Entre Campos y la Valdavia

De la misma manera que el río Cea al norte de la provincia de Valladolid y al sureste de la de León delimita la Tierra de Campos, el río Valdavia -en Palencia- separa Tierra de Campos de la comarca de la Valdavia. La primera, ya la conocemos: son campos de pan llevar, si árboles, donde el cielo y tierra tienen su protagonismo; la segunda, la Valdavia, es una pequeña comarca en la que abundan las colinas y vallejos, los montes de roble y encina, los pastos, y las pocas tierras que se cultivaban estaban destinadas al centeno.

Bueno, pues por allí hemos dado nuestro paseo de hoy, saliendo de la ermita de Nuestra Señora de Barruelo, en Abia de las Torres (que hoy, por cierto, no tiene torres). Los primeros kilómetros han sido de campos de cultivo, tierra todavía llana con infraestructuras para el regadío. Al fondo, la cordillera cantábrica con el Espigüete y el Curavacas nevados en primer plano. El viento, fuerte del norte, era frío. En parte, supongo, a causa de esa nieva.

Rodando por el cordel

Avanzábamos por el cordel Cerverano, un ramal de la red cañariega leonesa que conserva sin problema su anchura original de 45 varas y abunda en pastos. En algunos momentos, el cordel se difuminaba con otros terrenos destinados a pastos, en detrimento de los campos de cultivo, que iban disminuyendo en superficie, hasta que desaparecieron cuando nos metimos en el valle del arroyo Vallesalce.  Y, ya todo por monte, llegamos al punto más alto de nuestro recorrido: la cuesta de la Parva. Esperábamos contemplar un amplio panorama, pero entre el sol y los abundantes robles molestaban la visión. No obstante, pudimos disfrutar de unas buenas vistas de la peña Amaya y sus valles y campos aledaños.

La peña Amaya desde la Parva

Sin dejar los bosque de robles con algunos claros cultivados, llegamos a Villorquite de Herrera, donde visitamos su hermosa fuente lavadero y su rústica iglesia, con portada renacentista protegida por un pórtico. Esto se iba a repetir en casi todas las iglesias de los pueblos que visitamos, como en el siguiente, Santa Cruz del Monte, en el que también nos recibió una fuente, con abrevadero en este caso, y la iglesia de San Cristóbal, con una preciosa portada en la que vimos una representación del sol y de la luna. Por cierto, que tanto el sol como la luna nos acompañaron en todo nuestro recorrido de hoy.

Palomar en la ribera del Valdavia

Ahora es el valle del arroyo Rocañal el que nos acompaña hacia Villameriel. Monte en las laderas, cultivos junto al arroyo. Llegamos a esta localidad, que nos pareció un poco falta de personalidad, como si no poseyera una arquitectura, un modo de ser, propio y peculiar. Pero dscubrimos dos grandes excepciones para suplir esta ausencia. La primera, la portada (¡otra vez!) de estilo renacentista, de la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción. Delante de ella, dos altas columnas que sostenían, mirando hacia el pórtico, una imagen de la Virgen y otra de Jesucristo. La portada, una joya escultórica; el pórtico, una maravilla de arquitectura con bóveda de crucería. Un conjunto que no esperábamos encontrar. Casi nada. Justo al lado a la izquierda, unas toscas escaleras conducen al campanario, forman parte ya de la iglesia que podríamos llamar normal.

Algunas de las portadas

El otro detalle de Villameriel por el que merece la pena no pasar de largo, son los lavaderos. Están restaurados y con agua corriente aunque ya, lógicamente, nadie los utiliza.

El siguiente tramo fue el más gozoso de todo el trayecto: cuesta abajo y con el viento de culo, ¿qué más se puede pedir? Bueno, lo malo de estos momentos es que vas demasiado deprisa y estás más pendiente del suelo que del paisaje. Pero no se puede tener todo. Así que tomamos el camino de las Viñas –medio perdido al principio- para llegar al valle que nos condujo entre laderas de monte hasta Villanuño de Valdavia, donde nos encontramos con la iglesia de Santa Eufenia, que domina desde un alto la localidad y cuenta con una sencilla portada gótica y una robusta espadaña.

En el molino de Villanuño

Tras dar un paseo por sus calles y pararnos en la fuente lavadero un momento, nos llama la atención el molino, que aún conserva sus tres rodeznos y –al menos por la parte exterior- su correspondiente maquinaria. Como si estuviera todavía en uso.

Ahora rodamos por la ribera del Valdavia, que trae aguas claras y abundantes. Los chopos, álamos y sauces han perdido casi todas sus hojas y las ruedas de nuestras bicis producen un agradable ruido al pasar sobre ellas, un ruido muy otoñal. Vemos de lejos, sin acercarnos, la iglesia de Bárcena de Campos, donde pasamos a la orilla derecha.

Lo que queda del castillo de Castrillo

Nos paramos en el excelente puente de piedra que separa Villavega de Castrillo. Ahora han construido uno moderno, más plano y en el que se pueden cruzar dos vehículos. Pero no tiene arte ni poesía. En Villavega se preparan para celebrar San Andrés y… ¡otra sencilla pero  maravillosa portada renacentista, con el oportuno pórtico! Al lado, un osario del siglo XVIII con curiosas inscripciones.

Tras pasar junto a la ermita del Cristo y a la de la Virgen del Camino, en Castrillo de Villavega, nos plantamos en la iglesia de San Quirico con portada, esta vez, románica. También vemos el antiguo castillo que da nombre al pueblo: hoy no es más que un bloque de tierra con una habitación excavada en forma de cueva o bodega y una especie de torretas que han aprovechado las cigüeñas para construir sus nidos.

El Valdavia

Sólo nos queda un último esfuerzo hasta Abia. Tomamos el camino que nos lleva un tanto alejados del Valdavia, para así evitar un continuo de subidas y bajadas. También nos permite, si echamos la vista atrás, contemplar un bonito espectáculo, pues el sol ya está de caída e ilumina de plano la cordillera. Así que nos despedimos del Espigüete y compañía. El cielo se va oscureciendo y la temperatura va de caída.

Aquí, el trayecto seguido, de unos 52 km.

Valle del Retortillo y páramos en Tierra de Campos

Tierra de Campos es una comarca extensa y con personalidad propia: a pesar de pertenecer a cuatro administraciones provinciales –Palencia, León, Valladolid y Zamora- no ha perdido su personalidad e idiosincrasia propias. Tiene campos, muchos campos, pero también valles, páramos y montes como hemos comprobado en esta excursión que traemos hoy.

Parades de Nava, patria de Jorge Manrique y Pedro Berruguete, que parece que aún viven entre sus barrios, iglesias y callejas. Este ha sido nuestro punto de partida.

La primera parada, a poco más de dos kilómetros, en la ermita de la Virgen de Carejas, pequeña talla, pero grande en tradición, pues se remonta a la época medieval. El recinto es tranquilo, con su prado, chopera y fuente. Se asienta en la ladera de un páramo, que subimos por el camino del monte Perales. Pero enseguida se pierde para convertirse en un cruce continuo de pistas bajo las aspas de los molinos gigantes. Si te olvidas de ellos –lo cual no es fácil-  veras inmensos paisajes, montañas nevadas al fondo, valles, montes de encinas… una Tierra de Campos algo distinta de lo habitual, pero campos de tierra igualmente.

Así que volamos por el ras del páramo hasta caer a Cardeñosa de Volpejera en la que entramos por la ermita de Nuestra Señora de Arbás. Otra talla románica que vemos, esta vez con dificultad, a través de la mirilla de la puerta. Damos una vuelta por esta localidad en la que abundaron los zorros para tomar el camino de Villanueva del Rebollar, que conserva su vieja laguna y una iglesia –dedicada a Santiago- rodeada de bodegas.

Y ahora sí, rodamos por los caminos más típicos de esta Tierra –rectos y ligeramente ondulados, rodeados de campos de color marrón o de incipiente verde- para llegar a Cervatos de la Cueza, donde descubrimos la vieja torre de San Miguel y la fuente del Lugar, un poco más abajo. También nos acercamos al río de la Cueza. Una de las bicis se avería pero podemos arreglarla gracias a la colaboración del que regenta el bar del pueblo.

Y ahora sí, empezamos a volver para dirigirnos a las fuentes del Retortillo, o sea, a la cabecera de su valle. Llegamos al vértice Alto Grande, que domina Los Cabeceros, curioso lugar de amplias praderías con algún sembrado donde el agua parece fluir directamente del suelo, razón por la cual vemos innumerables cabeceras de arroyos, pero también zanjas artificiales preparadas para recibir el agua de la tierra y llevarla a los arroyos que conforman el Retortillo. Algunas hileras de chopos o álamos se asientan a beber el agua de los regatos.

Y llegamos a la aldea de Abastillas, donde el las construcciones de barro van desapareciendo y donde estuvo la iglesia se levanta una cruz que la recuerda. Tomamos la vereda del río para llegar a Abastas, que parece la localidad más importante y viva del valle. De hecho, un rebaño de ovejas pasta en la ribera y abundan las casas en buen estado de conservación. Recorremos palomares, la ermita de la Virgen de Mediavilla, la iglesia, bodegas… y nos refugiamos por unos momentos en la parada del autobús, bien cerrada y acristalada; se agradece, dado el fuerte viento que quiere impedirnos avanzar, y la ausencia de sol.

Luego pasamos por Añoza, Villatoquite, Villalumbroso. La verdad es que este valle es muy suave, las colinas que lo conforman son bajas y es que, en caso contrario, no estaríamos en Tierra de Campos. En todas estas localidades abundan las casas de barro y los palomares. También las bodegas, a pesar de que ya casi nadie cultiva majuelos. Las torres de las iglesias son de ladrillo.

En algún momento de nuestras excursiones nos suele ocurrir que, de repente, se acaba el camino. A veces es culpa de los mapas, otras es culpa nuestra. Esta vez nos ocurrió tal situación al llegar a la vía del ferrocarril, después de cruzar la del AVE por un viaducto. Rodamos como pudimos junto a la vía hasta llegar al río Retortillo. Y luego por su ribera hasta el Canal de Castilla, donde ya pudimos volar por su camino de sirga y con viento a favor. Al poco estábamos en Paredes.

Aquí podéis ver el trayecto seguido.

El primer día de invierno, en Tierra de Campos

…que coincidió, además, con el uno de diciembre. Como no había hecho frío hasta entonces, como el día estaba luminoso y muy soleado, salí con pantalones cortos –como en todas las últimas excursiones- y con una chaqueta ligera. Craso error. Un viento helado sopló desde el primer momento en que empecé a pedalear y al punto me di cuenta que había equivocado la vestimenta. Pero ya no tenía solución.

Camino del Rosal

Además, conforme daba las primeras rodadas, al fondo se levantaba, como a través de un amplio valle abierto en la cordillera Cantábrica, el macizo de los picos de Europa blanco de nieve. Eso y el viento del noroeste te aun daban más frío.

Pero en fin, rodando desde Becilla de Valderaduey por suaves lomas de Tierra de Campos, crucé junto al teso de San Miguel para llegar a Castroponce por el agradable camino empedrado del Rosal, que sigue el vallecillo del arroyo de Santa Cristina. En el pueblo había casas de barro, bodegas en el mogote del castro y palomares deshechos. Pero al menos todo estaba limpio y rodeado de verdes prados.

Paisaje de Castroponce

Ahora las lomas, regueras, pequeñas arboledas solitarias y algunas cárcavas descarnadas nos llevaron hasta Mayorga y de ahí bajé a la ribera del Cea. Primero por los caminos de la orilla derecha pasamos junto a viejas casetas de labradores, algunas norias que regaron huertas, árboles frutales tales como manzanos o nogales, hasta que llegamos al puente del coto de Castilleja. Un original paseo con una hilera de almendros une el puente con la casa del coto que se levanta sobre el valle. Castilleja es hoy un despoblado que llegó a tener dos iglesias.

Seguimos hasta Castrobol por un sendero pegado a la misma orilla del río, atravesando un verdadero bosque de chopos, sauces y otros árboles de ribera que se encontraban vestidos de ese dorado típicamente otoñal. El agua estaba limpia y clara, a pesar de las últimas lluvias; aquí el viento gélido desapareció entre la vegetación.

Casa del monte de Urones

Un camino que subía suavemente entre lomas nos llevó al punto más alto del recorrido, precisamente sobre el que se asienta la vieja casa del monte de Urones. De nuevo contemplamos al fondo, hacia el noreste, esta vez sobre Mayorga, los picos de Europa nevados. El viento, a pesar de que  daba de costado, molestaba bastante.

Ribera del Cea

La casa del monte estaba arruinada. Un gran corral con las dependencias internas que se encontraban destartaladas. Alguien había forzado la puerta y eso había contribuido al desastre. Una pena todo. Lo mejor, sin duda, el paisaje desde este peculiar viso que sobresale entre los campos de tierra.

Y pusimos rumbo a Becilla, pasando antes por un pozo con bebedero, encinas aisladas -¿es lo que queda del monte?- y la peculiar fuente de la Escontrilla, con el agua muy embarrada. El final al menos fue cuesta abajo, después de tanto viento molesto.

Las torres de Mayorga, más al fondo, picos nevado

Siempre es bueno acercarse al único puente romano de nuestra provincia, sobre el Valderaduey y con piedras de un suave color naranja.

Aquí podéis ver el recorrido realizado.

Lomas y llanuras del Cea

Nos hemos presentado en Tierra de Campos para contemplar los campos en primavera. Esta tierra austera empieza a cambiar y a llenarse de color. Es como un inmenso tapiz verde salpicado de amarillos, por la colza, y marrones, por los barbechos. Al fondo, las montañas nevadas de la cordillera cantábrica; pocos árboles en el horizonte que se complementan en lo vertical con algunos campanarios; el cielo azul con nubes perdidas. Y en el sitio elegido –márgenes del Cea- para esta excursión, los campos tienen abundantes y suaves cuestas en la ribera izquierda, mientras que en la derecha son más bien llanos.

Con contemplar el paisaje fue más que suficiente. Pero, aun así, hubo lugares que merece la pena destacar:

  • El parón en el trayecto realizado junto a la ermita de Campablo, en Saélices de Mayorga. Se trata de un edificio sencillo y rural, en ladrillo, remendado a lo largo de siglos, de una sola nave, que guarda la Virgen de esta curiosa advocación. Vemos la puerta –añil- bajo un arco carpanel cuyas dovelas se encuentran pintadas, de manera alterna en añil y blanco. Este color se usa con cierta frecuencia en la arquitectura popular para alejar demonios y es próximo al azul celeste de la Virgen. En cualquier caso, es una grata construcción en un agradable prado. Frente a la puerta, un árbol con un nido y su cigüeña incubando.

  • La loma de los Pozos, con su arroyo y humedal. Se encuentra entre el Cea y el Valderaduey, en un lugar perdido de esta inmensa Tierra. Tanto desde esta loma como desde otras muchas por las que hemos pasado o pasaremos podemos contemplar distintas perspectivas de Tierra de Campos con multitud de pueblos que iremos descubriendo en los amplios horizontes.

  • Melgar de Abajo, su mirador, sus alamedas y prados, sus palomares de barro, su ladera al Cea repleta de bodegas, los restos del molino de Arriba, de cinco cárcavas en ladrillo mudéjar apoyadas en piedra y a punto de ser tragadas por la maleza… Un pueblo, en fin, de otra época y –casi- de otro lugar. Eso, sin contar iglesias y palacetes cuyos ladrillos se encuentran atacados por el tiempo en sus dos acepciones. Un pueblo que es una auténtica joya. En ladrillo, eso sí.

  • La rodera de Izagre a Joarilla a su paso por el término de Monasterio de Vega. Curioso camino empedrado que va salvando campos, vallejos y arroyos. Al cruzar el arroyo del Roble del Valle, hundido en la llanura, lo hace mediante un precioso y recoleto puente de cinco ojos en ladrillo mudéjar. La verdad es que se encuentra perdido en medio del campo, acompañado de árboles, y del manantial de Orcilla a pocos metros. La rodera, para poseer esta infraestructura, debió ser muy transitada antaño; hoy, sin embargo, las escobas de las orillas te dejan pasar con dificultad y la hierba crece a sus anchas entre el empedrado. A 800 metros, no queda nada de la Casa Vieja, salvo basura.

  • Y las lagunas y humedales de la cañada leonesa, ya poco antes de recalar en Mayorga. Son praderías repletas de agua superficial con numerosos chopos y sauces. Refrescan el espíritu con sólo mirarlas.

También nos asomamos en varias ocasiones a las aguas del Cea, limpias y de animada corriente; en la ribera los árboles ya habían tomado hoja, aún tierna. Y cruzamos junto a ruinas de palomares cerca de la ermita del Cristo de Vega de Ruiponce o en la cañada Zamorana en el término de Monasterio de Vega. Nunca faltan en esta Tierra.

Así, estamos de vuelta en Mayorga, de donde habíamos salido. Aun podemos pasear por sus empinadas y estrechas calles, acercarnos al mirador, a las distintas iglesias mudéjares, al rollo jurisdiccional o al museo del Pan, entre otras muchas opciones que la localidad ofrece.

Aquí podéis ver el trayecto realizado, casi 60 km.

Campos y tierra: Gatón, Cuenca, Moral

(Viene de la entrada anterior)

Después de navegar por estos mares verdes y marrones adornados por las lejanas torres de las iglesias de diferentes localidades, llegamos a la fuente y laguna de Molillas, un oasis que contrasta con la aridez de los campos. Ahí permanece, protegida, acompañada de abundante carrizo, desafiando el paso del tiempo y las inclemencias del ambiente.

Fuente de Molillas

Al fondo se muestra una torre de iglesia rematada en forma piramidal: pertenece a la iglesia de la Virgen de las Nieves. Pero antes de llegar nos saluda un palomar con un almendro a su lado. Frente a ellos, existió la ermita del Cristo pero ya sólo quedan los restos de un viacrucis que señalaba el camino desde el pueblo.

Gatón también tiene alguna casa-palacio, si bien perteneció a las Huelgas Reales de Burgos. Pero sobre todo llama la atención el conjunto urbano, en cuyas construcciones se utiliza de mil maneras diferentes el barro. Casi todo es aquí de tierra, con ese brillo especial que da el trullado y también con ese matiz más apagado del barro directo. Cualquiera diría que es un lugar vaciado en tierra más que construido.

Gatón de Campos al fondo

Dejamos Gatón y dejamos el Sequillo, para subir al alto de las Cárcamas y contemplar esta llanura ondulada que parece competir en extensión con el mismo cielo. Después, llegamos a Cuenca donde el barro se alía con la madera para crear unos soportales rústicos que provienen de edades antiguas y profundamente rurales. También son llamativos los aleros de los tejados que protegían de la lluvia el firme de aquellas calles, cuando era de barro. Ahora el asfalto es lo normal en cualquier punto de nuestra provincia.

Soportales

Todas estas localidades por las que estamos atravesando, salen de la noche de los tiempos allá por el siglo XI y primeros años del XII, como efecto de la repoblación de Alfonso VI, que necesitaba consolidad el territorio del Duero para conquistar y defender el nuevo reino de Toledo, ya en el Tajo… Nuestros actuales gobernantes podrían preguntarle cómo se las ingenió para repoblar una extensión tan inmensa…  con tan poco medios. Pero me temo que no hay mucho misterio sino, simplemente, falta de voluntad. También para esto son, los actuales, otros tiempos.

Marrón y verde

Si hemos entrado por la magna y bien conservada estación del ferrocarril de vía estrecha que iba de Rioseco a Villalón, salimos de la localidad entre palomares de mil diferentes formas. Entre medias, Cuenca nos asombra por lo que fue y ya no es. De los pueblos por los que hemos pasado fue el más importante, llegó a tener al menos seis iglesias y un convento; también castillo. Hoy sólo es un débil reflejo de todo aquello…

Solitario

Tomamos el camino del Monte –de Berrueces- que nos conduce entre subidas y bajadas para seguir disfrutando del paisaje. Pasamos junto a la Fuentecilla, que en realidad es un pozo con bomba de mano pero no encontramos las fuentes de Valdepepín y Carremolinos. O han desaparecido o el mapa que llevamos no las sitúa correctamente.

En Morales

Dejamos el camino del Monte y al poco, las alamedas anuncian que estamos llegando a Moral de la Reina, donde de nuevo se mezclan casas de barro con algunos palacetes. Nadie sabe de qué reina se trata, aunque la leyenda quiere remontarse a los tiempos del Cid, ahí es nada; no hay problema en cuanto a los morales, pues todavía hoy se dejan ver.

Seguimos en dirección este atravesando los siempre verdes prados que forma el arroyo del Pradillo hasta que cruzamos el Sequillo y llegamos a Tamariz. Fin de trayecto. 

 

Campos y tierra: por Tamariz y Villabaruz

Rodada por campos extensos, amplios, casi llanos, circundados por horizontes continuos, entre el Canal de Castilla y el río Sequillo, contemplando la línea de los Torozos, los cabezos y cerros de Rioseco y las montañas frías y nevadas de la cordillera Cantábrica.

Y es que todo son campos. Hasta los pueblos, sin serlo estrictamente, sí son tierra. Tierra que vuelve a ser campo: dentro de poco habrán desaparecido con una facilidad especial, y no sólo porque las almas desaparecen sin casi dejar rastro, sino porque la tierra volverá a ser campo con una naturalidad tal que ni habremos sido conscientes de lo que sucedía… Las ciudades y villas romanas permanecen bajo tierra. Los pueblos de esta comarca, a la tierra vuelven y con ella se identifican. Y no permanecen ya en ningún lugar que no sean los documentos históricos.

En Tamariz ya conocemos el encanto de la torre arruinada de San Juan Bautista y de la portada románica de San Pedro y también la estatua de don Purpurino, o de Hermes, desterrada en el corro de San Antón, de manera que nos vamos hacia el este del pueblo, por donde llega el arroyo de la Fuente para descubrir eso, la Fuente, magnífico arca de sillería con bóveda apuntada que data de 1787. Se encuentra muy bien conservada y en un agradable paraje.

A un tiro de piedra, lo que en su día fueron tres casetas unidas de era –o una caseta triple, como se prefiera. Como eran de barro, no han sufrido la misma suerte que la fuente. Están desmochadas y su interior se utiliza como vertedero de cubiertas de ruedas. Una pena. El mismo camino han seguido otras casetas en esta zona de las eras. Pero al menos esa triple ha quedado reseñada para la posteridad en la publicación Construcciones vernáculas, de Carlos Carricajo, en la que también se menciona la fuente.

Nos vamos alejando del pueblo pero su silueta nos persigue. Subimos la loma del arroyo del Zanjón y vemos al fondo Castil de Vela: nos acercamos pero sin llegar a entrar. Se alternan campos marrones que brillan al sol, pues destilan humedad, y campos verdes en los que ya ha nacido el cereal y que, igualmente, destilan rocío y brillan. Descubrimos que estamos en un punto elevado sobre el Canal de Castilla que nos rodea; se dejan ver las alamedas de las riberas. Más al fondo, inconfundible, la silueta del pico de Torremormojón. Los bandos de avutardas no se molestan en levantar el vuelo a nuestro paso: aquí todo es inmenso y es fácil guardar las distancias.

La iglesia de Villabaruz se asoma entre colinas y hacia allá nos dirigimos. Llegamos por el barrio de las bodegas y todo es desolación en barro. Torcemos hacia la plaza y vemos los sillares de lo que fue un palacio renacentista: un arco con alfiz y poco más. Bueno, sí, detrás un solar en escombros. Así es Castilla hoy porque hace un siglo ya apuntaba y era entonces un barco que se hunde, según Julio Senador… A pesar de los pesares, la plaza mantiene su clase, y en ella se levanta la iglesia de la Virgen de la Calle, con un original pórtico que la circunda.

Dejamos el fantasma del señor de Baruz y nos vamos por el pequeño y agradable valle que forma el arroyo de Carreancha: líneas de negrillos, lomas, alamedas, almendros… todo parece juntarse para romper la aparente monotonía de estos campos de tierra. Hasta el cielo forma nubes juguetonas que cambian de forma y tamaño con el viento que arrecia.

Aquí dejamos la primera parte del trayecto; la ruta completa puedes verla en este enlace.