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      Los rostros cambiantes de la selva misionera

      De las Cataratas a Posadas, un fascinante recorrido por la ruta 12 que hilvana reservas naturales, comunidades aborígenes, platos típicos y sitios históricos.

      Los rostros cambiantes de la selva misioneraCLAIMA20110904_0021 Los rostros cambiantes de la selva misionera
      Redacción Clarín

      Envueltas en selva y tierra rojiza, las Cataratas del Iguazú irrumpen con furiosos bramidos en el extremo oriental de Misiones , al punto de minimizar como tímido rumor cualquier otro sonido. Turistas de todo el mundo observan impávidos el incomparable espectáculo.

      Pero esa maravilla no lo es todo en la generosa geografía misionera. En los 300 km que la ruta 12 recorre entre Puerto Iguazú y Posadas, el paisaje que originalmente sólo habitaban los guaraníes resguarda misteriosos rincones, perfiles invisibilizados por la vegetación y tradiciones que fusionan el pasado de las culturas prehispánicas con el bagaje de los inmigrantes europeos.

      En este derrotero –que en ningún momento se despega del Paraná–, cada arroyo o riacho que va a parar al río mayor avanza en silencio –emulando el taciturno ritmo de los pobladores–, hasta estallar repentinamente en saltos que sacuden la atmósfera virgen. El inesperado suceso –al que se asocia un multitudinario universo de pájaros, mariposas, lianas y gigantescos helechos– es un deleite para los sentidos. Más allá del pavimento y la banquina –teñidas de rojo y verde–, Misiones revela su admirable vitalidad.

      Las actividades de aventura Iguazú Forest constituyen la primera excusa para alejarse un poco de la ruta 12 y explorar la selva. La vegetación cerrada y una distancia prudencial de Puerto Iguazú (a 17 km) impiden que tomen estado público ciertas torpezas que comete un grupo de inexpertos visitantes, decididos a experimentar la emoción del canoping. Se deslizan sostenidos por arneses, a través de un cable que une las copas de cuatro árboles. Al final de cada tramo, del tránsito lento pasan a arrojarse frenéticamente a los brazos de los instructores. Después se relajan un poco, aliviados por el sencillo rappel al costado de una cascada y una refrescante caminata por un sendero de barro, que recorta la espesura de helechos, bromelias, orquídeas y lianas.

      Así como el Paraná subyugaba a los pioneros que llegaron para colonizar la tierra misionera y solía atraerlos hacia su orilla, giramos hacia la derecha –en línea recta hacia el río– por la avenida Perón. Tras 2,5 km desde la ruta 12 y después de atravesar la localidad de Libertad, nos recibe la guía Nazaret Pared, de la posada Puerto Bemberg, dispuesta a organizar un paseo por la selva, el río y la barranca y recrear la epopeya de los hermanos franceses Bemberg. Otto, Francisco y Rosita llegaron en 1925 para cultivar yerba mate, en pleno auge del “oro verde”. Tres miradores hacia el río, la selva y la costa paraguaya emergen desde la vegetación, a pasos de las galerías exteriores del hotel de 14 habitaciones. Parada sobre el balcón que más se acerca al río, Pared –nacida en Corrientes– revela su vínculo afectivo con el paisaje misionero y provoca un efecto contagioso.

      Del costado del camino llegan los primeros brillos de las piedras semipreciosas de Wanda. Una compacta caravana de buses, combis y autos deposita a los pasajeros en los locales de venta. Pero para poder indagar el origen y la explotación de estos afloramientos en el subsuelo de roca basáltica conviene desviar hacia la derecha y llegar hasta el yacimiento, sacudido por las detonaciones de los mineros. El guía Martín Hennig se abre paso entre los 50 trabajadores y los contingentes de turistas, apurado por señalar las cavidades que presenta la piedra formada hace 180 millones de años. “En la extracción a cielo abierto y en el túnel de 120 metros de largo, cada orificio natural es una geoda , cuyo borde blanco de cuarzo encierra amatista (de color violeta, mezcla de hierro y óxido de manganeso) y ágata”, explica. El proceso sigue en los talleres, antes de que geodas de diferentes formas y tamaños, piedras lustradas y joyas sean exhibidas para la venta en el sector comercial.

      “En este lugar hermoso, donde hubo una gran comunidad, queremos volver a nuestras raíces”, declara con candidez Juan Duarte –ex cacique en la localidad de Andresito–, parado en la banquina, delante de las casas de palos, adobe, paja, caña tacuara y techo de cinc de la Aldea Guaranía Aguay Potí. A su lado, sin levantar la vista, el artesano Rosalindo está enfrascado en su cotidiana labor de replicar imágenes de la selva en tallas de madera de mora blanca y guayubirá. Su esposa Isabel se apura por fabricar canastas y rosarios de tacuara, para ofrecer esas delicadas piezas y plantas de orquídeas a los que transitan la ruta desde un puesto instalado sobre la banquina.

      En el km 1552, el velo de la selva y sus portentosos árboles se descorre y las parcelas se llenan de plantaciones de cítricos para jugos. Donde terminan esos planos simétricos resurgen las palmeras pindó y, a los costados de la estación de peaje del km 1551, se levanta el primer esbozo de urbanización de Eldorado. El tentador cartel del restaurante Paparulo, en la banquina izquierda de la salida principal a esta ciudad, impone una escala gastronómica. El almuerzo resulta una acabada síntesis de lo mejor de la cocina misionera: jamón crudo con ananá y palmitos, galeto (un exquisito pollo deshuesado a la espada, untado con queso), mandioca frita y mamón en almíbar. El mejor estímulo para seguir viaje. Antes de retomar la ruta, vuelvo a echar un vistazo al Paraná en el Parque Adolfo Schwelm, creado sobre la barranca en homenaje al fundador de Eldorado, en 1919. Los numerosos miradores hacia el río y la costa paraguaya marcan los intervalos de una saludable caminata entre palmeras, lapachos, jacarandáes y coníferas, cuyo predominante verde se fusiona con el fucsia de las azaleas. La melodía de una lejana cascada es un arrullo que alcanza a percibir una familia de turistas. Llegan decididos a conocer la casa-museo de Schwelm, pero se dejan estar un rato largo al aire libre, seducidos por la vista y atmósfera sosegada.

      Siete kilómetros antes de Montecarlo y mil metros a la izquierda de la ruta 12 por un acceso pavimentado, Federico Kruse, sensibilizado por el magnífico entorno, tuvo el tino de crear el Zoo Bal Park. Más que un prolijo refugio de animales (conviven 600 fieras de 80 especies), es una amplia reserva natural, que se presta para improvisar un perfecto picnic. Los senderos suben y bajan sobre el relieve irregular, se impregnan de los perfumes de la vegetación, bordean un arroyo con cascadas y desembocan en parrillas, quinchos y miradores. Parece haber llegado la rigurosa hora de la siesta, reforzada por el día lluvioso. Monos, tucanes, yacarés, cóndores, un león y una arpía están inmersos en el mejor de los sueños y dejan el papel de amables anfitriones en manos de guacamayos, flamencos y 90 pavos reales.

      El flamante Aquarium de Montecarlo –200 metros a la derecha de ruta 12– acaba de agregar un matiz a la “ciudad de las orquídeas”. Los colores intensos de la flor emblemática decoran los jardines de las casas, anticipando la Fiesta Nacional de la Orquídea, a celebrarse aquí del 5 al 10 de octubre. El paseo guiado por el Aquarium permite un acercamiento a todos los habitantes del fondo del río Paraná, separados en peceras de vidrio, que fueron instaladas como ventanales de una sencilla casa familiar. La parada en Montecarlo resulta oportuna para conocer también el Laberinto Vegetal del Parque Vortisch. Me animo a perderme allí, convencido de encontrar la salida sin dificultades. Pero una y otra vez me doy de narices contra la pared de ligustrina, hasta ser rescatado por una guía de facciones centroeuropeas que no deja de reír. El contratiempo me obliga a visitar a las corridas el orquidiario y museo Loma Alta, homenaje al músico, escritor y poeta local Juan Carlos Martínez Alva.

      Conviene transitar con cuidado un desvío de tierra (en realidad, un patinoso lodazal cuando llueve) de 4 km, que despega a la derecha de la ruta 12. Una decena de palmeras se levanta como sólidas columnas sobre la barranca del Paraná, donde un claro de la selva deja descubrir los restos de las columnas de ladrillos de una casa que sólo sigue de pie en fotos blanco y negro, donde el Che Guevara pasó sus primeros 18 meses de vida. Un sendero circular penetra en la selva, alcanza el sitio histórico y baja hasta el arroyo Salama y sus cascadas, antes de retomar el rumbo hacia la entrada del Parque Provincial. Frente al puesto del guardaparque, un museo relata con textos y fotos de época la actividad agrícola de la familia Guevara Lynch a fines de la década del 20.

      Los esporádicos sonidos de la selva ganan notoriedad en la sucesión de saltos del arroyo 3 de Mayo, crecido hasta inundar la boca de la Gruta India. La entrada de 64 metros de ancho de la caverna natural se oculta detrás de la fina lluvia que genera el impacto de la cascada sobre el lecho rocoso y por el enjambre de raíces, plantas y lianas que cuelga del techo. Disfruto en soledad de esta ruidosa versión de la selva paranaense. Una cuadrilla agrega un tramo de piedras al acceso de tierra, por lo cual conviene andar sin apuro (y a los tumbos) para disfrutar de este páramo, 6 kilómetros hacia la derecha de la ruta 12.

      Unos cuarenta kilómetros en dirección a Posadas desde la Gruta India, el lodge Paraíso adosa un delicado toque de distinción a los atractivos de Jardín América. Una de sus cabañas de troncos –suspendidas al borde de otro arroyo que avanza superando cascadas– es una cómoda base para hacer una caminata sin rumbo fijo por el parque arbolado. Después, repongo energías en el solario de la piscina y agrego calorías con un sabroso surubí a la plancha. Pero la naturaleza vuelve a ejercer su cautivante influjo: desde el pueblo emprendo una travesía en mountain bike, que muy pronto se pierde en un sendero de la selva, hasta que el río reaparece en todo su esplendor. No hay razones para continuar la aventura misionera sin el mejor talante.

      A cada paso, las infinitas piezas de la naturaleza parecen agigantarse. Tres kilómetros antes del cartel que anuncia la llegada a Jardín América, por un camino que se abre hacia la derecha surcando un pinar, los saltos del arroyo Tabay se elevan 10 metros, para precipitarse en enormes piletones de agua cristalina. Otra vez, la vista del agua embravecida y la selva inmóvil que lo cubre todo llena los ojos y demanda un largo rato de admiración desde el balcón natural de un camping en desnivel. Esta vez revolotea un colibrí, que mansamente se digna a acercarse y posar para la foto.

      Es el único punto de este circuito sugerido donde uno puede encontrarse con una multitud, especialmente si elige la visita a la Reducción Jesuítica entre el martes y el jueves, cuando –además de turistas de todo el país y del exterior– llegan grupos de estudiantes de la provincia de Misiones. Aunque, vale aclararlo, los chicos de estos pagos no son demasiado revoltosos. Por lo demás, el museo que precede el acceso a los restos de San Ignacio Miní es muy completo. Ilustra con detalles el paso por la región de los sacerdotes jesuitas, que desde 1585 hasta fines del siglo XVIII construyeron treinta reducciones, habitadas por guaraníes. A 10 km de allí, en el Parque Provincial Teyú Cuaré, el paisaje selvático vuelve a escena, para sugerir una forma diferente de llegar al borde del Paraná. En este caso, se trata de caminar 1 km sobre un peñón que alcanza 163 m de altura. El sendero escarpado de piedras y raíces asciende en los últimos 600 m, cruza una zona fresca de selva en galería –el oscuro y húmedo hábitat de urracas, cotorras, halcones, lagartos y lagartijas– y recién se ensancha en los miradores del río marrón. Solitaria, una barcaza qua carga arena marca un tajo en el río planchado. A principios del siglo XX, Horacio Quiroga trasladó magistralmente las sensaciones que le provocaban los pliegues, aromas, sonidos y colores del paisaje a su libro “Cuentos de la selva”. Aún hoy, el fuerte apego del escritor uruguayo con esta tierra se puede percibir en su casa-museo –a unos 8 kilómetros del peñón–, que conserva su máquina de escribir, fotografías, muebles y herramientas de trabajo.

      También aquí quedan en pie vestigios de la obra de los jesuitas. La Reducción de Santa Ana fue establecida en 1633 y refundada en 1660. Por un camino pavimentado que se desprende de la ruta 12 hacia Oberá, el metálico brillo de una cruz de 82 m de altura se estira sobre el cuerpo redondeado del cerro más alto de Misiones. El Parque Temático de la Cruz acaba de ser concebido sobre el tapiz verde del cerro Santa Ana. Alborotados en la base, los turistas se desesperan por subir a las combis o un carro tirado por un tractor, para llegar cuanto antes a la cima. Me inclino por la más relajada opción de la subida a pie. En el camino de 1.300 m, los balcones hacia los cuatro puntos cardinales anticipan la impactante panorámica del mirador más alto de la cruz, donde sopla una brisa suave y bandadas de jilgueros muestran con desparpajo su colorido. Abajo, aunque Posadas espera a poco más de 20 km, la selva vuelve a dispararse sin límites.


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