar triste visto por el ojo accidentado

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El más grande de los bautizados

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La generación de la “Colina de la Deshonra”

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Opilión, su primera obra en la ruta artística

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La abuela visionaria

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El encuentro con la Ciudad Eterna

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El estudiante de cinematografía en el edificio rectangular

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Los maestros del Centro Sperimentale di Cinematografia

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El cinema novo de Glauber Rocha

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Magdalo Mussio y la revista de intelectuales del Grupo 63

54

Con Elsa Morante, Alberto Moravia y Pier Paolo Pasolini

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Baña en vino al padre del existencialismo francés

64

La ayuda que prestó a Rafael Alberti

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Giovanna Sette, una película fantástica para la RAI

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Un Rolls Royce blanco en el Medioevo

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La cama de Tomás de Aquino

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La ropa de Lorenzo de Médici

81

Madre tierra, Nana Tummat

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Los embera del alto Baudó

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León de Greiff entre la vejez y la música

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II. Cronología y bibliografía

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III. Cuadernillo anexo El otro territorio

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Incursión a un cine fantástico

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Recuerdo de Quintín Lame

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Roberto en suenestudio Roberto en su estudio Roma,romano. Italia.

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© Achivo personal © Achivo familiar

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Premio Nacional de Vida y Obra, 2014


I. Roberto Triana

o la memoria audiovisual


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La imagen en el agua En febrero de 1935, la familia Triana Arenas estaba de visita en la casa de doña María de Rocha, su vecina. El niño Roberto, de nueve meses, que había llegado con sus padres, Jesús María y Elena, miraba todo lo que sucedía a su alrededor. Se sentía complacido en el regazo de su madre. En el patio donde se hallaban para recoger un poco del fresco bajo los árboles, florecían heliconias con hojillas rojas, amarillas y anaranjadas, cuyo néctar atraía a un colibrí que con desespero armónico movía sus alas. Invitados y huéspedes tomaban en medio de una charla amena su merienda. Olía a refresco de fruta recién preparado y a otras viandas llevadas por los criados en rebosantes bandejas. La joven mamá le había cambiado al niño su pañal de tela y untado pomada Pinkolo para que sus glúteos no se quemaran. Parado sobre las piernas de su madre, que se encontraba sentada de espalda al agua que reposaba en la base circular de una fuente de piedra, el niño asomó su cara, y en aquel líquido reposado de capas claras sus ojos vieron su rostro reflejado junto a dos mujeres que conversaban. La imagen vista estaba designada a ser su primer recuerdo de infancia. Para siempre había de quedar en su memoria como una fotografía tomada por una lente humana. Su madre Elena se sorprendió siempre de aquel recuerdo de su hijo. Aún le faltaban tres meses para cumplir su primer año de vida y, sin embargo, ya había fijado una evocación. Ella le confirmó aquella historia, la visita que la familia había hecho a sus amigos de Ibagué y, sobre todo, el lugar donde se había sentado y la fuente que allí había, donde el niño Roberto vio su rostro para dejarlo en su memoria como un recuerdo permanente. Imagen y memoria lo siguen. En 1936 tiene dos años y medio cuando la familia Triana Arenas viaja al puerto fluvial de Girardot a realizar una visita de pésame que a la vez era un acto político. La población estaba conmocionada. Luis Bustamante, uno de los más ricos hacendados de la región, organizaba las honras fúnebres de su padre, el general Pablo Emilio Bustamante, líder liberal, segundo vicepresidente de la Cámara, amigo y compañero de Benjamín Herrera, a quien había acompañado a la firma de la paz de la Guerra de los Mil Días. Nadie olvidaba que el difunto, años atrás, en junio de 1923, había organizado la llamada “ofensiva del hambre”, que consistía en intimidar por medio de volantes y carteles con la pérdida de sus trabajos a los trabajadores si depositaban sus votos por la lista socialista. Mientras Jesús María Triana, como patriarca liberal se unía a otros copartidarios en el sepelio multitudinario, Elena, la madre, como muchas mujeres de entonces, se mantenía alejada de todo proselitismo para poder cumplir con sus hijos los deberes de ama de casa. Además del niño Roberto, la familia había agregado un miembro más, a Elenita, la hermana recién nacida. El primogénito, que ya caminaba, la observaba con recelo. La nueva criatura era un ser extraño del que no sabía nada, menos de dónde había salido. Para él todo era confusión. Un día cualquiera aquella niña diminuta apareció. Tenía rostro arrugado y colorado y lloraba con desespero a todo momento. La madre, solícita, corría a atenderla. La sacaba de la

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Rosalbina Castro Lozano de Triana, abuela paterna.

Domingo Triana Quijano, abuelo paterno.

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cuna donde agitaba sus piernas y la llevaba a su pecho para amamantarla. El niño Roberto vio la escena y corrió desesperado. Ya en el patio adonde había llegado, se sentó sobre un tronco de palmera que estaba cortada y comenzó a llorar. De nuevo la imagen se fijó en su memoria como una película que se filmara desde su propio escenario.

El gusto por la lectura detrás de las puertas No terminaba la tercera década del siglo XX, cuando en todas partes del mundo la tirantez de las guerras llevaba a la organización de ejércitos para balear y bombardear fronteras. En Colombia seguían de otra manera los mismos pasos. El enfrentamiento bipartidista cumplía un destino similar. La oscuridad no perdía la costumbre de llegar temprano sobre las planicies y montañas del Tolima, y tras de ella el temor. Para enfrentar esa temprana presencia tropical de la noche, se había logrado, en 1928, que la energía eléctrica encendiera la luz de las bombillas en muchos municipios y ciudades, como sucedía con Ibagué, la llamada “capital musical del país”. En 1935, otro invento había hecho presencia: la radio. Las ondas Ecos del Combeima ayudaban a espantar a los fantasmas de los viejos tiempos. A cada prendida de un foco o de un aparato de emisión, los fantasmas que aun rondaban las calles de la capital del Tolima desaparecían. Al terminar la tarde y comenzar la noche desaparecían los ruidos del trajín diario, las voces indiscretas que se propagaban por la casa y las calles. Con la oscuridad, la ciudad parecía suspendida en un letargo donde nada se extrañaba porque todo dormía bajo su propio peso. Solo Elena y Jesús María suponían que ellos dos eran los únicos seres vivos en el mundo que se hallaban despiertos bajo la luz de una bombilla con un libro entre sus manos. –¿Dónde habíamos quedado? –preguntaba el esposo, ansioso por continuar con la lectura suspendida la noche anterior, al tiempo que tomaba en sus manos Las aventuras de Sandokán, libro de pasta gruesa de cuero del escritor italiano Emilio Salgari. –En el momento de la caza del tigre –le respondía Elena, mientras abría la página que correspondía a lo leído veinticuatro horas antes. Detrás de la puerta alguien escuchaba lo que la pareja leía. Se trataba del niño Roberto, quien había adoptado el silencio y el sigilo para no ser descubierto por sus padres lectores. Sus pasos de niño eran tan leves que casi no se oían al momento en que detenía su andar de levitación sobre las baldosas del piso. Era un espectro curioso, que había salido de otro lado de esa casa sumida en el letargo de los murmullos de la noche.

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Los oídos de Jesús María y los de su hijo Roberto, amparado de cualquier descubrimiento por la hoja en madera de la puerta de la habitación matrimonial, atendieron al unísono cuando la voz de Elena comenzó a leer de modo pausado: Sandokán se lanzó de su cabalgadura y empuñó el kriss. Con un grito salido del pecho le dijo al baronet: –¡El tigre es mío, señor! Y se internó con valentía en la selva con un zigzag bajo las ramas de los árboles, con la mirada alerta y la mano que aferraba el puñal del malayo. El baronet, con imprudencia había avanzado por el otro lado y disparó al tigre que se encontraba al pie de un gran tamarindo. De nuevo se escuchó otro disparo.

Una vez terminó de leer aquel aparte, la pareja se dio las buenas noches y se dispuso a dormir. Fuera de la habitación, de modo leve unos pasos endebles de niño se alejaban tal como habían llegado. Aquella noche Roberto Triana soñó. En las inmediaciones de la ciudad un tigre se desplazaba montado sobre el tronco de un árbol que corría en medio del río Combeima, que desemboca en las plácidas aguas del Magdalena. Noche a noche el ritual de la lectura en la habitación de los padres se repetía. Detrás de la puerta, con el mismo sigilo de siempre, reaparecía la pequeña figura que con ansiedad no dejaba de escuchar aquellas historias que se sucedían una detrás de otra. De la Tierra a la Luna era lo que entonces escuchaba de la voz de su madre el niño escondido tras las hojas de madera: De repente, uno de los platos que estaba colocado sobre la mesa, comenzó a levantarse. –¡Señores! ¡Observen! –¡Flotamos nosotros, todo flota!

El niño Roberto, con la acariciadora voz de su madre de nuevo, imaginaba aquellas historias narradas. En otras ocasiones, la lectura escogida por el matrimonio eran Las aventuras de Tom Sawyer, durante la cual el niño habría podido ser delatado y sacado de su escondite por algún capítulo de terror cuando los personajes, en visita nocturna al cementerio, vivían historias macabras: –Huck, creo que a los muertos nos les agrada que estemos aquí. Huckleberry respondió, algo serio: –¡No lo sé!, pero lo que hacemos merece el mayor respeto. ¿No crees? –Creo que sí. Hubo un largo silencio que les permitió a los dos muchachos pensar sobre el tema. Tom fue el primero en proseguir el diálogo:

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Jesús María Triana Castro y Elena Arenas de Triana, padres. Bogotá.

–Respóndeme, Huck, ¿será que Hoss Williams nos ha oído hablar? –Claro que sí. Su espíritu nos ha oído. Tom, al poco rato, dijo: –Ojalá lo hubiera nombrado como el señor Williams, pero no tuve intención de ofenderlo. Todos los que lo conocían lo llamaban Hoss. –Hay que tener mucho cuidado en saber cómo se habla de los difuntos, Tom.

De historias de aventura, los dos lectores, padre y madre, podían pasar a temas más difíciles para un niño de corta edad que apenas comenzaba a entender las complejidades de la vida. Sin embargo, ahí permanecía, detrás de la puerta, mientras su madre Elena leía en voz alta Nuestra ética sexual, de Bertrand Russell: Una de las principales dificultades para alcanzar una ética sexual posible se da gracias al conflicto existente entre los celos y la tendencia a la poligamia. Los celos, aunque tienen algo de instintivo, son de igual modo culturales en grado alto. En las sociedades donde el hombre es ridiculizado si su mujer le es infiel, él de igual modo se sentirá celoso, aunque no la quiera. De este modo los celos están unidos al sentido de la defensa de la propiedad, y se manifiestan menos cuanto más se aparta de dicho sentido; si la fidelidad no estuviera determinada por lo convencional, los celos serían menos frecuentes.

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La escritura misteriosa del abuelo Domingo Estos fueron sus primeros encuentros con la lectura, esa afición que un año después se iba a afianzar cuando en la señorial y central casa de su familia en Ibagué apareció un hombre de edad a quien todos llamaban Domingo. Había llegado de la cercana población de El Espinal, donde vivía desde el momento en que se separó de su esposa Rosalbina Castro Lozano. –¿Cómo te llamas? –preguntó el caballero recién llegado al niño Roberto, y este, sin dudarlo, le respondió de inmediato: –Domingo, lo mismo que tú. –Tú no te llamas así –le replicó el verdadero Domingo. –Sí, ya lo sé, me llamo Roberto, pero a mí me gusta llamarme Domingo como tú. El hombre sonrió. Era el abuelo. Desde ese momento pidió a los padres de su nieto que lo enviaran de vacaciones a su casa de la cercana población de El Espinal. En las fiestas de san Juan y san Pedro, en Navidad, en Año Nuevo y en Semana Santa, Roberto Triana viajaba de continuo, según la oportunidad, a donde su abuelo Domingo. Sobre las calles del pueblo que visitaba estaba la alegría de las fiestas, la música que salía de tiples y guitarras. Las notas del bunde tolimense, el sanjuanero y los bailes populares se mezclaban con la lechona rellena de arroz y carne cocinada al horno o con los tamales al vapor envueltos en hojas de plátano. Terminadas las fiestas volvía la calma, y en la casa del abuelo comenzaba a darse para el niño Roberto el primer encuentro mágico con la imagen y las letras. El abuelo le ponía delante libros donde se veían figuras de historias bíblicas como las de Adán y Eva, la torre de Babel, el diluvio universal y José y sus hermanos. En otras ocasiones, las letras iban acompañadas de animales reales o fabulosos. Cada representación lo dejaba sorprendido, y más cuando Domingo Triana le narraba historias relacionadas con esas ilustraciones. A la hora del atardecer, sentado en hamacas o en mecedoras, el ilustrado hombre le leía o le declamaba composiciones poéticas de diversos autores o realizadas por él mismo. El nieto, poco a poco, comenzó a interesarse por cada letra, por cada palabra que llegaba a sus ojos y a sus oídos. De las manos de su antecesor recibió como regalo Don Quijote de la Mancha. A Domingo le llegaba desde El Cairo, por suscripción, un periódico escrito en ladino. Sorprendido por aquel extraño envío que venía desde el otro lado del mundo como si se tratara de narraciones de Las mil y una noches o de historias en las que Moisés enfrentaba al faraón, el niño Roberto, supo que aquellas letras impresas que recibía el abuelo correspondían a algo muy extraño, a una lengua de comunidades judías que descendían de judíos que permanecieron en la península ibérica hasta 1492, y que eran conocidos como “sefardíes”. El abuelo, ante nuevas preguntas de su nieto le volvía a explicar que el ladino, a pesar de que se trataba de un castellano medieval, era una lengua judía, que recibía vocablos de hebreo con influencia del turco o del griego y del francés. Por eso, de inmediato el niño volvió a preguntar:

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De izquierda a derecha: María Cristina, hermana. Señora desconocida. Mercedes Triana, tía. Elena Arenas de Triana, madre. Marina Triana y Juan José Triana, hermanos. Señora y niña desconocidas. En Ibagué.

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–Abuelo, ¿es que nosotros somos judíos? –Quizá, quizá –le respondió el patriarca–, y luego, como si fuera un designio de la Cábala, agregó:– No olvides que en una cifra puede caber todo el universo. Domingo Triana le enseñó de plantas, de esa flora colombiana, de esa botánica que dominaba un personaje cuyo apellido era Lleras, de quien se decía que en un pasado no muy lejano se había casado con dos hermanas Triana. Una vez viudo de su mujer, pidió en matrimonio a su cuñada, a pesar de que se escuchaba el rumor de que había asesinado a su primera cónyuge. En su juventud, Domingo había sido un rebelde con su propio padre, uno de los fundadores de la Empresa Naviera, cuyos barcos recorrían el río Magdalena. A Domingo, con el tiempo, se le vio como un botarete, es decir, un malgastador de la riqueza familiar. Había heredado la fortuna de la familia, que consistía en terrenos en las poblaciones colindantes de Flandes y Girardot. Sin embargo, el ilustre personaje tenía otras facetas que llamaban la curiosidad del niño que lo visitaba. Los primeros encuentros en la casa de El Espinal revestían cierto indagar mientras se acoplaba el conocerse. Con mucho cuidado, el niño Roberto solo llegaba hasta la puerta donde, encerrado, se hallaba su antecesor. La servidumbre tenía la orden de no interrumpir el enclaustramiento de su patrón. Un día, cuando el nieto se acercó con pasos de curiosidad a aquel portón, notó que se encontraba entreabierto. Miró hacia el interior, y vio que su abuelo, sentado en la silla que corresponde a la cabecera de la mesa, se dedicaba a escribir. Cuando su mano hacía trazos sobre el papel, sus labios musitaban. Su voz salía muy baja como si hablara con alguien invisible. Se trataba de una especie de conversación con algún ente que no aparecía a la vista de un observador. Tomaba de nuevo notas que llevaba al papel. Escribía, paraba, mascullaba y levantaba de nuevo la cabeza como si le hubieran hablado al oído. El niño Roberto estaba convencido: un ser fantasmagórico le dictaba al abuelo y él tenía que descubrir quién era. Desde luego, nunca lo logró.

La lucha libre de las arañas En el patio de la familia Triana Arenas las arañas polleras salían temprano en la mañana de debajo de las piedras. Caminaban rápidamente, casi a las carreras, con sus múltiples patas peludas. Roberto y su primo Guillermo Bothe madrugaban a jugar con ellas. Sabían que esos insectos no eran los únicos. Que había alacranes y escorpiones, ciempiés largos y robustos con patas anaranjadas, batallones de hormigas que cargaban en sus pequeñas tenazas pedazos de hojas, y, de vez en cuando, entre las plantas, una culebra matarratón llegada por accidente desde un pastizal vecino.

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Lo que más cazaba Roberto en compañía de su pariente eran las arañas de patas largas, esas que se hallaban sobre plantas y arbustos en su labor de tejido. Gustaban más las que estaban expuestas al ataque de los pájaros porque eran más rápidas, más ágiles y agresivas que las que vivían protegidas. Por eso, eran las preferidas para ponerlas a luchar entre sí. Una vez atrapadas, eran guardadas en pequeñas cajas de madera o de cartón, divididas en pequeñas celdas para que estuvieran juntas y, a la vez, separadas. Las alimentaban con mosquitos o moscas y luego examinaban sus abdómenes brillantes y verdes, sus patas largas y sus cuerpos delgados para determinar cuál enfrentar con cuál. A la hora del combate, Roberto las sacaba de sus celdas y, con la ayuda de su primo, ubicaba a las contrincantes en un extremo de un palo delgado suspendido como puente sobre dos piedras en el suelo. Los insectos se acercaban poco a poco hasta quedar en posición de combate, uno frente al otro. La lucha se definía en pocos minutos. La perdedora quedaba con una pata menos y la ganadora, en un arranque de velocidad y sin ningún sentido, buscaba huir a cualquier parte. Ese momento se convertía en el más peligroso. El insecto, aún tenso por la pelea que acababa de realizar, podía ser veloz con un piquete irritante. Cada vez que agarraba a las arañas para nuevos enfrentamientos, Roberto lo hacía con la mayor precaución porque lo tenía prohibido. Sin embargo, había en esos combates una fuerza que lo emocionaba al saber de la violencia que desataban las partes al momento de encontrarse. Era semejante a la emoción secreta que sentían dos personas en rivalidad. Se abría así el imaginario mundo de una lucha donde cada rival se siente ansioso, buscador de la victoria. Sobre las bardas o árboles llegaban pájaros emigrantes o nativos. De repente, en un vuelo ligero se veía descender colibríes cabezas castañas de pico largo, saltarines dorados de ojos nerviosos, eufonías, frentinegras, pechiamarillos y pechirrojos. Un día llegó una tórtola delgada de plumas marrones que se paró a cierta distancia del niño Roberto. Apenas la vio sacó del bolsillo trasero de su pantalón su cauchera o resortera. Buscó de igual modo un proyectil para lanzar un disparo, cuyo único objetivo no era otro que el ave que permanecía inmóvil. No lo encontraba a pesar de que a sus pies había cientos de piedras chinas o de río. No le gustaba disparar este tipo de perdigones. Siguió su búsqueda hasta que halló una semilla de pomarrosa. Estaba dura y de buen tamaño. El ave se hallaba muy cerca, a la mira de un disparo preciso. Puso sobre la badana su bala vegetal y apuntó con un ojo abierto y otro cerrado. Estiró el caucho hasta el máximo. El proyectil salió con fuerza, y pasó por encima de la cabeza de la tórtola sin tocarla. Sin embargo, el animal cayó al piso. Roberto Triana se acercó hasta el ave. La alzó con sus manos, examinó el pequeño cuerpo y encontró que no había ningún toque o herida: el ave había muerto de susto, de un ataque al corazón. Entonces botó su arma de caucho y nunca más la usó.

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El reencuentro con la niña de la jardinera verde Una mañana de febrero, al niño Roberto lo levantaron muy temprano. Después del baño que le dio su madre y del desayuno tomado sobre la mesa del comedor donde un florero de cristal mostraba la frescura de unos claveles rojos, su padre Jesús María, trajeado con elegancia, de camisa blanca y corbata al cuello, lo tomó de la mano para llevarlo a su primer día de colegio. Sobre el hombro de su hijo terció una faja delgada de la cual colgaba una maleta de cuero con dos cuadernos y otros útiles como un lápiz y un borrador en su interior. En el ambiente corría una expectativa de agradable satisfacción. Frente a la casa de la familia Triana, ubicada en la calle 7ª entre las carreras 3ª y 4ª de Ibagué, la tranquilidad era por momentos interrumpida por uno que otro transeúnte. Padre e hijo salieron con rumbo al colegio de las señoritas Torres, donde días atrás el niño Roberto había sido matriculado. Tenían que caminar hasta la carrera 5ª con calle 12, donde los esperaban las profesoras y otros niños que sentían la alegría de una nueva actividad, que interrumpía la libertad hasta ese momento gozada en la casa familiar. Antes de llegar a la institución de las señoritas Torres, desde una de las casas salió una señora que los saludó con amabilidad. Detrás del “buenos días, don Jesús María” se escuchó otra voz que venía del interior de la vivienda: –¿Quiénes están en la puerta, mamá? –preguntó la voz, que resultó ser la de una niña de diez años, que doblaba la edad de Roberto. –Pinkolo y su papá –respondió la mujer –. Ven y saluda a Pinkolo, que entra hoy por primera vez al colegio. Al pronunciar Pinkolo la señora hacía una cariñosa referencia a la ilustración que traía la pomada que usaban algunas madres para evitar quemaduras en la piel de los niños recién nacidos. La niña llegó hasta la puerta de entrada, y después de tomar al niño de la mano lo llevó hasta la despensa que estaba en la cocina y le llenó la maleta de naranjas, mandarinas y bananos. Aquel rostro de una joven generosa en regalos nunca se borró de la memoria del colegial. Tiempo después, ya en edad adulta, los dos se volverían a encontrar. “Camina hijo”, dijo don Jesús María a su hijo Roberto. “Vamos, que se hace tarde. Después volveremos para que hables con tu amiguita”. A paso rápido continuaron el desplazamiento hasta el colegio. Cuando llegaron, Roberto frenó un poco su andar. Frente a la puerta de la institución algunos niños entraban, unos con una sonrisa tímida en la cara y otros con lágrimas en los ojos. Delante de aquella población de párvulos y padres estaba la señorita Silvia Torres, la maestra. Era una mujer alta, delgada, de blusa y falda negra y larga, con una sonrisa seca en los labios, con la que expresaba una alegría fingida. El niño Roberto Triana sintió un miedo profundo. No se equivocaba: se trataba de una maestra de la vieja escuela, que tenía como método pedagógico el refrán “la letra con sangre entra”. Blandía a diario una regleta que tenía en una de sus puntas una especie de cuchara

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De arriba abajo: Elena Arenas de Triana, madre. Elena, Augusto, Carolina, hermanos, Jesús María Triana, padre. Roberto y Marina, hermana, en el patio de la casa de Ibagué.

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Gloria Valencia de Castaño en su juventud.

con un pequeño agujero en el centro para que doliera más el golpe que les daba en la palma de la mano a los niños que no sabían la lección o que se ponían inquietos en el transcurso del día escolar. Algunos de esos pequeños estudiantes veían a la señorita Silvia como una bruja que daba coscorrones o que mandaba a parar en un rincón de clase a su víctima con un gorro de cono que llevaba escrita la palabra “burro”. Muchos años después, cuando el tiempo continuaba con la marca de su paso, Roberto Triana, que había continuado sus estudios en París y Roma sin ningún reglazo en sus manos como castigo, que había dejado aquella Ibagué de su infancia, fue invitado, en uno de sus regresos al país, a un programa cultural que se emitía en un canal de televisión dirigido por una de sus paisanas, la prestigiosa presentadora Gloria Valencia de Castaño, conocida como la “primera dama de la televisión colombiana”. En el set se sentó el cineasta. Las luces le mostraban un rostro tranquilo a medida que hablaba con propiedad de los documentales cinematográficos realizados en los ámbitos de la cultura antropológica, artística y literaria. En sus palabras aparecía la recapitulación de su largometraje Giovanna Sette, la historia de la santa francesa Juana de Arco contada por séptima vez en el cine mundial, aunque él era el primer colombiano que la había llevado a la pantalla. Entre lo extraño de aquel nuevo filme estaba la incorporación de sus recuerdos de infancia, como el de un juego de gallos que había visto en el Tolima. Cuando hubo un corte en la entrevista que realizaba Gloria Valencia de Castaño, la animadora de televisión le preguntó. –Oye, Roberto, dime una cosa, ¿dónde nos habíamos visto antes, porque esta no es la primera vez que nos vemos, verdad? Roberto no dudó en responderle luego de la recuperación que tuvo de un viejo recuerdo:

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© Achivo El Espectador

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–En Ibagué. Tú eras la niña que junto con su mamá salió a la puerta de su casa a saludar a mi papá y a un niño, que era yo y que iba a su primer día de clases al colegio de las señoritas Torres. Tú llevabas puesta una jardinera verde y llenaste mi maleta de naranjas, mandarinas y bananos.

Beneda, la pijao, y Quintín Lame, el nasa Cuando el niño Roberto entró a la habitación donde estaba Beneda con su pequeño hijo Justino, la miró con fijeza. La mujer fumaba un tabaco con la punta encendida en el interior de su boca. –¿Y por qué eso? –preguntó el hijo de los Triana. La mujer no le respondió. A modo de observación, cuestionó su visita: –Usted no debe estar aquí. Sus papás se lo tienen prohibido. –¿Y por qué eso? –insistió el muchacho al ver que la indígena hablaba con el lado del tabaco en brasa dentro de su boca y no dejaba de echar humo. –Porque a los pijaos nos gusta –respondió ella mientras movía con gesticulaciones las hojas enrolladas del tenú. En efecto, sobre una de las paredes había un marco viejo de madera que protegía una fotografía sin vidrio donde aparecía Quintín Lame cuando era detenido por la autoridad. El líder indígena caucano, de cabello largo y abrigado con una ruana y con un tabaco en la boca, junto a compañeros de lucha y a policías que semejaban gendarmes ingleses venidos a menos, miraba en el retrato a la cámara. Beneda, que había sido muy querida por la familia Triana al igual que su hijo, a quien le dieron educación profesional, trabajaba en los oficios domésticos. Su genotipo, tal como ella lo había manifestado, era propio de la comunidad indígena pijao, oriunda del Tolima, que algunos emparentaban con los habitantes nativos del Caribe, que hacía muchos siglos se habían internado en el continente por el río Magdalena. Aunque durante la Colonia sus antepasados tuvieron la costumbre de romper el tabique de su nariz para alterar su forma, la joven madre de Justino no lo había hecho. Era de regular estatura y de cabellera lisa y negra que contrastaba con su piel morena clara. Lo que más le gustaba a Roberto Triana al ir a incursionar a la habitación de la servidora de la familia era lo que ella narraba. Con mucha precisión, la indígena le refería historias y costumbres de su comunidad. De ahí nació en él la curiosidad por la antropología. La mujer hablaba despacio como para que los dos niños que permanecían sentados en taburetes de cuero le entendieran. Explicaba que para los pijaos el universo y todos sus elementos solo podían ser fríos y calientes a la vez: la acacia, el achiote de bija, el caracolí, las gargantillas, los bonetes de venados, los pecaríes, y que hasta los guayucos de hombres y muje-

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res, incluidos los caciques Yuldama y Combeima, estaban compuestos de esas dos dimensiones de la temperatura. Mientras Beneda hablaba, Roberto miró por la ventana al patio de su casa. Algunas gallinas comían lo que escarbaban. Sobre una paredilla un pechiamarillo los observaba. De repente, el niño tuvo un recuerdo de temor. Se acordó de cómo la mujer tenía una extraña costumbre que practicaba una vez al año. El Viernes Santo la indígena llegaba hasta el patio para trazar una enorme cruz de ceniza a la hora justa en que en los templos de la ciudad se sensibilizaban los fieles con la muerte de Cristo en el monte Calvario. Ese día la mujer pijao acostumbraba orar, lanzar voces incomprensibles y luego persignarse y realizar invocaciones, que coincidían con un cielo oscuro lleno de nubes negras que presagiaban las tormentas atmosféricas, propias de las fechas de Semana Santa. Beneda tenía muy presente la fuerza histórica de su comunidad. Había un pasado que subsistía como si se tratara de una raíz invisible. Los vientos modernos y las tomas de tierras de colonos habían obligado a los pijaos y a otras comunidades indígenas a desplazarse de sus lugares tradicionales de vida para integrarse a pueblos y ciudades que a partir de la Colonia habían tomado posesión de vastas regiones de lo que antes eran consideradas baldíos o selvas vírgenes. Muchos mitos los rodeaban, muchas leyendas en las que desaparecía la línea que delimita lo real y lo fabuloso. Cronistas habían asegurado que los pijaos guerreaban entre sí o al lado de los conquistadores para lograr como trofeo de guerra los cadáveres de sus semejantes caídos en el combate para incluirlos en su dieta alimentaria. Se decía que con el favor de los españoles las mujeres y sus hijos se encargaban de vender esos restos humanos en el mercado, al lado de vegetales y carnes de res y de cerdo. La única vez que Beneda tuvo una contrariedad con su patrona fue el día en que la dejaron sola en la casa ante la marcha de toda la familia a un lugar cercano. Acostumbraba Elena Arenas de Triana a poner en el patio de la casa una tabla elevada con alpiste y otros granos para que a ella llegaran los pájaros de los alrededores. El bochinche de una pequeña bandada de loros de ojos amarillos era reemplazado en cualquier otro momento por una multitud de pájaros barranqueros de cuerpo verde y cola larga y azul. Como si hubiera regresado a sus costumbres ancestrales, la servidora pijao de la población tolimense de Ortega tuvo la habilidad de agarrar una de aquellas aves, cuyo encanto radicaba en el hecho ocasional de abrir el plumaje de su cola como si fuera un pavo real diminuto. Apenas regresó la familia a la casa, lo primero que hizo la joven matrona fue ir a la cocina a buscar algo de beber y de comer. No encontró a Beneda. Se encaminó hacia el patio. Sobre el marco de la puerta la divisó de espalda. ¿Qué hacía? Ensartado en una pequeña rama asaba en una pequeña hoguera un desplumado barranquero. Elena quedó atónita. No había necesidad de hacer tales preparaciones culinarias si en la despensa de la casa había suficientes productos. Con el paso de los días, Jesús María, como padre del hogar, explicó que solo se trataba de un acto que se ligaba a una tradición alimenticia propia de los ancestros de la servidora, y que Beneda era ciento por ciento una mujer pijao.

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© WikImedia Commons

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A l centro el líder indígena Quintín Lame.

Beneda, que acostumbra reír con mucha alegría y soltar carcajadas ruidosas, cerró su ceño para expresar tristeza. En su mente evocaba al dirigente indígena Quintín Lame. Cada vez que podía le contaba al niño Roberto Triana muchas historias. Ella admiraba al guerrero indígena. Sabía que para muchos aquel personaje seguía presente como una esperanza activa para todas las comunidades del sur del país. Sabía de memoria la vida de Quintín Lame; que su hermana muda había sido violada; que durante la Guerra de los Mil Días su hermano Feliciano había sido mutilado; que en 1901, en el mismo conflicto, el ejército conservador lo había enrolado en sus filas, y a marchas forzadas lo había llevado a pelear a Panamá, en una conflagración que a él y a los suyos no les pertenecía; que en el Istmo había conocido y admirado a otro indígena, Victoriano Lorenzo, pese a que era su enemigo de bando, y que había valorado como justa la lucha que el cholo colombo-panameño había desarrollado contra el poder central de Bogotá. Al terminar la guerra, Lame retornó a su hábitat, al sur del país, se casó con Belinda León y comenzó un movimiento indigenista. En 1910 fue elegido representante y velador de los cabildos indígenas del Cauca. En Bogotá estudió las cédulas reales para entender mejor el pasado histórico de las comunidades precolombinas, lo que lo llevó a presentarse ante el Congreso. Quintín Lame era un personaje de imagen cinematográfica. En los años cuarenta, el indígena seguía presente en la vida del niño Roberto. Sabía que Jesús María Triana era liberal de convicción y que apoyaba con complacencia el movimiento de todos los que habían sido discriminados y violentados con la usurpación de sus tierras. Las historias y los recuerdos de aquellos días marcarían su vida:

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Un día me dijo [mi padre] que quería que yo conociera a un amigo suyo que había sufrido mucho, y que de tanto en tanto venía a Ibagué a arreglar asuntos relacionados con el recién fundado Resguardo Pijao, de Ortega, y a quien ayudaba a terminar memoriales. Antes de irnos a la cita, vi que echaba un pequeño paquete en el bolsillo del saco. Luego le dijo algo al oído a mi madre. Pero ella arguyó en voz alta: “¿No se asustará?”. En mis adentros de niño no me interesaba esta salida que mi padre proponía. Había dicho que encontraría al personaje en el café de siempre. Este era de amplia terraza, que cobraba no solo el espacio del andén, sino también parte de la calle, casi cubierta por las frondas de un gigantesco árbol de mango que invadía, por el lado opuesto, el silencioso Parque Murillo Toro. Y allá fuimos. Yo me distraía con el bullicio alegre del local cuando de pronto vi que se acercaba a nuestra mesa un enorme viejo de cara muy gastada, con una trenza medio doblada debajo del sombrero. El vestido, con chaleco y corbata le quedaba muy ajustado, pequeño para su compostura, cuyas rayas gris claro y negras lo hacían ver un poco estrafalario, y no con la burda túnica larga, como lo vi en otra ocasión en Ortega, salir de la iglesia, mientras unos muchachos le tiraban piedras y le gritaban “moña, Moña…”. Mi padre se levantó y lo saludó de abrazo, invitándolo a sentarse. Pero él, en lugar de hacerlo de inmediato, se inclinó y recogió del suelo un mango algo aplastado que colocó encima de la mesa, sin decir nada. Entonces le preguntó a mi padre al tiempo que me señalaba: “¿Su heredero?”, y, sin decir más, me tomó de la barbilla. Yo me asusté un poco y percibí que de su mano salía un fuerte olor a tabaco. Voltee la cara, rechazando el gesto cariñoso. Mi padre sacó lo que traía en su bolsillo y se lo entregó con una sonrisa al corpulento indígena, quien rasgando rápido el papel que lo envolvía descubrió un libro al cual le echó un rápido vistazo para luego levantarlo en alto, con un júbilo, mientras gritaba: “¡Qué vivan Las aventuras de Sandokán!”. Cuando regresábamos, le pregunté a mi padre quién era ese señor que hablaba y se reía de modo estruendoso y que tenía una trenza amarilla. “Quintín Lame, mijo, que sabe más que un zorro, que una serpiente, que una paloma”. Años después comprendí qué quiso decir mi padre.

El mar triste visto por el ojo accidentado En la década de los cuarenta del siglo XX, viajar a la Costa Caribe colombiana no era cosa fácil desde el interior del país. Sin embargo, la familia Triana Arenas y otros parientes cercanos, como tíos y primos, incluido el servicio doméstico, se animaron a hacerlo. Habían escogido como destino Bocagrande, en Cartagena. Cuan-

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© Archivo El Universal.

Ferrocarril que llegaba a Calamar, Bolivar después de salir de Cartagena.

do pasaron frente a la Puerta del Reloj, a lado y lado de las murallas que daban encerramiento a la antigua ciudad colonial, Roberto vio pasar el tren que había llegado desde la población de Calamar, donde comienzan los 115 kilómetros del canal del Dique. El tren pasó con su chorro y su silbido. Estaba a punto de llegar al muelle de la Machina, que se hallaba en la bahía, a la entrada del barrio escogido como destino. La ciudad tenía un movimiento de puerto fluvial que se reforzaba con el viaje de mercancías del ferrocarril traídas y llevadas desde una Bogotá encaramada sobre su sabana, con el uso de cuatro locomotoras y 85 vagones. Había en torno a esa actividad un olor a progreso que parecía entrar en decadencia, pues ya se rumoreaba que más allá de la década de los cincuenta el ferrocarril se volvería obsoleto ante los avances de la cercana Barranquilla. A los muchachos en paseo no les interesaba eso de que hubiera progreso, quietudes o retroceso. Solo querían llegar al hotel y lanzar a donde fuera la enorme cantidad de equipaje que llevaban al mar, ese lugar que nunca habían visto en su vida. ¿Estaba oscuro el día? ¿Asomaban nubes de tormenta sobre el cielo? ¿Eran las aguas de la Machina un cementerio oscuro cruzado por hierros del ferrocarril, un galpón inmenso y unas palmeras raquíticas que ni siquiera el viento movía? Así vio por primera vez el mar Roberto Triana: triste, desolado, como si un manto de agua carente de luz se hubiera extendido hacia un horizonte cercano, sin porvenir en el fondo del cielo. Pero la verdadera oscuridad en su vista la había tenido años atrás, y la recordaba con precisión por lo que significó. Había entrado a hacer su bachillerato en el colegio San Simón, de Ibagué. Fundado por Francisco de Paula Santander, el general de la guerra de Independencia, hacía más de un siglo, el nombre de la institución se había convertido para los estudiantes de todos los tiempos en un enigma. El abuelo Domingo le había dicho en alguna ocasión que el ‘San’ venía de la abreviatura del apellido ‘San-tander’ del general Santander, y ‘Simón’, del nombre de El Libertador. El joven Roberto ya se sentía en un nuevo momento de su vida. Atrás quedaba 29


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Autorretrato de adolescente, en un espejo. Bucaramanga.

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el colegio de las señoritas Torres. A los pocos meses de asistir a clases, cuando todo prometía en sus estudios, uno de sus primos, con quien jugaba y estudiaba de continuo, le mostró el nuevo reloj que le habían comprado. Tenía una fina y delicada pulsera metálica, que iba a instalarle. En un inesperado movimiento se zafó una esquirla de la manilla e impactó justo en el ojo izquierdo de Roberto. La infección no demoró en aparecer. El asunto creó gran tensión en la familia. Aunque el país había progresado en la medicina, la solución tenía sus limitaciones. La oftalmología solo se practicaba ligada a otra especialización, a la otorrinolaringología. A medida que pasaban los días, el malestar y la depresión hacían más difícil la vida del afectado. Lloraba ante la gravedad del accidente, se angustiaba ante la inminente ceguera. Ese gusto por la lectura que había adquirido a temprana edad estaba afectado. Ya había perdido la visión por el ojo accidentado. Tenía un velo que le impedía ver. ¿Cómo lo tratarían sus compañeros de colegio si tuviera que volver a clases con un ojo menos? Había que tomar una decisión pronta para no tener nada que lamentar: ir de inmediato al consultorio del médico Francisco Arango Jaramillo. El galeno era conocido como versado en el tratamiento de enfermedades de los ojos. Cuando Roberto y sus padres entraron al consultorio de Arango sintieron que podría haber un cambio en la desesperanza que los tenía agobiado. El tratamiento se hizo. Le aplicó el facultativo una técnica novedosa llamada diatermia. Había que esperar. Ya en casa de la familia de su primo, el dueño del reloj del accidente, Roberto Triana se levantó de un solo salto de la silla y comenzó a gritar: –¡Milagro! ¡Veo! ¡Veo! Ya podía mirar el mar. Sin embargo, este no lució brillante, sino opaco, como si las nubes anunciaran tormenta.

El más grande de los bautizados Cuando el superior del convento de San Roque bendijo el primer oratorio del templo, nunca imaginó que la familia Triana se iba a demorar en bautizar a sus hijos en dicho lugar. Este incumplimiento cristiano podía estar ligado al pensamiento liberal contestatario del padre. La demora era ya un escándalo para la tradición religiosa de un pueblo tan cristiano como Ibagué. El asunto, para que tuviera ribetes y señalamientos, fue asumido sin mayores complicaciones. Roberto estaba cerca de los doce años cuando vio cómo para el evento del bautismo decidido sus piernas largas de muchacho fueron cubiertas con unos pantalones al tiempo que le ponían una camisa blanca de la que de una de sus mangas colgaba una estola blanca bordada en hilo de oro donde aparecía un cáliz y unas ramas ascendentes de trigo.

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La ceremonia fue nocturna. La ciudad, que había sufrido muchas emigraciones de campesinos que salían del campo violentado, estaba en silencio. Roberto Triana, en compañía de sus padrinos, caminó bajo el verde oscuro de los árboles del Parque Andrés López de Galarza. Cuando llegaron a la iglesia de San Roque, de la esquina de la calle 17 con carrera 2ª, se alegró. Subieron los once escalones de un gris oscuro. Llevaba en su rostro una oculta alegría de saberse el más grande de los candidatos que llegaban al bautisterio. Las tres puertas correspondientes a la entrada de la edificación de San Roque aparecieron bajo aquel niño que pocas visitas había hecho a lugares religiosos. Los tres arcos romanos de la entrada central mostraban su simetría. Frente al bautisterio de piedra, la solemnidad era total. El sacerdote, con voz trascendida, apenas vio al preadolescente que iba a ser bautizado, le dijo de modo grave: “Acérquese joven”. El muchacho lo hizo a paso lento. Sintió cómo el oficiante lo tomaba de la cabeza para que la inclinara sobre el pozo. La fuerza que imprimió el sacerdote fue tan fuerte que lo hizo trastrabillar. Lo asió de la nuca y, con movimientos en forma de cruz, le echó agua sobre su cabello. –Guua, guua, guua –repitió en forma de llanto burlón el bautizado. Los cachetes del sacerdote parecieron incendiarse. “Sepa usted, joven, que esto no es un juego, es un sacramento”, le dijo.

La generación de la “Colina de la Deshonra” En 1958, Bogotá vibraba aún por lo que meses atrás había vivido como ciudad de resistencia civil al general Gustavo Rojas Pinilla. La agitación social contra el régimen militar, que había dado muestras de no querer dejar el poder, había sido orga-

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© Susana Carrié

nizada por industriales, banqueros, trabajadores y estudiantes. Había protestas en las calles y parálisis en los lugares de trabajo y estudio. Una vez el general se supo derrotado, se marchó del país, a cuya cabeza quedó una junta militar de cinco miembros, que prometió elecciones democráticas entre los dos partidos tradicionales, el Conservador y el Liberal, que debían alternarse en periodos de cuatro años. Esta situación política había permitido un respiro después de mucha opresión, a pesar de la violencia que en los campos de Colombia dejaba muerte y desolación. Artistas, dramaturgos, poetas, novelistas, diseñadores e investigadores se hallaban en medio de esa encrucijada. Eran a la vez parte y no parte de un mundo algo caótico y un poco funcional, que imposibilitaba un destino digno para el país. Para paliar ese ambiente enrarecido, se reunían para conversar y, en bohemia, mostrar y criticar sus trabajos de arte, tal como sesenta años atrás lo habían hecho

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© Foto: Hernán Díaz. Archivo Biblioteca Luis Ángel Arango, Banco de la República

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La última cena, del fotógrafo Hernán Díaz.

otros hombres de letras, agrupados en la denominada Gruta Simbólica. Los poetas de comienzo del siglo XX evadían el conflicto armado con versos y aguardiente, mientras en los campos, en sucesivas batallas de la Guerra de los Mil Días, se mataban los ejércitos liberal y conservador. Los artistas que a mediados del siglo XX comenzaron a agruparse, decidieron acoger para sí el nombre de “Generación de la Colina de la Deshonra”, sobre todo para escandalizar a los vecinos que se persignaban cuando veían y oían de los jóvenes artistas cosas inconvenientes. El apelativo nació en los años sesenta, debido a una película bélica británica del mismo nombre, protagonizada por Sean Connery, en la que se mostraban los excesos y abusos en un campo de prisioneros militares. La Generación de la Colina de la Deshonra vivía o se reunía en una empinada calle del barrio Bosque Izquierdo, de Bogotá, donde se alzaba una serie de cinco edificios diseñados por el arquitecto Paul Studer. Para llegar ellos había necesidad de subir una inclinación escalonada que correspondía a la calle 27, entre las carreras 5ª y 4ª. Vivían en aquel lugar céntrico de Bogotá la escultora Beatriz Daza, el arquitecto Rogelio Salmona, el crítico Hernando Valencia Goelkel, el pintor Enrique Grau y el fotógrafo Hernán Díaz. Los dos últimos, que eran centro de las numerosas y escandalosas reuniones, habían abierto un hueco como puerta entre la pared que separaba sus apartamentos. Roberto Triana encontraba ahí, para su diálogo y visión del arte, a personajes como Eduardo Ramírez Villamizar, Édgar Negret, Fernando Botero, Amílkar U, Alberto Hoyos, Jorge Gaitán Durán, Eduardo Cote Lamus, Germán Vargas, Dora Franco y Betty Rolando. Un tema que les llamó la atención a Roberto Triana y a todo el grupo de hombres y mujeres inquietos por el arte y la cultura se dio con la actriz argentina Fanny Mikey, residenciada en Colombia, quien fue invitada por Hernán Díaz a 34


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posar desnuda. La fotografía produjo escándalo. Hombres y mujeres de la tradición no dudaron en poner su grito en el cielo. Todos estos artistas entendieron que el país seguía rezagado en cuanto a nuevas formas de ver la belleza y el arte. Parecía que nada hubiera cambiado desde cuando Andrés Santa María o Dionisio Cortés, a comienzos del siglo XX, en la Escuela de Bellas Artes, propusieron pintar el cuerpo humano con modelos desnudos y en vivo. Cuatro décadas después de los pioneros del desnudo, Fanny Mikey, sin mostrar su rostro, dejó conocer en pose artística su torso sin ropa para que fuera incluido en un poemario del poeta Arturo Camacho Ramírez, de trescientos ejemplares, llamado La vida pública. Este suceso y muchos otros similares hicieron que el joven tolimense Roberto Triana, que se encontraba en la capital de la República desde el término de su bachillerato, se sintiera ubicado en el lugar exacto para tener una visión diferente de la vida. Comenzó a desacralizar esas arraigadas costumbres que aún subsistían en el ambiente con un aire colonial, con reserva y enconchado del pasado. Triana formaba su mundo cultural con lecturas y discusiones novedosas sobre las artes y la literatura. Portaba un bagaje de conocimientos desde sus primeros años de lectura, y sabía que debía estar receptivo a lo que otros proponían desde sus experiencias personales y colectivas. Los visitantes tenían trayectoria de estudios en otras partes del mundo, habían viajado a Europa a aprender teatro, cine, música, danza o televisión. Degustaban y discutían sobre nuevos movimientos del continente y de Europa, del marxismo, del existencialismo, de las vanguardias y de la guerra fría. Entre risas y seriedad solemne, cualquier cosa podía suceder en medio de las fiestas que arrebataban la tranquilidad del lugar. Afuera de los apartamentos o lugares de reunión, los mecánicos de motores del barrio subían las calles cercanas donde se hallaban los bohemios. Se oía el probar de la mecánica automotriz, el cilindraje recién reparado de autos y motocicletas. Llegada la noche, entre rones y aguardientes, música de jazz, rock, porros y cumbias, alguien, al primero que se le ocurriera, organizaba un acto teatral. Hernán Díaz tomaba la foto. Sobre la mesa de comedor acostaban a Ilva Rasch, primera esposa del pintor Alejandro Obregón e hija del poeta barranquillero Miguel Rasch Isla, para realizarle una cesárea ficticia donde los supuestos médicos sostenían de los pies a una muñeca, arriba del vientre de la muchacha, como si fuera un neonato, mientras otros hacían como si la suturaran. Todo era visto desde el ángulo del histrionismo, de la creación. Y se tomaban fotografías para que no se olvidara lo que se realizaba. Por ejemplo, posaban trece personas para representar a los doce apóstoles y al Nazareno en la última cena. El librero catalán Luis Vinces, creador de la filmoteca colombiana, hacía el papel de Cristo y extendía sus brazos sobre una mesa servida con ron y cocacolas. Un día cualquiera un matrimonio suizo llegó a vivir a la calle de la Colina. Ella, Helena, pertenecía al grupo de trabajo del antropólogo Roberto Pineda. Como la joven profesional conocía de botánica, se encargaba de recolectar, en sus viajes a las selvas del Amazonas, toda clase de plantas que luego, de regreso a Bogotá, organizaba en su apartamento de la Colina de la Deshonra. 35


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Roberto Triana gustaba mucho acudir a ese lugar y conversar de todos los temas con el joven matrimonio. Una noche, después de una alegre velada con otros amigos artistas, que por lo general tomaban taxis para dirigirse a sus casas, él decidió quedarse a dormir esa noche en el apartamento de Sergio y Helena. –No hay problema –le dijo Helena a Roberto– puedes quedarte en el sofá. Se acostó de inmediato, rendido por la agitada actividad que hasta hacía una hora había tenido. Antes del amanecer, Roberto Triana sintió ganas de orinar. Se levantó a oscuras sin saber cuál era la distribución de los espacios. Somnoliento y a tientas buscó el baño, pero no lo encontró. Encontró una puerta e hizo girar la perilla. Entró. Era un closet. Nadie escuchaba el caer de sus aguas menores. Había regado toda la colección del Amazonas que Helena guardaba para clasificar. Su chorro se esparció sobre ramas disecadas, caracoles, aráceas, palmeras murumuru, epifitas bromeliáceas y sachas manguas. Sergio y Helena dormían en su habitación. Delante de Roberto Triana estaban los cerros tutelares de Bogotá: El Cable, Monserrate y Guadalupe. Había considerado que era hora de partir. Algunas vecinas del vecino barrio de la Perseverancia hicieron la señal de la cruz cuando Triana tomó un taxi rumbo a su casa. Una semana más tarde Helena estaba feliz. Le contaba a sus amigos que en la última recolección de plantas, que tenía guardada en su closet, algunos ejemplares tenían orines de mamíferos que no podían vivir en la selva estudiada. Triana guardó absoluto silencio.

Opilión, su primera obra en la ruta artística En la casa de Silvia Lorenzo las tardes y las noches pasaban en medio de una alegría medida con temas de discusión, siempre relacionados con el arte, la literatura o la política que se cocinaba con dificultades en un país que había salido de la dictadura del general Rojas Pinilla y buscaba un reencuentro partidista a través de una alternancia del gobierno presidencial entre los dos partidos tradicionales, el Liberal y el Conservador, para dejar por fuera a otros sectores que en los campos veían la posibilidad de alzarse en armas. Roberto Triana, en una de aquellas reuniones habló de su interés de viajar a Europa. Hasta ese momento tenía poco que mostrar. Delante de él todos los caminos eran posibles. Había escrito una pequeña obra, Opilión, en tiempos en que pocos se entusiasmaban por la escritura de teatro. Tenía apenas 25 años, y su trabajo iba a ser llevado a escena por Santiago García y Fausto Cabrera en el recién fundado Teatro El Búho. Sin embargo, su realización posterior se debió a Fausto Cabrera y a Mónica Silva.

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© Achivo personal

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Boletín del programa de la Radiotelevisora Nacional de Colombia.

La noche afuera corría lenta, casi perdida en medio de una Bogotá donde el monóxido de carbono se disolvía sobre las rosas de los antejardines de los barrios Teusaquillo y Palermo. Alguien, mientras bebía de una copa un poco de vino, le preguntó a Triana por qué había titulado así su drama. Hubo risas cuando uno de los invitados, el embajador de Colombia en Italia, el historiador Germán Arciniegas, comentó que Opilión, la obra del joven dramaturgo, no debía ser confundida con el ácaro que recibe igual denominación. –Explique, Roberto –insistió la anfitriona–, ¿dónde está la similitud del nombre de la obra con el insecto? –Opilión es el nombre del protagonista –respondió el joven comediógrafo–, el que le da título a mi drama. Como pudiera pensarse, no es esta la encarnación humana del ácaro así denominado. Sí, opilión es un arácnido que vive en comunidad con otros insectos y los explota. Pero sucumbe en el rito nupcial al acoplarse a la hembra. Esta es muy voraz, lo mata y se lo come. Antes de que eso me pase quiero irme a Roma a vivir. Para el embajador Arciniegas no pasó desapercibida la última frase que había dicho Triana, por lo que, con seguridad, afirmó: –Cuando viaje a Roma llegue a la casa de la pintora colombiana Emma Reyes. Ella lo recibirá con una carta de recomendación que yo le voy a escribir. El nombre y el apellido de aquella mujer, apenas citado por Arciniegas, pareció flotar con luz propia en medio de aquel comedor donde departían a mantel los invi-

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Š Achivo familiar

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Carmen de Arenas, abuela materna. Elena Arenas, madre (niĂąa).

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tados. Era como si esa mujer poco conocida en su país llenara de orgullo a quienes en la reunión mucho sabían de ella, de su proeza de vida. Roberto Triana quedó sorprendido. Quería saber de la persona que iba a darle la bienvenida en la Ciudad Eterna. Emma Reyes, tuvo una infancia de pobreza total. Vivió sus primeros años en el barrio popular de San Cristóbal, al sur de la capital del país, con una mujer joven y delgada llamada señora o señorita María, su supuesta madre, que la cuidó junto a su hermana Helena. Las dos pequeñas acostumbraban vaciar en un lote el bacín lleno de los residuos depositados ahí la noche anterior. Muerta María, fueron llevadas a un convento de monjas, donde permanecieron hasta su adolescencia sin salir nunca del lugar, dedicadas a trabajos de bordados para las bandas presidenciales y los hábitos sacerdotales. Pero un día escaparon. Al azar, tomaron un tren que las llevó hasta Gachetá, donde unos indios borrachos las cargaron. Llegaron después a Fusagasugá. Emma, a pesar de tanto encierro en su vida, parecía tener alas, y se enrumbó en una nueva aventura. Decidió realizar un viaje a pie al sur del continente. En Uruguay conoció al escultor caldense Guillermo Botero Gutiérrez, con quien se unió en matrimonio. La pareja se fue a vivir al Paraguay. En esta nación padeció una tragedia más: un grupo de hombres, en revuelta política, entró a su casa y mató a su hijo de meses. El marido, enamorado de otra mujer, la abandonó. Entonces Emma decidió estudiar pintura y ganó una beca en Buenos Aires que le permitió viajar en un barco a París. En medio del viaje trasatlántico conoció al médico Jean Perromat, con quien terminó casándose, y quien sería su hombre de toda la vida. –Cuando llegue a Roma –le insistió Germán Arciniegas a Roberto Triana– la misma Emma Reyes le contará cómo se convirtió en una gran pintora. Allá, ella será durante algunos días una protección para usted, Roberto. El historiador Arciniegas se refería a esa mujer colombiana dedicada a las bellas artes, más conocida fuera de las fronteras de su país, cuya vida pasó del infierno al purgatorio hasta llegar al cielo, al reconocimiento, como si se tratara de un aparte de la Divina Comedia, de Dante.

La abuela visionaria Carmen, la abuela materna de Roberto Triana, en Pamplona, en el departamento colombiano de Santander, se sentó en su mecedora para escuchar el programa que transmitía la Radio Televisora Nacional de Colombia en sus estudios de Bogotá: “Nos es grato presentar este día –dijo el locutor–, en estreno exclusivo, el drama titulado Opilión, del joven comediógrafo colombiano Roberto Triana Arenas. El autor, que, según propia y personal confesión, se halla ‘profundamente ligado por ancestro a las tierras santandereanas’, cursó estudios en el Colegio de San Bartolomé, y actualmente es miembro ejecutivo de la Asociación Internacional de Prensa.

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Colaboró eficazmente en una antología poética de autores indoamericanos realizada por el barón Elías Domit, el gran publicista brasileño”. De inmediato, la abuela Carmen, atenta a lo que decía el locutor, escuchó, después de unos minutos, la presentación de la obra de su nieto, interpretada por el Teatro Experimental del Distrito, con lo que se daba inicio a la muestra de “autores colombianos, que, por méritos intrínsecos, constituyan valores promisorios o cumplidos en el teatro nacional”. (Boletín de Programación, Nº 169, Radio Televisión Nacional de Colombia). Cuando Roberto Triana tuvo la oportunidad de viajar a Pamplona, llegó a donde su abuela Carmen, quien junto al resto de la familia, lo felicitó. Todos estaban muy complacidos por el éxito relativo que en ese momento alcanzaba. Sin embargo, hubo por parte de la abuela una preocupación que no dudó en manifestar después de levantarse de la mecedora: “¿No crees que el ámbito nacional es muy estrecho para el arte? ¿No te gustaría ir a Europa? Si te decides, te pago dos años para que permanezcas allá y estudies lo que quieras”. Al poco tiempo de la propuesta de la abuela Carmen, Roberto estaba en el puerto de Manga, Cartagena, sentado en un trasatlántico de la Italian Line, el Amerigo Vespucci, con rumbo a Nápoles y con escala en islas Canarias. Su decisión lo ponía al lado de esa primera generación de colombianos que habían decidido salir de su país para aprender en Roma o en París un arte y una técnica poco manejada acá: el cine. En esa misma ruta de querer estudiar el séptimo arte estaban en la década de los años cincuenta del siglo XX Gabriel García Márquez, Guillermo Angulo y Francisco Norden. El día de su despedida de tierras colombianas, Triana se hallaba con otros dos viajeros amigos: el joven intelectual Antonio Montaña, conocido entre los suyos como el ‘Gato’, recién salido de la cárcel donde había estado durante el régimen dictatorial del general Rojas Pinilla, y su esposa Teresa Cuéllar, ‘Teyé’, la pintora. Llevaba el matrimonio un enorme baúl negro como equipaje para su permanencia en el Viejo Continente. Sin saber por qué, dentro de esos caprichos curiosos de los desplazamientos largos, los Montaña Cuéllar le endosaron el gran cofre a Triana. Cargó el ibaguereño, no se sabe por qué, con el cuidado de aquel horcón de fino repujado en cuero, con cerradura, llave de seguridad y herrajes en las esquinas sobre la tapa arqueada, como si fuera suyo. Cuidaba de aquel bien ajeno a todas horas, y estuvo pendiente de que no fuera bajado cuando el barco atracó en las islas Canarias. Al llegar a Nápoles, Triana vio cómo la ciudad lucía esplendorosa, rodeada por su golfo en el mar Tirreno, con el castillo de San Telmo, que parecía mirar a lo lejos el volcán Vesubio, que seguía en su duermevela eterno. El viajero colombiano bajó del barco y observó con gran sorpresa que a unos cincuenta metros de él estaba abandonado, sobre el cemento del muelle, el baúl de los Montaña, el baúl de su protección. De nuevo salió a realizar su cuidado. Cuando llegó la pareja, Triana les entregó aquel “huérfano” como si hubiera cumplido así un encargo más del destino. Con los años, los tres amigos de viaje, donde fuera que la vida los pusiera, traían siempre a colación la historia del baúl. 40


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El encuentro con la Ciudad Eterna Una vez en Nápoles, Triana decidió realizar el viaje a Roma en tren. Lo primero que hizo fue buscar el consulado del país. El cónsul Germán Bula Hoyos, en un mapa le enseñó la ciudad y le indicó qué hacer para llegar al lugar donde pensaba alojarse. Tenía la orientación que Germán Arciniegas le había entregado: la dirección de la pintora Emma Reyes, que vivía en un palacio de lujo en Via degli Scipioni, construido por los Orsini, la aristocrática y antiquísima familia romana que había situado buena parte de su fortuna en lujosas edificaciones. El contraste era sorprendente. Emma había pasado de la pobreza más triste durante sus difíciles años de infancia y juventud en Bogotá a alquilar en Roma un pabellón en el que fuera palacio de una de las familias más ricas y poderosas de Italia. Triana caminaba entre calles y plazas, a la expectativa de encontrar ese lugar que iba a garantizarle por algún tiempo tranquilidad de vida en una ciudad tan extensa y compleja, por primera vez visitada. Delante de él estaban los edificios con elegantes cornisas, frontones espléndidos de triangulación altiva, donde reposaban los entablamentos sostenidos por columnas de piedra. A cada paso que daba le parecía que pisaba la sombra de nobles que ya habían desaparecido para siempre. Ya no estaban los antiguos mercaderes de caballos, esos que muchos siglos atrás abrían la jeta a sus animales en el momento de hacer las transacciones. La historia aparecía y se escondía en cada rincón. Estaban en físico, pero no en la memoria, las piedras que el papa Calixto III había mandado a ubicar en ese espacio que desde siempre se había llamado Campo dei Fiori. El Papa era ya un olvido permanente, un espanto inofensivo en medio de edificios como el Palacio Orsini. Entre la multitud de jóvenes que se hallaba en las terrazas cervezas en mano, el único que se detuvo ante el monumento a Giordano Bruno fue Roberto Triana. En silencio saludó al hereje que seguía inmune como si su muerte en la hoguera hacía más de 350 años buscara de nuevo renacer de sus cenizas. El palacio que encontró el viajero colombiano tenía mucho de renovación. En sus paredes de piedra asomaban innúmeras ventanas que parecían ver lo que sucedía afuera. De nuevo le pareció que cada centímetro de aquel lugar hablaba de sus años bajo el cielo romano. Era como si su constructor, Cosimo Orsini, reapareciera para reclamar su obra. Llegó a la puerta del edificio. Detrás de una verja de hierro había un timbre escondido. Esperó a que le abrieran. El tiempo se hizo infinito. Era como si hubiera necesitado que eso pasara para entender el lugar. En Bogotá, antes de viajar, había conocido por boca de Germán Arciniegas algunas historias que albergaba el castillo. Por eso, en su mente escuchó el llanto de un recién nacido. Era como si la parturienta le hubiera dado una nalgada al neonato. Se trataba del hijo de una de las familias que habían ocupado aquel lugar adonde había ido a buscar a Emma Reyes, el niño Eugenio Pacelli, quien más tarde se convertiría en el papa Pío XII, que duró en el pontificado hasta 1958.

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Vista panorámica de Roma.

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Roberto frente al mar Adriático, Yugoslavia.

–¿Sí? –preguntaron desde dentro de la edificación– ¿Quién es? Era la voz de Emma Reyes, que indagaba ante el llamado a su puerta. –Yo, Roberto Triana respondió desde fuera el visitante. El recién llegado le entregó a la dueña de casa la carta de presentación de Germán Arciniegas para que le brindara ayuda y alojamiento luego de un largo viaje trasatlántico. Emma tenía 40 años de edad. Apareció como era, delicada y fina de cuerpo, nariz recta y sonrisa permanente sobre una boca delgada. Sobre su cabeza lucía una cabellera corta que caía en rizos suaves. Atrás, aquellos cabellos terminaban en una moña. Por dentro, las habitaciones de la anfitriona parecían propias de un elegante establecimiento dedicado a la venta de antigüedades. Los muebles, armónicos y bien distribuidos, contrastaban con los cuadros de frutos gigantes que ella misma había pintado. En la cabeza de Roberto Triana aparecieron imágenes de la vida de la compatriota, la misma mujer de vida sencilla que con mucho esfuerzo había logrado pasar de la pobreza total al bienestar. La vio en su imaginación llegar a Buenos Aires en 1943, antes de comenzar a pintar. De inmediato le pareció verla llena de colores al lado de Antonio Berni, uno de los mejores pintores argentinos del siglo XX. Emma Reyes, sobre una tarima, acompañaba al ilustre artista a reali-

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zar un mural. Sabía que ella había sido muy disciplinada, que había estudiado en París en la academia del cubista André Lothe, autor de El baile. Ella misma le contó que había ido a Washington a trabajar en las cartillas de alfabetización para la Unesco; que había trabajado en México con Diego Rivera; que en la prestigiosa galería de Lola Álvarez-Bravo, la fotógrafa, había organizado la última exposición en vida de Frida Kahlo; y que en ese mismo lugar del Distrito Federal había expuesto junto a Rivera, José Clemente Orozco y Rufino Tamayo. Sin embargo, a pesar de tantos éxitos, la ahora amiga de Roberto Triana había tenido que vivir pobremente en un sótano de Roma, desde donde, por una ventana, veía pasar los zapatos de los transeúntes. “Esta es su habitación”, le dijo Emma Reyes a Triana, mientras le señalaba un armario donde ubicar su equipaje. Corto tiempo permaneció el colombiano en el palacio Orsini. Emma era una mujer de buen genio y alegre, que sonreía con facilidad. Acostumbraba conversar durante largas horas; tomar un capuchino en la cercana Plaza del Popolo; ir a teatro, a ópera o a cine; vestir con elegancia; viajar de improviso con amigos a Florencia o a Nápoles, como lo hizo con el joven pintor colombiano Carlos Rojas; dar buenas propinas; aparecer en la embajada de Colombia; ser el centro intelectual de su país en Roma, junto al embajador Germán Arciniegas; hablar con todas la figuras de las letras, el cine y el arte; y, desde luego, ayudar a quien pudiera.

El estudiante de cinematografía en el edificio rectangular Por fin Roberto Triana estaba frente al edificio del Centro Sperimentale di Cinematografia. Tenía ante sus ojos una construcción rectangular de dos secciones unidas; la de la derecha sobresalía varios metros a la otra, un poco más atrás. Las dos se alzaban con dos plantas que se extendían como si fueran, a pesar de su tamaño, moles delicadas, gracias a su estilizada arquitectura. Triana caminó por el espacioso antejardín donde una glorieta con altas y fuertes astas esperaba algunas banderas que debían conducirlo a una gran entrada lateral. La primera planta del edificio central tenía cinco puertas rectangulares que concordaban con igual cantidad de ventanas del segundo nivel. Ya dentro, encontró la modernidad de los espacios y la claridad sobre baldosas que brillaban como mármol y que remataban con la blancura del cielo raso. El edificio, ubicado en Vicolo del Puttardello, remontaba su historia hacia el año de 1935 como proyecto y obra de Benito Mussolini. El Centro Sperimentale di Cinematografia había sido pensado para construir y consolidar, como lo hizo, el arte y la técnica cinematográfica y el desarrollo del cine en Italia.

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Roberto entendió que su presencia en ese lugar era un gran logro personal. Pocos podían entrar a realizar estudios en un sitio que se había convertido en la meca del cine del Viejo Continente. Sin embargo, tuvo que adaptarse al nuevo estilo de vida, y no le fue difícil. Habían admitido en total a diez estudiantes: cinco italianos y cinco extranjeros. Todos estaban interesados en ser buenos alumnos y profesionales de la cinematografía. En el mismo banco de estudio que le correspondió a Roberto Triana se sentó Liliana Cavani, joven disciplinada, que con los años sería una de las directoras de cine más importantes de su país y que tendría entre sus logros Más allá del bien y del mal, película sobre la vida de Federico Nietzsche, y Portero de noche, del que Luchino Visconti sostuvo que era la película que a él le hubiera gustado dirigir. Roberto Triana apoyó durante algún tiempo a su compañera de estudios cuando la RAI le ofreció a esta el trabajo de montar un enorme material del Tercer Reich, o Tercer Imperio de Hitler. La labor fue enorme, pues se buscaba organizar todo ese antiguo material que alguna vez interesó a los nazis para lograr el dominio de Europa. Se trataba de miles y miles de metros de película en las que Triana ayudó en un principio, pero que con el tiempo tuvo que dejar para realizar otras actividades. En muchas ocasiones, Liliana, nacida en Módena, la ciudad de armoniosos y repetidos edificios que desde las alturas parecían formar como un ejército en su cuartel, recibía en su habitación de Roma productos típicos de su ciudad natal, entre ellos la zampone, embutido de pata de cerdo que de inmediato repartía entre sus compañeros de clase. Una vez recibía la zampone marchaba con sus amigos al comedor del Centro Sperimentale di Cinematografia, ubicado en uno de los edificios de atrás. Sentados, la conversación giraba en torno al fiambre. Liliana Cavani explicaba en qué consistía la técnica de conservación de la carne de cerdo. De inmediato sus comentarios se iban a la preparación del embutido, que se remontaba a la corte de Pico della Mirandola. Desde aquellos años se había hecho para superar la invasión a la que el papa Giulio II había sometido a la ciudad. Explicaba cómo las madonas, para evitar que los porcinos cayeran en manos de los invasores, preferían sacrificarlos y conservar las carnes y ocultarlas sin que sufrieran daños por un pronto envejecimiento. Como propósito académico, la italiana y el colombiano, que aún cursaban segundo año de cinematografía, decidieron hacer un documental sobre Luchino Visconti, quien para la época era, sin duda, uno de los directores de cine más reconocidos en Italia por haber logrado vencer la censura fascista. Visconti era tan popular que de modo coloquial se decía que estaba “hasta en la sopa”. Decididos, Liliana y Roberto iniciaron la cacería personal al director de El Cartero llama dos veces, Roco y sus hermanos y El Gatopardo, basada esta última en la novela de Giuseppe di Lampedusa. Fueron hasta su casa, donde se filmaba una película llamada Lástima que seas una puta, con la actuación de la diva austriaca Romy Schneider y del galán francés Alain Delon, el enamorado de toda la vida de la primera.

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Roberto en un día de lluvia en Roma, Italia.

Al llegar a la casa del director, cerca de Ostia, Liliana y Roberto lo encontraron en su hora de almuerzo. De inmediato le hicieron la propuesta del documental. “Estoy muy ocupado”, respondió Luchino, con una sonrisa siempre alegre en sus labios y una mirada fija en su reloj. Sin embargo, los entendió y les permitió filmar sin interrumpir sus apretadas ocupaciones. Debido a lo anterior, la suerte no favoreció a los dos jóvenes estudiantes, que no lograron realizar su documental al acabarse los plazos académicos que otorgaba el Centro Sperimentale di Cinematografía. Sin embargo, desde ese momento nació en Roberto Triana su interés por el documental. Comenzó a estudiar y a leer con detención todo lo que se había escrito sobre Nanuk el esquimal, de Robert Flaherty, filmado en 1922, con 75 minutos de duración, considerado el primer documental de la historia del cine. En otra ocasión, Liliana y Roberto, después de alguna larga jornada de estudios en el Centro Sperimentale di Cinematografia, decidieron ir a cine. Se promocionaba La fuente de la doncella, realizada años atrás, en 1959, en blanco y negro, por el director sueco Ingmar Bergman, quien con ella obtuvo en 1961 los premios Óscar y Golden Globe como el mejor filme extranjero. La película se desarrolla en el siglo XIV, y tiene muchas escenas de crueldad. Una conmovió a los dos estudiantes. El protagonista azotaba de tal forma un árbol que les hizo brotar lágrimas al colombiano y a la italiana. Toda la sala de cine, de igual modo, lloraba. La trama sencilla era conmovedora: Karin, interpretada por Brigitta Petterson, de ternura adolescente, es hija de Tore y Mareta, pareja de

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Escenas de la película La fuente de la doncella (1959) del director sueco Igmar Berman.

muy estricta y ferviente religiosidad. El padre quiere que su hija acometa un protocolario cumplimiento religioso: llevar durante la Semana Santa, desde su granja, un presente a la iglesia del poblado. Debe cruzar a caballo un bosque. La doncella parte acompañada de Ingeri, su media hermana. El drama de la obra está en este hecho. Ingeri no profesa el cristianismo, es una adoradora secreta de Odín y de otros antiguos dioses escandinavos. Les ruega a todas sus divinidades paganas que una desgracia caiga sobre Karin, a quien ella odia y desprecia. Su deseo parece cumplirse. Durante el viaje, Karin queda sola cuando Ingeri se retira. Tres hombres vagabundos, andrajosos y sombríos pastores, aparecen y la violan de modo cruel, hasta cuando muere y le roban los ricos ropajes que llevaba puestos. Ingeri observaba escondida la trágica escena sin hacer el menor esfuerzo por ayudar a su media hermana. Tore y Mareta tendrán un cruce del destino. Los asesinos de su hija llegan a su casa a pedir comida y abrigo ante el clima invernal. Se presenta la oportunidad de ofrecer en venta a Mareta y Tore la ropa de su hija asesinada como si fuera de una hermana fallecida de los dos criminales. Tore, el padre, descubre a los asesinos de su hija y de nuevo se desata una violencia atroz. A la salida del cine Roberto Triana le pregunta a su compañera de estudios: –¿Cómo te pareció la película? –Así es como yo quiero hacer mi cine –dijo ella. Ojalá algún día pueda conocer a Bergman. Su deseo nunca se dio, pues el encuentro con el director sueco le fue esquivo. Liliana toda la vida hizo cine, pero al final se cansó y se puso a dirigir ópera. En la actualidad, desde su casa en la isla Tiberiana, en medio del río Tiber, en el centro de Roma, Liliana Cavani permite que el tiempo pase como esas aguas que corren y observan al templo de Esculapio, dios romano de la medicina.

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Los maestros del Centro Sperimentale di Cinematografia Las primeras clases que Roberto Triana recibió en el Centro Sperimentale di Cinematografia lo pusieron frente a Giorgio Prosperi, un hombre que estaba en el cine como director desde 1934, cuando el régimen fascista de Mussolini imponía su ideología. Tenía a su haber innumerables películas que desarrollaban el tema de la historia. El profesor entraba a clase con una seriedad que producía cierta distancia y temor. De su boca salían todas las explicaciones que aleccionaban sobre dirección, manejo de cámaras, actuación y sonido. Hablaba y hablaba y se veía el movimiento de sus labios cubiertos por un pequeño bigote, que partía grueso del centro, debajo de la nariz, para terminar afilado a los lados como hilos delgados. Además de ser doctor en derecho, desarrollaba la dirección y la crítica cinematográfica con una experiencia que lo llevó a crear la primera escuela de cine y a ser el primero en realizar un filme sonoro en Italia. Triana y sus demás compañeros de clase sabían que aquel personaje de carácter fuerte era de los que decía “la letra con sangre entra”. Había hecho cine en los años difíciles de la guerra bajo la vista vigilante del régimen. En 1968, su última película fue Simón Bolívar, biografía de El Libertador. El profesor Giorgio Prosperi había nacido en Roma en 1911. Con su rostro plácido, que terminaba en una frente amplia coronada por una suave alopecia, llegaba siempre puntual a su clase del Centro Sperimentale di Cinematografia. Todo el mundo estaba enterado de su trayectoria, de que había colaborado en el guion de Ladrón de bicicletas, de Victtorio De Sica, y que era uno de los guionistas de las principales películas del neorrealismo italiano. Triana y sus compañeros de clase se sorprendían con el comportamiento de Prosperi. Era muy extraño, callado. Lo primero que hacía al entrar a clase era abrir la ventana que daba a la calle de Cinecittà y permanecer parado frente a ella, a la espera de que pasara el puntual tranvía. Una vez el vagón del servicio público hacía su ordinario recorrido, cerraba la ventana que había abierto e iniciaba su clase. Su voz surgía clara y precisa para ayudar a entender la dramaturgia del guion, la comprensión de los tiempos internos que debían tener las escenas, el ritmo de las imágenes... Con pedagogía hacía que todos los que lo escuchaban entraran a entender la problemática de la cinematografía. Al llegar a Roma, Triana comenzó a entender que el neorrealismo era una cinematografía nacida de la necesidad. Italia estuvo en política y de modo militar en la órbita del Eje durante la Segunda Guerra Mundial. Antes del conflicto su economía estaba mal. Todo el país había tenido una recesión fuerte y, sin embargo, ello no había sido impedimento para que se realizara cine. Decidieron, en esos momentos del posconflicto mundial, hacer producciones de bajo presupuesto, con la inclusión del pueblo, de las realidades sociales que tanta importancia tenían para los latinoamericanos al otro lado del mundo, donde subsistían los mismos problemas de injusticia, y que hacía necesario, entonces, una prudente pausa sobre los temas del amor, ya que otras necesidades reclamaban atención.

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Además del profesor Prosperi, uno de los maestros más importantes de la escuela neorrealista que tuvo Roberto Triana fue Roberto Rossellini, maestro iniciático del neorrealismo italiano. Rosselini tenía entre sus películas Roma, ciudad abierta, que, con su estreno el 27 de septiembre de 1945, inauguró en Italia, de modo oficial, la escuela mencionada. Sin embargo, durante los años en el poder de Benito Mussolini, y a su servicio, realizó su trilogía fascista, que incluye La nave blanca, Un piloto regresa y L’uomo dalla croce. Roberto Triana lo escuchó hablar en sus clases. Los primeros años del posconflicto mundial fueron difíciles. Rossellini, al no tener dinero suficiente para poner en marcha sus proyectos, empleaba película ya usada. La falta de equipo para la sonorización no era impedimento, pues rodaba primero con ese vacío de sonido con la ilusión de incorporárselo después. Trabajó con actores no profesionales, con individuos ajenos al cine que reclutaba en calles y plazas. Cambió después de rol y del neorrealismo pasó al cine convencional. En 1954 Rosellini produce, con su dirección y la actuación de Ingrid Bergman, su película Giovanna d’Arco al rogo, con argumento y guion nacidos de un poema de Paul Claudel. Lo curioso fue que Ingrid, en 1948, ya había actuado en los Estados Unidos, como la Doncella de Orleáns en otra de las películas sobre la heroína francesa, titulada Joan of Arc, dirigida por Víctor Fleming, que obtuvo dos Óscar, el primero por la mejor fotografía y el segundo por el mejor vestuario. Pero ese no fue el único asunto de conocimiento académico para el estudiante llegado de Colombia. Entre otros contenidos temáticos, la historia hizo parte de su proceso educativo. El profesor de esta tendencia que influyó en Triana fue Alessandro Blasetti. Nacido en Roma en 1900 murió en 1987. Risueño, con cara de facciones simétricas y agudas, Blasetti peinaba su cabellera lisa hacia atrás, mientras sobre su labio superior su bigote parecía extenderse como dos alas de águila en vuelo. Su trabajo cinematográfico comenzó en 1934 con su película 1860, de tema histórico, en la que aparece un héroe campesino que busca a Garibaldi. Para algunos, Blasetti fue el precursor del neorrealismo italiano, a pesar de que, como ya se ha dicho, la crítica no ha dudado en considerar a 1945 como el año oficial de dicha escuela cinematográfica, con la película Roma, ciudad abierta, de Roberto Rossellini. María Rosada o la señora Rosada, como la llamaban sus estudiantes del Centro Sperimentale di Cinematografia, fue otra de las educadoras decisivas en los conocimientos que Triana logró en Roma. Se trataba de una mujer delgada, de regular estatura, muy blanca, de nariz recta, rostro bizantino y cabello liso agarrado con presillas. Había hecho, entre otros, el montaje de La carroza de oro, del director y guionista Jean Renoir, que había sido filmada en los enormes estudios de Cinecittà, al que muchos llamaban “Hollywood sobre el Tíber”. Triana, que se había amistado con la señora María Rosada, la oía hablar sobre esa película, sobre lo que había sido su experiencia en ese montaje, lo que significaba su argumento, lo que representaba para Latinoamérica y los latinoamericanos, más cuando el tema del filme de Renoir se desarrollaba en el siglo XVII en el Perú.

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El Centro Sperimentale di Cinematografia en Roma, Italia.

Aparecían de inmediato las imágenes cinematográficas de un grupo de cómicos italianos que había viajado a esa colonia española, en el mismo momento en que el Virrey había comprado una carroza de oro. La señora Rosada, que en ese instante y que ya por fuera de clase tenía la palabra puesta sobre ese y otros episodios de la película, detenía la charla y con la mirada puesta desde las alturas de su apartamento, que se hallaba en el Foro Romano, con vista a la Columna de Trajano, preguntaba con cierta satisfacción a Triana por un colombiano que tres años atrás había sido su estudiante en el Centro Sperimentale di Cinematografia, cuyo nombre era Gabriel García Márquez, el mismo que de Roma tenía un recuerdo preciso, como si hablara tal vez de la vivienda de la señora Rosada cuando se refería a sus ventanas, aquellas que estaban tan cerca de las ruinas del Coliseo que desde ellas no solo se veían los miles y miles de gatos adormilados por el calor en las graderías, sino que se percibía su olor intenso de orines fermentados. María Rosada fue tal vez la única profesora en el mundo de la que García Márquez adulto pudo aprender algo, sin aburrirse o protestar, con quien conoció las técnicas del montaje. De él, ante Roberto Triana, afirmó: “Era un muchacho muy inteligente, un estudiante interesado más en el neorrealismo que en el cine. Recuerdo que fue a Castelgaldonfo, la casa de veraneo de los papas, a treinta kilómetros de Roma, para asistir a dos audiencias públicas, en las cuales, entre otras cosas, como si para ese entonces ya lo hubiera conocido a usted, comparó la plaza principal de Castelgaldonfo y sus lugares de ventas con El Espinal en las fiestas de San Pedro”.

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Las clases de María Rosada eran magistrales y novedosas. Enseñaba a unir las películas a mano. Hacía raspar los bordes de los fotogramas y pegarlos con una mezcla de acetato. Alguna vez tomó una copia de El acorazado Potemkin, de Serguéi Eisenstein, separó las escenas, las revolvió y de nuevo las hizo juntar. Los estudiantes escogían los fragmentos para unirlos lo más parecido a la secuencia original. María Rosada recomendaba siempre que el guion se convirtiera en realidad fílmica, que fuera aprovechado para no solo contar la historia, sino para tener el ritmo de vida, y para ello era necesario rodar cada escena con la certeza de dónde y en qué sitio justo iba a montarse.

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La señora Rosada tenía el hábito de comenzar su clase después de unos minutos de la hora de inicio. Su demora se debía a que primero sacaba de su bolso un termo y repartía café, y durante diez minutos explicaba o debatía sobre los temas a tratar. “Esto conserva el buen humor y hace bien al corazón”. Al terminar la clase hacía que los estudiantes dijeran: “Esta clase no ha terminado”. Y de inmediato agregaba: “Para mí sí, y me voy”. En el momento en que Roberto Triana decidió salir de Italia para regresar a Colombia, la señora Rosada le dijo en su apartamento, cuya ventana miraba como un ojo abierto al Coliseo romano: “Roberto, vaya a ese armario. Ahí encontrará una caja negra; ábrala. Dentro de ella está una cámara. Se la regalo porque mi hijo nunca me ha respondido. Esa cámara es sagrada: con ella el holandés Joris Ivens filmó en 1960, Italia no es un país pobre”. Después de esa despedida, la señora Rosada y Roberto Triana nunca más volvieron a verse. Leone Massimo, profesor de música del Centro Sperimentale di Cinematografia, era un príncipe verdadero, descendiente de Quinto Fabio Máximo (Massimo), quien vivió en el siglo III a. C., miembro de una de las más antiguas familias de Italia y de quien se decía que uno de sus antepasados había luchado contra Aníbal, el cartaginés de los elefantes. El profesor Leone portaba su título de príncipe con modestia, aunque vivía en uno de los palacios más bellos de Roma, el Palazzo Massimo, construido por la orden que Pietro Massimo le dio a Baldassarre Peruzzi, uno de los arquitectos más célebres del momento. Simpático y alegre, Massimo, para dictar su clase, se paraba junto al piano y a un aparato electrofónico. Por momentos se ausentaba para responder una llamada telefónica que llegaba todos los días a la misma hora. Se trataba de alguno de sus subalternos que desde el Vaticano lo ponía al tanto de algún problema que él debía resolver por ser ministro de Comunicaciones y asistente del Pontífice. A pesar de su duplicado accionar en lo académico y lo administrativo, nada de ello alteraba el desarrollo de sus magistrales lecciones de la música e historia de la música en el cine.

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Muchas veces, a la salida de clase, disminuía la velocidad de su automóvil, y, con la cabeza asomada por la ventanilla, decía: “Triana Arenas, ¿lo llevo?”. Y la respuesta podía, ser: “Sí, gracias” o “No, gracias”. El estudiante colombiano vivía en la Via dell’Anima, paralela a la Plaza Navona, a dos cuadras del palacio del profesor y príncipe Massimo. Cuando Roberto Triana aceptaba el viaje, la conversación giraba en torno a los asuntos del Vaticano, los museos y las jerarquías. En su palacio, el profesor y príncipe Massimo conservaba los restos mortales de san Felipe Neri, aquel santo que se negó a participar en un concilio porque se había propuesto no volver a utilizar la inteligencia. La fiesta en honor al santificado tenía la tradición de hacerse cada año con la apertura del palacio al público el 19 de marzo, fiesta que coincidía con el día de San José. Para la ocasión, los empleados del príncipe se vestían de época, es decir, con arreos del siglo XVIII. Leone Massimo y sus hijos participaban como guías de los visitantes.

El cinema novo de Glauber Rocha Durante su estadía en Italia, Roberto Triana se tornó itinerante. Viajó muchas veces de Roma a París y de París a Roma, y en cada oportunidad se le abrieron nuevas puertas. Sus viajes representaban un encuentro con la novedad y la creación. Estaba en la región y en el tiempo de las figuras. En una oportunidad el saludo era para Elio Petri, uno de los maestros de la nouvelle vague, director de El asesino; en otra el encuentro podía ser con Jean Rouch, quien había viajado a África para trabajar como ingeniero civil y supervisor en proyectos de construcción en Níger. Rouch luchó en Francia en la Resistencia durante la Segunda Guerra Mundial, y se interesó por el cine etnográfico. De él Triana aprendió mucho cuando asistió a sus clases en el Museo del Hombre. Glauber Rocha (1938-1981) también hizo parte de las oportunidades que tuvo Roberto Triana de hablar con los más importantes y activos personajes del cine de ese entonces, y de reencontrarse con ellos en festivales internacionales, restaurantes y cafés para continuar como viejos amigos compartiendo experiencias. En el momento en que se relacionó con el colombiano, Rocha tenía a su haber dos cortometrajes, Patio (1959) y Cruz en la plaza (1959), y un largometraje, Barravento (1961). En su físico, el joven cineasta brasileño se parecía al rey francés Luis XIV. Los dos usaban una larga cabellera en rizos, que caía alborotada sobre una estola, como se ve al monarca en el retrato gótico elaborado por Rigaud o como se aprecia a Glauber cuando posó para una fotografía frente a una cámara de cine. Los dos tuvieron una frase similar: “El Estado soy yo” (Luis XIV); “Yo soy el cinema novo” (Glauber Rocha). Político por vitalidad, el brasileño decía que:

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Roberto Triana, primero a la izquierda, con sus amigos Paolo Poeti, Roberto Capana y Teresa Forero en la cocina de su apartamento romano.

El cineasta del Tercer Mundo no debe tener miedo de ser “primitivo”. Será solo ”naïf” si insiste en imitar la cultura dominadora. También será “naïf” si se hace patriotero. Debe ser antropófago y dialéctico. Hacer de manera que el pueblo colonizado por la estética comercial / popular (Hollywood), por la estética populista / demagógica (Moscú), por la estética burguesa / artística (Europa) pueda ver, entender y comprender una estética revolucionaria / popular que es el único objetivo que justifica la creación tricontinental. (“Dos manifiestos”, Arcadia va al Cine, N° 1, Bogotá, marzo–abril de 1982, p. 4).

Durante los festivales cinematográficos, Glauber Rocha y Roberto Triana dialogaban. Los temas de las charlas no podían ser otros que los de las películas que acabara de presentar el brasileño, entre ellas Dios y el diablo en la tierra del sol, uno de los logros más altos del cinema novo. Esta película impresionó a todos sus espectadores. El joven Triana estaba muy cerca de los cambios que el cine mundial originaba. Una nueva imagen desconocida de Latinoamérica está ante sus ojos: la cinta comienza con un plano tomado desde el aire sobre el sertón, la desértica tierra del noreste del Brasil, y remata con un enfoque principal de una cabeza de un semoviente muerto llena de moscas. Manuel, el protagonista del filme, es un campesino que tiene la ilusión de vender algunas de sus vacas para comprar un terreno para él y para Rosa, su mujer, pero con tan mala suerte que cuando las arrea junto a las de su patrón, el terrateniente, cuatro son picadas por serpientes. Los semovientes muertos pertenecen al último, y este, al ser informado del hecho

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Una escena de la película Dios y el diablo en la tierra del sol, del director brasilero Glauber Rocha.

se las cobra a Manuel, quien lo mata. El campesino tiene que huir con Rosa. De ahí en adelante el filme sigue con la violencia y la religión y con los santones desde lo simbólico que generan en el pueblo.

Magdalo Mussio y la revista de intelectuales del Grupo 63 Hacía poco de más de dos décadas, Benito Mussolini, junto a su amante Clara Petacci, habían sido capturados y fusilados por los partisanos, el 23 de abril de 1945, en una casa campesina cerca de Dongo cuando intentaban huir hacia Suiza. Los cadáveres fueron trasladados a la Plaza Loreto de Milán. Allí recibieron de la multitud toda clase de ultrajes. Policías comunistas y bomberos colgaron los cadáveres de los dos amantes. Mucho tiempo después, el día de Año Nuevo de 1967, los fantasmas del dictador y su mujer no dejaban de perturbar la conciencia de los italianos. Para un número considerable de ellos, el accionar del dictador y de Clara Petacci permanecía vivo en la memoria individual y colectiva. La noche del 31 de diciembre de ese mismo año, la Ciudad Eterna estaba alegre bajo el brillo de la constelación de Aquila, el águila celestial, que se mostraba

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triangulada y estacionada sobre la barroca Plaza Navona. Los pasos de Roberto Triana se habían alejado de ese, su lugar habitual, para desplazarse por entre los vericuetos de Roma. Al final de la caminata, llegó a un gran portón que correspondía a la casa de una amiga que lo había invitado a una fiesta para decirle adiós a ese nuevo vencimiento en el calendario. Al lado de Triana, como salido de los ruidos que dejaban las bocinas de los autos, apareció un hombre joven de gabán que lo saludó. Los dos, uno frente al otro, quedaron dándose la cara. Habían coincidido como invitados a una fiesta del último día de diciembre que muy pronto sería parte de otros más que confirmarían el año viejo. Después de saludarse, sacudieron los nudillos de sus manos contra aquella puerta de cedro, pero nadie les abrió. El ruido que salía del interior era infernal, propio de una multitud en fiesta que hablaba al tiempo y escuchaba música vibrante. Cuando dieron el décimo golpetazo, la puerta se abrió de repente. Se oyó una algarabía, y detrás de la profusión de voces un remolino de cuerpos cayó al suelo. Frente a Triana y al otro visitante estaba una multitud alegre que reía a carcajadas. Los dos recién llegados se sintieron atropellados por la fuerza de un torbellino humano. Era tal la cantidad de personas que se hallaba dentro y que luego quedó fuera ante la puerta abierta que habría podido decirse que la misma casa, como si se tratara de un ser vivo, había tomado la decisión de arrojar como un aluvión a aquella multitud festiva. El caballero del gabán se presentó ante Triana: “Me llamo Magdalo Mussio”. Casi a gritos, como para que fuera escuchado, contó que se dedicaba a las artes gráficas y al periodismo. En sus palabras apareció el fantasma de Mussolini. Después del ventarrón fascista varios intelectuales, conocidos como Grupo 63, se habían reunido, en un principio en Milán, bajo el auspicio de Lerici, el millonario del acero, para fundar la publicación Revista Marcatre di Cultura. Varios de los invitados se unieron a la conversación. En medio del sonar de las copas de cristal, aparecía como punto de referencia el último artículo del arte pre pop y del pop, lo que significaba hablar sobre la sexualidad como lo hacía uno de los colaboradores en las páginas de Marcatre, Wilhelm Reich, el célebre psicoanalista que había desarrollado la teoría del reflejo de orgasmo. Nadie olvidaba que el escritor alemán había tratado el movimiento involuntario, sin control y reiterado de la cadera en el momento de la descarga orgásmica, planteamiento que trajo de los cabellos a todos los analistas de diván. En este controvertido medio entraba a escribir el colombiano Roberto Triana. Por toda Roma e Italia se escuchaban comentarios sobre los temas que aparecían en las páginas de Marcatre con la firma de Humberto Eco, Italo Calvino, Paolo Portoghesi o Gillo Dorfles, todos miembros del Consejo de Redacción de la publicación. Roberto Triana seguía atento a lo que sucedía en aquella fiesta de intelectuales y artistas. A la hora de conversar tenía mucho que contar. Habló de cine y de las fábulas precolombinas que escribía. Magdalo Mussio quedó muy interesado sobre el trabajo literario del colombiano, ese nuevo conocido con quien estuvo a punto de ser aplastado por la multitud que caía al suelo al momento de abrirse de impro-

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Roberto en la entrada lateral de una abadĂ­a cisterciense, en Subiaco, Italia.

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viso la puerta de entrada de la casa de una amiga común. Triana tenía un talento y una agudeza para la imagen visual y escrita. Mussio, de inmediato, entendió que aquellas habilidades mucho le iban a servir a la revista que había nacido como una necesidad de borrar el fantasma fascista entronizado por Mussolini durante más de veinte años, que había estancado el arte y las letras italianas. Mussio le solicitó que le colaborara con la publicación del Grupo 63. Triana aceptó complacido para convertirse desde ese momento en columnista de uno de los medios más importantes de Italia. De este modo, no fue una, sino catorce las leyendas precolombinas que escribió para que las conociera por primera vez un público lector italiano que se hallaba muy lejos de ese mundo exótico que Roberto Triana les llevaba desde el Nuevo Mundo. Con el paso de los días, el cineasta ibaguereño comenzó a sacar de lo más dentro de sí aquellas imágenes que durante su infancia y su juventud había visto y vivido en tierra caliente colombiana, en los departamentos del Huila y del Tolima, y que en él aparecían y reaparecían en medio de una ciudad de monumentos y ruinas eternas en piedra y mármol, llena de leyendas, césares, emperadores y escándalos de sexo, política y espionaje, combinados en pantalla grande o chica con la presencia de divas que no llegaban a la batahola provocada por una corista de 19 años, Christina Keeler, y el ministro de Guerra del Reino Unido John Profumo. En la década de los sesenta del siglo XX, Italia establecía otros mitos como aquellos que producían actrices como Sophia Loren, Claudia Cardinale, Giulietta Massina, Virna Lisi o Laura Antonelli.

Con Elsa Morante, Alberto Moravia y Pasolini Roberto Triana conoció a la escritora Elsa Morante, la mujer de Alberto Moravia, gracias a que Emma Reyes se la había presentado en un encuentro social en la Embajada de Colombia en Roma. Esa fue la oportunidad para decirle que quería hablar con el autor de Agostino, esa primera y corta novela de Moravia que apenas supera las cien páginas, escrita en Capri, cuyo asunto giraba en torno al adolescente huérfano de padre que pasa vacaciones con su madre en el Mediterráneo y termina enamorándose de ella en un Edipo no trágico, sino doloroso por su condición social alta, que se pone al descubierto cuando se encuentra con Berto, hijo de marineros y sus otros amigos adolescentes. Por su trabajo literario, además de estar casados, Elsa y Alberto tenían un reconocimiento que en 1941 les permitía participar de una actividad común, aunque en el momento en que Roberto Triana los conoció ya había entrado en crisis su relación vincular.

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Moravia tenía circunstancias de vida que remitían a Triana a recuerdos de su infancia, cuando estuvo a punto de perder un ojo con la esquirla que saltó de la manipulación de una pulsera de reloj, lo que lo obligó a suspender sus estudios en el Colegio San Simón, de Ibagué, situación similar a la que relató en 1944, en Agostino, el autor italiano, que había tenido que dejar sus estudios debido a una tuberculosis en los huesos, enfermedad que padeció en la infancia. Este, como muchos otros casos similares de escritores reducidos por la enfermedad durante las primeras etapas de la vida, le brindó la oportunidad de sustituir el tiempo de escuela por muchas lecturas, igual a como lo había hecho Triana y ahora lo explicaba el italiano en su primer encuentro en la casa de Elsa Morante. Alberto Moravia vivía en un apartamento independiente, separado del de su ex esposa solo por una puerta. Vivían en Vía Oca, cerca de la Piazza di Popolo. El encuentro se dio cuando Roberto Triana, frente a la puerta de Elsa Morante accionó el timbre y Moravia abrió la puerta. “Por favor espérela, que está ocupada; ya sale”, dijo el escritor italiano. El diálogo se inició de inmediato debido a que el estudiante colombiano de cinematografía tenía una curiosidad literaria nacida de la lectura de Los indiferentes, la primera novela que el futuro autor de La romana había escrito en 1929, cuando tenía 27 años de edad. –¿Por qué, al estar usted enfermo ha escrito esa novela? El interrogante lanzado por Triana quedó suspendido en el aire, como si vibrara por cuenta propia. Moravia llevaba puesto un traje de tres botones, de mucha elegancia, como si fuera el actor Cary Grant, sinónimo absoluto de máxima distinción. Su respuesta brillaba en su mirada alegre y vital, que recorría el recinto donde se hallaban sentados. En nada se mostraba aquella vieja enfermedad de su infancia, y después la adquirida durante la adolescencia, cuando se vio obligado a ir al sanatorio Bressanone, donde aprovechó la oportunidad para escribir su libro y curarse de la enfermedad de Porr, mal que también le había atacado los huesos. Atrás habían quedado esos días cuando su cuerpo presentó un compromiso general de salud con baja de peso, carencia de fuerza y palidez. Solo una cojera le había quedado, como secuela visible, al caminar. La pregunta de Roberto Triana a Moravia se debía a la impresión que le había causado la caracterización dada por el italiano a los personajes en un perfecto realismo. En la obra, los hermanos Carla y Michele Ardengo, su madre María Gracia y Leo Marumeci, amante de esta última, logran mostrar la mezquindad y la falsedad de una burguesía envuelta en trampas y mentiras constantes. Triana se unió a los encuentros que la pareja Moravia Morante acostumbraba a realizar con cinco o seis amigos. Almorzaban en tertulia a la vuelta de la casa, en el restaurante Donde Otelo. Servían el plato romano espaguetis a la putanesca, que consistía en saltear a fuego mínimo ajos en una sartén, a los que se les incorporaba anchoas hasta que se disolvieran, se añadía tomates, se condimentaba con albahaca, sal y pimienta y se dejaba al fuego unos 25 minutos y luego en reserva; en una olla grande con agua se dejaba hervir un abundante puñado de sal marina, a la que agregaba los espaguetis hasta que quedaran cocinados al dente,

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para llevarlos, una vez escurridos, a una sartén donde se revolvían con la salsa que al principio se había preparado. Otro plato bandera que se comentaba mucho en las reuniones realizadas en el restaurante Donde Otelo era la pagliata, del proletariado italiano, cantada por Pasolini en un poema, cuya salsa era realizada con la leche que se halla en los intestinos de los becerritos sacrificados, que era preparada en los restaurantes que estaban frente al Matadero Municipal, en el barrio popular Testaccio. Moravia y Elsa, así como otros artistas, cineastas y escritores, iban al lugar por la pagliata. Era agradable verlos llegar a ese barrio de la carnicería pública, que había sido formado muy cerca de una loma artificial con todos los desechos de cerámica. Era el botadero romano donde depositaban a los lares o dioses que cuidaban las casas las ánforas partidas que se usaban y quedaban en mal estado en los primeros almacenes, y que se tornaron la ofrenda de lo roto, de aquello que solo podía ser arrojado en ese monte sagrado. Un día de verano, mientras se alistaba para asistir a la casa de la novelista Elsa Morante, Triana decidió entrar a un café de Plaza del Popolo. Era aún temprano para la cita. En una de sus manos llevaba la primera novela publicada por la escritora, Mentira y sortilegio. Aún seguía activa en su memoria la imagen de Elisa, la protagonista. Se trataba de una muchacha huérfana, que vivía, como don Quijote, rodeada de obras fantásticas de aventura. La joven había escrito sobre su familia, su padre Francesco, su madre Anna, su primo Edoardo y una prostituta llamada Rosalía. Los personajes que aparecían con fuerza psicológica realizaban mil locuras que la escritora sabía proyectar con “el morbo de la imaginación”. Cuando Triana se puso en camino para cumplir con la invitación de Morante, pasó frente al Palacio Barbenini. Se trataba de una edificación en piedra, de tres plantas, con sus arcos romanos en puertas y ventanas, que desde 1948 se había convertido en la Galería Nacional de Arte Antiguo. Una sensación extraña tuvo el colombiano al llegar a aquella construcción histórica, que de por sí ya era una obra de arte, tal como las que albergaba en sus salones: cuadros de Rafael, El Greco, Caravaggio, Tintoretto... Triana se enteró de que durante la ocupación nazi de Roma, cerca del mismo lugar, 16 partisanos o Grupo de Acción Patriótica, en la Via Rasella atacaron con una bomba escondida en un carrito de basura a la Undécima Compañía del Tercer Batallón del Polizeiregiment Bozen. Se trataba de un batallón que cuatro años después de iniciada la Segunda Guerra Mundial había sido conformado con italianos germano parlantes de la norteña provincia al norte de Bolzano, Bozen en lengua alemana. Con la explosión murieron 31 de esos policías y dos civiles italianos. Cuando Hitler se enteró de esa acción entró en ira y mandó a ejecutar como represalia a diez nativos italianos por cada policía muerto. Al final, las ejecuciones sumaron un total de 335. Muchos de ellos habían sido detenidos antes del incidente, o eran presos políticos, reos en espera de juicio, condenados a pena de muerte y 75 judíos que iban a ser trasladados a campos de concentración.

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Roberto Triana encapuchado en Roma.

Roberto Triana parecía vivir aquel suceso cuando recorría la vía Rasella. Era como si aquel 24 de marzo de 1943 hubiera regresado ante los ojos del estudiante recién llegado, como si frente a él estuvieran los camiones facilitados por el ejército alemán, donde cargaban a los seleccionados para ser muertos, antes de llevarlos a las Fosas Ardeatinas, esas minas abandonadas que se hallaban a las afueras de la Ciudad Eterna, y, una vez introducidos en ellas, de cinco en cinco, asesinarlos. Muchos años después, cuando ya se encontraba de regreso en Colombia, Roberto Triana sabría que Elsa Morante, a quien se disponía visitar en su cumpleaños, escribiría y publicaría en 1974 su obra cumbre, la novela Storia, donde habría de recoger la tragedia de una maestra judía y de otras víctimas anónimas de la Segunda Guerra Mundial y el holocausto. Más tarde, en 1987, la novela sería llevada al cine coproducida y emitida por TVE, la RAI, Channel 2, Ypsilón Cinematográfica, Antenne 2 y Maran Films, con la dirección de Luigi Comencini y la interpretación actoral de Claudia Cardinale y Francisco Rabal. La fiesta de cumpleaños a la que se dirigía Triana debía comenzar a las dos de la tarde. Él debía llegar a la Via del Babuino, donde estaba la vivienda de Elsa Morante. Era un cuarto piso con terrazas decoradas con plantas. Al sonar el timbre la puerta se abrió y una voz lo invitó a que pasara y se sentara en la sala. “Elsa no demorará en salir”, dijo la persona que lo acababa de recibir. Triana esperó en silencio. Pasaron unos pocos minutos y alguien desde la calle hizo sonar de nuevo el timbre. Como no abrían la puerta, el colombiano decidió levantarse de la silla donde estaba. Delante de él apareció un hombre de cejas rectas, mirada fija y cabellera lisa, que caía hacia atrás con un camino a la izquierda. Sonrió y agregó con voz amable: “Buongiorno”.

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Su amiga Elsa Morante, escritora y esposa del novelista Alberto Moravia.

El director italiano Pier Paolo Pasolini.

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Llevaba en sus manos un paquete grande, delgado y rectangular. Entró con seguridad. No esperó en la sala. Se notaba que era de confianza para la casa porque se dirigió de inmediato a las habitaciones privadas. Al poco tiempo bajó con Elsa Morante, quien le dijo a Triana: “Roberto, te presento a Pier Paolo Pasolini, quien me acaba de traer un gran regalo”. Se trataba de un cuadro a plumilla de Rimbaud, el joven poeta maldito, según la célebre fotografía de Étienne Carjat. La obra dejaba ver una dedicatoria en francés: “Pour Elsa, de Artur (Faite par Pier Paolo Pasolini)”. El dibujo, bajo la luz que entraba por la ventana, ayudaba a resaltar las habilidades pictóricas del director de cine italiano. Era como si el dibujado, el muchachito despeinado y de mirada embriagada que se marcaba en infinidad de líneas, estuviera atento a lo que se hablaba de él por los que estaban como seres de carne y hueso fuera del marco. La voz de Pasolini sonaba apasionada, pero precisa. Hablaba en esos momentos de otro tema. Sus palabras parecían llevar al espacio de la sala de Elsa Morante la figura en blanco y negro de una muchacha, casi niña, embarazada. Frente a ella, un hombre un poco mayor, de mirada triste, decide darle la espalda para alejarse por un camino árido y polvoriento con una valla de piedra y arbustos menguados por la sequedad del ambiente. El hombre llega a una multitud de casas pequeñas y discontinuas sobre una loma y debajo de ellas una explanada donde un grupo de niños judíos juegan. De sorpresa aparece un efebo de vestimenta blanca que semeja ser un ángel sin alas. –Mi nueva película, El evangelio según San Mateo, va a ser un gran acierto –decía, sin dudar ni un ápice de las descripciones que hacía–. Para el papel de Jesús he escogido al actor vasco Enrique Irazogui. De repente, el director de Accatone y de Mamma Roma miró a Triana y le preguntó: –Roberto, como usted habla español e italiano, ¿podría ayudarme a que Irazogui lea el guion con usted para explicárselo y para que lo comprenda mejor? Se inició así una nueva amistad con Enrique Irazogui. Mientras leían el texto guía de la película, el tolimense y el euskera hablaban de literatura mundial, de la española, de La metamorfosis, de Kafka, o de las técnicas surrealistas en el arte. Roberto Triana estuvo atento a toda la actividad cinematográfica de Pasolini, el director de Teorema, ese intelectual de la imagen que Alberto Moravia consideraba como el mejor poeta, el de la boca sin tapujos, que originaba escándalos con sus declaraciones anti clericales. Triana asistía a todos los juicios que se realizaban contra quien había sido considerado un auténtico intelectual del Renacimiento, es decir, un artista prolífero que se desempeñaba bien en cualquier actividad creativa que tuviera al frente. Pasolini escribió sus primeros versos cuando era apenas un niño de siete años y dejó conocer sus textos líricos a los 19. Hizo estudios en la Universidad de Bolonia, y fue prisionero de los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. En 1947 perteneció al Partido Comunista, de donde fue expulsado por “indignidad moral”. Al respecto dijo: “Mi homosexualidad la he sentido siempre como un enemigo a

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mi lado, nunca la he sentido dentro de mí”. En 1966, en una premonición, le dijo a su amigo, el novelista Alberto Moravia, como iba a ser su muerte: “Soy un gatazo turbio que una noche cualquiera será aplastado en una calle desconocida”. Y, en efecto, así sucedió nueve años después. Fue encontrado muerto en los alrededores de la estación Termini de Roma, con el rostro desfigurado. Se acusó al golfillo Pino Pelosi, quien estaba con él. Una posterior investigación de la periodista y escritora Oriana Fallaci estableció que a Pasolini le habían dado muerte dos hombres y no Pelosi, quien al huir del lugar del crimen para salvar su vida, pasó las llantas del carro sobre el polémico y gran director italiano.

Baña en vino al padre del existencialismo francés Cuando Roberto Triana llegó a la Puerta Pía, de Miguel Ángel, que da acceso a la Plaza del Popolo, supo que ya estaba próximo a la casa de la señora cónsul de Colombia en Roma, Clara de Zawadski. Muy cerca de allí, en una ciudadela construida en los tiempos de Mussolini, estaba la vivienda del escritor Carlos Levi, a quien los dos colombianos se habían propuesto visitar para participar en una de las clásicas reuniones de los jueves que el hombre de letras realizaba para congratularse con sus amigos. La funcionaria diplomática, así como el autor de Cristo se detuvo en Éboli, habían hecho amistad en una fiesta de la embajada. Faltaba algo para llegar al lugar, por lo que Triana y Zawadski aceleraron el paso por la Villa Borghese, ese gran parque de la ciudad de Roma donde todo parece mezclarse en un crisol de diversidades con jardines a la italiana, arquitecturas llegadas de muchas partes del mundo, edificios al estilo inglés, fuentes de aguas transparentes y estanques de piedra con sus muestras de rigidez que parecían retar la tranquilidad de un cielo detenido en lo alto como si fuera un mar bocarriba. Cuando llegaron a la casa de Levi, encontraron que había pocas personas. El escritor, pintor y médico turinés, próximo a llegar a los 60 años, aún era recordado por haber sido prisionero durante la guerra y por su fuerte oposición al fascismo. Su nariz, que bajaba fuerte desde su entrecejo, contrastaba con unos labios delgados que parecían siempre sonreír. Simpático a morir, Carlo Levi hablaba con una voz que se escuchaba en todos los rincones de su casa, siempre atento a que a sus amigos no les faltara nada de comer o de beber. Al lado del escritor estaba una pareja que acaparaba la atención de muchos. Se trataba de los escritores Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Triana se acercó a ellos. De modo fácil se integró a la conversación. En ese momento, Levi decía que cada francés era responsable de los crímenes cometidos durante la guerra de independencia de Argelia. Roberto Triana le preguntó a Levi qué relación podía establecer entre su vida personal y el argumento de su novela Cristo se detuvo en Éboli, en

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Jean Paul Sartre y Simone De Beauvoir.

la que narraba sus experiencias como recluso político de los fascistas en Lucania. La pregunta de Triana complació a la pareja de intelectuales franceses. A partir de entonces surgió una gran amistad que se prolongó en el tiempo. Simone escuchaba y hablaba al lado de Jean-Paul, su compañero de lucha, pensamiento y vida, y a quien se había unido “no en monogamia”, tal como lo habían pactado al hacer el doctorado en filosofía en la École Normale Supérieure, de París. Cuando la noche hizo su entrada sobre Roma, los invitados se dispusieron a partir. Roberto Triana esperó unos momentos antes de marchar a su apartamento de la Plaza Navona. Lo mismo hicieron Sartre y Simone, que estaban alojados en el Gran Hotel de la Minerva, Nº 69, en la Plaza de la Minerva, ese tradicional y lujoso lugar cercano a la residencia del colombiano. “Ahí siempre nos alojamos”, dijo la autora de Las Memorias, sin apartar su mirada de Triana. “Cuando está por finalizar la primavera y comenzar el verano venimos de vacaciones a Roma. Ojalá podamos volver a vernos”. Días más tarde, el encuentro se dio en la Navona. Algunos visitantes corrían para protegerse de un repentino chubasco de verano que caía con fuerza. Cuando de nuevo salió el sol, hubo un saludo cordial. Se sentaron al aire libre en una de las numerosas mesas del Ristorante Tre Scalini, que lucía manteles blancos frente a las paredes altas de cinco niveles con ventanas de su edificio. Contemplaban la arquitectura, la cúpula de Santa Agnese in Agone, la fuente de los cuatro ríos en mármol de Bernini, las obras maestras sin tiempo del barroco en ese lugar emblemático de la historia de Roma. Pidieron una tabla de quesos y una botella de vino

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con tres copas. La alegría de los alrededores contagiaba a todo el mundo. Entre aquella multitud se hallaba el escritor Fernando Vallejo. Tenía los ojos puestos en la mesa de tres parroquianos que bebían vino, Jean-Paul, Simone y Roberto. Vallejo caminó rápidamente hacia ellos cuando de repente algo lo sorprendió, tanto que con el tiempo lo escribió en uno de sus libros: Para terminar con Heidegger y sus existencialistas, al que sí pude poner en mi libreta de los muertos fue a Sartre porque lo vi de cerca en la Plaza Navona de Roma, en el Tre Scalini, un café muy famoso: ahí estaba con su esposa Simone de Beauvoir y con mi paisano Roberto Triana tomando vino y hablando de Colombia y su tragedia, pues entonces vivíamos en plena era de los decapitados, la de la Violencia. Pues he aquí que por ponerse a gesticular al calor de los recuerdos de la patria Roberto Triana le vació encima la copa a Sartre. ¡El padre del existencialismo francés bañado en vino por un colombiano! ¡Qué horror, qué honor! A Sartre lo tengo en esa lista, así: “Sartre, Jean-Paul. A Simone de Beauvoir en la ‘be’ de ‘burro’, aunque era muy inteligente”. (Vallejo, 2012, p. 52).

La ayuda que prestó a Rafael Alberti En su mano derecha, Roberto Triana tenía la primera edición del libro Sobre los ángeles, de Rafael Alberti, dada a conocer en 1929 por la Compañía Ibero-Americana de Publicaciones, de Madrid. Era la segunda vez que leía esos poemas. Quería establecer sobre los escritos del poeta español cuál había sido su trayectoria de vida. El escritor andaluz aseguraba que su vida se podía seguir a través de sus libros, desde Marinero en tierra hasta Canciones para Altair y La amante. Había que leerlo si se quería conocer de su lucha política, cómo había tenido que salir de su país o lo que su corazón guardaba, como temores, nostalgias y amores. Todo, aseguraba, lo había volcado en su poesía, no del todo explícito, sino velado. El poema “El cuerpo deshabitado”, era solo una pista: Vete. Quedó mi cuerpo vacío, negro saco, a la ventana. Se fue. Se fue, doblando las calles. Mi cuerpo anduvo, sin nadie.

Por aquellos días, Roberto Triana había recibido una llamada telefónica de Clara Inés de Zawadski, quien lo necesitaba para decirle que a Roma estaba por llegar uno de sus amigos, el escritor Rafael Alberti, que desde hacía muchos años vivía por fuera de sus fronteras de nacimiento, que había tenido que irse de su país para vivir en el exilio en Buenos Aires y que se hacía necesario, ante la nueva situación,

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Rafael Alberti, poeta, con su esposa María Teresa León.

buscarle un lugar donde vivir. “Como sé que usted conoce muchos barrios Romanos, nadie mejor para que le ayude a ubicar un lugar de residencia”. Roberto Triana no dudó ni un instante en ayudar al personaje de la Generación del 27. De inmediato le vino a la memoria un sitio que le parecía propicio. Se encaminó a Piazza Farnese con Via Giulia, uno de los lugares más inspiradores de Roma. Ubicado en el corazón del centro histórico de la ciudad, próximo a Campo di Fiori, no muy lejos de otros lugares emblemáticos como la basílica de San Pedro, Castel Sant’Angelo, el Gianicolo, el Foro Romano y el Capitolio. Sabía que próxima estaba la Via di Monserrato, la que desde los tiempos del Medioevo había albergado a españoles modestos y famosos. En ese lugar, en la iglesia del mismo nombre, se encuentra enterrado el papa Calixto III, quien nunca olvidó su origen, porque prefería hablar primero en valenciano que en italiano y por esa relación con los suyos fue acusado de nepotismo. También allí estuvieron los restos de Fernando María Jaime Isidro Pascual Antonio de Borbón y Habsburgo-Lorena, más conocido como Alfonso XIII, rey de España, quien en 1931 fue abandonado por la clase política, que se consideró entregada por el apoyo que le había brindado a la dictadura de Primo de Rivera. La Via di Monserrato, con sus diversas transversales, fue recorrida por Roberto Triana, hasta que llegó a la Via Montoro, que empieza con grandes palacios y termina en pequeñas casas de artesanos. Allí vio un aviso en un tercer piso que decía “Se arrienda”. Era un palacio de estilo barroco, que tenía una escalera en forma de caracol, algo estrecha y empinada. De inmediato, Triana pensó que podía ser una dificultad el ascenso y el descenso de esas escalinatas para el poeta andaluz y su mujer, María Teresa León, personas ya maduras. En las paredes de las escaleras sobresalían incrustados dos fragmentos de sarcófagos. El estudiante de cinema-

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tografía supuso que aquello sería un inconveniente para los nuevos huéspedes, pero cuando Rafael Alberti, escaló con su alta y pesada humanidad sus peldaños, dijo: “Creo que me voy a quedar a vivir en la escalera y no en el apartamento”. Este le resultó agradable, dado que también su precio era cómodo. Tiempo después, ya instalados, Roberto Triana decidió un día visitarlos. Caminaba por la calle y delante de él un hombre lo antecedía y no lo dejaba pasar porque uno de sus brazos estaba enyesado de modo horizontal, y en el otro llevaba cargado hacia adelante algo que no alcanzaba a ver. Con mucha paciencia tuvo que seguirlo, porque el hombre iba en la misma dirección. Con sorpresa vio que

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se detuvo para golpear en la puerta del poeta. Observó el otro brazo y se dio cuenta de que sostenía un esqueleto con figura humana, bien elaborado. María Teresa León, acompañada de Aitana, la hija del matrimonio, abrió la puerta y gritó: “¡Es Siqueiros!”. Roberto Triana había llegado por coincidencia y al tiempo con David Alfaro Siqueiros, el muralista mexicano, el que peleó contra Victoriano Huerta en la revolución mexicana, al que acusaron de querer matar a León Trotsky, el que seis veces estuvo en la cárcel, el que en París recibió la influencia del cubismo, el que algunos años atrás había viajado a Italia a estudiar a los grandes pintores al fresco del Renacimiento. En esa misma casa, tan visitada por toda la intelectualidad europea y americana, Triana conoció y se interrelacionó con muchos artistas y hombres de letras. Entre los visitantes estuvo el escritor en lengua castellana y catalana Terenci Moix, que en esos años se había dado a conocer con la novela negra Han matado a una rubia, a quien Alberti escribiría un prólogo para su libro El sadismo de nuestra infancia. Conocería Triana, de igual modo, a Pablo Neruda, de quien Alberti era amigo desde 1935 cuando llegó a vivir a la Casa de las Flores, en el barrio Argüelles de la capital española, que el chileno recordó en sus memorias de esta manera: “Al llegar a Madrid, convertido de la noche a la mañana y por arte de birlibirloque en cónsul chileno en la capital de España, conocí a todos los amigos de García Lorca y Alberti. Eran muchos. A los pocos días yo era uno más entre los poetas españoles” (Neruda, 1974). Alberti era en Roma un gran activista de la España peregrina. Para ese entonces y en la casa de Via de Monserrato, conseguida por Roberto Triana, Alberti comenzaría a escribir una de las obras claves de su poesía: Roma peligro para caminantes. Para Roberto Triana, al hablar con el poeta español, estaba claro que su amigo entraba en una nueva etapa después de haber estado asilado durante tanto tiempo en Argentina. Roma, por la proximidad geográfica, lo acercaba a esa España dejada ante el obligado éxodo. América, por el contrario, permanecía para el poeta andaluz como una nostalgia que latía desde los recuerdos de su peregrinar,

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esa misma trashumancia que en ese momento lo acercaba al Mediterráneo de sus amores. Sin embargo, Roma no era el paraíso perdido, la tarjeta postal para turistas, y así lo entendió Triana cuando leyó al poeta, que de modo claro lo manifestó en su soneto “Se prohíbe hacer aguas” (Alberti 1988): Verás entre meadas y meadas, más meadas de todas las larguras: unas de perros, otras son de curas y otras quizá de monjas disfrazadas. Las verás lentas o precipitadas, tristes o alegres, dulces, blandas, duras, meadas de las noches más oscuras o las más luminosas madrugadas. Piedras felices, que quien no las mea, si es que no tiene retención de orina, si es que no ha muerto es que ya está expirando. Mean las fuentes... Por la luz humea una ardiente meada cristalina, y alzo la pata... pues me estoy meando.

De modo cinematográfico, Roberto Triana visualizó a Alberti como un ser de película por su modo de pensar, actuar y por su lenguaje de imágenes cuando hablaba de la Guerra Civil Española y de una de sus víctimas, el poeta García Lorca. Lo visitó para que aceptara hacer una película argumental sobre Lorca. Vivían en ese entonces personajes que habían conocido al autor de Poeta en Nueva York. Alberti, a pesar de los argumentos y del presupuesto que iba a aportar la RAI (Radiotelevisione Italiana), no estaba muy convencido del proyecto. Para los buenos resultados imaginados si se realizaba la filmación, ya se contaba con un rollo breve de película hecho a Lorca en 1932 mientras trabajaba en el teatro ambulante estudiantil La Barraca. La mencionada filmación había sido realizada por los camarógrafos oficiales de la República Española. Triana había considerado que este previo e invaluable trabajo debía ser el núcleo central sobre la vida de García Lorca y, por lo mismo, todos los testimonios debían girar en torno al poeta sacrificado. El documental no se pudo realizar. Alberti tuvo que ver mucho con su no realización, pues muchas veces manifestó que estaba cansado de que le preguntaran de modo continuo sobre Lorca. Tenía otra propuesta. Fue el mismo Alberti el que le comentó a Triana su deseo de hacer un proyecto cinematográfico retrospectivo sobre la vida de Pablo Picasso. Pero en esa ocasión el que no lo permitió fue el mismo pintor malagueño.

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Roberto en el Puente de la Capilla, Lucerna, Suiza.

Una mañana, en una pintoresca lechería (cafetería) de una callejuela de la Plaza Farnese, María Teresa León y Roberto Triana desayunaban. El cineasta colombiano entendía que la vida de María Teresa al lado de Alberti también había sido muy valiosa y valerosa. Sus compromisos sociales, su comportamiento personal le otorgaba el mérito de haber sido una de las primeras mujeres que logró asistir a la universidad hasta conseguir un doctorado, cuando tal posibilidad académica era para entonces exclusividad del género masculino. Fue ella quien durante la Guerra Civil Española salvó numerosas obras de arte, condenadas a la quema. Durante 38 años estuvo al lado de su compañero de toda la vida en el exilio. María Teresa le había llevado como regalo a Triana su libro Doña Jimena Díaz de Vivar, gran señora de todos los deberes, publicado hacía diez años, en 1960, por Editorial Losada de Buenos Aires. Mientras realizaban su merienda mañanera, María Teresa le contó a Triana que ya estaba cansada de cuidarle la gripa a Rafael porque él no tomaba precauciones para mejorarse. Cuando llegaron a la casa de la Via de Monserrato, Rafael Alberti cambiaba una bombilla de luz inservible subido en una silla. En ese momento sonó el timbre de la puerta de entrada. Roberto Triana tomó la iniciativa de abrir. Era el cartero, que llevaba un telegrama. Alberti miró de mala gana el papel que Roberto Triana le entregaba: –¿Qué noticias trae? –preguntó–. A mí los telegramas me dan mucho miedo. Ábrelo Roberto, y léelo.

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Triana se acercó al poeta y leyó el texto. –¡Poeta! –dijo el colombiano–, ¡aquí le dicen que ganó el Premio Lenin de la Paz! Está firmado por Ilyá Ehrenburg. Tiempo después, Triana acompañó a Alberti a la nueva casa que había comprado con el dinero que como reconocimiento le había otorgado la Unión Soviética, equivalente al Premio Nobel, solo que en su caso el Premio Lenin fue en artes plásticas. La nueva vivienda quedaba en la Via Garibaldi, pero pronto, por la cantidad de visitantes que acudían al lugar, el poeta andaluz tuvo que irse a vivir fuera de Roma. Triana lo acompañó a Anticoli Corrado, cercana población de cineastas, escritores, artistas y pintores, que sobre una cercana ladera de la montaña parecía una manotada apeñuscada de edificios levantados al azar. En su centro había una bella y extensa fuente de piedra que hizo que Roberto Triana recordara su primera imagen de la infancia en casa de la señora María de Rocha, cuando vio su rostro en el agua. El poeta andaluz frente al nacimiento, del cual salía un chorro cristalino, propuso al alcalde de la localidad un concurso anual de gráficos donde se reviviera un sagra o fiesta tradicional. “Mi propuesta, alcalde, es que durante un día, en lugar de agua, brote de la fuente vino local”.

Giovanna Sette, una película fantástica para la RAI El caballo que muere, de Franceso Messina, estaba ubicado en la Viale Mazzini. El caballo se veía gris plata en su bronce, con 4,60 metros de alto y 5,50 de largo y un peso base de dos y media toneladas. El caballo estaba inclinado sobre sus cuartos traseros. El caballo quería levantar sus fuerzas, su lomo vigoroso y su largo cuello. El caballo estiraba su cabeza afilada hacia el cielo. El caballo abría su jeta en un relincho silencioso. Roberto Triana vio al alazán emblemático frente a la entrada del edificio de la RAI. Era como si el caballo que montara Juana de Arco hubiera perecido con la heroína condenada a la hoguera después de haber servido a Carlos VI, a Francia, a su reino, a vencer a los ingleses. La escultura tenía una postura de derrota que resultaba altiva para los transeúntes que la veían desde la calle. Roberto Triana pasó delante del equino de bronce. El colombiano llevaba en su mente la llamada telefónica que le había hecho uno de los directores de la RAI. Iba a cumplir su cita con el funcionario para convertir ese compromiso en el más importante de ese año de 1970. Antes de traspasar la puerta que lo debía dejar dentro de las oficinas de la empresa pública del cine italiano, sacó de su bolsillo el poema que había escrito sobre Juana de Arco, que días atrás había publicado. Al directivo le había gustado mucho su estilo dramático de escribir, y por eso lo citaba para proponerle la realización de

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una película con el tema. Un poema, un logro poético lo había puesto en el espacio de la imagen que culmina en una pantalla. Sin duda, su trabajo en la revista Marcatre y la invitación que entonces le había hecho Magdalo Mussio tenían que ver con lo que acontecía. En las páginas de la publicación del Grupo 63 había dado a conocer el poema como argumento y un pequeño guion como desarrollo. Después de la entrevista había que poner manos a la obra. La RAI había decidido incorporar el trabajo que haría Triana a su programación de televisión. Su filme ya tenía nombre: Giovanna sette. Antes de su proyecto se habían realizado otras grabaciones sobre Juana de Arco. El colombiano había contado seis, entre otras, desde 1916, Joan la mujer, de Cecil B. DeMille, basada en un texto escrito en 1801 por el poeta romántico Friederich Schiller; La pasión de Juana de Arco, de Thomas Dreyer, en 1919; y Proceso de Juana de Arco, de Robert Bresson. La número siete sería la que proyectaba realizar con Vicenzo Cerami. En esos momentos, Roberto Triana tenía que dar una nueva versión fantástica sin tergiversar la realidad. La historia de la protagonista, la Doncella de Orleáns, como ella misma se hacía llamar, ya tenía una marca de conocimiento entre los espectadores de las salas de cine. El público de cultura media sabía quién había sido, su presencia en la llamada Guerra de los Cien Años (primero de enero de 1337 a 17 de octubre de 1453), que no duró tanto tiempo en permanentes combates, sino en procesos de todo orden durante un total de 116 años, lapso durante el cual los reinos de Inglaterra y de Francia emprendieron grandes batallas, treguas, rencillas agrias, tratados, combates de asalto y retiradas. En ese estado de cosas, en 1492, en la ciudad de Orleáns, en el centro de Francia, tanto tiempo sometida al asedio de los ingleses, se dio un giro a favor de los galos, que comenzaron a consolidarse como nación. Al frente de ese triunfo, como cabeza del ejército, se hallaba una muchacha de 17 años, Juana de Arco, hija de campesinos, nacida en una granja de Ruán. Juana, a pesar de su corta edad, no solo era estratega de guerra, sino política. Después de levantar el asedio convenció al hijo mayor del fallecido Carlos V de que se hiciera coronar en Reims como rey de Francia. El país lo aceptó, vio en ese acto que ayudaba a la unificación de un reino, de una nación, una reconquista consolidada a través de muchos años inciertos. La guerra de los Cien Años concluyó en 1453 con la recuperación de Borgoña, Maine, Burdeos, Normandía y París. Una de las que no gozó del triunfo de su país fue Juana de Arco, a quien la Inquisición había llevado a la hoguera el 30 de mayo de 1431. Con los siglos sería elevada a los altares como santa. Giovanna Sette, como película a colores, en 118 minutos de duración debía incorporar otro sentido a los hechos conocidos, y llevar lo mágico y lo fantástico a través del arte. En esta ocasión, la tarea tenía que hacerla Roberto Triana, profesional de la cinematografía nacido en Colombia, con estudios en el Centro Sperimentale di Cinematografia. Con experiencia de catorce años para entonces, había tenido prácticas tan importantes como haber trabajado en 1965 como asistente de dirección de Elio Petri en la Décima victima, película basada en el cuento La séptima víctima del narrador estadounidense de ciencia ficcción Robert Sheckley.

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Fotograma de la pelĂ­cula Giovanna Sette de Roberto Triana, rodada en Italia.

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El nuevo trabajo se convirtió en reto agradable para Triana. Sabía que la RAI había escogido otros proyectos cinematográficos de muy alto nivel: La China, de Michelangelo Antonioni; Detrás de la puerta, de Liliana Cavani; Los Clowns, de Federico Fellini; y Caballo, no más, de Loy Nanni. Giovanna Sette la propuso como obra experimental que tenía su riesgo en la búsqueda del lenguaje cinematográfico. De inmediato entendió que contaba con la oportunidad de mostrar el caso de un personaje en el que se podía operar alteraciones de la historia sin atropellar su verdad. Juana de Arco representó la cultura de su pueblo en un momento preciso con muchas confluencias, entre ellas la realidad afectada por símbolos mágicos. En ella se daba el oscurantismo medieval con el entrecruce de la lógica del Estado y la religión, poderes plagados de intereses inauditos. Triana contaba para su logro cinematográfico con todos los elementos técnicos que le proporcionaba la RAI. El ambiente que se proponía estaba calculado. La familia de Juana, en lugar de emplear azadón, pica y rastrillos como instrumentos de trabajo, iba a transformarlos en instrumentos de lucha. Triana centraba su interés en cómo operaban los engranajes de acción de los poderosos, en cómo eran sus mañas, sus traiciones, sus engaños. Las insinuaciones ilusorias debían aparecer. Al pensar el argumento, realizar el guion y plasmarlo, Juana debe caminar en vuelo, en levitación. Es entonces cuando lo onírico cobra presencia. El cosmos está presente en visiones con tomas cinematográficas de explosiones solares que hacen de la Doncella una visionaria de la vida a través de ese fenómeno natural, de esas lenguas de fuego que terminan convertidas en una enorme medusa que navega en un mar infinito. De la presencia que ofrece un castillo fantástico la escena se desplaza a una pelea de gallos de la infancia, cuando en su natal Tolima, durante las fiestas de San Pedro, veía cómo las aves preparadas para el combate, con sus espuelas, picos y alas se enfrentaban en duelo en una gallera entre el grito de gente del pueblo que quería ver a un derrotado y a un victorioso en medio de una herida y de un rojo de sangre. En su película supo trasladar el trópico de calor permanente a la corte de Carlos VI de Francia, Carlos el Bien Amado o Carlos el Loco, hijo de Carlos V y de Juana de Borbón. Realidad y ficción se mezclaron en Giovanna Sette. Miguel, uno de los emisarios se dirige a la comuna campestre de Domrémy, donde sabe que se encuentra la joven Juana. Se trataba de una adolescente sencilla que había organizado pequeños grupos de resistencia. La hallan en oración cerca a un matorral. Hasta la muchacha llegó Miguel para convencerla de que fuera a la corte a hablar con Carlos VI. Como la Doncella se niega a viajar, el mensajero le dice que su presencia se debe a que ha sido enviado por el cielo para pedirle que salve a Francia. Juana es convencida. Viajan en un carro de madera tirado por búfalos, y pasan frente a una catedral, la iglesia de Passerano. Atraviesa la nave central y frente al altar se arrodilla para agradecer por los triunfos que ha obtenido. Se levanta y mira a su séquito. Detrás de ella, en el ara, se forma sobre su cabeza una aureola con los

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candelabros, como si se autosantificara. Es entonces cuando lo fantástico aparece en el filme: el sol y las explosiones que poco a poco se convierten en una gran medusa que navega en el mar. Para probar que ella tiene poderes divinos, Miguel, al llegar a la Corte, le pide al futuro rey que se disfrace de paje y se oculte entre los cortesanos, en medio de los cuales ella debería reconocerlo. Una vez se inicia en la corte la fiesta de recepción a Juana, la música se interrumpe de modo intempestivo. Ella dirige su mirada a todos los asistentes hasta que descubre y señala con seguridad al delfín, que se hallaba mimetizado entre los invitados al ágape. Juana es reconocida como la líder de los ejércitos franceses que van a luchar contra los ingleses invasores, a los que vence poco después en la batalla de Orleáns. A pesar de su coraje y de sus victorias, la Doncella sufre de las envidias que hay en la corte. Entre los conspiradores que están contra ella figura el obispo Cauchon (Cerdo). Sus triunfos militares son los que le dan derecho a solicitar al Delfín que asuma el trono de Francia. Las intrigas de sus enemigos hacen que pierda el favor del rey; sin duda, los generales del monarca estaban temerosos ante las victorias de una joven mujer. Viene una escena de desagrado que Roberto Triana no duda en filmar en las Termas de Caracalla, de Roma, construidas con todo lujo en el siglo III a. C., la cuales, a pesar de estar en ruinas, no dejaban de mostrar los logros de su antigua arquitectura. Como novedad, en la película de Triana no se dio entrada cinematográfica al proceso del juicio y condena a Juana de Arco, tal como sucedió en algunas otras que la antecedieron. Otra de las innovaciones estuvo en que en el montaje se hizo uso fragmental de cuatro de las películas más importantes que se habían hecho sobre la heroína y santa francesa. Sobre el rostro de Paola Pitagora, la actriz que trabajó con Triana en su filme como personaje central, aparecían imágenes de otras actrices que haban hecho el papel de Juana. Aparece por ello la estadounidense Jean Seberg (Santa Juana, 1956), la sueca Ingrid Bergman (Juana de Arco, 1948) y la Francesa Renée Falconetti (La pasión de Juana de Arco, 1928).

Un Rolls Royce blanco en el Medioevo Había que buscar los sitios donde grabar Giovanna Sette. Adecuados escenarios de época, con iglesias del siglo XIII, edificios romanos, torres de altiva antigüedad y jardines con decoraciones medievales. Passerano Marmorito era la locación adecuada par filmar algunas de las tomas planeadas. Al llegar al lugar, lo primero que Roberto Triana vio sobre el Piamonte irregular cubierto de altos abetos fue un castillo. Estaba hecho en piedra y ladrillo requemado.

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Vista panorámica de Passerano Marmorito, Piemonte. Italia.

Fuerte y altiva, la fachada del castillo vista desde arriba era rectangular. Era sostenida por una inmensa muralla con corte o patio que se alargaba hacia los extremos laterales. En un nivel más bajo, en la falda de la montaña, estaba el pueblo, conformado por altivas casas de varios pisos, con paredes blancas y techos de teja roja. Passerano Marmorito en su conjunto no era más que un pequeño pesebre navideño con castillo, construido a la orilla de un abismo. Roberto Triana se sintió complacido en aquel lugar. Estaba en su primer trabajo de largo aliento, al frente de una troupe que él dirigía y organizaba para lograr ante la RAI la conclusión. Todo se veía de época. Parecía como si las escenas hubieran sido sacadas de un cuadro de Jules Lenepveu, pintor que ayudó a decorar el Panteón de París con escenas de la vida de Juana de Arco. Se veía igual, como sucedió en la historia centurias atrás, todo alrededor de un castillo, con torres, lanzas, espadas, escaleras de asalto, picas y escudos. Había, sin embargo, algo que no encajaba delante de las cámaras, lámparas, cables y equipos de sonido listos para revivir escenas del siglo XIII: un Rolls Royce blanco, en cuya capó, en su parte delantera, se alzaba una estatuilla plateada que representaba un hada que inclinaba su cuerpo para iniciar un vuelo. Triana, ante tal obstáculo, solicitó a producción que quitaran el vehículo porque estaba en el campo visual del trabajo. “No se puede”, le respondieron. “Está en el castillo, propiedad de ese señor que nos observa desde una de las torres con binóculos y nos ha dicho que no lo moverá”. 80


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Roberto Triana, ante la actitud del arisco dueño, decidió enfrentralo en persona. Caminó hacia la torre, subió con fatiga los peldaños donde se hallaba el personaje. Lo saludó, y el hombre, a pesar de que eran las ocho de la mañana, le ofreció un vaso de whisky. “Brindemos”, dijo; “por favor, beba”. El dueño de la edificación medieval resultó amable. Sobre su alta frente se formaba un copete levantado y brillante como si hubiera usado gomina. De nariz fileña y cara delgada y un poco triangular, daba la sensación de ser un hombre de diálogo. Con mucha cordialidad le planteó al director de Giovanna Sette: “Mi nombre es David Lean, cineasta como usted; me encuentro aquí pasando vacaciones. Le agradezco su presencia, el hecho de que haya venido a hablar conmigo porque me ha vuelto a poner los pies sobre la tierra. Esta mañana, mientras dormía, me despertó la gritería que hacían ustedes allá abajo. Me molestó la bulla, miré por la ventana y vi personas con trajes medievales. Como yo estaba adormilado me asusté porque no sabía si era yo u otro quien filmaba esa película. ¿Comprende ahora por qué no quise retirar el automóvil de donde está?”. David Lean, el director británico de Lawrence de Arabia y de Doctor Zhivago hizo una pausa para realizar un nuevo brindis y, antes de que Triana abandonara la habitación donde se hallaban, agregó: “Ya voy a dar la orden para que quiten el automóvil. Recuerde que en el cine debemos todos ser profesionales”. La conversación siguió por la tarde cuando el trabajo había entrado en receso. Triana y Lean no dejaban de hablar sobre cine, sobre otras películas, como La hija de Ryan. De un momento a otro, Lean se levantó de la silla y, con el rostro algo serio, solicitó que se dejara de hablar de su propio trabajo. Era como si estuviera hostigado de tanta crítica recibida a pesar de que sus obras habían hecho mucha historia en el cine. El director británico contó a Triana cómo había sido el proceso de descalificación con el que trataron de hundirlo. Doctor Zhivago, fue considerada menos que Lawrence de Arabia, pero la crítica se equivocó porque el éxito de taquilla demostró lo contrario. Después, con el filme siguiente, La hija de Ryan, sucedió algo parecido, de nuevo los críticos hicieron igual juicio al comentar que Lean no lograría nada mejor que su anterior trabajo, Doctor Zhivago, y, claro, se fueron de espalda cuando la realidad demostró el éxito de esa película de amor dentro del marco de lo que significó entre británicos e irlandeses la Primera Guerra Mundial. –Paremos esta conversación –dijo Lean algo melancólico–. Vamos a comer porque tengo hambre. –Yo más que usted –le respondió Triana. –¿Más que yo? –interrogó el inglés. –Sí, tengo más hambre que usted porque soy latinoamericano, y el hambre allá es milenaria.

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La cama de Tomás de Aquino Roberto Triana estaba cansado. La jornada de filmación había sido agotadora. En Passerano medieval no había lugar apropiado donde echar un sueño. Caminó por los lugares que ya conocía desde que filmaba su Giovanna Sette. Muy cerca encontró una iglesia de nave grande. Ahí estaba la historia en silencio, a la espera de que alguien la contara. Sobre sus paredes de piedra había salido el fantasma del papa Bonifacio VIII, el mismo que había construido las naves de la iglesia donde caminaba Triana. Nadie escuchaba, pero aún resonaba en su mejilla pontifical la bofetada que con su guante de hierro le había dado el pendenciero Giacomo Sciarra en la población de Anagni. Un papa abofeteado. El mundo no podía seguir igual. El micromundo de las circunstancias mostró su sentencia y castigo: Sciarra y sus descendientes se oscurecieron en Venecia en una miseria total. Mientras caminaba bajo los arcos de la iglesia, Triana recordó la escena que la semana anterior había filmado. La había realizado en esa enorme abadía construida entre lo gótico y lo romano. El azar tuvo una sincronía para el colombiano y su troupe en el momento en que se encontraron con Pier Paolo Pasolini y todo su equipo, que se hallaba en Passerano en un trabajo cinematográfico. Los dos directores preferían tomar su almuerzo por fuera del que daba la producción, y se dirigían a una lechería del pueblo, donde encontraban emparedados de mozzarela y ensaladas. Los alrededores estaban sembrados de alcachofas, como si con esa siembra se quisiera espantar de esa zona las antiguas marismas malsanas que habían subsistido desde la antigüedad romana. Los pantanos fueron disecados y se introdujo ganadería de búfalo, lo que permitió la producción de queso mozzarela. “Sé que tienes una escena”, dijo Pasolini a Triana, “en la que Juana de Arco, en ruego por el bien de su gente, llega a la abadía a deponer la espada en el altar mayor como homenaje al Santísimo. Me parece, querido amigo, que la escena podría mostrar el carro donde llega la Doncella tirado por búfalos”. Roberto Triana consiguió dos búfalos de carga para que movieran la pesada carreta. Las ruedas giraban lentas y pesadas. Atravesaron un bosque de alcornoques, de troncos negros y fronda verde. La luz y la sombra caían sobre la Doncella con levedad. Después de filmada aquella escena, Roberto Triana necesitaba continuar su trabajo cinematográfico con una torre medieval y un foso con puente levadizo. Pasolini tenía visto ese escenario cerca de la ciudad de Viterbo, que alguna vez había sido sede papal. Allá se dirigió el colombiano con todo su equipo para hacer realidad esa escena de ambientación, en la que un campesino llega a ella, mientras a su alrededor hay comercio y se tasa el trigo. Aquellos pensamientos escenográficos y la actividad acumulada impulsaron de nuevo a Triana a buscar un lugar donde reponer fuerzas después del extenuante trabajo. Había la oportunidad de una siesta. Mientras arreglaban la gran nave a la que debían quitarle las bancas y los confesionarios, se internó en los recintos

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Roberto en el barrio medieval de Viterbo, Italia.

del convento. Luego de entrar a un pequeño patio, vio una celda con una mesa, un reclinatorio y una cama. Era su oportunidad para descansar. Se acostó. Dormía con placidez cuando un monje lo tomó de los hombros con la intención de sacarlo de la cama. “Ha cometido un sacrilegio” –gritó–. “En esa cama, después de haber dormido en ella santo Tomás de Aquino, nadie más puede hacerlo”.

La ropa de Lorenzo de Médici Cuando Roberto Triana llegó a Florencia invitado a una conmemoración histórica de una de las familias de más influencia en Italia, los Médici, entendió que había llegado a la cuna del Renacimiento, a la ciudad del Arte y de los grandes artistas. Caminó por el puente Vecchio, ese que parece construido sobre el río Arno como si fuera un trasatlántico atravesado por sus edificios de joyeros. Tenía calculado llegar al Palacio Médici-Riccardi como uno de los veinte visitantes escogidos para participar en una ceremonia no muy común: la apertura de tres

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Retrato de Roberto con boina renacentista. Roma, Italia.

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sarcófagos de plata que contenían las galas ornamentales para cubrir el cuerpo de Lorenzo de Médici. Cuando llegó a la Via Larga o Via Cavour se encontró con aquella edificación en piedra maciza, mandada a construir por Cosme de Médici. Observó las paredes centenarias, que habían visto pasar la historia de Florencia. Cuando estuvo en el interior del palacio detalló la planta del Renacimiento, en cuyo alrededor, en cuadratura, estaban las habitaciones. El esgrafiado gótico reinaba imperecedero: “en esta maravillosa donde ardieron / tantas primeras flores en los muros” había cantado alguna vez Rafael Alberti para homenajear a la ciudad y a su amigo David Alfaro Siqueiros. Todo era tan real en lo fantasmal que parecía que aún se escuchaban los pasos de los habitantes del palacio, los andares de Lorenzo de Médici, que había muerto en 1492. El homenaje que se iba a brindar al personaje parecía incluir aquellas piedras, aquellas alturas donde el Magnífico, como lo llamaban sus alabadores, parecía llevar puesta sus intimidades, esas ropas que alguna vez lució en vida. La indumentaria era de lujo, fabricada por los tejedores de paño flamenco, que realizaban tejidos lujosos con lanas que habían llevado de Inglaterra. Mucho de eso se iba a descubrir ese día, y para eso había viajado Roberto Triana. Su interés radicaba en la importancia de la vestimenta en el cine de época. Las modas del Renacimiento italiano estaban próximas a aparecer ante sus ojos y ante los restantes asistentes invitados. ¿Diseñadores del pasado? No. Sastres, simples sastres que confeccionaban según el pedido de sus clientes. Los Médici, desde luego, en primer lugar, eran los que adecuaban, según sus gustos y pretensiones, cortes, estilos, joyas y perfumes que espantaban los endiablados malos olores. La solemnidad que reinaba entre los invitados no impedía que se hicieran presentes varias cosas. Era evidente que para Roberto Triana y los otros invitados la vestimenta establecía categoría social. La usanza era la encargada de otorgar la condición de superioridad y de sometimiento. En el Palacio de los Médici-Riccardi el baño diario era alejado, no de uso cotidiano, por lo que Catalina, la hija de Lorenzo El Magnífico, empleaba por montones los perfumes y toxinas que su perfumista y especialista en venenos de cabecera, Renato, le fabricaba con éxito en Florencia con aromas y ponzoñas para irse, después de servir a su patrona, a aromatizar y emponzoñar con ventas y crímenes las tiendas y palacios de París. ¿Qué había en esos sarcófagos? ¿Qué dejarían ver cuando se abrieran ante los veinte invitados especiales? ¿Aparecerían paños andrajosos y sucios consumidos por el paso de los siglos, ropajes que alguna vez cubrieron cuerpos bellos o deformados, pasiones de enamorados? ¿Se dejarían ver los “acuchillados”, aquella ropa que quedó con el mismo adjetivo cuando Carlos el Temerario celebró su victoria sobre la tropa suiza en Nancy dándole cuchilladas a las carpas o tiendas, a los estandartes y a las ropas de los vencidos? Entre los invitados se hablaba de todo, de los cortes, de aquella vez cuando en el pasado los hombres de las tijeras, las agujas y el dedal exclamaron “¡excelente!” cuando ante sus ojos aparecieron trajes rasgados por la guerra. “Hagamos lo

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Amigos de Roberto Triana

Emma Reyes, pintora y escritora.

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Con Anna María Botero (Sofos), y Camilo Hernández, en Villa Borghese, Roma.

Con Alberto Zalamea en el Palacio Caetani, Roma.


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Ingeborg Bachmann, poeta alemana.

Con su amiga Tamara Petrucci, en Roma.

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Victoria Puerta (Vandalia), periodista.

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Con Cecilia Cadena, por la carrera 7ª, Bogotá.

Con Moncha Mejía en la Plaza de Bolívar, Bogotá.

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La diseñadora Marta Granados.

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El escritor Fernando Vallejo en Ciudad de México.

Roberto a la derecha con Elena Sange y Gianni di Cicco, frente a su casa en Roma .

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mismo en esta maravillosa donde ardieron tantas primeras flores en los muros”, –insistieron–; hagamos lo mismo con cada prenda nueva”. Y se dedicaron, con estética, a tajar, a desgarrar la ropa que al momento dejaba ver el forro. La nueva moda estaba lanzada desde los palacios de Florencia. Se volvieron más exquisitos, más exóticos: se les ocurrió la gorguera en las indumentarias masculina y femenina, como si estuvieran destinadas a gallinazos, solo que en el caso de los sastres florentinos había sido inventada con un cordón que fruncía el cuello para dejar un volante en las camisas, hasta que perfeccionaron la prenda con artificios técnicos como el uso de alambre y algodón. Roberto Triana entendió en ese momento que estaba en otra de las aristas del cine: la importancia de la moda de época, la vestimenta del ayer que sobrevivía con gracia y frescura a sus dueños, a los por siempre muertos esqueletos que ya no eran más que polvo. Triana no dejaba de preguntarse qué había en esas cajas grandes que a él le parecían ataúdes de plomo. De un momento a otro las puertas del salón fueron abiertas. De ellas se vio salir a un grupo de funcionarios trajeados con elegancia, en procesión, para iniciar una ceremonia muy seria. Tras ellos venían unos obreros que empezaron a abrir con fuego azul de soldadura autógena los ataúdes. El trabajo se hizo con mucho cuidado, atentos a no exceder su intervención, que podía dañar, si se excedía, la parte superior del embalaje. De la primera de las arcas sacaron un ropaje de sedas carmesí y marrón al estilo florentino, como si hubiera acabado de salir de un taller de sastrería de Florencia. Parecía que el tiempo no hubiera pasado sobre él, pues sus colores se mantenían intensos. Esas telas no estaban ajadas ni manchadas y tenían la frescura de ropas recién salidas de tintorerías renacentistas. Los funcionarios del Palacio Médici-Riccardi colgaban las prendas en un largo ropero ubicado a la vista de todos, como si se tratara de una tienda de modas. Abrieron después los cofres restantes, que tenían cinco siglos de encerramiento. Nuevos trajes salieron a la luz del siglo XX, como si el siglo XV, el de su hechura, hubiera transcurrido ayer. Nuevas, con colores extraordinarios y vivos a pesar de los días y las noches que tuvieron que soportar en su sepulcral silencio de centurias. Se notaba que el número de prendas que se exhibían eran muy similares, no importaba si eran para uso de caballeros o de damas. La sensación de asombro se mantuvo en el ambiente. Los asistentes habían presenciado la resurrección de los Médici como si la grandeza de su antiguo poder siguiera presente con toda su fuerza en una ciudad que, a pesar de los siglos, no dejaba de evocarlos en cada esquina, rincón, escalinata o flor de piedra que renacía sobre pisos y paredes para que Rafael Alberti tuviera cómo escribir sobre ellas, sin descanso. Sin duda, Roberto Triana había visto y conocido de todo en esa larga temporada en Europa, donde había aprendido y trabajado en lo que más quería: el cine. Era tiempo de regresar, de volver a Colombia para ver si se adaptaba de modo definitivo a lo suyo, a aquello de lo que nunca se había separado a pesar de tener todos los días la sorpresa de lo nuevo.

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Roberto en casa de Alberto Zalamea en Roma.

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Roberto en Villa de Leyva, Colombia.

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Madre tierra, Nana Tummat Había que llegar al tapón del Darién, esa perdida región selvática entre Panamá y Colombia, al occidente del Golfo de Urabá. El propósito era realizar el primer documental de etnología en su país, lo habían proyectado los hombres de cine Ciro Durán y Mario Mitriotti. Ya estaba escogida la comunidad kuna, cuna o guna yala, etnia sobreviviente en la región, como lo habían sido los madungandí, los wargandí y los embera. Para Roberto Triana, el giro que él iba a dar era de 180 grados. Después de tanto tiempo fuera de Colombia, ese viaje significaba la recuperación de sabores, colores, olores y palpos perdidos. Recordar todo eso era regresar a sus primeros años de vida, en los que había tenido encuentros con los pijaos del Tolima o con los nasas del Cauca. De nuevo la selva cerrada, que contrastaba con las esculturas de mármol de Bernini, verdes copas de árboles centenarios, aves de todos los cantos y colores, monos lentos o ágiles como trapecistas peludos, reptiles de ojos iluminados por el rojo incandescente o inmensas tortugas canaá, plateadas como un denario de César. La película: Tierra madre (Nana Tummat). La troupe, compuesta por Roberto Triana, su director y guionista, llevaba como asistente de dirección y asesor en antropología a Camilo Hernández, como director de fotografía a Roberto Álvarez, como asistente de fotografía y mezcla de montaje a Simón Bonilla y como montajista a Manuel José Álvarez. Su destino de viaje: ir más allá del último punto de civilización blanca, la población de Turbo en el golfo del Urabá, también conocida como Pisisi o “tierra del cangrejo y del banano”. Triana, para efectuar el desplazamiento de todo el equipo desde Bogotá, hizo las veces de productor. Pasajes de avión hasta Cartagena, después automóviles, caballos y canoas. Provisión de víveres por cada lugar donde la posibilidad lo permitiera. Cada movimiento los acercaba al cerro Tacarcuna, de 1.875 msnm, la mayor altura del Darién, en la frontera con el istmo de Panamá. Una vez en Turbo, ese explanado municipio de calles largas y calurosas, había que alquilar una lancha para cruzar el golfo del Darién. Colombia no era fácil de transitar. Había que pedir permiso a las autoridades, a las comunidades, a los ojos invisibles de los grupos armados, a todos los intereses que se entrecruzaban en esa selva poderosa, entre mosquitos transmisores del dengue, del plasmodiummalariae, conocido sin más tapujos como malaria, y, entre pájaros de canto incesante, aperturas despejadas hacia el cielo con guayabos ácidos de pulpa blanca, sembradíos de aguacate, hileras de plantas de rojo achiote para tinturar la comida, platanales, cacaotales, tomateras. En medio de un camino de herradura salió de repente un jefe indígena acompañado de otros miembros de su comunidad. “¿Cómo supieron que habíamos llegado?”, preguntó Roberto Triana cuando observó la presencia abrupta de Joselito, el cacique, y sus compañeros.

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Joselito solo sonrió y saludó la llegada de la troupe cinematográfica. “Bienvenidos”, dijo. No había entre ellos ninguna mujer. Se habían escondido en la selva cercana. “Deben de venir a algo importante porque de lo contrario no se justifica un viaje tan difícil”, agregó. Después de dialogar sobre el trabajo que se iba a realizar con la filmación de un documental, Joselito explicó que era necesario, para cualquier acción que quisieran realizar los extraños, convocar un lereo, un cabildo, para establecer con precisión en qué consistía un documental, pues hasta esos momentos nada de eso conocían, si acaso habían visto personas llegadas de pueblos cercanos con cajas llamadas cámaras de fotografía. Ante el lereo se dieron las explicaciones. Se mostraron las cámaras, los micrófonos, cargadores de energía, rollos de películas, lámparas y cables. El antropólogo explicó al cabildo la importancia de preservar con las imágenes costumbres y sabidurías ancestrales de la comunidad y sus enfrentamientos por la tierra con los colonos invasores. Se pidió que los aceptaran como huéspedes, y que ellos, como habitantes del lugar, cumplieran con un corto trabajo de actores naturales del filme. Era necesaria la aceptación de las mujeres, su presencia, los oficios que cumplían, el cuidado de sus hijos menores, el trabajo en la chacra o huerta, las técnicas de la siembra de la yuca, el cocinar, el lavar y, sobre todo, su parte expresiva, lograda con la pintura que empleaban en sus cuerpos, en las telas cosmogónicas llamadas molas o en sus pechos. Todo estaba por ser aprendido. Se daba el encuentro de dos culturas, como si los siglos pasados desde la llegada de Cristóbal Colón no hubieran existido. Nuevo era entender que el tinte era extraído del árbol de la jagua, de cómo se articulaban las chaquiras que llevaban en pechos, manillas y brazaletes. El trabajo etnográfico a realizar se había calculado en tres meses, con uno de relación de campo. La comunidad indígena fue amable y respetuosa. La única persona que presentó problemas de comportamiento humano, fue Roberto Álvarez, que sufría de ataques de estabilidad mental por haber ingerido en alguna ocasión LSD. Sin embargo, eso todo el mundo lo sabía de él, pero de lo que se trataba era de darle trabajo y apoyo a un magnífico artista.

Los embera del Alto Baudó Otro de los trabajos documentales fue sobre los embera, esa comunidad que se reparte en la geografía colombiana de sur a norte en la costa pacífica, desde el departamento de Nariño, al sur, hasta el golfo de Urabá, al norte. En Colombia pocos saben quiénes son los embera, a pesar de que en 1992 el Banco de la República emitió billetes de diez mil pesos con el rostro de una mujer de dicha comunidad. Llegar a los embera no es cosa fácil. Roberto Triana supo desde el primer momento

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que era necesario emprender una aventura. Desde Bogotá se debía tomar un avión que dejara a todo el equipo cinematográfico en Cali. De ahí, por vía terrestre hasta Buenaventura, sobre el océano Pacífico. La carretera zigzagueba hasta llegar a ese puerto que parecía reposar fatigoso sobre unas aguas verdosas, como si se tratara de un espejo enorme y muerto de clorofila detenida. Las embarcaciones de cabotaje eran determinantes para entrar al mar y recorrer costas donde la selva impone su imperio. Las ballenas no aparecían para ser vistas. Al navegar solo se veía un mar de aguas extensas. Horas después, Triana y su equipo llegaron a Nuquí, ese municipio encerrado por el verde más verde de los árboles frondosos de la jungla. Visto desde el aire, el pueblo parece puesto como un pesebre plano sobre una pequeña península. Delante de ella el mar, y detrás el río. Y en el mar, olas grandes como para práctica de surfistas. Nuquí se presentaba en su multiplicidad, en la admisión de dos etnias: los afrodescendientes y los indígenas, con sus productos artesanales de tagua, totumo y wérregue. Lo primero que se ve al llegar a dicha población es una calle larga y polvorosa que se halla acompañada de casas de madera de una o de dos plantas, hechas en madera, cuyos techos de zinc parecen morir aplastados por los años y el óxido. Roberto Triana y su equipo se detuvieron ahí para descansar antes de continuar su viaje al cercano corregimiento de Jurubirá, al norte, hacia bahía Solano. El viaje sería una caminata de dos horas por la playa. Del lado contrario al mar, los morros se levantaban como caparazones de tortugas gigantes. Nada acá era parecido a la Europa moderna. Solo pelícanos en picada sobre las aguas, nubes fugaces y, al lado contrario, mangles rojos, negros y blancos, que recibían aguas saladas y dulces, llenos de moluscos, y, entre ellos, las aves garzas que no levantaban el vuelo. Por fin la llegada a la quebrada Condoto donde vivía la comunidad. Todo el equipo ayudó a descargar. Al lado de Triana estaban Mauricio Pardo, Jaime Osorio y Mario González. Comenzaron las reuniones con la comunidad. Había que ponerse de acuerdo con ella para la aprobación del guion. “De acuerdo”, dijeron, “la comunidad lo ha aprobado”. Pero pasaron la tarde y la noche, amaneció, y de nuevo habló la comunidad: “No aceptamos el guion”. Todo quedó paralizado. El largo viaje, el cruce de medio país por aire, mar y tierra estaba sin solución. Roberto Triana no tuvo otro remedio que recurrir a uno de los miembros del Consejo Regional Indígena del Cauca, CRIC, el dirigente Chucho Avirama, que se encontraba en Quibdó. El embera caucano habló con un hermano y decidieron llamar a los indígenas de la comunidad, que se hallaban organizados en la Asociación de Cabildos Indígenas del Chocó–Orewa, para que aceptaran el trabajo que se tenía planteado realizar, dado que todos los componentes de la troupe eran idóneos e iban a respetar a la comunidad. Debían entender, además, que se daba una oportunidad única. Finalmente, la comunidad aceptó, lo pactado , y entonces se propuso que el trabajo etnográfico de campo debía dividirse en tres partes:

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Roberto en la casa de La Candelaria, Bogotá.

1. Cosmogonía de los embera en la iniciación chamánica. 2. Etnografía u organización embera. 3. Política de autonomía embera en el derecho al retorno de sus tierras. Al iniciar la indagación y el estudio sobre la cosmogonía de la comunidad de los embera, Roberto Triana descubrió el caso de Floresmiro Dogirama. Su historia estaba relacionada con la lucha que tuvo que librar con los otros chamanes, que no querían que se iniciara. Floresmiro había sido un adolescente inteligente, lleno de magia, que había recorrido buena parte de las comunidades vecinas en busca de la iniciación. Después de muchos rechazos y dificultades, lo logró. Esta victoria desató una guerra de chamanes, que no cesaron de perseguirlo hasta el punto de que casi lo ahogan en un río. Una vez se cumplieron sobre Floresmiro algunas profecías, pudo salvar su vida. El joven indígena llegó al confín del territorio de los embera y fundó la que sería una comunidad ejemplar. Este relato duró la mitad de la filmación. La otra mitad la constituye un juego inteligente de los embera. Se organizan para visitar a otras familias, y de ese modo intercambian cuentos, historias de su oralidad. Así, de relatos nace la integración comunitaria. Complementan los encuentros con la acción de cocinar juntos, “juaguarse” o pintarse, danzar y tomar un aguardiente destilado que ellos producen a partir de una chicha que los blancos rechazan porque ha sido fermentada con saliva. La tercera parte del documental se refiere a la problemática que vivían y que fue planteada por algunos dirigentes indígenas.

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León de Greiff entre la vejez y la música En 1973, cuando Roberto Triana regresó al país lo primero que hizo fue buscar un reencuentro con aquel territorio, con aquella nación que había tenido que abandonar 24 años atrás al zarpar de Cartagena con destino a Europa, embarcado en el Amerigo Vespucci, el trasatlántico de la Italian Line. Sus estudios y experiencia cinematográficos lo encaminaban a la realización de documentales sobre comunidades indígenas preservadas. Ese año rodó Madre tie-

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rra con la comunidad kuna, de Urabá. El cambio de escenografía no dejaba de ser brusco. Sin embargo, Triana adaptaba su trabajo como si estuviera en un museo natural al aire libre. Las comparaciones eran inevitables. Delante de él ya no estaba la iglesia de Saint’Agnese in Agone, donde la virgen Agnes, de Franceso Borromini y Girolamo Rainaldi, después de haber perdido su vestidura por los ultrajes del martirio, gracias a un milagro, fue socorrida con la envoltura de su cuerpo con los largos cabellos que crecieron de inmediato como un rayo de luz lanzado del cielo al amanecer. Ahora estaba sobre el Caribe colombiano, bajo una catedral de frondosa vegetación, donde los indígenas caminaban con el otro milagro, el de sus propias desnudeces y cabelleras negras en las mujeres, que les podían llegar hasta los glúteos. Para poder continuar con esa tarea fílmica, que ya había emprendido con tanto esfuerzo y dificultades después de tantos años de ausencia, le era necesario reiniciar contactos con todas las esferas sociales y del poder. Con la ayuda de su amiga Silvia Lorenzo, realizó encuentros y reuniones con intelectuales como Alberto Zalamea, Rafael Maya o Juan Lozano. En medio de aquel departir, el primero de ellos, con entusiasmo, le habló de León de Greiff, el poeta antioqueño que aún no hacía muchos años caminaba a paso rápido por las calles de la ciudad con una mano en la cintura, su boina negra y una pipa humeante en la boca, quien vivía en Bogotá en el barrio Santafé. Era urgente hacer un documental sobre este importante representante de la poesía colombiana, más aún cuando su salud ponía en peligro su existencia. El barrio Santafé tuvo siempre esa decencia digna de las cosas que saben que en poco tiempo perderán las gracias que las adornan. Algunos años antes de mitad de siglo XX, de Europa habían llegado judíos que huían de un continente que se hallaba al borde de perder la paz para entrar a la Segunda Guerra Mundial. Poco a poco, en el transcurso de algunos años, fueron haciendo de nuevo su diáspora, y los que llegaron a la capital de Colombia se radicaron en la parroquia mencionada. Los descendientes de Abraham vendían telas a crédito, y luego, después de jornadas fatigantes de trabajo, llegaban a su barrio para descansar en medio de colombianos venidos de todos los rincones. Estos últimos eran honestos empleados de oficinas del Gobierno o campesinos sin tierra, que habían sido desplazados en la geografía nacional, que comenzaba a desangrarse en una guerra civil de odios partidistas entre conservadores y liberales. Esos dos sectores se enfrentaban en armas hasta morir en valles y montañas. Después de 1924, el poeta De Greiff había dejado su región de Bolombolo, en Antioquia, su departamento, para ir a vivir a Bogotá. Comenzó a trabajar y a hacer vida intelectual con otros personajes de las letras y el arte. Con el tiempo, era común verlo por las calles de la capital colombiana. Iba y venía al Café Automático, en el centro de la ciudad, al que llamaba “mi oficina”, al que en cualquier momento abandonaba para retornar a su casa del barrio Santafé.

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Cuando Roberto Triana llegó a la vivienda citada para realizar el guion de la vida del poeta, comprendió, por el trato personal y directo, que no era una persona común y corriente. Para entender mejor a aquel extraño y exótico hombre de letras, se hallaba como coeditor del guion el poeta y escritor Fernando Garavito. Las primeras conversaciones que permitieron romper el hielo giraron sobre cómo iba a ser el documental. Se habló de Bolombolo, esa región de Antioquia donde el maestro, cuando tenía 31 años, trabajó como inspector y luego como administrador en el trazado del Ferrocarril de Antioquia entre Bolombolo y Caña Fístula. Con motivo del filme de Roberto Triana, el poeta quiso retornar a esa región de su juventud, que evocaba a todo momento con trabajos realizados, soledad, amigos, bohemia y aguardiente. Bolombolo sobre la cordillera Occidental, tenía una vegetación humedecida por el río Cauca y asoleada por la luz, y estaba enmarcada por verdes sabanas y montañas ondulantes. Iba a ser el reencuentro del poeta con los personajes imaginarios nacidos en su paso de tres años por aquel lugar de muchas lecturas y escrituras. De aquel espacio saldrían sus amigos imaginarios, creados a través de versos y relatos: Leo le Gris, Ramón Antigua, Sergio Stepansky, Bogislao, Erik Fjördson o Matías Aldecoa. “Listo, de acuerdo”, dijo León De Greiff, “hagamos el documental”. Sin embargo, el día en que se pusieron de acuerdo para comenzar a filmar, el maestro se negó; y manifestó: “Ya no lo vamos a hacer, he cambiado de idea. Estoy muy viejo; he hablado con mi mujer y ella me ha dicho que habrá mucho estrés en todo eso”. No obstante, Roberto Triana no interrumpió su amistad con el poeta de Bolombolo, pues siguió visitándolo y conversando mucho con él. No era fácil el trato con el personaje de las letras. Su personalidad era extraña y atrayente por su forma de hablar, de hacer presencia física con su boina y su pipa. Su figura exótica la supo mantener siempre, incluso con su salud deteriorada. Roberto Triana encontraba que la casa que visitaba era similar a su dueño: llena de libros sin clasificar por todos los rincones y pisos, incluidos los baños, donde podían encontrarse manuscritos recientes del poeta, textos abiertos, subrayados en apresuradas o lentas lecturas. En una nueva visita que le hizo Triana, lo encontró, como por lo regular sucedía, animado. Charlaba al tiempo que fumaba cigarrillos Camel. Interrumpía a veces sus palabras para tomar un trago de aguardiente o comer dulce de arequipe, esa vianda preparada con panela de caña batida y leche. Un día, la conversación entre el cineasta y el poeta fue interrumpida un momento por la llegada de una joven. Se trataba de una amiga del vate, a quien siempre veían a su lado, incluido el Café Automático, sitio de reunión de hombres, donde las mujeres no entraban a menos de que se tratara de una camarera. Del saludo, la pareja pasó de inmediato a la discusión. De sus bocas salieron palabras duras. La visitante, con lágrimas en los ojos abandonó el lugar. La tensión provocada por lo que acababa de suceder quedó suspendida en el aire. El poeta dijo con su voz fuerte y y con la pronunciación acentuada de los antioqueños: “Roberto, necesito subir al segundo piso”.

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Roberto en su estudio romano.

Triana se paró de la silla donde estaba sentado y caminó en dirección al poeta. Sabía que su quebrantada salud no le permitía subir escalones y menos los de esa casa, que tenía 23 inclinados peldaños. Los dos hombres se pusieron de acuerdo en resolver la cuestión de la movilidad. Debido a que el poeta, por su edad y por su debilitada salud había perdido peso, el asunto se resolvió sin mucho apremio. El cineasta lo levantó con sus brazos de la silla donde estaba y, como si se tratara de un niño de pocos kilos, lo llevó hasta la parte alta. Roberto Triana sintió sobre su cara la respiración olorosa a aguardiente y a tabaco del vate. Situados en una habitación con closet, el poeta le pidió que abriera una de sus puertas. Adentro estaba un traje de fino paño inglés y corte preciso y armonioso de marca Valdiri, la más fina de la época. Sobre una de las solapas se hallaba una medalla.“Con este traje”, dijo De Greiff, “me presenté como cónsul de Colombia ante el Rey de Suecia”. Al fondo del nicho recién abierto estaba una fotografía que mostraba los rostros sonrientes de León de Greiff y de Jorge Zalamea, autor de El sueño de las escalinatas y traductor de la obra poética de Saint-John Perse, el premio Nobel de Literatura cuya familia había sido dueña de la pequeña isla caribeña de Saint Leger. Del mismo sitio, el poeta tomó un disco y, de forma algo retadora, le preguntó al cineasta ibaguereño: –Mire Roberto, alguna vez les hice a unos amigos la siguiente pregunta de cultura musical: “¿Conocen ustedes cuál es el principal concierto del ‘Prete Rosso’, el ‘Cura Rojo’, como llamaban a Vivaldi, el músico pelirrojo y de nariz grande?”. Y ellos me respondieron: ”Las cuatro estaciones”. ¿Está usted de acuerdo con esa respuesta? –No, poeta –le respondió Triana–, la mejor obra de Vivaldi es Il Cimento dell’Armonia e dell’Invenzione.

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El poeta Raúl Gómez Jattin.

–Exacto, está bien respondido, usted si tiene cultura musical –dijo el melómano escritor antioqueño–, porque Las cuatro estaciones, es decir, La primavera en mi mayor, El verano en sol menor, El otoño en fa mayor y El invierno en fa menor son apenas una parte de Il Cimento dell’Armonia e dell’Invenzione, el mejor concierto de Vivaldi. La negativa de León de Greiff para que se hiciera un documental sobre su vida y poesía no impidió que Roberto Triana insistiera en seguir su trabajo de rescate de la memoria de los autores de arte. Entre otros, buscó para realizar un documental sobre él al poeta Raúl Gómez Jattin. Consideraba que había que dejar para la memoria de la literatura esa existencia que estaba entre el límite de la coherencia y la locura. Triana decidió filmar al poeta Gómez Jattin en su hábitat, en el Corralito de Piedra, en la ciudad fundada por don Pedro de Heredia. El cineasta se desplazó a Cartagena, a la calle de la Media Luna, donde vivía el poeta nacido el 31 de mayo de 1945. La voz de Gómez Jattin se restablece para la historia literaria desde el abandono parcial en que vivía, desde una palabra vital de un hombre inteligente que hablaba desde la soledad, desde su infancia, desde la relación con el padre, ese ser que le hace aprender de memoria poemas de Rubén Darío y de Luis Carlos López. El

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poeta en una habitación sencilla de un hospedaje popular, que en tablilla de madera se identificaba como Hotel la Muralla, se mecía en su hamaca: “Mi madre”, decía, “puso su esfuerzo en hacerme feliz”. El poeta aparece filmado en la ciudad, en la panadería donde desayunaba a diario, o junto a un loro, cercano a una iguana, a unas mujeres que trabajaban en la cocina, o frente al mar, que diluye con sus olas las palabras del vate, que caen con pausa. Reconstruir la vida de otro clásico de la poesía colombiana en la imagen visual se convirtió en una necesidad de cineasta para Triana. En ese momento se trataba del poeta antioqueño Miguel Ángel Osorio, más conocido por uno de sus seudónimos, ‘Porfirio Barba Jacob’. El piano sonaba melódico mientras las figuras de los antepasados del poeta de Santa Rosa de Osos aparecían en escena. La historia, desde la filmación que realizó Triana, no dejó de combinar la crónica actuada y las explicaciones de críticos y biógrafos, que hacían la semblanza de quien fue ese poeta del modernismo, nacido en 1883 y muerto en 1942 durante su asilo voluntario en Ciudad de México. Los entrevistados aparecen en pantalla para expresar su punto de comprensión sobre la “Canción de la vida profunda”, uno de los poemas más recordados del poeta escogido. En el documental, el historiador Eduardo Santa cuenta, desde el recuerdo y la anécdota, cómo por obra y gracia de la imaginación literaria de Barba Jacob, en las páginas de El Espectador, apareció, como si fuera una historia verdadera, un duende en una casa del barrio San Diego, lo que produjo un éxito en ventas del periódico. Para su logro fílmico, Triana buscó testigos que pudieran narrar episodios del poeta fallecido muchos años atrás. El logro testimonial en película del poeta de la “Canción de la vida profunda” lo reforzó Triana con Gloria Zawadski, la hija de Clara Inés de Zawadski, esposa del embajador en Roma durante sus años de estudio de cinematografía. Zawadski, relata invaluables datos de lo que fue la vida del poeta santarrosano: su importancia entre el mundo intelectual y político cuando vivió en México, de la acogida que tuvo por parte de figuras como Frida Kahlo, Diego Rivera, Carlos Pellicer, Rómulo Rozo, los hermanos Quijano, el presidente Cárdenas; las atenciones de los embajadores; la preocupación del presidente colombiano Eduardo Santos para que no le faltara nada y pudiera cubrir sus necesidades durante sus últimos años; su relación y discordia con el ensayista mexicano Alfonso Reyes; la reconciliación con este al momento de hacer su panegírico en el cementerio; y las palabras de Germán Espinosa, Eduardo Gómez y Piedad Bonet.

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Colegas de Roberto Triana

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La directora Liliana Cavani (Condiscípula).

Autorretrato del director y documentalista Luis Ospina.

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Gabriella Tavernese y Roberto Santero, periodistas y cineastas romanos.

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Roberto con el director y dramaturgo Manuel José Álvarez.

Felipe Paz, antropólogo y documentalista.

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Foto de Manuel H.

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Lisandro Duque. Director cinematográfico.

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Erick Morris. Editor de cine y documentales.

Felipe Guerrero. Cineasta y editor cinematográfico.

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© Manuel H.

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Revisando material con Néstor Amortegui.

Con Jorge Bustamante. Poeta y traductor.

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n el siglo XXI, Colombia adquiere para Roberto Triana una relación de encuentro constante, de mayor permanencia. Aunque el mundo no se detenía del todo con sus continuos viajes al exterior, su país, el recobrado con su presencia física después de salir de Europa, lo situaba sobre esos espacios territoriales que nunca habían desaparecido de él en el momento en que se hallaba en el extranjero, por estudio o trabajo. Con la cámara al hombro o sin ella, a partir del año 2000 las instituciones nacionales le prestan mayor atención a su trabajo, y le otorgan, por todo lo alcanzado con él, reconocimientos y premios, tal como lo hizo la Cinemateca Distrital de Bogotá, que presentó una retrospectiva suya, o la Casa de Poesía Silva al considerar que debía ser él y no otro el cineasta que debía realizar un documental sobre el poeta José Asunción Silva. No habían pasado cinco años del nuevo milenio cuando Cartagena lo vio en sus calles tras las huellas de san Pedro Claver, el “esclavo de los esclavos”, y en busca de lienzos, colores y esculturas de uno de los hijos de la Ciudad Heroica, el pintorEnrique Grau. El ojo cinematógrafo de Triana es de cubrimiento amplio. Se posa sobre uno de los fotógrafos populares de la capital del país, el reportero Manuel H, ese personaje que tenía en sus cinco sentidos una visión de ciudad y de historia innata porque era un auténtico periodista hecho a brazo limpio en el oficio y sin título académico. Triana muestra cómo para Manuel H ningún suceso, por más doloroso que fuese, escapaba al ojo del reportero, rescatador de todo lo que estaba al borde del olvido. Roberto Triana fue escogido de nuevo por la Cinemateca Distrital de Bogotá para ser resaltado en su ciclo llamado ‘Ojo Colombia’, junto a otros realizadores nacionales. Como testigo de ese siglo XX y del siglo XXI que pone a circular sus días con rapidez, Triana, en el 2006 y el 2007, viaja a México, país que ha acogido a varios escritores y artistas colombianos llegados hasta allá en asilo obligado o voluntario para continuar con su labor de memoristas de la vida real o imaginaria. El eterno retorno pasa por México llama a su trabajo presentado en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, donde Colombia fue el país invitado de honor. Los múltiples documentales que Roberto Triana ha realizado desde hace décadas mantienen vivo el accionar del profesional del cine. Pareciera que Colombia, país que lo vio nacer, requiere con él hacer visibles sus etnias, sus artistas, sus pintores, sus poetas, sus ensayistas… ¿Dónde está, qué hace, cómo actúa fulano o zutano?, Parecen las preguntas que Triana se hace antes de ubicar sus cámaras delante de personajes de la vida nacional como Maruja Viera, Ángel Loochkartt, Luz Ángela Caldas, Dora Castellanos, Juan Gustavo Cobo Borda, Constanza Aguirre. Ese trabajo anterior corresponde a largas jornadas, averiguaciones y valoraciones y al paso de días, meses y años de permanente ajetreo. En agosto del 2014, el Ministerio de Cultura le comunicó a Triana que le había otorgado el Premio Nacional de Vida y Obra 2014 como reconocimiento a su trayec-

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© Neftali Castillo Campo

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La Ministra de Cultura Mariana Garcés Córdoba hace entrega del Premio Nacional de Vida y Obra a Roberto Triana, a su derecha Manuel José Álvarez, director del Teatro Colón de Bogotá.

toria en la cinematografía y a su invaluable apoyo al enriquecimiento de la cultura colombiana. El jurado, integrado por Cecilia Duque, Mónica Therrien y Orlando Cajamarca, al escoger a Roberto Triana frente a otros 69 candidatos, resaltó la relevancia de su trabajo como pionero del documental, realizado con alta calidad y con visión etnográfica, y su aplicación de nuevas fuentes de investigación, que han contribuido al enriquecimiento de la crónica cinematográfica con temáticas social y políticamente relevantes. Al enterarse de la noticia, Triana sintió por su cabeza el paso de miles de imágenes de lo que ha sido su vida. Aparecieron frente a él esos momentos irrepetibles de la elementalidad y la trascendencia, como si fuera un rollo de cinematografía sin editar, lleno de palabras, olores, colores y percepciones que parecían unirse desde la infancia por el sur del país hasta llegar en su juventud a las capitales europeas, selvas indígenas de Colombia, antes de hacer un pare en su edad adulta en su apartamento del centro de Bogotá.

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Roberto en el comedor de su casa en Bogotá.

¿Cuánto ha recorrido? ¿Cuánto ha auscultado por Colombia desde la experiencia y el conocimiento adquiridos desde hace muchos años de estudio y trabajo por Italia y Francia con los grandes maestros del cine? Durante décadas ha sabido trabajar en la ficción y el cine, ha sabido meterse por técnicas diversas de la trama, el guion, el montaje, la sonorización y la dirección de obras de ficción y documentales, lo que lo llevó a decir en una entrevista concedida cuando recibió el Premio Nacional de Vida y Obra: “Siempre me han preguntado si prefiero el documental o la ficción, y yo contesto que prefiero el cine; tanto uno como otro me interesan, solo que le he dado prelación al documental porque es un trabajo coral, sobre comunidades, cumple un destino, documenta una comunidad que está en peligro y es memoria”. En un retorno anterior a Colombia, el de 1973, Roberto Triana se fijó como metas buscar todo aquello que tuviera significado histórico, etnológico y artístico, y resaltar esas partes que el olvido y la indiferencia habían relegado a un segundo plano. El reconocimiento otorgado por el Ministerio de Cultura lo deja en claro. Hay en él, como se ha dicho, un rescate por la crónica cinematográfica con temática social y relevante desde el sentido político. Su intención de trabajo y su trabajo fueron claros desde el momento mismo en que volvió a pisar el territorio nacional. No era un capricho. Había en él una visión marcada por la sensibilidad poética nacida en las primeras lecturas con el abuelo Domingo Triana en El Espinal; en sus apreciaciones secretas detrás de la habitación de sus padres cuando al acostarse

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leían narraciones de aventuras; en su acercamiento a las culturas nasa y pijao en el Tolima con personas de esas comunidades indígenas; en su relación con artistas e intelectuales durante su juventud en Bogotá, Roma y París; en sus estudios con maestros clásicos del cine y compañeros en las aulas del Centro Sperimentale di Cinematografia. No ha sido una vida en vano, ha sido una existencia productiva que ha ido de lado a lado del planeta para encontrar lo invisible, aquello que por su naturaleza y condición rebasa los tradicionales paradigmas de la belleza. Eran bellos en el sentido de lo propio y lo extraño el actuar etnológico de kunas y emberas y las piedras que comunidades del Caribe levantaron para construir los edificios de Ciudad Perdida en la Sierra Nevada de Santa Marta. Durante más de cinco décadas y en más de ochenta documentales que hizo Roberto Triana en Colombia, las lentes de su cámara estuvieron siempre sobre lo que tenía mucha significancia social, aunque seguía invisible para la sociedad colombiana. ¿Qué valor podía tener para algunos sectores de la sociedad los sueños de quienes no manejaban la filosofía del positivismo de Saint Simon, Augusto Comte o Stuart Mill? Había, sin duda, una inversión de valores que Triana decidió atacar a través del documental que ponía en primer plano lo histórico invisible y lo artístico irrepetible. Porfirio Barba Jacob o Raúl Gómez Jattin, a quienes Triana había dedicado sus respectivos trabajos de cortometraje, eran para muchos un par de aves exóticas que cantaban en un paraíso perdido. Sin embargo, los conocedores de la actividad cultural establecieron en el acta que le otorgó el premio que en sus trabajos de creación había “personajes que hacen parte de la memoria colectiva y son protagonistas de la historia de Colombia: poetas, novelistas, pintores, escultores, bailarines, músicos, artesanos, entre otros, apostándole a destacar la fuerza y la vitalidad desde su cotidianidad”. Roberto Triana, como pionero de los documentales etnológicos y de las filmaciones sobre personajes de la cultura y el arte, exploró un nuevo sentido en el documental presentándolo a un nivel donde se notara que había un trabajo teórico que pudiera explotar el lenguaje. Lo primero que hizo Triana fue quitar el texto en el documental, dejar que los documentados contaran con sus palabras su propia historia. Quedaba por fuera el locutor que, como era la tradición, narraba los sucesos acumulados. Su nuevo sentido estaba en estructurar las secuencias como si se hiciera cine, con su gramática: “Los campos medios, las figuras enteras, los detalles, los cortes en movimiento, las entradas y salidas de campo, eso contribuyó a entender mejor lo que se hacía. Todos los artistas no tenían un contacto directo por el cine, entonces había que indicarles cómo entrar; fueron puestas en escena muy largas, pero muy precisas en estructura”. Cada vez que Roberto Triana despertaba para iniciar sus actividades diarias, lo primero que hacía después de su arreglo personal era sentarse frente a una taza de té a pensar que era necesario que el lenguaje del cortometraje incorporara la parte onírica de los personajes. La idea se consolidó el día que estuvo en el apartamento del poeta Fernando Charry Lara. Triana sabía que tenía frente a él a uno de los clásicos de la poesía del siglo XX en Colombia. “El sueño es revelación”, comentó

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el poeta bogotano cuando el equipo de Triana llegó a la vivienda de quien, bajo un título poético de san Juan de la Cruz, había recopilado y publicado su obra Llama de amor viva. Era imposible que los creadores, las personas encargadas de trabajar con la imagen en todos los sentidos, fuera pintada, danzada o escrita, no manejaran lo onírico. Aparecían así, de modo específico, los personajes que documentaban un sueño. Frente a sus cámaras podían soñar lo que quisieran para, además de enriquecer el documental, brindar la posibilidad de que el poeta, el artista, expresara todo un mundo poético nacido de los sueños. En el documental el poeta se alistaba para dormir. Con cuidado doblaba su ropa y una vez en piyama la escena continuaba en su habitación al momento de acostarse. El espectador que estaba frente a la pantalla quedaba sorprendido, pues en el sueño de Charry aparecía uno de los personajes clásicos de la literatura en lengua Española: don Quijote de la Mancha. No se trataba de un tema improvisado. Triana tenía lo onírico en sus personajes como algo fundamental: “Uno de mis últimos documentales, Juan Gustavo Cobo Borda y la palabra, también sirvió para discutir un sueño, porque él soñaba con una actriz francesa y lo que hicimos fue recrear un sueño con ella. Fuera de la teoría de la persona se encuentra esa humanidad que siempre se busca, se halla una cierta línea poética que llega a ser belleza. Los autores nuestros se preocupan poco por la belleza, no saben bien qué es”. Otra de las propuestas de Roberto Triana, fue recrear la vida de un personaje del cine nacional. El documentalista Carlos Mayolo, que tenía un recorrido de película, tan único si se recuerda que en 1991 recibió diecisiete premios Simón Bolívar y seis nominaciones en el Festival Internacional de Cine de Cartagena, había nacido en Cali, y en 1968, a los 23 años de edad definió su destino de vida como director de cine documental y argumental. Las cámaras de Roberto Triana lo ubicaron en su apartamento de Bogotá. Mayolo ya es un hombre maduro de 61 años que habla con una voz fatigosa, pero llena de experiencias. Como si fuera en Nanuk, el esquimal, el personaje iniciático en el género en el cine mundial, comienza una autobiografía del caleño. Lo onírico aparece cuando una mujer tritura en un tazón algo indefinible, que podrían ser piedrillas de ónice o semillas de pimienta. Surgen múltiples líneas como piernas de araña que terminan por cubrir la escena, y la pantalla queda sumergida en la oscuridad. Las líneas que simulan arañas en el filme son concebidas como arte, algo que a la vez se remonta a los insectos de la infancia de Triana, a la captura que hacía de ellas en el patio de su casa en Ibagué y que después en escritura poética amplió con otros animales, mientras que el pintor italiano Sandro Chía, en 1980, realizaba la imagen con once litografías para el libro Bestiario, hecho al alimón. Puesto en la línea de mirar a los animales como objeto de arte, Roberto Triana seguía la tradición que sobre el tema en otros momentos habían emprendido autores como Andrés Eloy Blanco, Julio Cortázar o Pablo Neruda. En octubre del 2014 apareció un nuevo grupo de poemas del cineasta ibaguereño: Animalario.

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El director y cineasta caleño Carlos Mayolo.

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LitografĂ­a del artista italiano Sandro Chia para su libro Bestiario.

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Entonces la prensa nacional comentó que el interés de Triana por los animales se remontaba a su infancia, cuando leía bestiarios del Medioevo. En esta ocasión las ilustraciones fueron de la pintora colombiana Blanca Moreno. La tarjeta que invitaba al lanzamiento del libro gráfico incluía el trabajo de los dos autores, cada uno en su área. De Triana apareció el siguiente registro escrito: El oso (La miel) Siempre fui agria no para su lengua fluía con recato si de mí se alejaba escondía mis néctares hasta que él no llegara.

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Roberto con las campanas antiguas de Coyaima, Tolima.

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II. Cronología y bibliografía

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1934: Nace en Ibagué, Tolima, el 24 de mayo. Sus padres son Jesús María Triana y Elena Arenas. 1935: A los nueve meses de edad fija su primer recuerdo cuando su madre lo carga y su rostro se refleja en el agua de una fuente. 1936: De visita en Girardot con su familia retiene el recuerdo de ver a su madre besar a su hermana Elena recién nacida, y corre a llorar a un tronco en el patio de la casa. 1938: Conoce a su abuelo Domingo Triana, con quien aprende sus primeras letras. 1939: Su padre lo lleva a estudiar al colegio de las señoritas Torres, de Ibagué, donde hace la totalidad de la primaria. 1941: Por las noches se para detrás de la puerta de la habitación de sus padres para a oír cómo su madre lee en voz alta. 1942: En un viaje familiar con padres, hermanos, tíos y primos conoce el mar en Cartagena. 1943: Se sorprende al ver cómo Beneda, la indígena pijao que hace trabajos domésticos en su casa, prepara para su alimento personal una pequeña ave que atrapa en el patio. 1944: Beneda le habla por primera vez del dirigente Quintín Lame. 1945: Es matriculado en el tradicional Colegio San Simón, de Ibagué. Una partícula metálica que salta a uno de sus ojos lo inhabilita por un tiempo y lo obliga a suspender sus estudios. 1948: En el pueblo de Ortega, en compañía de su padre conoce al líder indígena Quintín Lame quien es ayudado por aquel en unos trámites jurídicos en la Gobernación del Tolima. Se traslada a Bogotá con su hermana mayor, y allí, el 9 de abril, es sorprendido por los incendios del llamado “Bogotazo”. 1949: Continúa su bachillerato en el Colegio San Bartolomé, donde su abuelo y su padre habían estudiado. 1950-1953: Atiende, dentro de la rutina escolar, las clases de bachillerato. 1954: Termina el bachillerato. 1955: Se interesa por la vida cultural de Bogotá, que se lleva a cabo en cines, teatros y cafés, donde se reúnen círculos de artistas e intelectuales. 1956: Frecuenta en Bogotá, con ánimo de bohemia, la llamada Colina de la Deshonra, en la calle 26b con carrera 4ª, cuadra de edificios similares donde vivían o se reunían intelectuales jóvenes como Enrique Grau, Hernán Díaz, Jorge Gaitán Durán, Rogelio Salmona, Eduardo Ramírez Villamizar y Fanny Buitrago. 1957: Asiste a las reuniones de intelectuales en el barrio Palermo de Bogotá, donde conoce en casa de ‘Silvia Lorenzo’, seudónimo artístico de la escritora huilense Sofía Molano de Sicard, al historiador y político Germán Arciniegas, a los poetas Alberto Hoyos y Rafael Maya y al pintor Fernando Botero, entre otros. 1958: Escribe su primera obra de dramaturgia, Opilión, que de inmediato es representada por Mónica Silva y Fausto Cabrera en el recién fundado teatro El Búho, de Santiago García.

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1959: Patrocinado por su abuela, viaja a Europa. En la Universidad de la Sorbona, de París, participa como alumno auditor. Descubre el cine y se dedica a ver las películas fundamentales de la historia de la cinematografía, así como el de la Nueva Ola francesa. En Roma, a partir de la fecha y durante un bienio, se matricula en el curso ‘Regia’ del Centro Sperimentale di Cinematografia. 1960: En el Centro Sperimentale di Cinematografia de Roma continúa sus estudios y hace amistad con compañeros como Liliana Cavani, Itzvan Gaal, Bernardo Bertolucci y Silvano Agosti, entre otros. 1961: Reafirma sus estudios y sus prácticas cinematográficas con maestros del cine neorrealista italiano: Blasetti, Prosperi, May Ventimiglia, Castello, y más tarde escucha y aprende en conferencias de Rosellini, De Sica, Fellini y René Clair. 1962: Trabaja en distintas producciones italianas favorecido por la ley que ampara a los egresados del Centro Sperimentale di Cinematografia. Conoce a Elio Petri y a Pier Paolo Pasolini. Regresa a Francia, donde conoce a Jean Rouch, uno de los padres de la nouvelle vague. En el Museo del Hombre hace un curso de etnocinematografía que le permitirá desarrollar el asunto en las culturas aborígenes de Colombia. Viaja de nuevo a Italia para profundizar el tema del documental. 1963: Afianza la amistad que desde el año anterior ha establecido con personalidades del cine y la literatura. 1964: En el verano de este año conoce e inicia en Roma una gran amistad con Jean-Paul Sarte y Simone de Beauvoir. 1965: Consigue una vivienda para Rafael Alberti, María Teresa León y su hija Aitana e inicia con ellos una gran amistad que se extiende a otros escritores españoles, amigos de la pareja en exilio, que conforman lo que ha de llamarse la España Peregrina, y a diversos intelectuales de Europa y América, entre los que se encuentra Strelher, Buzzati, Siqueiros, Neruda, Murilo Méndes y Fernando Birri. 1966: La pintora colombiana Emma Reyes le presenta más personajes de las artes y las letras a través de la Embajada de Colombia en Roma. 1967: Colabora, en principio con catorce fábulas de carácter precolombino, en la revista Marcatre de cultura, órgano de divulgación del Grupo 63, después de conocer a uno de sus integrantes, Magdalo Mussio. 1968: Le agrada saber que Giorgio Prosperi, uno de sus profesores en Roma, ha realizado el filme Simón Bolívar. 1969: Sigue en Roma atento a las actividades de cinematografía y periodismo. 1970: La Radiotelevisione Italiana, RAI, aprueba la realización de uno de sus proyectos de cine llamado Giovanna Sette, séptima versión cinematográfica sobre Juana de Arco, cuyo guion escribe con Vicenzo Cerami, y que es llevado a escena por la actriz Paola Pitagora. 1971: Tiene su primera experiencia cinematográfica con una troupe profesional para realizar el largometraje Giovanna Sette. La película se filma en locaciones de arquitectura histórica italiana.

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© Cecilia Posada

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Durante el rodaje del corto de ficción Efímero, de Roberto Triana.

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Último día de rodaje de la película María Cano, de Camila Loboguerrero, con todos sus colaboradores.

1972: La RAI lleva al público Giovanna Sette a través de sus canales. La prensa italiana, como el periódico Il Corriere della Sera o L’ Expresso, publican en sus páginas una crítica favorable; lo mismo sucede en los medios de Colombia donde aparecen comentarios de Clara Inés Zawadzki, Gloria Pachón, Alberto Zalamea y María Mercedes Carranza. 1973: El compositor Agostino Raff publica un disco con la música de Giovanna Sette, como homenaje de despedida a Roberto Triana con motivo de su regreso a Colombia. Retorna al país con el deseo de realizar antropología cultural con documentales en comunidades indígenas. 1974: Recibe el Premio Nacional de Cine, otorgado por el Instituto Colombiano de Cultura, Colcultura, por su trabajo Madre tierra, rodado con la comunidad kuna de Urabá. 1975: Filma Los últimos días de Bolívar, con textos de Nicolás Suescún, donde se revela la iconografía existente en Colombia de los últimos años de vida de El Libertador. En una segunda parte independiente del mismo filme aparece una versión sobre un personaje de ficción, la loca Benita, a quien le habían matado a su novio en una batalla de la guerra de la Independencia. 1976: Lleva a cabo su filme Mucaipa uaunana, en el que narra la historia de una comunidad indígena del río Baudó, Chocó. 1977: En su columna “Tiempo de cine”, el crítico Alberto Duque López hace un reconocimiento al documental realizado por Triana sobre Bolívar. 1978: Con el título Homo ludens hace un ensayo visual donde interviene un grupo teatral que muestra las reacciones y movimientos del cuerpo en su manifestación lúdica.

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1979: Escribe Bestiario, libro de poesía. 1980: En un nuevo viaje a Roma publica Bestiario, con grabados del pintor Sandro Chía, perteneciente al movimiento transvanguardista italiano. 1981: Permanece en Roma, y se reencuentra con sus amigos y colegas de las letras y el cine, y participa en nuevas actividades culturales. 1982: Con el patrocinio de Intercor, filma su documental Buriticá 200: Ciudad Perdida, como colaboración a los trabajos de investigación respectivos realizados por el Departamento de Antropología de la Universidad de los Andes y de la Fundación Cultural Tayrona en la Sierra Nevada de Santa Marta. Viaja al sur del país, y con la comunidad kofán del Putumayo filma Los hombres del yagé, con el chamán Querubín Queta. 1983: Retorna a Italia donde escribe para la RAI su guion Pontorno, sobre la vida del pintor del Renacimiento florentino Giaccomo Pontorno. 1984: Junto a la diseñadora Marta Granados, es coautor del libro Colombia es. A través del programa Bellas Artes, Icetex, recibe una beca de seis meses para realizar estudios de animación digital en la Biennale di Venezia, Settore Cinema, en Roma. A partir de octubre realiza la fábula precolombina Tomagata en el Centro Sperimentale di Cinematografia con el profesor E. Betti. 1985: En mayo da a conocer Efímero, cinta de ficción a color, de 16 mm, 900 pies, 273.6 metros y duración de 25 minutos. 1986: El guion Taroa, que ha sido presentado en la casa romana de producción Giovanni Bertolucci, es elogiado por Bernardo Bertolucci en una carta. Se trata de una adaptación cinematográfica de Hamlet de Shakespeare, trasvasada a la cultura y cosmografía embera. Viaja a Roma, donde se encuentra con sus antiguos compañeros de curso del Centro Sperimentale di Cinematografía con motivo de los cincuenta años de la institución. 1987: A su regreso de Roma al país trabaja como como asesor de la gerencia de Focine y luego como director de Planeación de la misma institución. Dirige la obra Hay que deshacer la casa, con el Teatro Nacional. 1988: Es destacado con el Premio Jorge Silva por su documental Los embera. Funda la Escuela de Cine de la Universidad Nacional en colaboración con Isabel Sánchez y Carlos Álvarez. El Ministerio Francés de Relaciones Exteriores lo invita a París para que se documente sobre las nuevas escuelas de cine y televisión con motivo del proyecto que va a realizar en la Escuela de Cine de la Universidad Nacional de Colombia. 1989: Inicia su proyecto de documentales El arte colombiano a través de sus autores. Investiga y trabaja para filmar la vida del poeta Luis Vidales. En el trimestre septiembre-diciembre es invitado por Fernando Birri a la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, de La Habana, donde dicta un curso de cine etnográfico. 1991: Realiza el documental Máscaras vs. cabelleras, en el que cuenta la historia de una estrella de lucha libre. En Lomas de Ilarco, Tolima, hace una incursión cinematográfica, Odilia y sus compas, en la que recoge aspectos de la medicina tradicional.

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1992: Con el escritor y especialista en demonología Pedro Gómez Valderrama, realiza el documental Para dónde se fue el diablo. Filma el documental Utopía, el lugar que no existe, en el que trata de la historia de los sueños sociales imposibles de plasmar. 1993: Realiza un documental sobre la vida del novelista cartagenero Germán Espinosa. 1994: Realiza cinco documentales sobre escritores y artistas colombianos: Elisa Mujica (novelista); Eduardo Ramírez Villamizar (escultor y pintor); Álvaro Restrepo (bailarín y maestro de danza); Olga Chamorro (violinista); y William Ospina (ensayista). 1995: Realiza ocho documentales sobre escritores y artistas colombianos: Raúl Gómez Jattin (poeta); Sergio Trujillo Magnenat (pintor); Jenaro Mejía (pintor); Simón Vélez (arquitecto); Josefina Albarracín (escultora); Juan Manuel Roca (poeta); Fernando Arbeláez (poeta); y Jesús Pinzón (compositor). 1996: Realiza siete documentales sobre escritores y artistas colombianos: Ramón Vanegas (pintor y grabador); Beatriz González (pintora); Jesús María Idrobo (botánico); José Asunción Silva (poeta); Pietro Cantini (arquitecto italiano); María Mercedes Carranza (poeta); y Valeriano Lanchas (cantante). 1997: Realiza cinco documentales sobre compositores colombianos: Adolfo Mejía, Luis A. Calvo, Fabio González Zuleta y Germán Borda. 1998: Realiza cuatro documentales sobre pintores colombianos: María Teresa Hincapié; (artista del performance) pintores de fauna (varios); y Enrique Grau (Las musas suben el telón, y Grau, apuntes para una biografía visual). 1999: El 17 de septiembre, el medio italiano Terza Pagina despliega en un artículo la historia de su vida y de su obra. Realiza en Colombia un documental sobre el poeta J. Mario Arbeláez. Estrena un documental de sesenta minutos, titulado Barba Jacob, poeta maldito, al cumplirse los sesenta años de la muerte del vate antioqueño, trabajo patrocinado por la Casa de Poesía Silva. 2000: Realiza un documental sobre el poeta Fernando Charry Lara. 2001: Del 21 al 26 de febrero, la Cinemateca Distrital, de Bogotá presenta una retrospectiva de su trabajo, que incluye su película Giovanna Sette. Realiza un documental sobre la Casa de Poesía Silva. 2002: El Instituto Nacional de Radio y Televisión de Colombia emite su documental Barba Jacob, poeta maldito. 2003: El Instituto Nacional de Radio y Televisión de Colombia confirma que desde 1984 hasta 2003 ha emitido cincuenta documentales realizados por Roberto Triana. 2004: En conmemoración de los 350 años de la muerte de san Pedro Claver y en homenaje a la memoria del pintor cartagenero Enrique Grau se presenta el 9 de septiembre su documental El santo y el esclavo, en el auditorio Luis Carlos Galán de la Universidad Javeriana. Presenta Grau, la mano mágica. 2005: Con el apoyo del Instituto Distrital de Cultura y Turismo, IDCT, realiza un corto documental sobre el fotógrafo Manuel H. Fue escogido por la Cinemateca

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Roberto Triana con Ilse de Greiff en su casa del barrio Palermo de Bogotá, durante el rodaje del documental Otto de Greiff.

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Distrital de Bogotá para su ciclo ‘Ojo Colombia’, dedicado a resaltar su trabajo y el de otros realizadores. 2006: El Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, Fonca, de México y el Ministerio de Cultura de Colombia, lo seleccionan para que participe dentro del programa de ‘Intercambio de Residencias Artísticas’, del 3 de mayo al 3 de agosto. 2007: Presenta el documental sobre cinco escritores colombianos que han vivido o viven en el país azteca: El eterno retorno pasa por México, con motivo de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, donde Colombia es el país invitado de honor. 2008: En junio, Radio Televisión Nacional de Colombia emite tres de sus documentales a través de señal abierta: Manuel H., El estanque visionario y Carlos Mayolo de película. Realiza un documental sobre Ángel Loochkartt (pintor). 2009: Realiza un documental sobre Luz Ángela Caldas (poeta y ensayista). El Ministerio de Cultura lo invita a inaugurar el ciclo de cine colombiano ‘Venga y vea’, de la Biblioteca Nacional. 2012: Realiza dos documentales para homenajear a dos escritoras nacionales: Maruja Vieira o vivir en las palabras y Dora Castellanos o un modo de perdurar. Recibe un homenaje y se hace una muestra de su trabajo cinematográfico en el IV Festival de Cine de San Agustín. Le hacen otro homenaje en Artes y Audiovisuales, en la Secretaría de Cultura, Recreación y Deportes de la Alcaldía Mayor de Bogotá. 2013: Es ganador de la convocatoria de ‘Residencias Artísticas Colombia-México’ para realizar el proyecto La tumba del general José María Melo en el exilio al servicio del presidente Juárez. Realiza dos documentales: Juan Gustavo Cobo Borda o la palabra (poeta y ensayista) y Constanza Aguirre o el eterno retorno (pintora). Sandro Romero Rey, quien postula a Triana para el Premio Nacional de Vida y Obra, establece que su obra, entre documentales y películas de ficción, asciende a más de 80 títulos en 45 años, lo que arroja un promedio de un título cada 6 meses. 2014: El Ministerio de Cultura de Colombia le otorga Premio Nacional de Vida y Obra.

Bibliografía Alberti, Rafael, “Se prohíbe hacer aguas”, en Roma, peligro para caminantes (Obras completas), t. III, Madrid, Aguilar, 1988. Donadío, Alberto, “Emma Reyes”, en El Espectador, Bogotá, 22 de septiembre de 2014. Hay versión en Internet: <http://www.elespectador.com/opinion/emma-reyes-columna-376665>. [Consulta: 19.07.2015]. Neruda, Pablo, Confieso que he vivido, Vallejo, Fernando, Barcelona, Seix Barral, 1974, p. 163. Peroratas, Bogotá, Alfaguara, 2013.

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POEMA No. 9

De ese secreto deseo tuyo de superar todas las distancias, de llegar como saeta de energía al perfume dorado de la uva, de ser onda más rápida que el miedo en el corazón de los dioses, ha nacido esa ala inquieta que tu cuerpo forma, mientras reposas. Roberto Triana


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Jurados

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Cecilia Duque Duque Fue gerente general de Artesanías de Colombia desde 1990 hasta septiembre de 2006. Cofundadora y directora ejecutiva de la Asociación Colombiana de Promoción Artesanal y del Museo de Artes y Tradiciones Populares, en Bogotá, cargo en el que permaneció de 1970 a 1973 y de 1977 a 1989. En 1970 fue becaria del Patronato de Artes y Ciencia; en 1972 fue becaria de la Fundación Ford para adelantar una maestría en Educación en Arte y en Sociología en las universidades de Pennsylvania y Wisconsin en Estados Unidos. En 1975 fue consultora en temas artesanales de la Organización de Estados Americanos. En 1993 realizó una especialización en Alta Dirección Empresarial. En 1997 obtuvo la beca de honor Dante B. Fascell otorgada por la Fundación Interamericana, organismo dependiente del Congreso de los Estados Unidos. Fue miembro del Consejo Directivo del Consejo Mundial de Artesanías (WCC) como vicepresidente para América Latina. Y por designación de la Unesco fue miembro del Comité Consultivo del Centro Internacional de Fomento de la Artesanía, CIPA, con sede en Marruecos. Fue Presidenta de la Asociación Colombiana de Museos, y directora ejecutiva de la Asociación Colombiana de Promoción Artesanal y del Museo de Artes y Tradiciones Populares de Bogotá de 1970 a 1973 y de 1976 a 1989. Desde 1995 es miembro del Consejo Superior de la Universidad de la Sabana. Actualmente es miembro honorario del World Crafts Council (WCC). En 2010 y 2012 publicó los libros Maestros del Arte Popular Colombiano y Lenguaje Creativo de Etnias Indígenas de Colombia, con el patrocinio del grupo Sura y Suramericana. También en 2012 recibió el reconocimiento como líder por la Contribución del Desarrollo del Sector Artesanal en América Latina, otorgado por el World Crafts Council en la celebración de los 50 años de dicha organización. en un evento que se llevó a cabo en Dongyang, República de China. En 2014 recibió el reconocimiento como emprendedora social, otorgado por las revista Semana y Royal Salute.

Orlando Cajamarca Castro Actor, director y dramaturgo. Miembro fundador, en 1973 , del Teatro Esquina Latina en la Universidad del Valle. Gestor y Coordinador general desde 1985 del proyecto Jóvenes Teatro y Comunidad, que se desarrolla con jóvenes y niños de los sectores populares de Cali y algunos municipios del Valle y del norte del Cauca. Ha escrito más de treinta obras para teatro, entre las más destacadas están: El enmaletado. Mención Concurso Nacional de Dramaturgia Bogotá 450 años, 1986. Encarnación, Premio Jorge Isaac Autores Vallecaucanos 1995. Aventura sin fortuna, Beca de Creación Mincultura 1994. Alicia adorada en Monterrey, beca de Intercambio México-Colombia 2003. Elegí a Lorca, Premio Iberoamericano de Dramaturgia Alejandro Casona, España 2004. beca de creación Mincultura 2009, El solar de los Mangos, Premio Latinoamericano de Dramaturgia George Woodyard, USA 2007. Lecciones de historia patria, beca de Creación Mincultura 2014. En 1995 La Inter-American Foundation le otorgó la beca Interamericana de Desarrollo Dante Fascell como reconocimiento y estímulo para el desarrollo y sistematización de una metodología replicable del proyecto Teatro y comunidad: La creatividad alternativa para el desarrollo de base. Ha publicado un sinnúmero de artículos sobre crítica, gestión y temas teatrales, en periódicos y revistas locales, nacionales e internacionales. Ha sido también profesor universitario y ha escrito y publicado materiales didácticos teatrales entre los que se cuentan dos versiones de la Cartilla básica de instrucción Teatral y el Manual de animación teatral, entre otros.

Monika Ingeri Therrien Johannesson Adelanta estudios de doctorado en Arte y Arquitectura en la Universidad Nacional de Colombia, magíster en Historia por la misma universidad, antropóloga de la Universidad de Los Andes. Se desempeña actualmente como directora de la Fundación Erigaie y profesora de la maestría en Patrimonio Cultural de la U.P.T.C. Ha sido investigadora y docente en la maestría en Patrimonio Cultural y Territorio y la maestría en Restauración del Patrimonio Arquitectónico de la Universidad Javeriana y en la especialización en Patrimonio Arquitectónico de la Universidad Jorge Tadeo Lozano – Seccional Caribe (Cartagena); profesora y coordinadora de investigaciones del Departamento de Antropología de la Universidad de los Andes; subdirectora técnica del Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH) y asesora experta en temas de patrimonio cultural inmaterial para la Unesco Posee una amplia experiencia académica y de investigación en áreas como arqueología histórica, cultura material y patrimonio industrial. Ha sido merecedora de becas en Colombia, Suecia y los Estados Unidos, así como del Premio a la Investigación sobre Bogotá. Sus publicaciones incluyen trabajos sobre Patrimonio Arqueológico, Patrimonio Cultural Material e Inmaterial, e Historia Urbana.

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