El Valle de Baztán y Bidasoa: pura naturaleza en el Pirineo Atlántico

Nos empapamos de verde en la Navarra más auténtica: la que va de brujas, cardos, latxas y pottocas.

Pura naturaleza en el Pirineo Atlántico

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El túnel de Belate marca un antes y un después. Es el pasillo que nos conduce hacia esa Navarra eternamente verde que estalla en belleza como solo ella sabe hacerlo.

Nos referimos a la del Valle de Baztán y Bidasoa, rica tierra de orografía antojadiza que lo mismo se alza al cielo en carismáticas montañas, que se pierde por tupidos bosques de hayedos, robledales y castaños, o se desparrama en extensas praderas en las que pace despreocupada la oveja latxa, la de alma norteña y leche espectacular.

Es al traspasar esa frontera imaginaria, la que marca el inicio del Pirineo Atlántico, cuando se inicia esta aventura. La fiesta acaba de empezar.

La localidad de Amaiur, en el Valle del Baztán

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UNA TIERRA ESPECIAL

Para empaparnos de la idiosincrasia de esta tierra, lo primero que hay que hacer, es entenderla. Y para entenderla, antes de nada, hay que saber algunos detalles. Por ejemplo, que uno de los elementos por los que el Valle de Baztán y Bidasoa tiene unas características tan específicas dentro del territorio navarro, es por su cercanía al eterno Cantábrico, que rompe sus olas a no demasiados kilómetros.

Esto, junto a que el Pirineo funciona a modo de barrera y arropa sus tierras con dos largos brazos —el Larrún, a un lado; más Pirineo, al otro—, provoca que todas esas borrascas que llegan desde el mar se agarren y descarguen precisamente aquí. ¿La consecuencia? En torno a dos mil litros de agua riegan sus tierras cada año.

Por otro lado, está su gente. De carácter fuerte, pero a la vez abierto. De conversación amena y con la hospitalidad por bandera. Su forma de vida acostumbra, desde tiempos inmemoriales, a darse en tradicionales caseríos desperdigados por el terreno. Cada uno con su espacio: juntos, pero no revueltos.

No existen grandes poblaciones en Baztán-Bidasoa, y eso se aprecia en cuanto avanzamos por el sinuoso trazado de carreteras que nos llevan a atravesar el puerto de Otxondo y alcanzar la linde con Francia. Allí, una localidad cuyo nombre a todos suena, hace fantasear con brujas, aquelarres y pócimas mágicas. Descubrimos la verdadera historia de Zugarramurdi.

¿La mejor forma de descubrir el valle? Sin prisa

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DE BRUJAS SIN ESCOBA Y CABALLOS AZULES

La inmensa cavidad que el río Infierno se ha encargado de moldear a lo largo de los siglos es todo un tesoro geológico al que hubo acceso libre durante muchos años. Hoy, sin embargo, para visitar las Cuevas de Zugarramurdi es necesario pagar una entrada y limitarse a recorrer, en plena naturaleza, el camino marcado.

Los restos de un par de hornos de cal recuerdan la época en la que en ellos se transformaba la piedra caliza en cal viva. Las grietas y recovecos del entorno hablan, por su parte, de **una posguerra en la que proliferó el contrabando entre Francia y España con productos, bien prohibidos, bien obligados a pagar altos aranceles. **

Sin embargo, obviamente, hay otro tema por el que todos preguntan al llegar aquí: ¿qué hay de las brujas? Pues de ellas venimos a hablar. Porque es probable que la fama de Zugarramurdi no hubiera sido tal si la Inquisición, allá por el 1611, no hubiera recalado aquí decidida a investigar los supuestos actos de herejía de los que se acusó a 300 de sus 500 vecinos.

Habitantes, sobre todo mujeres, que tras ser denunciados por celebrar aquelarres en la zona, acabaron siendo detenidos, enjuiciados y, en algunos casos, condenados a la hoguera.

Zugarramurdi: no hay brujas, pero da yuyu

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Sin embargo —y sentimos aguarte la fiesta—, poco de magia negra hubo realmente. Hoy se sabe que, muy probablemente, fueron las malas relaciones de sus habitantes con la Iglesia, a quienes reclamaban una jurisdicción laica, las que acabaron pasándole factura.

Aquello, sumado a las envidias, celos y rencillas entre unos vecinos y otros, llevaron a interpretar el conocimiento de las hierbas y plantas y de sus beneficios medicinales, como auténtica brujería. O sea: nada de "abracadabras" ni de señoras volando en escoba. ¡Aunque hubiera tenido su aquel!

El murmullo del Infierno continúa marcando hoy el camino y acompaña mientras se visita la gruta principal y los senderos que la rodean. Un de ellos, flanqueado por castaños, despliega una alfombra cobriza que marca el trayecto hasta el centro de la localidad, donde Zugarramurdi muestra su otra cara: la de los majestuosos caseríos levantados, en muchos casos, con dinero hecho en las Américas. Familias a las que se les concedió el privilegio de ser nobles para que así protegieran con más ímpetu la frontera con Francia.

Entre balconadas de flores, tejados a dos y a cuatro aguas, y el curioso escudo ajedrezado del Baztán que decora algunas de las fachadas, destaca una peculiar señal pintada sobre la piedra. Es la que marca el popular Sendero de la Pottoka Azul, un caballo autóctono que nos hace de guía y conecta de lleno con el Baztán más auténtico. Aquel por el que nos dejamos llevar.

Una de las misteriosas cuevas de Zugarramurdi

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LOS VALLES TAMBIÉN SABEN

A un corto paseo alcanzamos la vecina localidad de Urdax, donde a las puertas de un caserón con vistas al prado espera Ana Mari, segunda generación de una familia productora del más maravilloso tesoro navarro. El queso Idiazábal, claro.

Una aventura empresarial que arrancó como muchas de esas cosas que acaban siendo un éxito: por casualidad. María Isabel y Mikel, padres de Ana Mari, estuvieron dedicados desde siempre a la ganadería y con la leche de sus ovejas elaboraban quesos para el consumo personal.

Llegaron los 90, también el turismo, y el boca a boca hizo que muchos supieran de aquellos manjares. **¿La consecuencia? Crearon Etxelekua, una pequeña quesería para vender al público. **

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El periplo laboral se tradujo en 20 años de esfuerzo y trabajo a los que, ya en 2011, se sumaron Ana Mari y Xavier, su hermano. Al comienzo no lo tuvieron claro, pero tras probar otros caminos —en un banco ella, como técnico en electrónica él— decidieron regresar a la empresa familiar.

Hoy, con una producción de entre 8 y 10 mil kilos anuales, las paredes del negocio lucen innumerables premios y reconocimientos a nivel mundial como los adjudicados por los World Cheese Awards o el concurso The Great Taste. Ahí es nada.

Mientras parte con pericia un par de cuñas de queso, Ana Mari nos desvela que es la latxa, una oveja autóctona de Navarra, País Vasco y parte de Francia. Una raza delicada que tan solo produce leche entre los meses de noviembre y agosto y que se alimenta, sobre todo, de pasto: de ahí el singular sabor de sus quesos.

Catado y recatado el producto, y con el regustillo aún en el paladar, seguimos el rastro de esas pottokas azules en un apacible paseo por los prados y montes del entorno. Allá, a lo lejos, las 600 latxas de Ana Mari y Xavier nos vigilan, impasibles, regalándonos una maravillosa postal. Esto también es el Pirineo Atlántico.

Queso: nuestra gran (y deliciosa) perdición

Etxelekua

DE CASTILLOS Y MOLINOS VA LA COSA

La carretera se retuerce entre puertos y montañas mientras dejamos atrás localidades como Elizondo. Al alcanzar Amaiur, exigimos una parada.

Y lo hacemos porque, aunque poco resta del castillo que coronó el lugar durante siglos —en 1512 se produjo la Batalla de Noáin y quedó prácticamente destruido—, sus ruinas reclaman hoy un turismo sentimental que nos gana.

Caminamos entre sus coloridas casas, dispuestas unas junto a otras de cara a la calle principal, fijándonos en esas extrañas flores de cardo que decoran algunas de sus puertas —ahuyenta a los malos espíritus, dicen—, en las historias que transmiten sus vetustas paredes de piedra y en la peculiar fuente que da de beber a los peregrinos de camino a Santiago.

Para recargar energías continuamos hasta la Posada de Elbete: con una menestra de verduras, unos espárragos navarros y un buen canutillo de postre, el mundo se ve de otra manera.

Vistas desde el mirador de Amaiur

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A escasos 10 kilómetros se halla el Parque Natural Señorío de Bertiz, donde el río Baztán se convierte en Bidasoa. Desde allí prosigue el camino hacia Zubieta. Bajo una fina lluvia, Edorta Amurua espera dispuesto a mostrarnos su universo.

Un mundo movido gracias a la fuerza del agua: desde que arrancó a funcionar en 1785, el molino hidráulico de Zubieta nunca ha dejado de trabajar. Tanto es así, que hasta él continúan llegando a diario los vecinos de los alrededores cargados con sacos de maíz, como ya ocurría hace más de 200 años, para que Edorta lleve a cabo la molienda.

Recorrer su interior se convierte en un verdadero viaje en el tiempo: además de sus históricas muelas, de más de 800 kilos, la instalación incluye un ecomuseo de dos plantas en las que se exponen los más variados aperos de labranza. También fotografías que ilustran una de las fiestas más arraigadas a Zubieta: su carnaval, un acontecimiento anual en el que la naturaleza es clave.

La naturaleza despliega su magia a orillas del Bidasoa

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Y es que resulta que, cuando de diversión se trata, por este lado del Pirineo saben montárselo muy bien. Un buen ejemplo se halla en IrriSarri Land, en Igantzi, un original resort rural de nada menos que 75 hectáreas en el que entre actividades de aventura —el canopy más largo de Europa se encuentra aquí—, propuestas de relax en plena naturaleza, y una variada oferta de restauración y alojamiento —desde un albergue a un coqueto hotel ubicado en un edificio del siglo XVI o 16 cabañas de lujo en pleno monte—, el plan está asegurado.

El final a la ruta lo ponemos, sin embargo, algo más allá: en Etxalar caemos rendidos a los encantos de Antonio, que tras 40 años al mando de La Basque, mima a cada comensal con la misma ilusión que el primer día. Entre sabores auténticamente navarros, ricos caldos de la tierra y una entrañable charla, el anfitrión narra sus aventuras y desventuras al frente de un negocio del que solo le queda una pena: estar al borde de la jubilación y no tener a nadie que lo continúe.

Con sus historias en mente nos vamos dormir, esta vez en Lesaka. Esta localidad de pasado agrario y presente industrial se halla dividida en dos por el río Onin, cuyo puente de piedra es todo un símbolo.

A sus calles empedradas se asoman caseríos de ventanales de madera y estilo gótico como las del Hotel Rural & Spa Atxaspi, desde cuyas mullidas camas, al apagar la luz, oímos la lluvia caer.

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