El encuentro puede ocurrir porque el lugareño resulta un entrevistado rico en anécdotas, experiencia, porque utiliza modismos propios de la comarca o bien porque dimos con un hombre sabio, de una rara y salvaje inteligencia. A veces, el encuentro no deja mucho más que compartir: acaso una o dos horas de su tiempo, tal vez tomar unos mates o aceptar un vasito de caña, o un café negro con tortas fritas. Pero, como sea, todo lo da el anfitrión.
Me he encontrado con personajes por el estilo: ermitaños, hombres solos, hoscos, silenciosos, desconfiados, al principio. Después, me doy cuenta de que celebran el inesperado encuentro como un chico en reencuentro con su mascota. Y entonces, se abren, te cuentan su vida, se olvidan del grabador, de las cámaras, de la libreta de apuntes.
Una vez me encontré con un puestero que llevaba meses sin hablar con otro ser humano.
Como sea, el resultado es un episodio mínimo en el tiempo de viaje, seguramente, pero sedimenta y ronda con fuerza en la cabeza del cronista durante mucho tiempo después. Porque, finalmente, todo es intenso. Uno lo descubre en las pocas palabras, en la economía gestual, en lo no dicho, en todo lo que se adivina detrás del silencio, de la respuesta demorada, en el énfasis y la determinación que uno encuentra en otros. Y se va con una historia de vida. La de un anónimo que, por un momento, le abrió el alma a un perfecto desconocido que como llegó, se fue.
Este pequeño retrato de encuentros inesperados tuvo lugar en un lugar paradisíaco, en medio del bosque, hace algunos años, mientras yo buscaba llegar a la orilla de un lago que, desde un precario camino vecinal de pura tierra, entreveía entre los árboles.
A veces, miro los mapas buscando un lugar extremo, un hilo carretero apenas visible, un camino secundario perdido en el laberinto cordillerano. ”Lago Escondido”, leí en el mapa. ”Una historia escondida”, me dije, para entusiasmarme. El sol alumbraba el Lago Lácar y San Martín de los Andes resplandecía. El viento le dibujaba penachos blancos a las olas.
// Secretos que esconden los mapas
Torcí después hacia un camino de tierra y empecé a saltar por una huella irregular. Estaba sólo con mi alma y los árboles. Empecé a cruzar puentes artesanales. Puentes que son sólo un amontonamiento de troncos grises, veteranos de mil inviernos. Así, hasta que llegaron las tranqueras, claro indicio de que la naturaleza tenía dueño.
El bosque se abrió de repente y apareció la casa. Hecha con troncos, techo a dos aguas y dos ventanas chiquitas como para que no se escape el calor en las largas noches del invierno. Después, vi al paisano, como si siempre hubiera estado allí. Después, vinieron sus perros, rodeándolo.
- “Casanova, Andrés -dijo-, para servirlo.”
El hombre tenía una edad indefinible; el pelo canoso, el bigote y las cejas amarillas. Era un gaucho gringo. Un puestero del sur, un hombre solo. La piel colorada, las manos rústicas, gastadas y sufridas. Escondía el pulgar de su mano derecha atrás de un cinturón rojo tejido por manos mapuches. Llevaba puesta una boina de lana verde y una camisa gruesa de color celeste con una remera verde debajo y una bombacha oscura y botas con mil años de uso.
Me invito a tomar mate, que era lo que yo estaba buscando. Apenas crucé el umbral, recorrí su rancho pobre, sus ollas ennegrecidas, sus gatos, su pedazo de carne colgando del techo: calculé que el hombre no tenía cuenta bancaria.
“Acá, vivo de los animales de uno -dijo- haciendo cualquier cosa, vendiendo para comer.”
Había visto vacas, novillos, terneros y muchos perros, hasta una decena de ellos.
“Míos son tres -dijo-. Y son un poco mañeros". Y después, se rió mucho.
Me habló de los inviernos tristes, de las orejas cortadas de su perro, de su radio chiquita, de cierto episodio donde el viento fue protagonista, de una ocasión en la que casi se muere. Y me dijo que no le gustaba la ciudad porque allí el agua no es pura. Que se iba a dormir con las sombras y se levantaba “rayando el alba”. ¡Vaya manera poética de decir lo temprano que se despertaba!
Medí el entorno natural. El perro desorejado -él le había cortado las orejas porque mordía las patas de los terneros- seguía fiel a su amo pese al castigo. Le daba vueltas alrededor y lo miraba embelesado, con su cola nerviosa que iba y venía en el aire. A veces, deberían darles calmantes a los perros para sosegarlos. Sorbió de la bombilla y dijo:
- Persiguen a los vacunos. Y no los sueltan más, los desgraciados.
- El negro veo que tuvo un problema -le dije, señalándolo.
- Tuvo. Le corté una oreja.
- ¿Por qué?
- Por porfiau.
- ¿Por porfiado?
- Por porfiau le pasó. Por agarrar a los terneritos nuevos.
- ¿Corría a los terneros?
- Los corría y los mataba. Eran así de chiquititos. Por eso, le corté la oreja: para que se le quite lo mañero que llevaba adentro.
- Y santo remedio.
- Santo remedio, sí. Es un perrazo ahora.
El gaucho ríe y el perro desorejado mueve la cola, contento, agradecido. Sabe que el amo está hablando de él.
De aquel encuentro con Casanova, recuerdo el hacha tirada, el cordel para la ropa, el sonido de un arroyo cercano -de allí venía el agua pura-, un par de ovejas pastando, los árboles y los cerros. La psicología del paisano no parecía tan compleja como la de un hombre de la ciudad pero tenía registros acaso más intensos.
A San Martín de los Andes, bajaba a caballo: salía de madrugada y volvía por la noche. Pero en invierno no: era como un animal que se encerraba en su madriguera, que se volvía activo con el regreso del sol en los primeros días de primavera. El entorno lo abrazaba y lo condicionaba.
“Son partes solas ésta. Son partes tristes. Lo que sí, uno ya se acostumbró, porque llegó de jovencito”. Me hablaba así y parecía que hablaba de otro, no de él. ”Son partes solas éstas”, dijo. El tipo en serio que parecía un poeta.
Casanova tuvo diez hermanos. Con vida quedaban él, Cruz, su hermano menor, y su madre, de 90 años. “Los demás fallecieron todos ya”, me dijo bajando la cabeza. Entre mayo y septiembre, no llega gente a su casa. En verano, llegan algunos turistas de paso que compran pan y tortas fritas. Eso es todo. ¿Podría irse a la ciudad durante el invierno?
- “Déjese de joder con la ciudad, amigo. No. Se la regalo”, -me dijo y soltó una carcajada. Cuando terminó de reírse, todavía sorbía los restos de la cebada y me miraba cómplice. Miré hacia fuera. Los álamos empezaban a agitarse.
- Está corriendo viento, Casanova.
- Sí, está corriendo viento.
-¿De dónde viene?
-¿No vio que está como de remolino? Viene de cualquier lado. Va a llover esta noche. Y mañana también.
-¿Cómo lo sabe?
-Porque el viento este es pura agua.
-¿Pura agua? Se aprenden muchas cosas en el campo.
-Es lindo el campo. Es vida sana, amigo. Usted toma agua dulce por donde quiera y es buena, no como la del pueblo, llena de cloro.
-¿Tiene familia…?
-Un hijo. El hijo está en Esquel, en un campo. ¿Vio? La mujer se fue. Hace unos años….se fue nomás…
Fatalmente, la vida lo había puesto en un punto de no retorno. El hombre se había resignado a estar solo en su casa del bosque. ”Se fue nomás”, significaba que cerraba el tema ahí. Nada más para decir, según entendí. A nadie le gusta andar mostrando sus heridas.
- Así que solo aquí en su casita, don Andrés. Es lo que hay, ¿no?
-Lo que hay no es mucho pero es lo que tengo.
Se ve que hice una mueca involuntaria como de desdén por su condición de vida. Si bien yo veía el lago cercano y estaba entre coihues y lengas, no vivía en un bosque encantado. Tal vez, pensé en la calefacción, que era a base de madera y humo, en el agua caliente, en la tele. Todo eso y más. O sea, en el lugar donde se ubica un citadino cuando los faltantes están a la vista.
Me leyó el pensamiento, el puestero. Y reforzó la idea de que tenía un paraíso para él solo.
- Vea: es una cosa linda despertarse a las cinco de la mañana, cuando está rayando el alba. Tomarse unos buenos mates, fumarse un buen cigarro y comer tortas fritas. Y si tiene un buen asadito, lo echa al horno.
Ataqué, para ver si lo conmocionaba con algo inesperado.
-¿Qué le queda por hacer en la vida, don Casanova?
- Vivir nomás, tranquilo, así como me está viendo… ¿Qué más cree que puedo hacer?
Casanova mira con su rostro arrugado el suelo, como si allí pudiese encontrar la respuesta a sus sueños. Uno dice siempre en estos casos: "es un hombre de edad indefinida”.
Me fui con el estomago verde por los mates. Al despedirnos, estrechó fuerte mi mano y repitió la educada fórmula: “Casanova Andrés, pa' cuando guste.”
Fuí un poco más allá, camino de otro lago. Seguía pensando en aquel hombre de risa franca, empedernida soledad, amo de un perro sin oreja. Había estado a punto de morir, pero no lo había dicho con esas palabras. Su psicología lo inclinaba a aborrecer la ciudad, así como su instinto le dice cuando va a llover, cuando va a nevar, cuando va a soplar el viento.
Crucé un vado y traspasé un bosque de robles. La camioneta trepó una colina y desde la altura me encontré con el Lago Escondido. Me bajé y traté de encontrarle algún detalle encantador, pero a esa hora no lo tenía. Por lo menos el viento había calmado. Me quedé un rato más, esperando que llegaran las primeras sombras.
Mi viaje había sido largo, así que apresuré el regreso. Manejando en la semipenumbra, volví a analizar una vez más mi encuentro con el puestero, su psicología de hombre solo, ahora esperando el largo invierno blanco, con su radio sin pilas, sus perros y sus gatos, cerca del Escondido. Me dije que no había sido un día perdido porque había encontrado, en verdad, una historia escondida. No la del lago sino la de “Casanova Andrés, para servirle”.
La huella, por el simétrico recorrido de las luces delanteras de mi camioneta, dibujaba sombras perturbadoras en los árboles. Todo parecía al acecho.