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sábado, 3 de septiembre de 2016

Genevilla


Andanza LXX: Genevilla

Día: 19/06/2016

Pregona a los cuatro vientos la filosofía popular una sentencia que dice: "la experiencia es la madre de la ciencia". Pues bien, si hay algo que nos ha enseñado el contacto continuo con la generosa geografía navarra en este inacabable ir y venir en el que nos hemos embarcado, es que cualquiera de sus pueblos es un pequeño universo de significados.


Significados unos adquiridos y generales, otros innatos y específicos. Los primeros saltan pronto a la vista por seguir patrones establecidos, los segundos necesitan ser distinguidos entre la ambiguedad de la amalgama inicial y esto requiere olfato fino, de avezado sabueso husmeador en lides antropológicas, porque la mayor dificultad que se presenta ante cualquier arqueólogo de hábitos y costumbres es la hermeticidad de lo general, que aplica un tupido velo, cuando no hace impenetrable la esencia particular. Entonces el problema está en la necesidad de escarbar en este primer estrato, aunque se sea con las uñas, hasta llegar a esos vestigios privativos, individuales, tan de andar por casa y tan recónditos a veces.


Resulta así que conseguir vislumbrar la semblanza al completo de un pueblo precisa, no sólo alcanzar a comprender su superestructura colectiva, sino también ésa que decimos, íntima y un tanto subjetiva, en la que se incluyen, cómo no, sus personajes. Por tanto, el ojo avizor no debe detenerse sólo en escenarios absolutos, también ha de acceder a lo más recatado, a lo que calla a la sombra del campanario. Difícil tarea e imprescindible a la hora de profundizar en el alma reservada de los pequeños lugares. Aquí, por comodidad e incapacidad, nunca hemos pretendido llegar tan hondo, ni en lo colectivo ni en lo individual, nos conformamos con arañar la superficie, así que hoy volvemos a la carga con la pretensión de afilarnos las uñas hurgando otra vez vez en tierras de la Navarra Media. La tarea encomendada para la jornada es liviana en cuantía pero no en atributos. Un solo pueblo como norte aunque se sitúe al Este.


Se trata de Genevilla, ubicado en el Alto Ega, al occidente de la Merindad de Estella, a 80 kilómetros de Pamplona, limitando con Álava. Con sus pocos más de 70 habitantes, es uno de esos sitios de memorias acumuladas, de recuerdo ancestral, que tuvo a bien asentarse en la frontera occidental del reino antes de que ésta se convirtiese en tal. Fue esta comarca un área fluctuante en vasallajes hasta el siglo XIII y aún después, pues perteneció a Álava por caprichos administrativos a principios del XIX, para volver al redil navarro cual hija pródiga pocos años más tarde.


Genevilla se arrebuja con el insondable manto verde derramado ladera abajo por la vertiente norte de la serranía de Codés, y con él se abriga a sus pies. En la cumbre despunta un farallón rocoso, avizor, desvelado en labor vigilante ante quien osa irrumpir en sus dominios. Se ha erigido en guardián de una naturaleza abundante en sensaciones, generadora de ensoñaciones que tanto invita a lo onírico. Abajo, el pueblo acomodado en su serenidad, se interroga por la razón misteriosa que llevó al azar a dotarlo de geografía tan espléndida.


Nosotros hemos llegado temprano, enturbiando silencios con el ruido bronco de nuestro engendro mecánico. Apenas hay gente en las calles. Tras alguna ventana sí: quienes sobresaltados por la presencia de alborotadores interrumpen momentáneamente, para husmear, ese destino que han aceptado y cumplen sin vacilaciones, aguardando un día tras otro en un proceso inmutable y de inexorable monotonía la conclusión de cada una de sus etapas vitales, sin otra pretensión. Allá ellos, pero cuanta memoria acumulada y recuerdo ancestral se pierden pegados a los visillos.


Sintiéndonos observados callejeamos por un pueblo apretujado en calles paralelas, ligeramente serpenteantes, de casas sencillas y de vecinos escasos. Como casi siempre, la iglesia domina el caserío. Es una imponente mole de origen gótico muy modificada en el siglo XVI y que mantiene una fuerte ascensionalidad. Una amable coadjutora nos invita a contemplar su retablo al observarnos curiosear por los alrededores del templo. Nos informa que es una pieza excepcional y a la vista está. Un magnífico retablo, sí señor, pero algo irreverente, con señores y señoras paseándose en pelotas por el friso. Se nos antojan personajes mitológicos un poco frescos que, Díos sabe cómo, han conseguido codearse con santos y vírgenes algo más comedidos. ¡Qué cosas!


En fin, nos vamos porque otros quehaceres de tragantía nos reclaman en Estella. Dejamos la mañana avanzada y aproximándose la hora de misa, por ello se vislumbra ya movimiento de parroquianos. Alguno ha subido hasta el pórtico elevado a la espera de que den inicio los oficios, y expuesto al sol tibio de mediodía pelea esforzadamente contra ese sueño tan placentero que deviene con la edad. Que gane el mejor.





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