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La doble al Vichada

La guerra marca el ritmo del viaje, sigue latente el rastro de los “megapredios” de Leonidas Vargas y de Víctor Carranza, así como la colonización estilo Carimagua, que en el Vichada generará un conflicto entre indígenas, empresarios y narcos.

Alfredo Molano Bravo / Especial para El Espectador
24 de enero de 2009 - 10:00 p. m.
Vichada
Vichada
Foto: Foto de Enrique Rivas

Aunque nos habíamos propuesto salir a las 4 a.m., para abrir el postigo del amanecer entrando a la carretera al Llano, sólo a las 6 llegamos al túnel de Chipaque. Echo de menos la vieja vía que pasaba por el Boquerón, ese quiebre de aguas entre el Magdalena y el Orinoco o, si se quiere, esa bisagra entre los páramos de Chingaza y Sumapaz. Allí el frío nace entre musgos y sopla entre helechos.

Hoy el viaje entre Bogotá y Villavo dura dos horas escasas si no hay derrumbes. La cordillera todavía da brega y no se rinde a la ingeniería. Ya no hay “enterraderos” ni “cadena” que hacían la travesía eterna; los viaductos como el de Chirajara atraviesan los abismos con un desdén, digamos, aéreo. El túnel de entrada al Llano, Misael Pastrana Borrero, que poco o nada tuvo que ver con el oriente, evita el paso por Villavo a quienes, como nosotros, van hacia Puerto López o San Martín, para no decir hacia Puerto Carreño o Calamar. Pero impide al mismo tiempo el Alto de Buenavista, una atalaya sobre el horizonte sobrecogedor de las sabanas.

Puerto López es hoy una sucursal de Villavo y no la avanzada de la colonización cuando lo conocí en el año 58, apenas unos meses después del asesinato de Guadalupe Salcedo, el ‘General’. Allí el ex presidente López Pumarejo tenía un gran hato llamado El Potosí, donde comenzó a negociar la entrega de las guerrillas del Llano, y el mismo pueblo donde Eliseo Velásquez se levantó contra el gobierno conservador en el 49. El nuevo orden social y económico de la región fue inaugurado por el dominio de don Víctor Carranza a mediados de los 80. Aún hay cementerios clandestinos en el pueblo.

Hace diez años el camino entre Puerto López y el hasta entonces desconocido Puerto Gaitán era una trocha polvorienta que se abría en numerosas vías paralelas que buscaban esquivar un enterradero, un mal paso, un caño. En verano algunos trechos parecían pavimentados por la sequía y se podía andar a grandes velocidades. El camino descabeciaba los caños para evitar la construcción de puentes o los chupaderos donde hasta las bestias quedaban inmovilizadas. Era emocionante el paso de los bajos, convertidos en lagunas durante el invierno. Las sabanas parecían infinitas.

Había grandes hatos con miles de cabezas de ganado. Con alguna suerte se podía ver venados, chigüiros, conejos y hasta un oso hormiguero. Hoy, la carretera está pavimentada, tiene señalización horizontal y vertical; miles de carrotanques —un verdadero oleoducto en piezas movibles— transportan miles y miles de barriles de crudo desde los pozos petroleros hasta la refinería de Apiay.

A los costados de la autopista hay enormes cultivos de árboles maderables —pino caribe, pino pátula, acacia magium, caucho, ceiba tolúa, teca—, de caña de azúcar, de palma africana, de soya, de maíz, de sorgo. Saltan a la vista las torres petroleras, un moderno aserrío y un conjunto de gigantescos silos que guardarán el grano para fabricar los alimentos concentrados para criar 18.000 cerdos.

Los hatos tradicionales —que los hay y son de envergadura— se han transformado al ritmo de la acumulación de capital narco: los pastos braquiaria se enseñorean de las sabanas y los portalones de madera son sustituidos por arcos triunfales de cemento coronados con estatuas en tamaño real de vacas, toros o caballos en fibra de vidrio. Como las que hay en entradas de los tres ranchos de Leonidas Vargas, gran narco, socio de Rodríguez Gacha y archienemigo de don Víctor Carranza.

Justamente cuando estábamos pasando por sus propiedades, don Leonidas era asesinado en Madrid. El Ejército tiene asegurada la zona y hay continua la circulación de vehículos que transportan tropa. Los paramilitares tienen “puntos” de vigilancia y control. El esquema de gobernabilidad y desarrollo es el mismo que rige en medio país: la guerrilla hace las veces de Estado; los paramilitares siembran el terror, y con ayuda del gobierno de turno, sacan a la guerrilla y de paso a la población civil; el Ejército asegura la zona, y por fin, triunfantes, llegan los grandes inversionistas a gozar de las garantías. En Meta, en Guaviare y en Vichada el terror fue impuesto con el exterminio de la oposición política, la Unión Patriótica y de cientos de dirigentes cívicos y campesinos.

Puerto Gaitán celebraba el Festival de Verano. El pueblo estaba a reventar: turistas, vendedores ambulantes, ladronzuelos, putas. Una comparsa de malabaristas y tragafuegos ambulantes divertía a la gente en los bares y restaurantes. Los comerciantes, hoteleros, políticos y policías hacían su agosto. En la tarima tocaban y cantaban Peter Manjarrés, Jorge Celedón y desfilaba Natalia París; nombres conocidos en otros escenarios dominados por la cultura paramilitar vigente.

Las poyatas del río Manacacías, atiborradas de gente, parecían las playas de Copacabana; las colas de vehículos, incluidos los carrotanques, tenían varios kilómetros de largo. No faltaba el vivo que se adelanta a toda velocidad por la derecha o por la izquierda para prolongar el trancón y hacer más exasperante la espera. La Policía vial pitaba impotente. ¿Quién puede meter en cintura a cinco hombres en una 4x4, borrachos y de seguro armados?

Pasado el mal paso, en el Alto de Neblinas hay un puesto de control militar, que fue durante muchos años paramilitar. Allí comenzaba la trocha hacia Santa Rita, pequeño puerto sobre el río Vichada, donde en los años 60 se levantaron en armas Tulio Báyer y Minuto Colmenares. El acto, porque no fue más, se conoce en los Llanos como la Guerra de los Tres Brincos, que fueron los que alcanzaron a dar los comandantes antes de ser capturados por el entonces teniente Álvaro Valencia Tovar.

A una hora larga de camino está La Cristalina; hace cinco años se gastaban en verano cuatro horas para llegar desde Gaitán. Había un par de casas, una venta de gasolina y una tienda donde vendían gaseosa y pan. El control de los paramilitares era estricto y no se podía pasar sin su venia y sin “colaborarles” con gasolina, que de seguro revendían en el mismo lugar. El puesto fue quemado por la guerrilla en un ataque fulminante. Hoy es una avanzada del Ejército.

A lo largo de un par de kilómetros de carretera, que es un terraplén bien afianzado en macadam, hay pequeños restaurantes, misceláneas, graneros y residencias: es la zona comercial. Más abajo está la zona residencial donde se levantan decenas de casas, unas en material, otras en paroid, todas de vara en tierra. El movimiento de personal empleado por las petroleras —uniformado con casco y botas de dotación— es apabullante. Sin duda, La Cristalina será pronto un municipio, que se desarrollará con rapidez por la vía de regalías.

Paramos a desayunar en uno de los restaurantes; la gente se veía nerviosa: minutos antes, un grupo motorizado del Ejército había dejado caer una granada de fragmentación. Los gritos de los transeúntes hicieron que los soldados se detuvieran y recogieran el artefacto. Salvo que los militares estuvieran jugando como los malabaristas que vimos en Puerto Gaitán, con el explosivo, habría sido un accidente inaceptable y criminal.

A un par de horas de La Cristalina se construye un nuevo pueblo, Murujuy, producto también de la actividad petrolera. El escenario es idéntico al anterior: tiendas, restaurantes, residencias, construcción de casas. Es la punta de lanza del nuevo proceso de colonización empresarial, resultado del mejoramiento de la vía y de las inversiones petroleras, agroindustriales y ganaderas, y, claro está, del narcotráfico.

El esquema de seguridad, que combina Fuerza Pública, seguridad privada y paramilitarismo, es eficaz como fundamento del nuevo orden. El terraplén carreteable termina en este pueblo y se inicia la trocha abierta con sus múltiples caminos, paralelos unos, convergentes todos. Las grandes propiedades que reemplazarán en muy pocos días a los viejos hatos se ven a simple vista. Llevan las firmas de sus propietarios en sus cercas, portalones, corrales y piscinas.

Alguno de los latifundios, se dice, tiene más de 20.000 hectáreas. Creo lo que la gente rumora. Hace pocos días, en El Tiempo salió un aviso clasificado ofreciendo en venta un predio de 30.000 hectáreas “en un solo globo con agua abundante, seguridad y buenos vecinos”. Los precios de la tierra han crecido entre el 45 y el 60%, según Portafolio. Estos megapredios no son sólo para la ganadería, sino más bien para la producción de biocombustibles, como opina don Rafael Mejía, presidente de la SAC: “Hay especulación en la tierra porque hay una gran demanda para cultivos de palma para producir biodiésel”.

En la tienda de doña Carmela dormimos la última noche del viaje. Es una mujer llanera de madre indígena sikuani y de padre blanco desconocido que, como dijo ella misma, “hasta cura pudo haber sido”. Su hato es una de las balizas entre el “mundo civilizado” y el “Vichada baldío”, a decir de cualquier empleado oficial; o, para ser precisos, entre los predios de propiedad privada de terratenientes y el resguardo indígena Muco-Guarrojo, propiedad colectiva.

Considerar los territorios indígenas baldíos es una de las características de los civilizadores blancos. Sobre este arbitrario concepto se han fundado los hatos y asesinado indígenas para expulsarlos de sus tierras. Hasta hace poco eran conocidas la guahibiadas, o sea la cacería de indígenas con el argumento de que ellos desgarretaban las reses. Gran parte del bajo Vichada es territorio indígena titulado como resguardo y contra esta figura chocará el ambicioso proyecto acaudillado por Uribe de civilizar la región.

El programa bandera es Carimagua, un extenso predio (en el Meta) que el Ministro de Agricultura quiso adjudicar a gamonales amigos y parientes rapándoselo a los desplazados. Después de un escándalo, silenciado con un peritazgo emitido por un comité nombrado por el Gobierno, Carimagua sería distribuido en cuatro o cinco predios adjudicables a empresas agroindustriales con el compromiso de emplear como jornaleros a desplazados registrados.

Vichada será testigo pronto de un conflicto entre indígenas, empresarios y narcotraficantes. Hoy por hoy, el Gobierno tiende a favorecer una alianza entre los dos últimos intereses. Tan grave veo el futuro de la región, que tiendo a sentir nostalgia de los antiguos hatos llaneros en que los propietarios eran sólo dueños de las madrinas de ganado y no de la tierra y, por tanto, su propiedad sobre los semovientes estaba respaldada por un yerro y no por una cerca.

En 12 horas regresamos a Bogotá, y habrían sido sólo ocho si el paso del Manacacías no hubiera estado interrumpido por la misma fila de carrotanques de crudo y vehículos con vidrios polarizados y escoltas a discreción que dos días antes habíamos padecido.

Por Alfredo Molano Bravo / Especial para El Espectador

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