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HISTÓRICO
La Casa de las Dos Palmas y El Rosario, pueblo maldito
  • La Casa de las Dos Palmas y El Rosario, pueblo maldito | Juan Antonio Sánchez | De El Rosario queda poco. Las escalas de la iglesia, dos tumbas sin cruz ni nombre, una casa en ruinas... La última se desplomó hace tres años. Las otras, a lo largo de 80 años.
    La Casa de las Dos Palmas y El Rosario, pueblo maldito | Juan Antonio Sánchez | De El Rosario queda poco. Las escalas de la iglesia, dos tumbas sin cruz ni nombre, una casa en ruinas... La última se desplomó hace tres años. Las otras, a lo largo de 80 años.
John Saldarriaga | Publicado

Cuatro palmas se aburren en La Casa de las Dos Palmas y ésta se muere de frío, abandonada y sola, en la vereda Macanas, de Jardín, desde hace cinco años, cuando su último habitante, Alfonso Colorado, decidió dejarla para irse a vivir a la cabecera municipal.

La célebre vivienda -célebre porque Manuel Mejía Vallejo la inmortalizó en su literatura- es una construcción de dos plantas hecha en gallinazo, madera cuya duración roza la eternidad. Las tablas de paredes y canceles fueron aserradas a mano hace unos cien años, cuando la erigieron. Hoy están cubiertas de cal. Ambas plantas poseen corredores amplios, de más o menos dos metros de ancho, rodeados de barandas de macana. Un nido de gulungo, hecho con fibras de melenas epifitas, de esas que crecen como barbas grises en árboles viejos, se mece del alero del corredor frontal. Está lleno de huevos, a juzgar por su peso.

Cuando uno recorre los pisos y las escaleras de la casa, no cree ni por un momento que éstos vayan a flaquear bajo los pasos. Al contrario, siente bajo los pies la firmeza intacta de recién construida.

Como únicos muebles pueden apreciarse una silla de madera de espaldar muy acostado, sentada en el corredor del segundo piso como si mirara el paisaje dominado por un pino ciprés majestuoso; un pilón y una tarima, dejados en el último rincón y, en la cocina, cuyas paredes de madera están negras de tizne, el fogón de reverbero todavía está lleno de cenizas blancas.

Por los prados que la rodean pacen algunas vacas lecheras.

Habitantes
"Yo dejé La Casa de las Dos Palmas porque me estaban enfermando los fríos paramunos -cuenta Alfonso Colorado, un hombre nacido el 31 de mayo de 1920, esposo de una de las herederas de esa propiedad, Alicia Sánchez Marín-. Contraje una neumonía y el médico me prohibió volver a tierra fría".

Sin embargo, va. Nada menos el lunes 7 de febrero, cuando estuvimos allá, él también estuvo, pero una hora más tarde, de modo que no pudimos vernos.

"Esa era una de las mejores casas de toda la zona -continúa Alfonso-. El terreno que la completa es angosto, pero muy largo. En total, tiene 32 hectáreas o 40 cuadras, aunque con sólo 135 metros de ancho".

Los cables de la electricidad, se los robaron. El agua procede de nacimientos cercanos.

"Yo viví en La Casa de las Dos Palmas" -relata Bernardo Sánchez Marín, hermano de Alicia, más conocido como Zurdo, el artista que pintó los murales de la Alcaldía de Envigado y de la Casa de la Cultura de Jardín, en los que cuenta la vida de esos pueblos.

"Ricardo Sánchez, mi padre, la compró al papá de Manuel Mejía Vallejo por quinientos pesos, o algo así, hace más de sesenta años, cuando trabajaba en una mina de Mistrató".

Zurdo pasó ahí los años más determinantes de la personalidad, según los psicólogos: desde el nacimiento hasta los diez años. Recuerda que la estancia mantenía bien cuidada, sin malezas, con jardines llenos de flores.

Discusión
La Casa de las Dos Palmas es una de las novelas más celebradas de Mejía Vallejo. Con ella obtuvo el premio Rómulo Gallegos, en 1989. Se escenifica en Balandú, el pueblo que el autor creó. Entre los habitantes de Jardín, hay algunos que sugieren que la auténtica Casa de las Dos Palmas, a la cual se refiere la obra literaria, es otra situada a varias horas de Macanas, hacia el Sur, en el sitio La Cruz, o una tercera, en el Alto del Indio, las cuales también ocupó la familia del escritor.

Pero historiadores y estudiosos de Jardín, como Norberto Agudelo, coordinador de Cultura y Turismo; Olivia Marulanda, integrante del Centro de Historia, y Jairo Franco, cuentista, aseguran que la casa verdadera es la de Macanas, donde también la familia pasaba temporadas.

Incluso sostienen que si su descripción no coincide plenamente con la de la novela -"ninguna de las descripciones de esas casas literarias de las obras de este escritor concuerda totalmente con la de su referente real", añade Norberto Agudelo-, es porque se trata de ficción y en ésta, el autor tiene licencias sin límite.

A la vereda Macanas y, en ésta, a La Casa de las Dos Palmas llegamos en el jeep de Protacio López, ascendiendo durante una hora por la carretera destapada, desde Jardín. Esta carretera fue construida hace unos 20 años.

Antes, en la época que escenifica Manuel Mejía Vallejo y la de los recuerdos de Alfonso Colorado, el ascenso a Macanas era por un camino de herradura que salía directamente de la cabecera municipal y pasaba cerca a la cantera de piedra, de la que extrajeron el material para construir la iglesia principal, consagrada a Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción, y de un sitio conocido como Gibraltar. "Tardábamos unas cuatro horas para llegar a esa casa".

Las maldiciones y El Rosario
A El Rosario fuimos guiados por Abelardo Zapata, vacunador del ganado de esta región, y Norberto Raigoza, recolector de semillas de árboles nativos para reforestación, para lo cual recorre permanentemente esa zona en la que se encuentran cuatro departamentos: Antioquia, Chocó, Caldas y Risaralda. Oficio éste que, dicho sea de paso, recuerda el diálogo de Efrén Herreros, en la novela mencionada:

-¿Y esos humos que salen del monte?

-Hacen carbón de leña -dijo Ramón.

-De hoy en adelante no más carbón de leña para vender: conservaremos los montes y las aguas. -Y terminante: -Haremos semilleros de cedros y robles y laureles, reforestaremos los nacimientos de agua, todos los farallones. Los reforestaremos" (pág. 41).

El Rosario está situado a más de cuatro horas a pie o en mula desde el fin de la carretera, la cual llega a detenerse ante la casa de Carlos Mario Jaramillo, a orillas del río Dojurgo, río de sal en lengua indígena, el encargado de cuidar La Casa de las Dos Palmas. De madrugada, todavía oscuro, emprendimos la marcha.

El puente sobre el Dojurgo es de techo.

-Lindo, puente con tejado -dijo ella. Y el tropezón hondo de las aguas y la resonancia de cascos en su tablado y el misterio de su penumbra en la tarde.

-Ese puente tiene brujas (...) (pág. 45).

Cuatro horas de cordilleras, de neblina y de un frío que recuerda el apelativo que tienen estos lugares en las novelas de Mejía, La tierra éramos nosotros y la galardonada con el Rómulo Gallegos: páramo.

"Páramo llamaban a la región, aunque ni su temperatura ni su vegetación alcanzaran para llamarla así" (pág. 36), pero no puedes negar, Manuel, que la primera hace gran esfuerzo por intentar que alcance. Ese frío hace doler los 206 huesos y cuando uno se detiene a comer, al retomar el movimiento, las extremidades obedecen a regañadientes, hasta que vuelven a calentarse. Cuatro horas de potreros en los que, apacibles, pastan vacas que despiden vapor por sus narices.

Cruzar La Raya, o sea el límite entre Antioquia y Caldas o, mejor, entre Jardín y Riosucio, es coronar la alta cumbre. Es mucho más de la mitad del camino. Al otro lado está el llano donde existió ese poblado de mineros, ya desaparecido: El Rosario.

La historia, recopilada por Rodrigo Díaz Sierra, de Jardín, cuenta que El Rosario existió entre 1896 y 1920. Fundado por Rafael Tascón, este pueblo llegó a tener 1.000 habitantes. Tuvo una escuela, un instituto de bachillerato normalista, iglesia, fondas, una fábrica de ruanas y un molino de trigo. Fue centro de comercio de paisas e indígenas chamíes. Era próspero. Sin embargo, "la leyenda cuenta que un cura dolido salió de El Rosario, sacudió sus zapatos y lo maldijo y esa fue la causa de la desaparición del pueblo". Algunos lugareños, entre ellos Abelardo Zapata, uno de nuestros guías, añaden que el motivo de la maldición fue el deterioro moral de la población. "Como sucede con casi todos los pueblos mineros, éste se entregó al vicio y la prostitución". Repiten las palabras del cura al salir: "habré de ver esto convertido en lagunas y pastándolo el ganado", como está hoy.

En esos tiempos de principios de siglo, las maldiciones de curas eran comunes. Y en Jardín no era distinto. "Justa o no, cualquier maldición de sacerdote se cumple" (pág 25). Y si bien la condena de los Herrero en esa novela no es la misma que la del pueblo real, el autor aprovechó esa circunstancia, la de la frecuencia de esa práctica de los hombres de iglesia, para su creación literaria.

"En ese tiempo nos traían el Infierno cada año -cuenta Jairo Franco-. Antes de Semana Santa venían religiosos de otras partes a hacer misiones. Nos decían, por ejemplo, que quien desobedeciera al papá y la mamá se lo tragaba la tierra hasta el pecho y, como era imposible sacarlo, debían acabarlo de hundir con una mano de pilón".

En cuanto al pueblo, Jairo Franco tiene otra versión: un hombre, tal vez Tascón, convidaba a los arrieros que recorrían ese sitio, paso obligado para ir a Caldas, a quedarse trabajando en la mina Las Mercedes, localizada en el lado antioqueño y que, por cierto, actualmente están explotando de nuevo. Se comprometía con ellos a construirles casas y fue formando el pueblo.

"Como en ese tiempo no había técnica -sigue diciendo el cuentista-, una vez el socavón se les llenó de agua, murieron doce o trece personas en la profundidad y ni siquiera encontraron sus cadáveres. A raíz de eso, se desanimaron y fueron abandonando el caserío. Las casas se fueron cayendo. La última cayó hace menos de tres años". No cree en la historia de la maldición del cura: "¿con ese frío, quién va a cometer un pecado mortal?"

Minero es el hombre que, en la novela, construye La Casa de las Dos Palmas. Libertina, como supuestamente lo fue el pueblo, la mujer que le negó el amor a aquél, la misma que, por querer entrar en la iglesia de Balandú, al que todos relacionan con Jardín, recibe la maldición del sacerdote. En la novela, esa casa parece el sitio intermedio entre Balandú y el pueblo minero, que bien puede haberse basado en El Rosario.

En el terreno que ocupó ese poblado están las fincas La Argentina, de Rubiela Franco -sobrina del anterior- y de su hija Estefanía; La Soledad, y La Esmeralda, ésta de Pedro Correa. Rubiela volvió a esa tierra en octubre pasado. No lo hacía desde que era niña, porque durante mucho tiempo fue refugio de guerrilleros.

Después de la desmovilización de la insurgente Elda Neyis Mosquera, alias Karina, líder del frente 47 de las Farc, en mayo de 2008, y del asesinato de alias Iván Ríos, no han habido problemas de orden público en esa zona montañosa. Sin embargo, campesinos afirman que a veces se "topan con un grupito de nueve hombres comandados por alias Palanca", que si bien no tiene poderío, causa alguna intranquilidad, sólo por existir y deambular por allí.

De El Rosario quedan las escalas del templo, que se las está tragando la hierba; algunos metates; dos tumbas sin cruz -hasta hace dos años se veían tres cruces, cuenta Abelardo: "una, de un Jairo Osorio; otra, de un Tamayo, y una tercera, de la que no recuerdo el nombre"-; las ruinas de madera de comino crespo de la última casa, cuyo cerrojo estaba formado por dos herraduras de caballo a las que le atravesaban un palo... Hay fragmentos de empedrados y empalizados por aquí y por allí. Es todo.

El ganado de Rubiela Franco, lo mismo que el de Pedro Correa pastan en ese valle lleno de historias reales y de ficción, donde es difícil la comunicación por teléfonos celulares. Libaniel García, quien cuida todas esas vacas, vive en una casa de La Esmeralda, tan antigua como ese pueblo extinto, situada a unos doscientos metros de éste. De haber sobrevivido y crecido ese caserío, la hubiera integrado, sin duda.

Bañado por el río Arroyo Hondo, en ese valle cantan pinches y alcaravanes bajo una neblina que no cesa.

Notas del libro La casa de las dos palmas, de Manuel Mejía Vallejo. Bogotá, Editorial Planeta,  Colección de Autores Colombianos, 1988.

1.000 habitantes llegó a tener El Rosario, el pueblo de mineros, en su época esplendorosa.

100 años, cuando menos, es la edad de la casa de las dos palmas.

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