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Potosí, la gran montaña de plata de Bolivia, se cae

  • Cerro Rico, el legendario yacimiento de plata en Potosí, Bolivia, amenaza con derrumbarse. Más de 11.000 mineros siguen trabajando allí. Foto: Getty.
    Cerro Rico, el legendario yacimiento de plata en Potosí, Bolivia, amenaza con derrumbarse. Más de 11.000 mineros siguen trabajando allí. Foto: Getty.
  • 12 mil mineros siguen trabajando en Cerro Rico sin las condiciones de seguridad y sin pensión. Al morir, sus hijos continúan la labor. FOTO Getty
    12 mil mineros siguen trabajando en Cerro Rico sin las condiciones de seguridad y sin pensión. Al morir, sus hijos continúan la labor. FOTO Getty
<p>Languidece la montaña de </p><p>plata que dio vida a Europa</p>
29 de marzo de 2021
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Hace 500 años se mastica coca en las entrañas de Potosí. Allí el sol se oculta a las 7:00 a.m. en la bocamina, filtrado por gruesas capas de polvo. De plata, de zinc, de plomo. Nadie atisba en la entrada. Libre de interés alguno, la montaña se traga 11.000 o 12.000 mineros anónimos diarios. Escupirá a la mayoría, en una operación infinita de trituración.

A sus pies, una villa imperial que ya no lo es; en su cima, una silueta que corta de tajo la rutina: el desgaste del tiempo amenaza con derrumbar la historia misma.

Cerro Rico, la montaña boliviana del Potosí, cuya entraña ha parido imperios, se está cayendo. En su nombre se han librado guerras y de su polvo de plata se han tejido las prendas de los reyes españoles. Ha estado allí adornando las historias de los conquistadores que la explotaron y siendo el mito y el sustento básico de los conquistados.

Los españoles tomaron posesión de ella en 1545. Desde ese año, y desde mucho antes, está siendo picada”, dice Marco Antonio Flores Peca, historiador y habitante de Potosí. Una telaraña de galerías se trenzó al interior de la montaña. Conectados entre sí, hasta 1.000 kilómetros de túneles albergaron la locura de la plata. Se decía que de Cerro Rico salía tanto mineral como para hacer un puente hasta Sevilla.

“Es normal que tras casi 500 años parezca ya un queso suizo: aparentemente compacta, pero llena de huecos”, dice Flores. Las laderas del cerro son áridas, de un color marrón rojizo. Los bosques no sobreviven allí entre los 3.700 y los 4.800 metros sobre el nivel del mar. Durante los últimos 10 años, más de 200 hundimientos han modificado la otrora silueta estilizada de la montaña.

Su cima, hasta hace unos decenios un cono perfecto, una punta afilada que perforaba el cielo, es hoy un socavón de 8 metros de profundidad. “Se está cayendo y no se ha hecho nada para evitarlo”, repite el activista potosino Juan José Toro en lo que ya es casi su mantra. “Nadie recuerda ya que de esa montaña salió la plata que hizo del español un imperio y de Potosí la gran ciudad de sus tiempos”.

La villa que se derramó a los pies de la montaña llegó a tener más de 160.000 habitantes cuando Londres o París apenas alcanzaban los 80.000. Hoy viven en ella poco más de 240.000 personas sin la pompa del pasado: de la plata solo ha quedado el polvo en las calles; de Cerro Rico depende el 80 % de la ciudad, en un vínculo desesperado y mortal. Viven de ella, pero mueren por ella.

La montaña asesina

Casi trabajaban en la oscuridad total. “Alumbraban con una vela o una antorcha de grasa de llama. No contaban ni con cascos ni con equipo, solo pequeños protectores que estaban hechos a base de cuero de llama, que se ponían en cabezas y hombros para protegerse de algún accidente”, relata Flores. “Cuántos indígenas murieron en esas minas. Cuantos siguen muriendo hoy. Nada ha cambiado”.

12 mil mineros siguen trabajando en Cerro Rico sin las condiciones de seguridad y sin pensión. Al morir, sus hijos continúan la labor. FOTO<b><span class=mln_uppercase_mln> Getty</span></b>
12 mil mineros siguen trabajando en Cerro Rico sin las condiciones de seguridad y sin pensión. Al morir, sus hijos continúan la labor. FOTO Getty

En los túneles no se come. El polvo consume la vida en los estrechos socavones donde se pica a base de hoja de coca. “Y así se la pasan, toda la jornada, trabajando y masticando coquita, que de cuando en cuando van bajando con un poquito de alcohol, un poquito de agua”. Al medio día se reúnen a seguirla engullendo, a botarla y cambiarla por otras hojas. La mayoría de ellos trabaja para 32 cooperativas.

“Teóricamente una cooperativa es una organización en la que todos invierten lo mismo y por lo tanto ganan por igual. Pero en Bolivia las cooperativas no funcionan así”, explica Toro. “Son empresas privadas en las cuales existen patrones, socios mayoritarios que contratan y subcontratan hasta llegar al minero, que es el que ingresa a la mina y pone en riesgo su vida para extraer el mineral”.

Cerro Rico se ha explotado casi 500 años, pero no por los mismos. Carlos Serrano Bravo, miembro de la Sociedad Española de Defensa del Patrimonio Geológico y Minero, identificó tres etapas en la historia de la montaña: de 1544 hasta 1825, en manos de los españoles; de 1825 hasta 1985 a uso de la república; y de 1985 a la actualidad, explotada por las cooperativas.

En 1985 el gobierno decide liberarse de la explotación directa de los minerales. Despide a los mineros que trabajaban entonces y transforma la economía, que era estatista, a una más de orden liberal”, explica Toro. “Los exmineros, que habían dejado de ser empleados públicos y contaban con sus indemnizaciones, conforman cooperativas y ganan las concesiones”. Desde ese día no las han soltado.

“El problema es que no son responsables con la explotación. Llevan décadas depredando la montaña sin control y con el Estado boliviano como cómplice”, señala el activista. Cerro Rico se ha acoplado al cambio de sus “dueños” y al interés diferenciado que ven en ella: plata, estaño, plomo... En 1987 la Unesco declaró al complejo minero Patrimonio Cultural y Natural de la Humanidad.

Se ha intentado salvar la aparente incoherencia que guarda lo que casi siempre es patrimonio con lo que es Cerro Rico. La noción de algo que supuestamente debe protegerse a toda costa riñe con una montaña que ha existido, y existe, para ser dinamitada. El carácter “sagrado” que desea tener un patrimonio (con un halo de intocable) parece profanarse en Potosí.

Tal vez, el cerro es patrimonio no para salvarlo y sí para prolongar su agonía. Tal vez, declararlo patrimonio no fue mirarlo en pro de su eternidad, y sí en reconocimiento de su finitud. Exaltarlo y etiquetarlo como especial para identificar los límites del daño. Conocer y previsionar su fin y, aún así, querer retrasar la fecha lo más distante posible en el calendario.

En 2015, 28 años después de etiquetarlo patrimonio, la Unesco lo declaró en riesgo. Una alerta, dijo entonces, para que las autoridades hicieran algo. “No han hecho nada. Se supone que la explotación de Cerro Rico está prohibida en su cima, por encima de la cota 4.400, pero las cooperativas no la cumplen y el Estado mira hacia otro lado”, zanja Toro. “Se va a caer la montaña y será como si un terremoto borrara de la faz de la Tierra a las pirámides de Egipto”.

Hace 500 años, los españoles quisieron prohibir la coca en las cavernas de Cerro Rico. La hoja es sagrada para cientos de culturas indígenas en Bolivia. “Da fuerza y vida. Cuando se dieron cuenta de que no iban a poder, dejaron que los indígenas explotaran para ellos el cerro masticando la hoja”, explica Flores. Según la cosmovisión indígena, montañas como las de Potosí son huacas.

“Entes sagrados que cuidan a las comunidades. Cuando una persona muere, sus energías vuelven a la Tierra, a la misma en la que sus manos trabajaron durante una vida. La energía de todos los abuelos, la gente que ha muerto, se encuentra en la montaña. Es básicamente como un cementerio gigante”. Lo sigue siendo. Mes a mes, alrededor de 15 mineros mueren en Potosí.

Una herencia maldita

“Ellas dicen que el marido salió a trabajar y pasaron unas cuantas horas antes de que les avisaran que murió. Se dejó agarrar de una carga, les dicen, o se cayó por un barranco o quedó atrapado en un derrumbe. Gritó durante horas. Nada se pudo hacer, así ha muerto su marido”, relata Ibeth Garabito Ovando, directora de Musol, una organización que apoya a las mujeres viudas de Potosí. Mes a mes, 3 nuevas tocan a su puerta.

No es una extrañeza. La vida de un minero es corta y trabajosa. La mayoría muere de silicosis, una neumoconiosis producida por los depósitos de polvo que se asientan en los pulmones. Es tan propia del trabajo en las cavernas que su nombre oficial es solo un apodo poso usado. En Potosí, como es general en toda zona similar, la silicosis es el “mal minero”, el costo naturalizado de trabajar bajo tierra. “Los últimos 5 años son los más duros”, señala Garabito, “son cuando el minero ya viaja del hospital a la casa y la cooperativa solo aparece para dar el cajón. Ahí es cuando cambia la vida para ella”.

No hay pensión ni salud. Solo una herencia. Sin otro ingreso posible, con familias numerosas sin sustento, la cooperativa le permite a la viuda tomar el papel de su marido en la mina. “No adentro, porque la montaña es concebida como una mujer y otras mujeres no pueden ingresar a ella”, explica Florez. Trabajan afuera como palliris, encargadas de rebuscar en la basura minera los últimos rastros de plata o algún otro componente de valor. Sus hijos varones ingresan a la mina donde murió el padre.

“En 10 años conocí de la muerte de tres generaciones de hombres de una familia en una mina”, dice Flórez. Uno tras otro, abuelo, padre e hijo. “Eso cuando se conoce. Como los que entran allí son anónimos, a nadie le interesa mucho y no hay cómo saber quien logra salir”. “La responsabilidad queda entonces en manos de ella, que no solo debe conseguir el pan de cada día, también asumir una posición que nunca tuvo”, dice Garabito. “Las esposas acá son más como hijas de sus maridos. Cuando él fallece, la señora tiene una autoestima muy baja. Si tiene hijos adolescentes, le cuesta hacer prevalecer su autoridad. Eso lo hacía él”.

En promedio, un minero de Potosí gana menos del mínimo en Bolivia, actualmente en 2.122 bolivianos (305 dólares, 1,125,270 pesos colombianos). “La mayoría de las mujeres ganan entre 500 y 800 bolivianos. No pedimos que pare la minería en Potosí, sabemos que hoy dependemos de ella. Pedimos que cambie y que se proteja al Cerro”, finaliza Garabito. “Una opción tiene que ser el turismo”, añade Toro, “es lo único que podemos ofrecer al mundo ahora”.

“Si yo te hubiera de pagar, Sancho –respondió don Quijote–, conforme lo que merece la grandeza y calidad deste remedio, el tesoro de Venecia, las minas del Potosí fueran poco para pagarte”. Tan grande la lealtad de Sancho como un Potosí, tan inabarcable para la memoria. La eternidad de la montaña creó un lenguaje que hizo de la presunción de su riqueza ilimitada una forma de dibujar el mundo.

Durante décadas “un Potosí” se utilizó como conducto para imaginar y nombrar algo que no se acaba. En su reflejo, en su ejemplo, se construyó y se le dio forma a un concepto de acumulación ilimitada. Ya Potosí no puede ser sinónimo de eternidad. El tiempo y el hombre están a punto de saquearle, también, su trascendencia simbólica. Y en ese momento, si pasa, habrá que imaginarse otro mundo, ya sin la sombra de Cerro Rico.

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