lunes, 20 de febrero de 2023

 Riosucio, 1930
La truhanería de un inspector de policía

Vapor Cartagena de Indias y complejo agroindustrial de Sautatá. 1930.
FOTOS: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó.
De regreso hacia el Caribe, a la hora del crepúsculo y con la brisa tenue del sábado 22 de febrero de 1930, cuando ya se oían en el pueblo las primeras músicas de la parranda del fin de semana y de todos los fogones salían olores a pescado frito, el vapor Cartagena de Indias arrimó al puerto de Riosucio. Tan pronto como dos sincronizados grumetes tendieron y afirmaron en el piso de barro seco el par de tablones que servían de puente desde la embarcación hasta la orilla, el capitán Federico Scharberg saltó ágilmente hasta alcanzar el suelo. Precedido de tres cargueros de su embarcación, caminó un poco más de cien pasos hasta llegar a la casa de la señora Andrea de Rovira, la mitad de cuya sala estaba ocupada por la tienda que ella atendía mientras su marido se internaba en los montes cercanos para sacar madera, pieles de caimán, tagua, ipecacuana, millares de bocachicos, centenares de doncellas y unos cuantos cientos de raciones de plátano verde, que comerciaba con los capitanes de los buques y lanchas que recorrían el Atrato o con los capataces del ingenio azucarero que en Sautatá habían montado unos turcos de Quibdó.

Luego de hablar con doña Andrea el tiempo suficiente para convencerla de la bondad del trato, el capitán indicó a sus cargueros que depositaran, en el cuarto que servía de bodega a la tienda, la mercancía que entre tanto habían dejado al pie de la escalera de entrada a la casa: dos cajas de gaseosa y una de cerveza, una caja de jabón, un bidón de querosín de los grandes y doscientos cocos repartidos en ocho sacos de fique. La carga sería retirada cuando la lancha hiciera el viaje de regreso y entonces el capitán, según su promesa, pagaría la mitad restante del dinero convenido como retribución por el favor y traería de ñapa un corte de tela para un vestido que la señora de Rovira aspiraba a estrenarse el Domingo de Ramos de la próxima semana santa, que ya estaba a escasos dos meses de empezar.

A seis leguas y media de allí, en el caserío de Domingodó, en la misma y destartalada mesa que le servía de escritorio durante el día, el inspector de policía escanciaba en una copa los dos últimos tragos de una botella de biche buenísimo, de las seis que un señor le había traído de los lados de Buchadó, a cambio de dejar libre al hijo de un primo suyo que lo único que había hecho era robarse de una champa una arroba de bocachico salpreso, que el inspector había decomisado como prueba del ilícito y con parte de la cual -antes de que de pronto se fuera a dañar- había mandado a preparar un caldo tapado cuyo olor ahumado ya salía de la cocina de la casa vecina.

Pedro Manuel Galbán se llamaba el funcionario. Había llegado a estas tierras sin pagar pasaje, viajando de polizón, de lancha en lancha. Venía de un pueblo famoso llamado Lorica, en donde había nacido a la orilla del mismísimo río Sinú. Y, sin saber cómo ni cuándo, y a pesar de que -por lo menos eso decían en Riosucio- estaba sumariado por fraude a la renta de licores de la Intendencia Nacional del Chocó, se había hecho nombrar como inspector de policía de este corregimiento.

Seis días después, al filo de la medianoche del viernes 28 de febrero, mientras en Tadía, El Limón y La Honda dos alemanes hacían y deshacían hasta completar los mil caimanes matados en el mes para desollarlos y exportar sus pieles; la señora Andrea de Rovira, que al momento profundamente dormía, fue sobresaltada y despertada por los recios golpes que en su puerta y su ventana se oían, seguidos de varias voces, de hombres todas, que a abrir la tienda la intimaban, mientras ella -metida entre su toldillo, asustada- a decidir qué hacer no atinaba.

“Me resolví a contestar porque decían que necesitaban que les vendiera varios paquetes de velas y una arroba de café para un velorio. Ya por tratarse de un difunto, me levanté y traté de hacer el despacho por una ventana para no abrir las puertas; pero entonces me suplicaron que era mejor por la puerta, puesto que por la ventana no cabía el café, por lo que me resolví a abrir la puerta. Cuál no sería mi sorpresa cuando veo aparecer a un enemigo mío de nombre Pedro M. Galbán, quien hasta ese momento había permanecido oculto y adelantándose ordenó a sus tres compañeros o peones, que responden a los nombres de Evaristo Díaz, Norberto Montaño y Clodomiro Tobar, que cargaran con unos bultos de arroz y otras cosas más que yo tenía allí. Al ver que había caído en un lazo, comencé a dar grandes voces a los vecinos para que me favorecieran y al mismo tiempo le increpé su mal proceder y le ordené que saliera inmediatamente de mi casa, porque iba a cerrar mi puerta”[1]… Tras de ladrón baladrón, en lugar de intimidarse o retroceder en sus propósitos, Pedro Manuel Galbán amenazó a doña Andrea con traer la policía.

Misiá Andrea, ¿qué es lo que le pasa? -gritó al momento uno de los vecinos que se había despertado al oír la bullaranga. Asustados, los tres compinches de Galbán salieron disparados por ambos lados de la casa, dejándolo solo en la tienda. Armada de valor y de una chonta puntiaguda, la señora Andrea increpó a Galbán desde el corredor, hasta lograr que este también saliera de su casa. De ladrona y más la trató desde el patio, mientras llamaba y llamaba a sus fautores, sin obtener respuesta, y les ordenaba que fueran a traer al alcalde para que obligara a la señora a entregar la carga que Federico Scharberg, capitán de la lancha Cartagena de Indias, le había decomisado hasta ver si Galbán le pagaba la cuenta que desde hace tiempos le adeudaba.

“Si me salvé del asalto fue por estar aquí en la localidad, pues en un campo me hubiera dejado en la miseria y hasta la vida hubiera perdido, porque ¿qué hacía una mujer indefensa para cuatro asaltadores? Hago constar que el señor alcalde desaprobó su proceder a Galbán, al amanecer que se dio cuenta de lo pasado durante la noche. Y, para terminar, manifiesto que, por temor a un incendio o algún atentado contra mi persona, porque de esos individuos todo es de esperarse, he entregado al señor Pedro M. Galbán la carga que le dejó en depósito el capitán, señor F. A. Scharberg”[2].

Ocho meses después, todo este asunto ya formaba parte del olvido, por lo menos en Quibdó, donde los lectores del ABC ni siquiera sabían si aquel artero inspector, oriundo de Santa Cruz de Lorica, seguía siéndolo: inspector, se entiende, pues de lo otro no había duda, ya que genio y figura hasta la sepultura. La historia de los bloques de queso que se cortaban con alambre fino para robarse la mitad, en las embarcaciones que lo transportaban hasta Suruco y El Tambo, San Pablo y Caliche, en la Provincia del San Juan, ocupaba ahora la atención de los quibdoseños luego de leer el periódico de aquel viernes 24 de octubre de 1930. En la ciudad aún llovía, aunque no tanto como hacía veinte días, cuando había sido necesario aplazar la procesión solemne del Seráfico de Asís, pues todos, incluyendo al Padre Miró, pensaron que nunca iba a parar de llover.


[1] Periódico ABC, Quibdó. Inspector de policía que se convierte en salteador. Narración de la señora Andrea G. de Rovira. Marzo 13 de 1930. Edición 2154.

[2] Ibidem.

2 comentarios:

  1. Qué hermoso conocer un poco del
    Pasado de nuestro terruño. Gracias ☺️

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  2. Muy interesante información

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Sus comentarios son siempre bienvenidos. Gracias.