Buscando un jaguar en la hacienda más grande de Colombia

Un periodista y un fotógrafo se embarcaron en la aventura de encontrar en el Casanare a uno de los felinos más esquivos del mundo. No tuvieron suerte, pero a cambio redescubrieron un lugar extraordinario.

16 de diciembre de 2019

Esta es la historia de cómo recorrí 16 mil hectáreas en cinco días en busca de un jaguar, pero el único rastro que vi de él fueron unos arañazos en el tronco de un árbol. Sin embargo, en ese lugar remoto del Casanare, conocido como el Hato La Aurora, la reserva natural privada más grande del país, del tamaño de una décima parte de Bogotá, vi otras cosas que, aún ahora, tres años después, sigo sin entender.

Después de ese viaje, creo con firmeza que si uno no visita el Casanare no puede entender a un país como Colombia. De hecho, voy a decir algo radical: no conocer el Casanare es como no conocer a Colombia. Las cosas que allí ocurren todos los días no tienen nombre.

Antes de emprender su viaje a la selva, esto ya lo sabía Arturo Cova, el alterego de José Eustasio Rivera en La vorágine: “Casanare no me asustaba con sus espeluznantes leyendas. El instinto de la aventura me impelía a desafiarlas, seguro de que saldría ileso de las pampas libérrimas y de que alguna vez, en desconocidas ciudades, sentiría la nostalgia de los pasados peligros”.


 

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Desde un apartamento en Miami Beach, donde vivo hace un año, esa nostalgia por el Casanare me carcome. En la madrugada no me despiertan los aullidos de los monos sino el estruendo de algún tonto que acelera su Ferrari de alquiler. El Casanare es otro mundo, una dimensión desconocida.

Hasta hace unos años, sus pobladores lavaban las ollas con jabón de tierra y con la hoja de un árbol conocido como chaparro, tan áspera como un papel de lija y resistente a los incendios con que los llaneros, desde hace siglos, tuvieron a la selva al límite para que no se tragara el ecosistema de la llanura.

La energía eléctrica tiene menos de diez años en Montañas del Totumo, el poblado más cercano al Hato La Aurora. Eso quiere decir que cuando en Bogotá la gente empezó a usar el primer iPhone, en Montañas del Totumo tenían que salar la carne para poder conservarla. De hecho, cortes como la punta de anca y la cadera de res no existen allí.
 

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En el Casanare todavía cortan la carne en lonjas delgadas, sin cortes ni distinción, porque no importa de qué parte del animal venga, toda presa tenía que ser salada. Hoy en día ya hay neveras y congeladores, pero las reses todavía son cortadas como si fueran a salarlas.

?Desde su fundación, las casas de Montañas del Totumo se construyeron con techos bajos para poder matar con facilidad los mosquitos. Y para evitar el calor, las paredes eran de caña. Hoy las casas son de cemento, y los techos debieron haber subido para hacerlas más frescas, pero siguen tan bajitas como si fueran de caña.

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 La Aurora

Incluso, en el Casanare el cielo también es diferente. Por eso, es difícil de creer que el nombre del Hato La Aurora lleve ese nombre por casualidad. Un hombre conocido como Chepe Delgado fue el fundador del hato en 1920, y para bautizarlo propuso un juego: el lugar llevaría el nombre de la primera mujer que cocinara en sus fogones. Yo no creo en esa casualidad.

Los amaneceres y atardeceres del Hato llaman a gritos que se llamara La Aurora. No hay que dejárselo al azar ni devanarse los sesos para inspirarse. Es tan evidente que en La vorágine existe un párrafo que José Eustasio Rivera debió escribir mientras vivía en Sogamoso, a mediados de 1922, y que me hace fantasear, incluso, con la idea de que el escritor visitó el Hato La Aurora alguna vez:
 
Pero quizá ese párrafo sea la mejor manera de describir el carácter sobrenatural que el Sol alcanza en el Casanare. Pero sobrenatural también es la cantidad de animales que habitan en La Aurora. Armando Barragán sobrevoló por primera vez el Hato La Aurora junto a un piloto amigo, conocido como Mauricio Quijano, en 1974. Ese mismo año lo compró y, desde entonces, decenas de científicos del país han llegado al lugar.

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El primero fue Jorge Ignacio Hernández Camacho, más conocido como el ‘Mono Hernández’, uno de los fundadores del Inderena y quizá el científico que más ha caminado el país. Junto a Armando Barragán, Hernández empezó un inventario biológico del lugar, donde encontró más de 400 especies de aves. Y las hay por cantidades.

Apenas sale el sol, no se oye nada más que pájaros. En el comedor de la posada Juan Solito, donde se hospedan los turistas que visitan el hato, uno podría quedarse sentado todo el día mirando la gran diversidad de pájaros atraídos por racimos de plátanos que cuelgan de postes. En los cinco días que estuve pude contar, sólo en el comedor, al menos treinta especies diferentes de pájaros.

En una entrevista con la emisora Violeta Stereo, Armando Barragán cuenta que desde 1974 él y su familia sólo han matado un venado y algunos cerdos, porque, según el ‘Mono Hernández’, era sano para la topografía del lugar disminuir un poco su población.

Hoy, se estima que en el Hato La Aurora habitan más de 350 especies de aves, 42.000 chigüiros, 2.500 venados y 27 jaguares. Y ellos, los jaguares, fueron mi objetivo del viaje, un objetivo que se fue perdiendo porque son casi imposibles de ver y porque, además, otras cosas saltaban a la vista.

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Un mes antes de mi visita, un turista ruso estuvo dos semanas enteras sin bañarse, durmiendo de día y caminando de noche los bosques y llanuras del hato con un visor nocturno de alta tecnología para encontrarse con un jaguar. Un día, al revisar una de las cámaras trampa que tienen instaladas en el Hato, vieron una foto en que salían las piernas del ruso y, minutos después, un jaguar que iba detrás suyo.

Las cámaras trampa que están en el Hato han sido instaladas desde 2009 por la Fundación Panthera, un ente internacional –fundado por Thomas Kaplan, inversionista en minas de oro y plata y dueño de la colección más grande de obras de Rembrandt– enfocado en el cuidado de todos los grandes felinos del mundo, desde el misterioso leopardo de las nieves del Himalaya hasta el jaguar americano.

De hecho, la fundación tiene un proyecto muy ambicioso en marcha a nivel continental: crear una cadena de reservas naturales que se comuniquen de país a país entre el sur de Estados Unidos y Argentina, algo que garantizaría su protección por lo menos en los próximos 600 años.

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Huellas

La ganadería extensiva y la tala de bosques ha acabado con el hábitat del jaguar en todo el continente. Además, después de que Jacqueline Kennedy fue fotografiada con un abrigo de leopardo en 1962, se firmó la sentencia de este felino y del jaguar, por su gran parecido.
  
Por la gran disminución de su población y su carácter esquivo, para mí fue imposible ver un jaguar. Qué iluso fui. En el Hato La Aurora caminé por uno de los senderos preferidos de los jaguares. Sólo vimos algo que parecía una huella y, al lado, unos arañazos en un árbol. Cerca a ese lugar, Nelson Barragan, hijo de Armando Barragán, casi muere.

Un día, la policía le pidió liberar en el Hato a un puma que habían decomisado. Nelson nos mostró el lugar donde liberó al animal y recuerda que siguió de largo, camino al pueblo para hacer una diligencia. Al regreso, un par de horas después, le dijo a su conductor que lo dejara más o menos en ese punto porque quería regresar a las cabañas a pie. De repente, el puma se le apareció y Nelson se paralizó. El animal se le aproximó a olerlo tan cerca que, en un punto, Nelson sacó un cuchillo del cinto y empujó con la punta la frente del animal hacia atrás.
 

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Él sabía que si corría, iba a ser devorado por el animal. 

Primero habría mordido su nuca, luego se comería su barriga, las costillas y dejaría las tripas a un lado. Por este método es que Nelson a veces logra reconocer si las reses que 
Pero no nos desviemos del tema.

Nelson caminó con lentitud hacia una laguna, mientras el puma le seguía los pasos. Con el agua al cuello, estiraba su brazo para buscar señal en el teléfono celular, mientras el animal nadaba detrás suyo. En la otra orilla le contestaron y fueron de inmediato a su rescate.

No sé si esa historia es verdad o mentira, pero cuando me la contó no pude dejar de decirle: “Bueno, entonces usted, para salvarse de un puma, no le importó meterse al agua con una anaconda”. Nelson se rió. Al día siguiente, yo era el que iba a terminar en el agua con una anaconda.
 

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Anaconda

En vista de que no habíamos logrado fotografiar a ningún jaguar, no podíamos regresar a Bogotá con las manos vacías. Fue en medio de esa desesperación en que terminé caminando con el agua en la rodilla por un estero –pequeñas lagunas o ciénagas que hacen parte del paisaje usual del Casanare– en busca de un güio, el nombre popular de la anaconda. En la mano llevaba un palo largo que me servía para palpar el suelo en busca de una. No sé en qué estaba pensando. 

Una anaconda tarda tan sólo diez segundos en someter por completo a su presa. Los únicos que pueden matarla son los humanos y los jaguares. Sin embargo, hay registro de anacondas que se han tragado jaguares enteros e, incluso, anacondas que se comen a otras anacondas. De hecho, el fotógrafo Luciano Candisani publicó en febrero de 2017 en National Geographic la primera fotografía en registrar a una anaconda hembra comiéndose a un macho después de aparearse.
 

Yo no estaba solo allí. Dos guías del Hato estaban conmigo caminando en el estero hasta que uno de ellos quedó paralizado. Algo grande y robusto en el fondo del agua se movió y tocó su pierna. De repente, vimos emerger un pedazo de una anaconda enorme, con un cuerpo tan ancho que podría rodear con mis manos si tuviera cuatro en vez de dos.

Entre la maleza del estero vimos su cabeza en forma de diamante, observándonos. La idea era poder agarrarle la punta de la cola, arrastrarla hasta sacarla del agua y tomarla de la base del cráneo para que no pudiera girarse y modernos. Pero no pudimos encontrar la cola y decidimos irnos a almorzar y regresar luego.
 

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En el comedor había cuatro estadounidenses que habían llegado al Hato porque leyeron en una guía de viajes de Colombia, de la editorial Moon, que allí podrían ver más animales que en el Amazonas. Así, decidieron no viajar hasta Leticia y tomar un vuelo de sólo treinta minutos de Bogotá a Yopal.
 
“Bueno, como quieren ver animales, después de almorzar acompáñennos a atrapar una anaconda”, les dijimos. Cinco minutos después, ya estábamos en el agua, hasta que uno de los guías del Hato notó un zurco de plantas acuáticas sobre el pasto. La anaconda había huido del estero.


Salimos del agua siguiendo las huellas y vimos la cola de la anaconda entrando a un morichal. Todo pasó muy rápido: uno de los guías empezó a jalarla de la cola hasta que, en un segundo, la anaconda se giró en un parpadeo de mis ojos e intentó morderlo. En esa posición, el otro guía se montó sobre ella y la tomó de la base del cráneo.

El detalle que más me impactó cuando me la entregaron y la sostuve en mis manos no fue su tamaño –medía al menos cuatro metros de largo–, sino el sonido que emitía su respiración: era el sonido que siempre se oye en las películas de vaqueros cuando aparece una serpiente cascabel en el desierto, pero amplificado por mil. Era un suspiro como de pesadilla. La liberamos y todavía no entiendo de dónde saqué las agallas para hacer eso.